Lactancia Materna
Al quedarse sin trabajo, Alberto decide intentar algo muy muy diferente...
La industria del aluminio llevaba años en decadencia. Realmente a nadie le sorprendió que ALCON acabara presentando un ERE que significaría el cierre definitivo de la empresa siderúrgica.
Mi nombre es Alberto, no soy ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni joven ni viejo. Sería un hombre del montón si no fuera porque mi abuela se llamaba Aba y había nacido en Ghana. En efecto, ella era de raza negra, pero mi abuelo no. Mi abuelo era de San Sebastián y se dedicaba a la importación de madera y, ya puesto, también importó a mi abuela del insignificante poblado donde había nacido.
No soy ni blanco, ni negro. Soy mulato, alguien sin raza, o una mezcla hermosa, como una vez me dijeron. Hay a quien le gustan las mezclas y a quien no le gustan, pero lo que no he encontrado todavía es a una mujer a la que no le guste el color y el tamaño de mi verga.
Sabía que pronto me quedaría sin trabajo, lo que no me esperaba fue quedarme también sin novia después de dos años de relación. Carmen era una rubia muy delgada, fogosa y mandona. Sí que tenía carisma, tanto que la primera vez que salimos me estuvo calentando toda la noche y luego no quiso acostarse conmigo. Lo hizo, no obstante, con un propósito. Al final de la noche, cuando la acompañé a casa de sus padres, Carmen me acorraló en las escaleras. Estaba tan excitado que no aguanté ni dos minutos de mamada. Sin embargo, un buen día le ofrecieron a Carmen irse a la Capital como encargada de una gran tienda de ropa y no se lo pensó dos veces.
En aquel impás, de repente sin novia y sin trabajo, tuve que pararme a meditar que rumbo darle a mi vida. Tenía un dinero ahorrado, el que había ido juntando para la hipoteca. Ese dinero, y la ausencia de deudas, me brindaban la oportunidad de cambiar de oficio. En efecto, podía permitirme estar un tiempo sin trabajar. Estudiar y prepararme para ejercer otra profesión: policía, maestro…
Siete años más tarde, aún carecía de un puesto de trabajo estable como enfermero. Sin embargo, estaba contento. En realidad, no paraba de trabajar. Ya no me llamaban sólo en verano, Navidad y Semana Santa, sino que cubría bajas y hacía sustituciones durante la mayor parte del año.
Aquel día, iba a empezar a cubrir una baja en un pueblo a ochenta kilómetros de mi casa. Aquel era uno de los escasos consultorios donde todavía no había trabajado. Sabía que el contrato iba para largo, pues la titular era una enfermera de edad avanzada a la que habían intervenido de una deformidad ósea en la planta del pie. De modo que, al mes de reposo posoperatorio, habría que sumar unas cuantas semanas de rehabilitación. Eso, si todo iba bien.
Se trataba de un pequeño consultorio donde sólo había un equipo sanitario formado por médico y enfermera. Eso era lo habitual años atrás, un médico varón y una enfermera. Sin embargo, los tiempos cambian y, cuando una mujer menuda sacó de su bolso un manojo de llaves, supuse que ella era el médico de aquel consultorio del mismo modo que yo sería la enfermera para los dos próximos meses.
Aunque el verano se hubiera adelantado un par de semanas, no fueron las altas temperaturas las que me provocaron un súbito golpe de calor. Selene, la madura médico venezolana alardeaba de unas tetas divinamente operadas, por supuesto. Su tamaño estaba, empero, en el límite de lo admisible para su metro setenta de estatura.
Hiperfemenina, Selene portaba docenas de pulseras y anillos. Por supuesto, llevaba las uñas tuneadas e iba elegantemente maquillada. Con todo, la médico no precisaba abusar de la cosmética, pues su tez trigueña seguía bonita a pesar de los años.
