Ladrona [Neón]

Tras perder su empleo, Merche está abatida y no sabe cómo conseguir dinero. La solución vendrá de la mano de sus amigas. Pero todo se complica cuando interviene Ramiro.

Es lógico que tachen de ladrona a una mujer que intenta salir a escondidas de un comercio con un par de prendas ocultas en su bolso, o bajo su propia ropa. Yo la señalaría como culpable, como todo el mundo, claro, sin pensar en sus motivos.

Hasta hace dos semanas.

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Diez segundos. Bastan diez segundos para que todo tu mundo cambie de posición y, como una maqueta de un globo terráqueo, la tierra entera gire para mostrarte la cara inversa de la situación.

En mi caso fueron quince segundos. Los mismos que utilizó el empleado de recursos humanos para encontrarme dentro del almacén del centro comercial donde trabajaba para, luego, llamarme por mi apellido y entregarme un sobre.

―Esto es para ti.

―¿Qué es?

―Nada, no es nada. Pero sal afuera y ábrelo allí, por favor.

―¿Por qué afuera?

El empleado desvió la mirada que hasta ahora tenía fija en mis ojos para dirigirla hacia el sobre.

―Porque aquí ya no pintas nada.

Comencé a abrir la boca pero se me llenó de... silencio. Desconcierto, traición, decepción.

Me tomó del brazo con agarre firme. A nadie le habría permitido ponerme un dedo encima, ni para acariciarme el perfil de la cara, menos para tomarme del brazo y llevarme como si fuese una vulgar pordiosera hacia la salida.

Ni fuerzas tuve para resistirme.

Abrió la puerta grande del almacén, por la que entraban a diario los camiones con mercancía. Yo había descargado muchos de ellos. Me acuerdo que una vez un palé en equilibrio me golpeó en la espinilla y estuve tres días de baja.

Me sacó fuera del almacén, al callejón donde estaban los contenedores de cartón, plásticos y comida caducada o estropeada.

―Toma.

Y me tendió el sobre, presionándolo sobre mis pechos. Tampoco a nadie le habría permitido un gesto tan soberbio ni tan abiertamente discriminatorio.

Se marchó y, alelada como estaba, dejé que el sobre cayera al suelo, entre mis zapatillas de bordes rozados y puntera desgastada.

El hombre volvió a entrar en el almacén y cerró la puerta metálica tras de sí. El sonido del metal contra el pavimento, cientos de veces escuchado, estaba vez sonó a desgarro, a cacofonía de hierros retorcidos.

Tras la puerta, el trabajo continuó.

Pero, y sin que todavía lo hubiese asumido, aquí había llegado mi final.

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Este podría haber sido uno de tantos lugares donde había trabajado, lugares donde no volvería a pisar ni loca porque los recuerdos son fuertes y no me gusta que me vean llorar en público.

Pero, por azares del destino, el centro comercial iba a ser un lugar que visitaría con demasiada frecuencia.

Dos días más tarde de mi despido, quedé con Laura, una amiga de la juventud. Habíamos compartido cervezas, novios y amarguras, endulzadas estas últimas con ingentes tarrinas de helado frente al televisor.

―Quiero mirarme unas sandalias.

―Las que tienes están bien ―dije. Era un comentario inusual en mí pero, sin trabajo, el chip de mi cabeza había cambiado para adaptarse a la realidad de una vida sin sustento.

La acompañé por varias tiendas del centro de la ciudad. Ninguna la sentaban bien o la provocaban rozaduras en el talón o el empeine. Cuando no era eso, simplemente eran demasiado caras.

―¿Por qué no vamos a otro sitio? ―pregunté algo molesta cuando quiso entrar al centro comercial (mi centro comercial).

Laura todavía no sabía que estaba en el paro. Me daba vergüenza decirlo. Ni siquiera se lo había confesado a mis padres, aunque más pronto o más tarde debería hacerlo para que me pasasen algo de dinero mensualmente para pagar el alquiler. O, peor aún, tener que volver al cubil familiar.

―Venga, anda, no seas tonta. Hasta nos pueden hacer descuento por empleado, ¿no?

―Seguro ―sonreí con sarcasmo.

Atravesamos los pasillos de los alimentos hasta llegar a los de zapatería.

Laura tenía solo ojos para las sandalias. Mis miradas iban, sin embargo, hacia mis compañeras. De vez en cuando pasaba alguna y me saludaba. Otras, arrugando el ceño, ni me miraban. Conocía esa actitud: “Si te han echado, será por algo, tú sabrás”.

―Mira éstas, son divinas.

Blancas, minimalistas, con varias tiras abrazando los dedos y una más gruesa alrededor del tobillo, ocultando parte del talón. Una gruesa plataforma, apropiada para gente atrevida como era Laura, acabaron por convencerla.

Se las probó y anduvo unos pasos con ellas. A cada taconeo, se iba convenciendo más. Se le notaba en la cara.

―Preciosas, me las quedo. Pero mira lo que cuestan.

189 euros. Ni loca pagaba yo ese dineral por unas sandalias.

―A ti te hacen descuento, ¿verdad?

―¿A mí, por qué?

―Por trabajar aquí, ¿no? En todos los sitios es igual. Los empleados tienen privilegios.

“Sí, claro, Laura. Ahora me las llevo a caja y me aplican el 99% de descuento, no te jode”.

Negué con la cabeza.

―Pues aquí se quedan. Lástima, me encantaban.

Ahí quedó la cosa. Marchamos (no veía la hora de alejarme de allí) y tras tomar un café, cada una volvió a su casa.

Esa tarde, tras darle vueltas a una idea peregrina, absurda como pocas e ilegal a todas luces, llamé a Laura por teléfono.

―Te mentí, sí me hacen descuento, un 35%.

―Hostia puta, Merche, ¿y por qué no me lo contaste antes, so zorra? Son casi 70 euros, tía.

―¿Las quieres?

―Pues claro. Una ganga así no la dejo pasar.

―Calzabas el 37, ¿no?

―Sabes que sí.

―Mañana las tienes. Te llamo y quedamos.

Colgué el teléfono tras asegurarme que tenía compradora.

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Dejarme que os explique cómo funcionan los detectores de seguridad enganchados a las prendas. Los hay de dos tipos (al menos en mi centro comercial).

El primero consiste en una barra de plástico enganchada con una chincheta gruesa por detrás, colocada normalmente en una manga, la cinturilla de un pantalón o la hebilla de unas sandalias. Pesan poco y la barra contiene un transmisor diminuto de radiofrecuencia, el cual, al pasar por un arco de seguridad, hace saltar la alarma al recibir el arco la señal de la barra, transmitida a la misma frecuencia. La chincheta, que parece colocada a presión, se separa de la barra con un aparato que teníamos junto a la caja. Sin embargo, el aparato lo único que hace es presionar hacia arriba los extremos de la barra. En su interior, una presilla mantiene sujeta la chincheta. Al presionar los extremos, la presilla libera la chincheta.