La venezolana llevaba el pelo teñido de rubio grisáceo. Yo sospechaba que, aparte de las tetas, se había hecho algún retoque más. Una nariz tirando a respingona y esos labios en extremo sugerentes habrían requerido factura. Sin embargo, eran sus musculosas piernas y brazos, en extremo tonificadas y marcadas, lo que a mí mas me fascinó de ella. Por fuerza, aquella señora tenía que machacarse en el gimnasio para tener una complexión tan atlética.
La exuberante mujer llegó vestida de forma aparentemente sencilla, pero aquellos jeans moldeaban su rotundo trasero más allá de la perfección. De igual modo, una discreta blusa blanca servía de escaparate para la exhibición de sus grandes pechos. Era un atuendo simple, pero entre los jeans Salsa y la blusa Blueberry, la médico llevaba puestos varios cientos de euros. Con todo, lo cierto era que tanto una prenda como la otra parecían a punto de ceder a la presión de aquellos encantos.
Cuando fuimos a almorzar al bar de al lado comprobé que, como muchos médicos, Selene era una mujer petulante y pagada de sí misma que miraba a la gente por encima del hombro. Estaba separada desde hacía unos años y, aunque su hijo adolescente aún vivía con ella, no tardaría en independizarse. No me extrañó que Selene no tuviera pareja a pesar de lo atractiva que era, y es que se trataba de una mujer demasiado vanidosa como para encontrar a alguien que estuviese a su altura. A mí me dio un poco de pena, la verdad. Aquel agrio y seco temperamento hacía que saltase a la vista lo mal follada que estaba.
Después de almorzar venía el horario de curas. Uno y otro, los pacientes se fueron sucediendo hasta que llegó el turno de la verdadera protagonista de esta historia. Curiosamente, aunque aquella llamativa mujer estaba en la sala de espera casi desde el principio, había ido dejando pasar a todos los demás pacientes. Al meter sus datos en el ordenador, me sorprendí al ver que Yolanda tenía solamente treinta y dos años. Aparentaba diez más.
Era poco probable que a Yolanda nunca la hubiera atendido un enfermero varón. Sin embargo, casi seguro que jamás la había curado un enfermero mulato.
A pesar de ser una mujer de mediana edad, Yolanda se mostró un poco cohibida al verme. Intentaba disimular, pero hacía mucho tiempo que yo había aprendido a notar cuando una mujer estaba interesada en mí. En realidad, Yolanda debía ser una de esas descaradas capaces de comportarse con coquetería hasta en un velatorio, cuanto ni más en la consulta de la enfermera. De modo que, tras su titubeo inicial, la mujer sacó pecho y me sonrió de forma zalamera.
Después de cerrar la puerta, Yolanda comenzó a explicarme que hacía casi un mes que la habían operado de hemorroides, pero que creía que algo no iba bien y como ella no se podía ver ahí…
Aunque por aquel entonces llevaba solamente dos años trabajando, ya estaba aburrido de ver culos. Sin embargo, el de aquella mujer tenía algo especial. En un primer momento no logré saber qué era, pero luego me di cuenta. Yolanda tenía un culazo grande, firme y moreno, un trasero exactamente igual al de una mulata, sólo que ella no era mulata, Yolanda Santiago era gitana.
El hermoso rostro de aquella mujer dejaba entrever que en su juventud debió haber sido una auténtica belleza. A pesar de los años, las preocupaciones y las sucesivas maternidades, Yolanda Santiago seguía siendo una morena salerosa capaz de embrujar a cualquier hombre. Su cuerpazo no te dejaba indiferente. Después de cuatro partos, Yolanda sólo había engordado diez kilos. Eso sí, se fumaba más de un paquete de tabaco diario. Presumía de una larga melena negra azabache y de unos ojos oscuros como una noche sin luna.
Esa mañana Yolanda se había puesto uno de esos vestidos de tubo que tanto les gustan a las gitanas. La lycra de mercadillo se ajustaba como un guante a sus exuberantes formas. Si teníamos en cuenta que esa mujer había parido cuatro criaturas, era normal que aquel vestido le hiciera algo de tripa. Mucho peor resultaba el color amarillo chillón de éste.
A mi modo de ver, el soberbio trasero de esa mujer mitigaba sobradamente esas imperfecciones intrínsecas a la vida, y es que la gitana poseía un culazo de los que cuesta no azotar. Aquella imponente hembra ostentaba además un buen par de tetas. Aunque no eran tan grandes como las de la doctora, ni falta que hacía, aquellos pechos apretados parecían a punto de rebosar sobre el generoso escote.
Cerré la puerta con llave no fuera a entrar alguien sin llamar y le pedí a Yolanda que se echase en la camilla. La herida quirúrgica no presentaba signos de infección. De hecho, la cicatriz de la incisión estaba completamente cerrada. Por eso su enfermera habitual había dejado de curarla hacía una semana. Yolanda no dejaba de hablar y gesticular con teatralidad, resultaba raro ver a una mujer hecha y derecha como ella comportándose como una temblorosa muchacha.
— Discúlpeme, Yolanda, pero está herida ya está curada —le dije con sincera confusión— No entiendo qué es lo que le preocupa.
Yolanda me miró incómoda con lo que fuera que estuviera rondándole la cabeza.
— ¡Ay, madre! —sollozó— Pues verá, doctor. Es que yo he tenido hemorroides desde siempre y mi hombre no… ya me entiende.
— No, no la entiendo —respondí con rictus serio, pensando ya que esa mujer me estaba haciendo perder el tiempo.
— Pues que nunca me la ha metido por ahí, mi alma —me soltó sin más.
Cuando comencé mis prácticas como enfermero, una de las cosas que me llamaron la atención fue que en esta profesión conoces de primera mano todas las miserias de la gente. A pesar de ello, el comentario de Yolanda me había cogido con la guardia baja, de modo que tardé en reaccionar más de lo que hubiera sido pertinente.
— ¿Y…? —pregunté, animándola a hablar con franqueza.
— Pues que ahora que ya no tengo las malditas almorranas, en fin… Que me gustaría probarlo, pero no sé si puedo ya o aún tengo que esperar un poquitico más.
Yolanda, que no era ninguna cría, resopló con alivio tras explicar el verdadero motivo por el que había acudido al consultorio.
Simplemente, aquella madura mujer deseaba saber si era prudente dejar que su esposo la sodomizara.
— En principio no tendría que haber ningún problema. Siempre y cuando su esposo lo haga del modo adecuado —puntualicé.
— Es que yo siempre lo he pasado muy mal con las hemorroides, sabe usted —dijo con horror— ...y no quiero que me vuelvan a salir .
Incrédulo, le pregunté si no le habían dado unas pautas a fin de prevenir que las hemorroides se volvieran a reproducir. Ella dijo que sí, que le habían hablado de lo de comer fruta y verdura y beber mucha agua, pero que nadie le había dicho si era malo que se la metiesen por el culo.
Antes de hundirme en tierras pantanosas, le aclaré a Yolanda que, además de lo que le habían dicho, para evitar el estreñimiento también era conveniente realizar ejercicio de manera diaria, aunque fueran sólo paseos; evitar el consumo excesivo de carne; y no aguantarse nunca las ganas de ir al baño.
Una vez aclarado el tema del estreñimiento, y de que ella asegurase cumplir a raja tabla todos aquellos preceptos, pasé a hablar de lo que de verdad le interesaba.
Le aclaré a Yolanda que las hemorroides se generaban a causa del esfuerzo excesivo al hacer de vientre o también al empujar para dar a luz, pero no al practicar el sexo anal. De hecho, ese tipo de prácticas exigía justo lo contrario, la relajación del ano. De modo que, si se practicaba correctamente, ella no debería tener que esforzarse sino simplemente permitir que su hombre la fuera dilatando pacientemente poquito a poco.
Yolanda me miró con escepticismo.
— Es que mi Alfonso es muy bruto, señor doctor. Mejor que lo haga usted —sugirió la gitana sin más— Por lo menos la primera vez, por favor se lo pido.
De pronto, Yolanda, ni corta ni perezosa, llevó su al bulto que se había ido formando en mi pantalón. La gitana se dejó arrastrar por el frenesí y empezó a pasar la palma de la mano a lo largo de mi polla. Luego, alzó la vista mordiéndose el labio inferior, demostrando así cuanto anhelaba poseer aquello tan durolo que estaban palpando sus dedos.