El segundo es una caja de plástico duro, de diferentes tamaños, donde guardar los objetos en los que no se puede enganchar el primer detector. Videojuegos, aparatos electrónicos... cosas así. También tenemos un aparato en caja para abrir estos contenedores. Las cajas de plástico tienen un capuchón en la parte superior que introducimos en una ranura del aparato. Aplican un fuerte campo magnético, potente y rápido, que abre el contenedor.

Me proponía robar las sandalias, claro. Y luego venderlas a mi amiga a un precio inferior con la excusa de una compra con descuento.

Sabía cómo deshacerme de los detectores de seguridad. Y estaba acuciada por la falta de dinero.

Por otra parte, no veía mejor desquite hacia mi antigua empresa que aplicar mis conocimientos para robarles unas sandalias de 189 euros.

De modo que preparé el hurto. Necesitaría un disfraz o, al menos, parecer alguien distinto a la sosa Merche, la antigua empleada despedida, para no levantar sospechas.

Como tampoco quería parecer un adefesio y sabiendo que necesitaba llamar la atención para desviarla de lo que iban a hacer mis manos, resolví vestirme de adolescente fulana.

No fue difícil: un vestido de cuando era joven y con menos curvas, cubrió mi necesidad principal. Al andar, la falda ceñida se me recogía hasta enseñar las nalgas, pero bastaría con que tirase de los extremos cada poco. Unas medias de rejilla y unos tacones de esos que no aguantas más de diez minutos subidos a ellos (ideales para las bodas), fueron completando mi atuendo.

En cuanto a mi cara, solo deslizar para los lectores masculinos, que una mujer cambia por completo si va bien maquillada. Hasta la mujer más insulsa se convierte en un manjar atrayente con los colores y las sombras adecuadas. Por si acaso, unas gafas de sol ocultarían mis ojos. Por último, me recogí el pelo en un moño alto, algo recargado y sujeto con palillos chinos, pero que me hacía aún más alta todavía.

Delante del espejo, con mi gran bolso de pedrería colgado de un hombro, bien pegado a mi axila, me recoloqué el contenido del sujetador, que insistía en removerse afuera por lo apretado del escote, y, tras darme varias vueltas, asentí satisfecha.

Putón, putón, putón. De la peor calaña.

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Al día siguiente fui de las primeras en entrar tras abrir el centro.

Esperamos en la entrada un grupo de gente a que abriesen los tornos de acceso. No fue una espera cómoda. Los tacones me mataban de mil formas distintas, a cada movimiento el talón parecía sumergirse un poco más en el tacón, como si penetrase lentamente. También tenía que cuidar que la falda no se me subiese más de la cuenta.

Pero eso no era lo peor.

Ya había advertido las miradas veladas que me escupían las amas de casa. También había otras miradas, más osadas, del tipo baboso, que lanzaban los hombres. Excepto los viejos, que no rehuían la vista cuando los taladraba con la mirada, la demás gente me importaba poco.

Empezaba a comprender que ir de niñata no había sido buena idea. Llamaba demasiado la atención.

Incluso estaba sopesando la idea de volver a casa y cambiarme para parecer algo más normal.

Abrieron los tornos de acceso.

No me quedó otro remedio que pasar ya que estaba allí.

Algunas marujas se sorprendieron al verme alcanzar uno de los carritos. Era otra estratagema de despiste. Además, así podía apoyarme en el extremo del carrito, descansando los pies.

Deambulé por la zona de verduras. No quería ir directamente hacia mi objetivo. En cuanto vi la bandeja de champiñones rebajados, pensé que para comer podría hacerme una sartén de ellos con beicon. Así que luego fui a por el beicon.

Luego pasé por la zona de panadería. Cogí dos barras, congelaría una y la otra la comería hoy.

Al pasar por la zona de refrigerados, me fijé en los zumos. Un ama de casa miraba las botellas y los tetrabriks sin decidirse. Me acerqué a ella y cogí una botella de zumo de piña. Me miró dos veces. La primera al percatarse de mi presencia, la segunda al darse cuenta de mi atuendo. Cogió la primera botella que pilló.

―Esa no, señora. Mejor la del fondo que caduca más tarde. Además, la que ha cogido está manchada en el fondo. Seguro que está perforada.

Me alejé antes de que abriese la boca.

Era la hora de la verdad. Me dirigí hacia mi destino.

La zona de zapatería estaba desierta a estas horas, como preveía.

Me acerqué a las sandalias. Allí estaban. Número 37.

Miré a los extremos del pasillo. Nadie a la vista.

El detector seguía ahí, sujeto a la hebilla.

Volví a mirar a los lados.

La vi. Era Matilde, una compañera de esta sección. Arrastraba un palé con varias cajas para colocarlas en los altillos y poder reponer los huecos.

Me cago en todo.

Se colocó justo detrás de mí.

La prueba de fuego.

No había llegado hasta aquí para nada.

Me agaché dentro del carrito, con las sandalias entre las manos.

De espaldas a ella, presioné el detector en los extremos. Nada. La chincheta no cedía. Había que aplicar más fuerza.

Además, los puñeteros tacones de mis zapatos me estaban matando de veras.

A la mierda. Me descalcé y pegué una patada a los puñeteros zapatos de tacón. Pero ahora, inclinada dentro del carrito, estaba prácticamente de puntillas.

Oía detrás de mí a Matilde colocar las cajas en el suelo. Joder, joder. Volví a presionar y aquello no salía. La puta chincheta no salía.

De repente me fijé que no oía a Matilde detrás de mí.

Noté una respiración en el cogote.

―¿Necesita ayuda?

El respingo que pegué hizo que hasta soltase un gritito de sorpresa.

―Lo siento ―se disculpó.

Negué con la cabeza, sonriendo, sin dar importancia al susto.

―Quiere unas distintas a las que tiene, ¿no?

Iba a mirar al suelo, a mis zapatos, pero la mirada de Matilde estaba fija en el carrito.

Junto al pan, los champiñones, el beicon y el zumo, allí estaban las sandalias blancas. Sin detector.

Tardé un segundo en darme cuenta que lo tenía en una mano. Cerré los dedos, ocultándolo del todo. No sé dónde estaría la chincheta.

―No me decido ―musité con voz ronca. Me notaba la cara arder y me faltaba la respiración.

―Unos de color rojo la sentarían mucho mejor. Creo que tengo unos en el almacén, han venido hoy. Si espera un momento, se los traigo.

Asentí esperanzada. Sola, quería estar sola.

―Por cierto, querida ―murmuró Matilde antes de marchar, señalando con la mirada mi falda―. Se te ve todo.

Joder.

La falda se me había subido al inclinarme sobre el carrito. Se me veía hasta el elástico del tanga.

Me bajé con apuro la falda.

En cuanto quedé sola, caminé hasta el fondo del pasillo, como alma que lleva el diablo.

Hasta que se me clavó la chincheta. La encontré.

Hostia bendita. Me mordí el labio hasta hacerme sangre en la boca.

No había sido mucho estropicio, pensé al quitármela de la planta de pie derecho. Pero, al apoyar el pie, vi las estrellas.

Necesitaba algo más cómodo para escapar.

Por suerte estaba en el lugar correcto. Cogí las zapatillas con la suela más blanda que encontré. Ni me fijé en el número.

Por supuesto, llevaban el maldito detector enganchado en un ojal.

―No, amiguito, tú no.

Presioné en los extremos con tanta fuerza que el plástico de la barra crujió. La chincheta se desprendió a la primera.

Tenía poco tiempo. Matilde volvería en cualquier momento. Quité los papeles arrugados que daban forma a la puntera y me calcé las zapatillas, metiéndome los cordones por dentro; no tenía tiempo de anudármelos.

Metí las sandalias dentro del bolso que seguía llevando bien pegado al sobaco y luego corrí como alma que lleva el diablo, empujando el carrito hasta la primera caja libre.

Sarita, la cajera, una adorable regordeta que por su cumpleaños nos traía una rosca de dulces, me miró algo recelosa. Rehuí su mirada mientras colocaba los artículos sobre la cinta.

―Son 3,35 euros.

Le tendí un billete de cinco y me dio la vuelta. Sacó una bolsa y comenzó a meter mi compra dentro.

En ningún momento Sarita dejó de mirarme con mirada extrañada. Sabía que me reconocería, era solo cuestión de tiempo. Sarita, ay Sarita, date más prisa, coño. Ya solo falta que me encuentre Matilde.

―Disculpe, señora, ¿no será la hermana de Merche?

Tragué saliva.

―No sé de quién me habla.

Le cogí la bolsa y salí por patas.

Al salir del centro comercial, lo más deprisa que me permitía mi pie, me llegó un silbido de lejos.

―¡Ese culito lindo!

Joder con la puta falda. Me la bajé y salí fuera.

Libre.

Sí, señorita, con dos ovarios. El cielo estaba algo nublado pero me pareció la mañana más hermosa de todas.

De pronto, recordé que mis zapatos habían quedado en el pasillo. Me miré las zapatillas que calzaba y, mientras me anudaba los cordones, sonreí.

―A tomar por culo, malditos tacones.

Ensimismada con mi aventura, que consideraba una hazaña propia de la mujer más aguerrida y audaz, me permití sentarme en un banco de un parque que quedaba al lado del centro comercial. Abrí la botella de zumo y le pegué un buen trago.

Era una mañana cojonuda. Podía permitirme sonreír. Más cuando en el bolso llevaba el antiguo sueldo de tres días en el centro comercial.

Ni me importó el hombre maduro que se sentó a mi lado en el banco y que miraba al infinito mientras encendía un cigarrillo.

―Buena jugada. Se nota que conoces cómo funcionan esos cacharros.

Le miré sorprendida. El hombre seguía mirando el infinito. Me giré hacia los lados, pensando que había hablado otra persona.

―La próxima vez no será tan fácil. Lo sabes, ¿no?

Era él. Hablaba el hombre. Pero seguía mirando al infinito. Cuando seguí la dirección de su mirada, me percaté de que tenía la vista fija en el centro comercial.

―No sé de qué me habla.

―Solo digo que te andes con cuidado, chica. La próxima vez te estaré esperando. Si no lo he hecho hoy es porque me has enseñando un culo estupendo.

El rubor tiñó toda mi cara y bajé la mirada.

―Y además, tímida. Joder, Merche, ojalá tuviese veinte años menos. Te echaba el guante pero bien rápido, chiquilla.

Aplastó el cigarrillo contra el suelo y luego, como si fuese lo más normal del mundo, se guardó la colilla en un bolsillo del pantalón. Le reconocí al instante.

―Hasta la próxima, Merche.

―No pienso volver ―respondí. Y era cierto. Aquel hombre era Ramiro, el jefe de seguridad del centro comercial. Ninguna le habíamos visto la cara. Pero siempre circulaba el rumor de que se guardaba las colillas, que no tiraba ninguna.

Se giró hacia mí y, acuclillándose se apoyó en mis rodillas. Sonrió con franqueza, mirándome a los ojos.

―Volverás, Merche. No lo dudo. Y si no quieres que las cosas salgan mal de verdad, me harás un favor.

Me descruzó las piernas y me separó los muslos. Estaba tan alucinada que no opuse ninguna resistencia.

Echó un vistazo al interior de mi falda y luego volvió a juntar mis piernas.

―Mierda puta, Merche. Ojalá tuviese veinte años menos, ya te lo he dicho, ¿no?

Y se alejó.

En cuanto puso cuatro pasos de distancia, agarré la bolsa con la compra, el bolso con la otra “compra” y salí espantada de allí.

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Aquella tarde quedé con Laura en mi casa. Me entregó 123 euros que me supieron a gloria.

―Preciosos, ¿a que sí? ―preguntó dando un paseíllo.

Asentí con la cabeza, pero con la mente dándole vueltas a la conversación con Ramiro.

Al cabo de dos días, me llamó Laura por teléfono.

―Oye, tía, ¿qué te parecería sacarnos a las chicas algo de ropa?

Se me atragantó el trago de refresco. Me entraron unos sudores fríos y sentí al instante como las bragas se me humedecían de sudor bajo el chándal.

―No sé, es muy peligroso.

―¿Peligroso, por qué, cuántas compras con descuento puedes hacer al mes?

Joder. Para ellas eran compras, para mí era algo más serio.

Recordé al instante las palabras de Ramiro.

―Nunca lo he preguntado. Pero pocas, seguro.

No me apetecía para nada volver a encontrarme con ese tipo.

―Piensa que son favores, tonta. Luego nosotras podemos devolverlos como quieras.

Al momento se me ocurrió una locura.

―Una semana en el chalé de la Juana.

―Hostia, tía, como te pasas.

Juana era la amiga pija. Sus padres tenían un chalé en la sierra, equipado con piscina, jacuzzi y toda clase de lujos.

Lo dije sin pensar. Un precio tan alto que no podían decirme más que sí.

Al día siguiente, me llamó de nuevo Laura.

―Que vale. Que su familia no lo va a usar en varios meses y que para tenerlo vacío, mejor que haya alguien y que lo disfrute.

―Me cago en la puta ―musité.

―Pero la lista es larga, ¿eh? Todas queremos varias cosas.

Me levanté del sofá de un salto y tiré a un lado el periódico donde estaba consultando las ofertas de empleo.

―¿Cómo de larga, puta, cuántas cosas?

―Pocas, mujer, pocas. Un abrigo, un cinturón, unos zapatos, un ordenador, una televisión...

Me faltó el aire. Sentí como la cabeza me daba vueltas y me dejé caer en el sofá.

―Te envío la lista por correo, ya nos irás llamando cuando lo vayas comprando, ¿no?