No lograba entender lo que había oído. Simplemente, no podía ser cierto. Nada de aquello podía estar sucediendo. Era mi primer día de trabajo en ese consultorio, por amor de Dios. Si en ese momento me hubieran anunciado que todo se trataba de una broma, mi cara de idiota no hubiera sido tan humillante.
La risueña gitana se rió de mí al verme tan azorado. Entonces la miré a los ojos y comprendí que hablaba en serio. Casada o no, estaba claro que aquella mujer quería que se la metieran por el culo y, fuera sensato o no, no iba a ser yo quien frustrara sus planes. Por lo demás, mi vigorosa erección evidenciaba que no me encontraba en condiciones de oponerme a lo que a ella le viniera en gana.
— Bueno, yo se lo explico y ya luego practica usted con su hombre —dije con escasa convicción.
Tuve que hacer de tripas corazón para echar a hablar, pues ella no parecía dispuesta a dejar de sobarme la verga. Intenté explicarle ordenadamente los pasos que habría de seguir para llegar a disfrutar con el sexo anal. Le dije que, en primer lugar, sería conveniente que empezase a masturbarse desde el principio o, mejor todavía, que su marido le lamiese el coño al mismo tiempo que le iba trabajando el esfínter con los dedos.
— Mi hombre no hace eso, doctor —renegó la gitana con un deje de frustración.
— Qué… —dije sin entender.
— Que nunca me come el coño.
Hice ademán de preguntarle a Yolanda por qué narices pensaba dejar que ese cretino se la metiera por el culo si él no se dignaba a pasarle la lengua entre las piernas, pero me guardé mi opinión y proseguí con mi lección sobre sexo anal. Con ayuda de ambas manos, simulé como su esposo debería ir dilatando su ano poco a poco, introduciendo progresivamente uno, dos, tres dedos, hasta lograr que éste adquiriese un diámetro aceptable.
A pesar de mostrarme coherente, Yolanda me contempló con suspicacia.
— A mí me parece que esto de aquí es más gordo que esos dedos —dejó caer la gitana con perspicacia.
Yolanda se revolvió sobre la camilla, con la falda remangada y el culo al aire, acercándose a mí. Me desabotonó los pantalones con desconcertante naturalidad, como si me conociera de toda la vida.
— ¡Vaya tela! —exclamó alzando la vista para mirarme— ¡Madre mía!
Ante mi total pasividad, la madura gitana me agarró la verga y calibró su diámetro al milímetro. “Ufff”, resopló poniendo gesto de apuro. Por la cara que puso, pensé que ya no querría saber nada de que la follara por el culo, pero contra todo pronóstico Yolanda me la empezó a menear con evidente ilusión.
— Lo ideal sería hacerlo con calma, en varios días —continué como si tal cosa— pero es raro que un hombre…
Antes de que yo comprendiera lo que se disponía a hacer, Yolanda se metió mi miembro en la boca. Pensé en parar aquello, pero un segundo después ya era demasiado tarde. Saltaba a la vista que la gitana tenía práctica, la chupaba con confianza, tal vez demasiada. Rechupeteaba el glande de un modo tan escandaloso que resultaba vulgar e impropio en una mujer de su edad.
La morena ponía cara de estar disfrutando indeciblemente con aquella mamada. No sólo lo hacía con ganas, sino que era obvio que la mujer acostumbraba a cabecear de forma ruda siempre que tenía una polla entre los labios. Cosa por otra parte lógica en una mujer que llevaba tantos años casada.
Hasta aquel instante yo me había mostrado reacio a corresponder la indecencia de la alocada esposa, pero al verla succionar supuse que a esas alturas su hombre ya tendría un buen par de cuernos. “Qué más da que le crezcan otro poco”, me dije.