―Cla... Claro.

―De todas formas, Merche, ¿te puedes coger así como así una semana de vacaciones en el trabajo?

Todas las que quiera, pensé. Y hasta años si me descuido, en una sucia celda.

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Media hora después, tras reponerme del susto, me metí en internet a leer el correo. Luego comprobé en la web del centro comercial el precio de todo.

Ocho mil doscientos y pico euros. Hostia bendita.

Unos 5.300 para mí.

La cifra ya asustaba de por sí. Unos seis meses de sueldo.

Lo peor eran la televisión y el ordenador y unos... ¿de verdad vendíamos eso? ¿De dónde coño iba a sacar un bolso donde guardarlo todo?

La necesidad agudiza el ingenio, decía mi abuela.

Y yo, taruga como pocas, solo me alcanzaba el ingenio a través de una persona.

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No sabía cómo contactar con Ramiro. Pero sabía cómo encontrarlo.

Al cabo de dos días aparecí en el centro comercial con una camiseta de tirantes, sin sujetador. Era blanca, de tela fina, de interior, de esas que una se pondría debajo de algo con más cuerpo. Así, con todo suelto, y delante del espejo el día anterior, ya no me veía como un putón.

Era una zorra. Y de las tontas, de las que enseñan chicha gratis. Joder, si hasta se me trasparentaba todo el asunto. Me dio hasta vergüenza verme así, a solas.

Unos pantaloncitos verdes y las zapatillas robadas completaban mi vestuario. Las gafas de sol eran obligadas y, para esta ocasión, dediqué casi dos horas a componer un peinado cardado y con amplio volumen. También me lo teñí de negro cuervo.

Caminé con mi carrito por los pasillos hasta llegar a la zona de las videoconsolas y mp3. Apañé uno de Apple. Iba en su contenedor de plástico.

Acerqué el extremo de la caja a un imán que llevaba en la mano. Lo había extraído de un secador de pelo casi nuevo, así que, ya que estaba cerca de ellos, tras abrir la caja y meterme el reproductor al bolso, me acerqué al pasillo de los electrodomésticos. Abrí el bolso y, cerciorándome de que nadie miraba (excepto quién yo sabía que sí), metí la caja directamente dentro del bolso. No llevaba detector, sólo una etiqueta RFID, una pegatina magnética que estaba oculta en la caja. Pero, claro, yo sabía dónde y, con un cúter no me fue difícil recortar el cartón alrededor de la etiqueta.

Lo cierto es que la necesidad me había vuelto tan audaz como inconsciente. El bolso iba lleno hasta los topes con el secador para el pelo.

Por suerte, la cajera era nueva. Sin embargo no me libré de la mirada de desaprobación cuando, como por casualidad, su mirada convergía hacia mis círculos oscuros y sus sendos botones erectos.

―Son 2,50 euros.

Pagué con otro billete de cinco.

Salí del centro comercial y caminé hasta el mismo banco del parque adyacente.

Tras diez minutos de espera, Ramiro se me acercó y se sentó a mi lado.

Llevaba la misma ropa que hace días. ¿Es que este hombre no se cambiaba, no tenía mujer que se lo dijese?

Me echó una mirada sonriente y negó con la cabeza, sin poder creérselo. No se privó de un detallado examen visual a mis tetas.

Encendió un cigarrillo.

―La madre que te parió, Merche. Eres la hostia bendita.

―Necesito un favor, Ramiro.

―El favor te lo hago yo no llamando a la policía, payasa.

Inspiré bien hondo. Ramiro no pudo apartar la vista de toda mi carne hinchándose. Se removió en su asiento.

Cogí el papel con la lista de artículos del correo del bolso y se la tendí.

―Necesito sacar todo esto.

Leyó el contenido y silbó al terminar.

―Pues suerte, maja.

Tragué saliva.

―Te pagaré ―musité.

―No, Merche, a mí no; mejor a la cajera, cuando los compres.

Miré a los lados. No había nadie cerca.

Cogí una mano suya y la coloqué sobre una teta.

―He dicho que te pagaré ―repetí.

Me miró a los ojos sin parpadear.

―Estás loca, niña. No sabes lo que dices.

Solté mi mano pero la suya continuó amarrada a mi carne.

Noté cómo apretaba el contenido. Se pasó la lengua por los labios.

Supe desde ese momento que le tenía bien cogido por los huevos. Ramiros a mí. Tiran más dos tetas que dos carretas.

―¿Qué propones?

―Sexo, claro. No me seas moñas, Ramiro.

Soltó la teta y repasó de nuevo la lista.

―¿Cuánto es todo esto, siete, ocho, nueve mil euros?

―Ocho mil y pico.

―¿Y para qué quieres todo esto, Merche? Además, tú no creo que necesites... ―leyó― “8 neumáticos Pirelli de 19 pulgadas P Zero Rosso”.

―Eso es cosa mía.

Ramiro desvió la mirada. Apagó el cigarrillo en el suelo, se lo embolsó en el pantalón y encendió otro.

―Pues ahora también es cosa mía. ¿Tú cuánto te llevas?

―El 50% ―mentí, adivinando sus intenciones.

―¿Lo sacas por la mitad? No mientas, raposilla ―rió arreándome un sopapo a una teta.

Me dolió. Bajo aquella camisa pasada de moda y unos vaqueros que le venían grandes, había un hombre entrado en años bastante bruto. Podía ser hasta mi padre.

―Dos tercios ―admití mientras me sujetaba la carne dolorida.

―Eso está mejor.

Pegó una profunda calada al cigarrillo.

―Vale, esto es lo que haremos, Merche. Yo el 20, tú el resto. Y dos horas contigo para hacer lo que quiera.

―Una hora ―repuse asustada, cogiéndome la teta maltratada. Ya no estaba tan segura de tenerle dominado.

Ramiro rió bien a gusto.

―Esto no es una negociación, Merche. Se hace lo que yo digo y punto. Y si no, ya sabes.

Casi 4000 euros limpios, calculé. Tampoco era tan mal negocio, me dije intentando ver la parte positiva. Y seguro que al primer polvo caía redondo. ¿Cuántos años tendría? Cincuenta, por lo menos. A lo mejor ni se le levantaba.

―Trato hecho ―dije tendiéndole la mano para sellar el trato.

Ramiro me miró la mano con desprecio.

―Sin tratos, idiota. Esto es un negocio. Dame unos días para prepararlo todo.

―¿Me llamas?

Ramiro me miró sonriente.

―¿Para qué? Tú ven cada día por el centro comercial así de hermosa y espera luego en este banco. Si no vengo en diez minutos, haz lo mismo al día siguiente.

Luego, tras mirar a nuestro alrededor, metió una mano bajo mi camiseta para pellizcarme un pezón.

Me mordí el labio inferior, simulando placer. En realidad, me estaba haciendo daño, bastante. Apretó con las uñas hasta que gemí dolorida.