Como la gitana seguía echada en la camilla, le pasé una pierna por encima para ponerle los testículos en la cara. La experimentada señora no se amilanó ni poco ni mucho, sino que comenzó a chuparme los huevos como si tal cosa. De hecho, parecía encontrar aquello especialmente divertido.
Cuando mi miembro volvió a ocupar el lugar que se merecía dentro de su boca, éste chapoteó en los fluidos allí acumulados. Yolanda me lo salivó de tal modo que cuando me lo meneó con la mano, ésta se deslizó arriba y abajo a un ritmo endiablado.
Por suerte, al igual que yo, Yolanda prefería tenerla en la boca. Al ver la avidez con que la mujer succionaba del biberón, me acordé de sus pechos y se los saqué por encima del escote sin miramientos. Cuatro criaturas se habían alimentado de aquellos recios pezones. Ya iba siendo hora de que ella tomara también un poco de leche, para variar.
Mientras apretaba suavemente las aceitunas que coronaban los senos de la gitana, me pregunté cuantos hombres habrían succionado aquellas oscuras areolas.
Yo sabía que tenía los huevos a tope, de modo que tras cinco o seis minutos dale que te pego, le dije que iba a saborear la mejor leche merengada que habría probado en su vida. La avisé para que estuviese prevenida, pues yo quería que fuera buena chica y apurara hasta la última gota. La lactancia no sólo es crucial en la infancia de una mujer, sino también cuando ésta está a punto de entrar en la menopausia.
De pronto, la gitana se quedó inmóvil. Nada parecía haber cambiado, la mitad de mi miembro aún seguía dentro de su boca. Sin embargo, el significativo modo en que palpitaba la otra mitad dejaba claro qué era lo que ocurría. De hecho, todo mi cuerpo se estremecía con cada descarga de esperma. Guasona, Yolanda abrió la boca para mostrarme el lechoso mejunje, como si yo necesitase ratificar que me había corrido cuando mi polla todavía se sacudía esporádicamente en el aire.
Al verla entornar los ojos, deduje que Yolanda era demasiado presumida como para llevar las gafas que necesitaba. Me fijé entonces en que la mujer se había maquillado como si fuera a asistir a un casamiento en vez de a la consulta del doctor, como ella decía.
Me sorprendió que tanto el rímel como la afilada raya de sus ojos permanecieran indemnes, lo cual hacía suponer que la gitana compraba maquillaje de calidad. Con todo, era el color de su esmalte de uñas lo que más destacaba de toda la cosmética que llevaba encima, pues era del mismo tono amarillo chillón del vestido. Incluso el moño con que recogía su espesa melena, había aguantado bien su recia mamada.
Cuando nos hubimos sosegado, y a modo de despedida, le sugerí a Yolanda que probase en casa a introducirse un plátano en el ano. Eso le serviría de iniciación en la sodomía, y no sólo porque esa fruta imitase la forma del miembro viril, sino porque de ese modo sería ella misma la que controlaría y regularía todo el proceso.
— Si tiene alguna otra duda, no dude en volver a verme —le ofrecí amablemente.
Sin embargo, la madura mujer alzó una ceja y torció el gesto. No es que no se diera por aludida, es que ni siquiera hizo ademán de bajarse la falda. Estaba claro que la gitana no pensaba marcharse sin que le hiciera una demostración práctica.
Me apoyé sobre el borde de la camilla con los hombros caídos y la cabeza gacha. En buen lío me había metido…
La miré entornando los ojos, reflexivo. Luego, fui a echar un vistazo a la sala de espera, pero allí no quedaba nadie. Resoplé apoyado en el quicio de la puerta y desde ahí mismo le indiqué que si de verdad quería que la follase sería mejor que se bajara de la camilla.
Después de volver a echar el cerrojo a la puerta, me desnudé hasta quedarme en pelotas. Hice un montón encima de la mesa con toda mi ropa, no me dejé ni los calcetines. Yolanda era mi única paciente e iba a dedicarme a ella en cuerpo y alma.
Cuando bajó los pies al suelo, insté a Yolanda a que se reclinara sobre la sabanilla. Le expliqué que, de todas las posturas, esa era la más cómoda para ambos.