―Buena chica, lo vamos a pasar bien.

En cuanto se alejó, me bajé la camiseta y me crucé de brazos.

Tenía ganas de llorar.

No me reprimí, dejé que cayesen en regueros. Había caído hasta lo más hondo.

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Día tras día, cumpliendo el deseo de Ramiro, me plantaba en el centro comercial. No robaba más que complementos y la ropa que luego me ponía al día siguiente, todos sugerentes y muy atrevidos, como él quería. Un día aparecí con un pantalón bien ceñido y que me provocaba roces continuos en la entrepierna. Otro con una camisa anudada al vientre, enseñando el asunto. También tenía que apañar varios tintes para el pelo. Fueron ocho días en los que mi pelo cambió del rubio platino al castaño cobrizo, pasando por el fucsia chillón y el negro caoba. Incluso me habitué a andar con tacones, ironías de la vida, obligada a esconderme cada día tras una altura distinta. Me paseaba alrededor de media hora entre los pasillos, hacía mis “compras” y luego salía y esperaba diez minutos en nuestro banco del parque.

Al noveno día, Ramiro se me acercó. Llovía bastante y me cobijaba bajo un enorme paraguas, recién adquirido. Me crucé de brazos, instintivamente.

Advirtió de inmediato que estaba a la defensiva.

―Vamos a tomar un café ―ordenó.

Le seguí hasta un bar situado bajo unos soportales cercanos. Él estaba chorreando.

Nos separamos del resto de gente apiñada en la barra y las mesas, arrinconados en una esquina del bar.

―Tengo lo tuyo, chiquilla.

Asentí sin dejar de mirar al resto de gente. Tenía la impresión de que todos desviaban la mirada hacia nosotros.

―No se puede salir así a la calle sin levantar los ánimos, joder ―sonrió abriéndome el escote de la blusa de seda.

Le aparté la mano. Pareció molesto y chasqueó la lengua.

―¿Cómo lo hacemos? ―pregunté.

―Antes quiero mi parte.

―No me pagan hasta que lo entregue.

―Pues entonces la otra parte.

Tragué saliva. Pegué un buen trago al refresco que tenía entre las manos.

―No, tú me traes lo mío y yo te doy lo tuyo. Y en mi casa ―musité.

―Me parece que no, Merche. Yo había pensado en...

―En mi casa ―repetí―. Yo solo follo en mi casa. Paso de cosas raras.

Ramiro chasqueó la lengua otra vez y luego me tomó el mentón la mano, obligándole a acercar la cara a la suya.

Me comió la boca. Cuando su lengua tocó la mía, ahogué las náuseas al saborear su aliento a tabaco rancio. Correspondí con provocación, agarrando su paquete y apretando el contenido.

Se separó de mí y apoyó una mano en mi mejilla, todo sonriente.

Luego me lanzó un sonoro sopapo.

―Merche, bonita, yo decido cuando me tocas la polla y cuando me comes los morros. Las manos quietas, ¿vale?

Asentí asustada, me llevé una mano a la cara enrojecida. Se me había derramado parte del refresco y me temblaban las manos.

―Buena chica. Mira, para que veas que yo también soy bueno, te hago caso, lo hacemos en tu casa.

Asentí de nuevo, agradecida, aunque aterrorizada. Intentaba por todos los medios que no se me saltasen las lágrimas.

―Hoy por la noche, a las ocho. Límpiate bien, no me seas cochina. ¿Estás con la regla?

Negué con la cabeza.

―Bien, mejor. Pues ya lo sabes.

Le di mi dirección y me señaló la puerta con la mirada.

―Ahora vete, mi zorrita. Pero qué bien nos los vamos a pasar, coño. Espera un momento.

Y metió su mano bajo mi falda. Sus dedos rebuscaron entre el elástico del tanga y mi piel hasta entrar dentro. Miré al resto de la gente sintiéndome morir. Me hundió un dedo hasta el fondo. Me dolió como si estuviese forrado de papel de lija, tuve que entornar los ojos del dolor que me producía. Luego se lo llevó bajo la nariz y lo husmeó. Sonrió satisfecho.

Salí del bar más muerta que viva. Abrí el paraguas y caminé hasta mi casa. Jarreaba como si el mismo cielo estuviese furioso.

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A las ocho en punto llamaron al telefonillo. Subió y al poco le sentí tras la puerta. La abrí y le dejé pasar. Me miró contrariado.

―Vístete, joder. Coño de mujer, pareces idiota. Ya suben lo tuyo.

Corrí al cuarto de baño y me puse una bata sobre el salto de cama que llevaba encima. Ni siquiera llevaba bragas.

Dos mozos comenzaron a traer todas las cosas de la lista. Se me llenó el pasillo y tuvieron que dejar los neumáticos sobre el sofá y la caja con la televisión en la cocina.

Ramiro les dio una propina. No cruzó una sola palabra con ellos de despedida.

Cuando cerró la puerta y se giró hacia mí, sonrió enseñando sus dientes amarillentos.

―Venga, Merche, yo espero aquí, en la puerta. Vuelve a aparecer con esa ropita de antes.

Marché al cuarto de baño, me quité la bata y comprobé que el salto de cama estuviese en su sitio. Menuda prenda más inútil cuando tienes en casa una bestia que reparte sopapos sin ton ni son.

Volví al pasillo. Ramiro seguía junto a la puerta, había encendido un cigarrillo y miraba con curiosidad las cajas.

Cuando me vio aparecer, entornó los ojos y sentí su mirada recorrerme de los pies a la cabeza. Carraspeó y me indicó con un gesto que me girase para él.

―Joder, qué culo te gastas, chiquilla, ¿seguro que eso no lo has mangado?

Si era un cumplido, no me sentí agraciada ni por un instante.

―Quieta, quieta, coño, deja de dar vueltas y más vueltas. Pareces un carrusel.

―Las dos horas han empezado hace unos minutos ―dije, señalando con la mirada un gran reloj en una pared del pasillo, con la familia de los Simpsons en el fondo, colocado expresamente para tal fin.

Ramiro lo miró, carraspeó, se acercó a mí despacio con el cigarrillo en los labios y me arreó un tortazo que me hizo perder el equilibrio. Caí al suelo, de rodillas. Me froté la mejilla magullada. El cabello se me había alborotado, cayendo sobre mi cara.

―Lo siento, raposilla, ¿no te lo había dicho? Quise decir cuatro horas, no dos.

Le miré desde abajo, anonadada.

―El trato eran dos horas.

―El trato son las horas que me salgan del ciruelo, cacho zorra. Apréndetelo bien. Además, ahora quiero el 50, que me juego mucho. Para ti el resto.

Abrí la boca para protestar pero Ramiro levantó una mano y extendió el índice, agitándolo a los lados.

―No te conviene abrir la boca, Merche.

Perfecto. O sea, un 15% para mí. Quizá fuese la propina por las vejaciones. Quise levantarme pero me lo impidió.