— Caray, está usted chorreando —reseñé con asombro.
Yolanda se defendió alegando que llevaba sin follar lo menos tres semanas, pero como no nombró al afortunado que podría corroborar esa coartada supuse que no sería su esposo. “Piensa mal y acertarás”, decía mi madre.
La profusa humedad de su entrepierna me recordó que un poco de higiene nunca está demás, sobretodo si uno piensa comerle el culo a alguien. Así pues, abrí unas gasas estériles, las humedecí con algo de suero fisiológico y le repasé bien toda la zona.
Sólo necesité separarle un poco las nalgas para pasarle la lengua por el culo. En cambio, tuve que pedirle que subiera una rodilla encima de la camilla para poder lamer su clítoris. Su flor se abrió de inmediato, desplegando los pétalos y ofreciendo a mi lengua el endurecido y reluciente apéndice.
La gitana se emocionó con el sentimiento de mi lengua hurgándole el ano, y luego, cuando canté por bulerías entre los muslos, conseguí que la morena ahogara un aplauso.
Irónicamente, después de haberla aseado, había hecho que volviera a estar chorreando. Aún así, siendo enfermero, decidí curarme en salud. De modo que le embadurné bien el ojete con aceite de áloe-vera antes de meterle el dedo índice. Yolanda resopló y… ¡Oh, sorpresa!
— Vaya con tiento, doctor —me instó— Que soy nueva en esto.
— Pero lo dice en serio —inquirí sin acabar de creerme que nunca le hubieran dado por culo.
— No le digo que he tenío hemorroides desde chica —rezongó.
— Bueno, pero ahora ya está operada.
— ¿Y qué? —se encrespó.
— Mujer, pues que su marido…
— ¡Mi marido está mu gordo! —exclamó ella airadamente.
Al segundo chorrito de aceite le siguió de cerca un segundo dedo en su ojete. Como esta vez la gitana sí se removió, le propuse que se masturbara para que se le pasara el susto. De esa forma, las vibraciones positivas atenuarían el estrés de su esfínter.
Sin embargo, Yolanda delegó en mí dicha tarea, arguyendo que yo era el doctor. En lugar de atender su sexo, Yolanda prefirió abrirse paso hasta mi verga y asirla como si fuera un salvavidas.
Después de sacarle los dedos, empecé a jugar con mi pulgar alrededor de su ano. Buscaba provocarla lo suficiente como para que me pidiese que se lo metiera, como así fue. Ese truco es infalible, no hay mujer que lo resista.
Una vez mi dedo estuvo bien encajado, volví a explorar el epicentro de su sexo con la yema de un dedo, el más largo de la mano. Una mujer siempre responde al hombre que sabe donde y cuando llamar.
Evidentemente, Yolanda estaba demasiado atacada como para enterarse de que yo ya me había embadurnado la polla de aceite. A esas alturas, me importaba un carajo, la verdad. Ya había decidido que la gitana regresaría a su casa dando traspiés.
Sin prevenirla, ni pedirla permiso, introduje poquito a poco un tercer dedo por su sumidero. A pesar de la considerable tensión de su esfínter, no oí protesta ni rezongo por su parte. Aunque quizá no la escuché a pesar de oírla, no sé. La cuestión es que, no más Yolanda se calmó, reemplacé en un ágil y rápido movimiento la punta de esos tres dedos por todo el volumen de mi glande.
—¡OOOGH! — se crispó, ahora sí, la gitana al tomar conciencia de lo que acababa de pasar.
Si Yolanda no había mentido, acababa de dejar de ser virgen del culo del mejor modo posible, sin darse cuenta siquiera.
Justo entonces, Selene, la médico venezolana, entró a través de la puerta que conectaba ambas consultas. Dudo que la doctora hubiera podido escoger un momento más inoportuno aunque lo hubiese intentado.
Tras el desconcierto inicial, en lugar de regresar a su consulta, la menuda doctora decidió sentarse sobre la mesa de medio lado. No dijo nada, simplemente pretendía quedarse a disfrutar del espectáculo.
Al darse cuenta de ello, la gitana hizo ademán de incorporarse. Sin embargo, yo fui más rápido.
—¡Quieta ahí! —la conminé con un enérgico arreón que debió introducir buena parte de mi miembro entre sus nalgas.
— ¿Doctora? —pregunté a la venezolana, con cara de pocos amigos para que se largara de allí.
— ¿Cómo vas, Yolanda? —inquirió ésta a su vez— Bastante mejor, por lo que veo.
Reclinada sobre la camilla y con la mitad de mi polla metida en el culo, Yolanda no supo qué demonios contestar.
— La sutura va bien, doctora —corroboré yo en su lugar— Pero a la paciente le preocupaba que su esposo no la pudiera sodomizar.
— ¡Ah, es eso! —contestó la médico.
— Sí, claro, doctora —confirmé— Acabo de verificar que la paciente conserva su capacidad para mantener sexo anal con su esposo.
Selene sonrió.
— Yo le habría hecho un tacto rectal —afirmó Selene— Pero he de admitir que su método es mucho más… realista.
— Así es —asentí y para hacer ver a Selene que tres son multitud, añadí— Si no le importa, doctora, me disponía evaluar la funcionalidad anal de la paciente.
— Ya veo, ya —concedió ésta— Proceda, Alberto, proceda. Yolanda apreciará contar con una segunda opinión.
Desde luego no había sabido cogerle la medida a la venezolana. Aquella mujer era mucho más mundana de lo que yo había sospechado. Eso me hizo preguntarme si…
— Sin duda, doctora —cedí— Además, seguro que a usted también la habrán sodomizado unas cuantas veces, ¿verdad?
Selene entornó los ojos y me lanzó una mirada suspicaz.
— No tantas, Alberto —admitió— Pero más que a usted, supongo.
— Sin duda, doctora —contesté, sin poder contener una gran sonrisa.
Empecé a moverme lentamente, intentando contener mi calentura y esa familiar sensación de urgencia. Al principio mi miembro apenas si entraba y salía a través de su esfínter. Con todo, aquellos escasos centímetros fueron suficientes para que Yolanda empezara a gemir.
La madura mujer se volvió a mirarme, conmocionada. Obviamente su placer era tan inmenso como lo era mi rabo en ese momento.
—¡Qué maravilla, por Dios! —exclamó la gitana.
Paseé mis labios por su ondulante espalda. Lamí después hasta el cuello y besé su nuca con dulzura. Luego empecé a acariciar sus curvas, haciendo mía toda su imperfecta feminidad.
Tras un rato reprimiendo mi instinto, fui paulatinamente asestando arremetidas más contundentes. La lascivia con la que la gitana jadeaba no dejaba lugar a dudas de que en ese instante era la hembra más feliz del mundo.
Así mismo, embestida tras embestida, esa excitación sexual terminó nublando mi pensamiento. Inevitablemente, el instinto se apoderó de la voluntad y comencé a follarle el culo como yo creía que ella necesitaba que lo hiciese, sin desbocarme y hasta el alma. Arrancando los gemidos de la gitana con ese lento pero enérgico vaivén entre sus nalgas.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
De pronto, la doctora se bajó de la mesa y se aproximó a nosotros. Como si estuviera facultada para hacer lo que le viniera en gana, Selene se puso en cuclillas y, con su pulgar, comenzó a bruñir el curtido clítoris de la gitana.
“¡Viva Venezuela!”, me dije.
Sin pensármelo dos veces, solté el sujetador de Yolanda. Aquellos grandes pechos habían alimentado a unas cuantas criaturas, pero en ese instante su función era recreativa. Sus grandes y oscuras areolas estaban rematadas por unos pezones duros como dos habichuelas.
Mi asombro al ver que la doctora se preocupaba por que la paciente alcanzara un orgasmo, no fue nada comparado con la conmoción de la propia gitana.
Tras apenas un minuto haciendo titilar aquella perla, la astuta doctora logró que Yolanda alcanzara un espeluznante orgasmo.