―Mira, ya que estás en esa posición, ¿por qué no me hace un favor en la polla?

Me llevé los mechones de cabello detrás de las orejas y, obedeciéndole, le subí la camisa, le desabroché el cinto, desabotoné el pantalón y bajé la bragueta.

Respiré aliviada al encontrarme unos calzoncillos limpios, sin manchas parduscas. Eran blancos, de tipo slip, marca Abanderado. Al final, parecía que sí había una mujer detrás de este idiota.

Bajé la prenda y un pito algo hinchado emergió de entre el vello oscuro ensortijado. Unos cojones lacios, con la consistencia de dos alforjas se deslizaron fuera del paquete.

No era la primera vez que hacía una felación. No era plato de mi gusto pero tampoco le hacía ascos si el chico me lo pedía.

El problema era que todo en aquel hombre me repugnaba.

―¿A qué esperas, raposa, a qué te vaya diciendo lo que debes hacer? Vamos, anda, no me jodas.

Ramiro aplico un golpe de cadera y me restregó toda la picha y el vello sobre la cara.

―Abre esa boquita linda que Dios te ha dado, putita.

Si aquí no me quedé sin un ápice de dignidad, poco le faltaría.

Me llevé a la boca la polla. Lamí el contorno del miembro, sorprendiéndome la falta de asquerosidad que debería haber sentido. Los testículos me cosquilleaban el mentón, recubiertos de una fina capa velluda. La polla se hinchó en mi interior mientras iba sintiendo como aumentaba de temperatura.

Cerré los ojos. Me di cuenta que, en la oscuridad, esta polla no se diferenciaba de cualquier otra.

Cuando su tamaño fue tal que no pude contenerla, fue aflorando de mis labios.

Ignoraba qué le gustaría a aquel imbécil, tampoco me apasionaba la idea de recibir otro sopapo o algo peor, así que tomé el pene ya erecto con delicadeza y continué repartiendo besos de arriba a abajo, sin descorrer el prepucio.

Un gemido ronco procedente de arriba me indicó que Ramiro disfrutaba.

―Más brío, Merche, que se note lo putón que eres.

Me agarró del pelo y solté un grito. Dolía de veras. Eso pareció gustarle a Ramiro porque rió contento. Le miré desde abajo y le encontré relamiéndose los labios, con un cigarrillo en la otra mano recién encendido.

Apresé los huevos y bajé el prepucio. Mientras masajeaba las dos canicas, rechupeteé la cabeza rosada, arañando con los dientes la fina piel y sorbiendo mi propia saliva. Empecé a restregar con los labios la polla de arriba a abajo, ayudada de mis babas.

Ramiro ahogó un gemido y, tirando fuerte de mi pelo, comenzó a toser.

Su carraspera le jugó una mala pasada. Pero yo continué masturbándole, agitando la polla con decisión, masajeando los cojones dentro de mi mano mientras chupaba el glande.

El semen afloró sin previo aviso. El primer escupitajo me bañó los labios. Tenía un regusto salado y una textura parecida a la leche condensada.

Huelga decir que nunca me había tragado la corrida de un chico. Algo tan viscoso y de un color parecido a la nata pasada sólo me producía nauseas.

Supongo que porque lo consideraba un trabajo, los borbotones de semen que luego manaron los dejé que aterrizaran sobre mi cara y el pelo. Ramiro se agarró la polla y fue dirigiendo los cordones de semen que todavía brotaban sobre mis mejillas y la frente. Cerré los ojos cuando restregó su polla embadurnada por mis párpados.

―Madre del amor hermoso, pero qué puta eres.

Parpadeé con dificultad, sintiendo el denso líquido pegado a las pestañas. Le miré desde arriba y sonreí.

Ni quiero pararme a pensar porqué sonreí. Tampoco era una hazaña hacer correrse a un hombre, ni permitir que su leche entrase en mi boca. Si lo hice fue para agradarle, supongo. Tampoco tenía muchas opciones cuando sujetaba mi pelo como si fuese una correa.

―Vete al dormitorio.

Quise incorporarme pero hizo presión en mi cabeza para que no me levantase.

―A cuatro patas, zorra, que quiero ver ese culazo meneándose.

Obedecí, gateando de esa guisa, con el pelo cayéndome a los lados de la cara y algunos mechones pegándose al semen. Me sentía las tetas bambolearse y el roce con el salto de cama me incomodaba. Detrás de mí, oí como Ramiro se quitaba los pantalones y me alcanzó a mitad del camino, atravesando el dintel de la puerta del dormitorio.

―Joder, qué culo, joder, qué culo.

Y comenzó a palmearme las nalgas a dos manos. Algunos sopapos cayeron sobre mi coño y pegué un brinco.

―¡So, yegua, so!

Me detuve al pie de la cama.

―Bueno, mi jamelga, ahora te encamas y te tocas.

Me incorporé estupefacta. Ramiro miraba alrededor de la habitación. Al fin encontró lo que buscaba, cogió una silla donde colocaba el bolso, lo tiró al suelo y la arrastró junto a la cama. Se sentó con las piernas bien abiertas mientras se iba desabotonando la camisa. Una amplia barriga cubierta de vello enredado pareció emerger, como si hubiese estado escondida.

―¿A qué esperas, es que nunca te has tocado?

Me empujó y caí sobre la cama.

―¿No esperarás que mi polla se ponga dura de nuevo al instante, no? ¿Eres nueva o qué? Tú te tocas y ya lo vamos viendo.

Me deslicé hacia el cabecero, alejándome de él, y apoyé la espalda. Abrí las piernas, cubriéndome el sexo.

Estaba muerta de vergüenza. Miré hacia el reloj-despertador, también de los Simpsons, que tenía en la mesita. Ramiro siguió la dirección de mi mirada y negó con la cabeza sonriendo.

―No desesperes, mi churri, que se me pondrá dura en poco tiempo.

Respiré hondo y, para abstraerme de aquel infierno, cerré los ojos.

Me imaginé sola, en una intimidad que sólo la soledad puede proporcionar. Recuperé el recuerdo del último polvo de hacía unas semanas, aunque años me parecían ya desde el infierno de mi despido.

Se llamaba Pablo. Lo conocí en la entrada de la discoteca, acompañada de Laura y las chicas. El chaval tenía una sonrisa de lobo hambriento y un cuerpo de pecado.

Comencé a acariciarme el contorno del sexo, sintiendo como un cosquilleo agradable me calentaba la entrepierna.

Pablo también esperaba en la entrada, junto a sus amigos. Me entró con una sonrisa y un comentario gracioso acerca del gorila que iba permitiéndonos entrar en la discoteca a medida que iba saliendo la gente del interior.

Le perdí la pista cuando entramos. En la segunda ronda, cuando me tocó ir a la barra a pedir las consumiciones de las chicas, Pablo me abordó por detrás.

―Te estaba buscando ―susurró arrimando su paquete a mi culo―. Tengo que estar ciego para no haberte encontrado antes.

Reí como una tonta.

Noté como los jugos humedecían mi interior a medida que aplicaba presión a mis caricias. Dejé escapar un gemido ronco. Sentía mis pechos hinchados y los pezones erectos, arañando el salto de cama. Me lo quité porque el roce llegaba a ser molesto y, llevándome unos dedos a la boca, los lubriqué de saliva y me masajeé las tetas.

El camarero se nos acercó para tomar nota de mi pedido. No pude articular palabra, Pablo me había tomado del mentón y me comía la boca. Sabía a whisky y refresco de cola. La música pegaba martillazos en mis oídos, al mismo ritmo que mi corazón enrabietado. Pablo me giró hacia él y me tomó de la cintura para pegar su pecho junto al mío. Me enganché a su cuello y le succioné el labio inferior. Se gastaba una perilla bien arreglada y una tachuela bajo el labio. Tiré con los dientes del metal hasta que gimió dolorido. Pero pareció encantarle porque me atrajo más sobre él y presionó su paquete contra mi vientre.

La desazón que brotaba de mi coño me enardecía. El néctar de mi interior discurrió por entre los pliegues y lo usé para frotarme el botón pulsátil que quemaba al contacto. Comencé a soltar gemidos intensos al ritmo de mis sobeos. Con las piernas abiertas, no tenía reparo alguno en contraer y distender el anillo del ano al ritmo de mis convulsiones.

Me lo llevé a la pista de baile. Se movía como un pato mareado aunque sus payasadas me hacían reír con ganas. Cuando sonó una balada, Pablo se me pegó como una lapa. Tenía la polla tan dura que le tenía que doler. Sudábamos como dos pollos, cada uno con el cubata de una mano, comiéndonos los morros como si fuese una nueva forma de respirar.

Continuaba pellizcándome con saña los pezones, intercambiando las manos de sitio para repartir mis lubricaciones. Desbrocé con un dedo los pliegues para acariciarme la entrada. Violentas contracciones arremetieron sobre mi vientre mientras soltaba jadeos de satisfacción.

Me llevó hasta casa en una scooter en la que íbamos haciendo eses. No sé cómo no nos matamos en mitad de la noche, esquivando a los coches; íbamos borrachos perdidos. Ni esperó a que le invitase a entrar, me cogió de la mano y me llevó hasta el sofá.

No me acuerdo de lo que le dije mientras me sentaba entre sus piernas y le lamía la cara dejándosela brillante. Me levantó la camiseta y el sujetador y me comió las tetas. Me encantaba su forma tan infantil de chuparme los pezones. Se las junté para que sus labios repartiesen su saliva entre mis pezones. Estábamos a oscuras porque yo había apagado las luces que él había encendido previamente. Me gusta follar a oscuras, no me gustan ciertas partes de mi cuerpo, no quería espantarle al mostrarle mis cartucheras. Metió una mano por dentro de mi pantalón y la hundió hasta el fondo, para luego recorrer la cintura e internarse entre mis nalgas. Tiró del elástico de mi tanga hasta que la tela de la entrepierna se me clavó hasta el fondo y me hizo gemir.

Me notaba el orgasmo arremeter en mi estómago, poniéndome patas arriba toda mi respiración. A mi lado oía a Ramiro respirar fuerte. Me parecía increíble que me masturbase delante de aquel individuo. El ardiente y almizcleño olor de mi coño excitado me llegaba en vaharadas desde mi sexo y desde mis pechos embadurnados.

De repente, Ramiro me cogió de los tobillos y tiró de mí. Chillé sorprendida. Un sopapo me sirvió de advertencia. Le gustaba pegarme, le gustaba arrear, no cabía duda.

Me dobló las piernas y se situó entre ellas. Enfiló su polla hacia mi entrada y la clavó hasta el fondo. No tenía dilatado el coño suficientemente. Cerré los ojos y no protesté aunque el dolor me provocase chispas tras los párpados.

Ramiro mugía como un toro mientras me follaba. Me agarraba de las tetas y tiraba de ellas hasta cortarme la respiración. Hubo un momento en el que hundió su cara en mi cuello mientras me seguía taladrando. Un hilillo de ronquera manaba de su boca con cada respiración, procedente de unos pulmones echados a perder con el tabaco.

De repente se la sacó y, agarrándome de las piernas, me quiso colocar boca abajo. Me resistí, sabía lo que pretendía.

―No me vengas con éstas, joder, que te va a gustar, ya verás.

Acompañó sus palabras de varios tortazos.

Chillé angustiada.

Pero era más fuerte que yo. Volvió a cogerme del pelo y tiró de él para sujetarme. Me colocó como quería, con el culo en pompa. Se arrodilló entre mis piernas y usó las suyas para separármelas. Sentí un escupitajo suyo caer sobre una nalga. Llevó la saliva hasta mi ano.

Oculté la cara bajo la almohada y chillé aterrorizada cuando un dedo me penetró. Me pareció enorme, grueso y duro como el acero. Sentí la uña arañarme por dentro y presionar hacia partes que no sabía que existiesen. Chillé desgañitándome hasta que sentí su mano apretarme la cara contra la almohada.

Mordí el relleno hasta que se humedeció. Su polla presionó sobre mi entrada.

“Que termine rápido, que termine rápido”, solo era capaz de rezar.

―Así, así, con el culo prieto. Dios de mi vida.

Me quedé ronca de los gritos que pegué cuando me penetró. Era como una barra de metal al rojo vivo empalándome lentamente. El corazón se me salía de la garganta. Pataleaba como una descosida intentando zafarme pero me clavaba los dedos en las nalgas separándomelas y, cada poco, me las golpeaba para que me estuviese quieta.

No sé cuánto duró el martirio. La barra candente se hundió hasta lugares de mi cuerpo que jamás deberían haber sido visitados desde fuera. No al menos por él. A cada penetración, el dolor se agudizaba. Me sentía reventar por dentro, en mi cabeza solo resonaba el clamor de los latidos ensordecedores de mi corazón. Al cabo de unos segundos, por suerte, dejé de sentir el culo. Solo ese dolor mayúsculo, en mi interior, removiéndome las tripas, me indicaba que la fiera continuaba sobre mí..

La melodía lejana de un teléfono móvil me arrancó de la pesadilla y detuvo al instante los movimientos de su polla.

Ni le sentí cuando salió de mí, solo me embargó una liberación instantánea.

Abrí los ojos y vi a Ramiro levantarse de la cama empuñando una polla tan tiesa que parecía el palo de una escoba. Borbotones de semen manaban de la punta y se escurrían entre sus dedos. Algo viscoso también se me escurría del ano hacia el sexo. Deseé con todas mis fuerzas que solo fuese semen.

―Me cago en la puta de oros bendita.