Sin duda, a Yolanda le había pasado algo parecido a lo que me había ocurrido a mí con la profesión de enfermería. Había descubierto su vocación por el sexo anal de manera tardía. Viendo su expresión conmocionada, me quedé convencido de que la gitana sería desde entonces una auténtica adepta.
El cuerpo de Yolanda se encrespó al ser bruscamente atravesado por una réplica de su primer orgasmo. Sus músculos se tensaron. Contrajo el cuello, curvó la espalda hacia atrás y apretó el culo.
Yo tenía la polla justo ahí, entre sus nalgas. Medí in situ la tensión de su esfínter. Dos bares de presión, uno por nalga. Mucho más que cualquier registro vía vaginal, pero nada que la solidez de mi miembro no pudiera aguantar.
Entonces me percaté de la maldad con que se divertía la doctora. Selene disfrutaba de un modo perverso al irritar el clítoris de la otra mujer. Sus ágiles dedos castigaban sin piedad el sensible apéndice de Yolanda.
Me di cuenta de que debía tomar cartas en el asunto, dejarle claro a la venezolana cual era su lugar. Una cosa era que, como enfermero, yo tuviese que cumplir sus órdenes, y otra muy distinta que estuviese dispuesto a dejarme mangonear por ella, por muy doctora que fuera.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
Cada seco restallido hacía resonar estruendosamente el pandero de la gitana en la pequeña consulta. En pleno asalto final, mi rabo entraba y salía raudo y descortés. Fue entonces, al sentir que no me faltaba mucho para eyacular, cuando agarré a la doctora del pelo y extraje mi verga del acogedor ano de Yolanda.
Llegados a este punto he de confesar que siempre, desde mis primeras relaciones, he tenido afán por correrme en la boca de las mujeres. Por muchas vueltas que le he dado, nunca he logrado establecer una hipótesis mínimamente racional de qué es lo que me impulsa a hacer tal cosa. Simplemente, al hacerlo así, intento que mi amante sepa a ciencia cierta cuanto la deseo y lo buena amante que es.
Delante de la atemorizada doctora, comencé a asear mi erección con las gasas que me habían sobrado. Me deleité obligándola a ver todo el proceso, haciéndole saber que la limpiaba para ella. Tras dejar reluciente el amoratado glande, restregué las gasas a lo largo del grueso tronco, siempre arriba hacia abajo, por las cuatro caras.
Mi verga estaba a punto de explotarle en la cara y Selene me golpeaba tratando de soltarse. Yo supuse que eso no asustaría a la madura venezolana, sino que la carismática doctora detestara verse dominada de aquella manera.
— ¡Abre la boca! —ordené con rabia ante una primera reacción de repulsa.
Se la envainé hasta las amígdalas para darle un buen escarmiento.
— Eso es, doctora —la felicité.
Ni que decir tiene que la venezolana no se lo tomó demasiado bien, y no sólo porque le hiciera chuparme la polla, sino porque antes de que Selene pudiera presagiarlo, un primer cañonazo de esperma se le coló por la garganta tras hacer sonar su campanilla.
Aunque Selene dio una ligera arcada, fue más su sorpresa que su disgusto. En efecto, la venezolana me volvió a sorprender. Aunque en un primer momento hubiese rezongado, la caliente mujer caribeña pronto rectificó su actitud y empezó a ingerir la cálida cuajada.
Al ver nuevamente a una mujer alimentarse de mi esperma, me dio por pensar que la lactancia no era sólo cosa de mujeres, ya que de la lactancia materna, la de las propias madres, se han de encargar los hombres. Con la doctora, yo ya había dado de mamar dos veces esa mañana.
Me divirtió la idea de dar de mamar a las mujeres. En vez de un pequeño pezón, ellas lo hacían de un buen pollón y, en lugar del cálido dulzor de la leche materna, todas ellas preferían el ardiente amargor de una copioso chorro de esperma.
Quién sabe, quizá hasta podría volver a cambiar de trabajo y dedicarme plenamente a la lactancia materna…
AGRADECIMIENTOS:
A Cherry Grace, actriz X con un talento sublime para las mamadas.