El teléfono seguía sonando. Corrió con la picha bamboleándose como la aguja de un cuenta-revoluciones hacia el pasillo, maldiciendo por la bajo.

Me levanté de la cama y caminé de puntillas detrás de él. El culo entero me ardía y cada paso me parecía sentir cientos de agujas removiéndose entre las nalgas. Me lo encontré en el pasillo, acuclillado y con el teléfono en la oreja junto a los pantalones arrugados en el suelo.

―Estoy trabajando, ¿qué coño quieres?

Me daba la espalda. Había usado mi blusa para limpiarse la mano y la polla y ahora yacía en el suelo, arrugada y manchada. Ramiro continuaba escuchando al teléfono. Un vello oscuro le nacía de entre las nalgas y ascendía por la espalda hasta casi la cintura. Por debajo, le asomaban los cojones, que colgaban como las alforjas que eran, meciéndose lentamente.

―Pues llegaré cuando llegue. Y punto. Me pones la cena en el microondas que cuando llegue ya me la caliento.

Terminó la llamada y se incorporó. Miró la pantalla del teléfono unos segundos. Se giró y me miró con cara sorprendida, como si le hubiese pillado en falta.

―¿Tú qué coño espiabas, raposilla?

―No... No espiaba ―musité azorada. Despegué varios mechones de mi cara para llevarlos detrás de la oreja pero el semen se había secado sobre ellos, fijándolos y devolviéndolos a su posición. Me crucé de brazos, sin saber qué vendría a continuación. El culo me ardía, separaba las piernas entre sí porque el roce era insoportable.

―Dame tu número de teléfono. Tengo que marchar.

Parpadeé sin comprender.

Ramiro se giró hacia el reloj del pasillo de los Simpsons.

―Ha pasado casi una hora. Me quedan tres.

Temblé muerta de miedo. Pensé que esta noche habría acabado todo, que no volvería a ver a Ramiro nunca más, solo cuando tuviese...

―¿Y el dinero? ―pregunté en voz baja.

―Lo he pensado mejor ―dijo mientras alcanzaba sus calzoncillos y se los subía tambaleándose―. Me quedo con todo, que bastante riesgo he corrido para sacarte todo esto. La próxima vez que venga, follamos a gusto y me lo entregas.

―¿Y yo qué? ―gemí abatida―. Me quedo sin nada, no es justo.

Ramiro me miró con el ceño fruncido y gruñó enseñando los dientes. Corrió hacia mí.

Pegué un chillido e intenté escapar en dirección al cuarto de baño para encerrarme. Me agarró del pelo y tiró de él hasta hacerme detener. Me giró hacia él y me arreó un tortazo que me habría mandado al suelo de no ser porque me sujetaba del pelo.

―Tú a callar, puta. A callar y a follar, qué solo me sirves para eso. Ni para robar sabes, que tengo que hacértelo yo todo.

Me había roto el labio. Sentí la sangre discurrirme por la mamola y entre las encías.

Pero sonreí.

Tiró de mi pelo hacia atrás y me agarró del cuello. Me escupió a la cara y luego me lanzó sobre la pared. Hasta los cuadros temblaron.

―Puta. No te rías, desgraciada. No me calientes los huevos que llamo a la policía y aquí se acaba todo, joder.

Me agarré el hombro magullado mientras temblaba descorazonada. Me toqué el labio partido y miré la sangre enturbiada.

Ramiro rió al verme deslizarme y quedarme sentada junto a la pared.

―Para que aprendas. La boquita cerrada o la boquita rota, tú decides.

Se agachó para recoger los pantalones.

Tenía las dos manos ocupadas en subírselos.

No dudé. Me levanté, agarré del asa la primera caja que pillé y le aticé con ella en la cabeza.

Algo se rompió en el interior de la caja. Ramiro se derrumbó sobre el suelo como un fardo.

Apoyó las manos en el suelo, intentando incorporarse, farfullando algo ininteligible.

Le pisé una de las manos mientras le arreaba una patada en los calzoncillos.

―¡Hijo de la gran puta! ―chillé lanzando otra patada a sus partes.

Se me dobló en dos y yació de costado, gimiendo como un niño.

Se dejó hacer mientras cogía uno a uno dos de los neumáticos y le embutía en su interior, inmovilizándole.

Me miró ciego de rabia, incluso espumarajos de saliva manaban de las comisuras de sus labios.

Cogí su teléfono móvil y, mientras me limpiaba el sangre del labio con el dorso de la mano, repasé la lista de llamadas recibidas hasta dar con la última.

Apunté el número de teléfono. El de su casa. Luego rebusqué entre sus pantalones hasta dar con su cartera. Saqué su DNI y las fotos de su mujer e hijos. Tenía una foto en la que salían todos juntos delante de un acuario. La mujer parecía triste; los hijos, indiferentes. Sólo sonreía él. Me la guardé junto a su DNI.

―¿Qué coño haces, joder?

No le respondí.

Me aseguré que estuviese bien sujeto con los neumáticos y caminé hasta el cuarto de baño para colocarme la bata.

Me encontré a Ramiro intentando desembarazarse de los neumáticos.

―¡Quieto ahí! ―chillé arreándole un tortazo.

Me miró con rabia asesina.

―Mira la hora que es, Ramiro.

Se giró hacia el reloj del pasillo, el de los Simpsons. Bufó sin comprender.

―Sí, Ramiro, ya sé que el reloj es feo como él solo. Casi como tú. Pero no sólo da la hora.

Aparté los neumáticos del sofá y me subí a él. Descolgué el reloj y le enseñé el reverso.

La videocámara emitía un zumbido casi inaudible.

―Acabo de grabar tus palabras, idiota engreído, confesando que estás en el ajo y que has robado todo esto.

―¿De dónde lo has sacado? Eso no lo vendemos en el centro comercial.

―Pero sí en otras tiendas. ¿O es que te crees que no hay más tiendas que la vuestra donde robar?

―La policía nos detendrá a los dos, estúpida.

Me reí en su cara. Le pasé la mano por el cuello y le apliqué un par de collejas.

―¿La policía? Infeliz, ¿qué me dices de tu familia, de tu mujer? Tengo más cámaras en el dormitorio, por si no lo sabías. He grabado todo, desde me has traído todo esto hasta la parte en la que me rompes el culo. Imagínate si sale a la luz. A la mierda tu vida, a la mierda tu trabajo, a la mierda todo.

“Igual que yo”, pensé.

Le tiré su teléfono móvil y la cartera a los pies.

Ramiro rugió impotente.

―¿Qué quieres? ―gimió al cabo de unos segundos.

―Lo mismo que tú, fíjate. La boquita cerrada y el 100%.

Mientras Ramiro mascaba mis palabras, yo ya me estaba imaginando con seis mil euros más en el banco, en un chalé de la sierra y disfrutando de un baño en el jacuzzi para mí solita, o quizás con Pablo a mi lado. Tendría una mierda de vida, sí, pero la iba a disfrutar.

Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica".