Lacerto 01: preparativos
Zoofilia por definirlo de alguna manera: un cuentecillo fantástico, de ciencia ficción, o algo así. Disfrutadlo
Marcus Rodonoi golpeó con su vara el grueso portón que daba acceso a su palacete de descanso en las afueras de Lacia y notó con sólo hacerlo la dulce sensación que le causaba el despegue de sus dos placas ventrales que precedía a la erección.
Como muchos de los lacertos desde que casi un siglo atrás desembarcaran en la Tierra, Marcus Rodonoi sentía una atracción malsana hacia las hembras humanas, mantenía un harén de ellas, además de sus esclavos, destinado a satisfacer aquella debilidad, y acostumbraba utilizarlas para agasajar a algunas de sus amistades y, ocasionalmente, ablandar voluntades en sus negocios. Las hembras lacertas no abundaban en las colonias, y sus machos tenían sus necesidades.
Ignoró la genuflexión del esclavo que le abrió la puerta. No recordaba su nombre.
Se dirigió hacia el estanque sombreado en el centro del bosquete, junto a la casa, donde sus humanas acostumbraban a sestear durante aquellas agobiantes tardes del verano meridional. Aunque comprendía las diferencias metabólicas entre aquellas curiosas criaturas y ellos, de sangre fría, como decían los humanos, le producía extrañeza su costumbre de evitar aquellas temperaturas tan estimulantes.
Como esperaba, sus dieciséis hembras humanas permanecían allí escondidas dejando pasar la tarde. A duras penas lograron disimular la repugnancia que les causaba, y que constituía una de las muchas razones por las que le resultaban tan excitantes. Fingieron toda la normalidad que les fue posible continuando en las mismas tareas a que se entregaban. Paseó entre ellas haciendo silbar su lengua bífida para percibir sus olores, y sus placas ventrales se separaron unos centímetros más, permitiendo aflorar el extremo de su falo blanquecino y húmedo. Caminaba erguido, y su larga cola escamosa resbalaba sobre el suelo.
Buenas tardes, Ingrid – pronunció con su acento silbante-. Estás preciosa hoy.
Buenas tardes, señor Marcus.
La joven alemana, rubia, pálida y gordita, que era una de sus favoritas, procuró disimular el disgusto con que solía recibir su atención. Pudo olfatear su miedo mientras la recorría con la mirada dejándose llenar por la imagen de su carne mullida y mórbida. Transpiraba, y su piel brillaba cubierta por una miríada de diminutas gotitas transparentes.
Tras su llegada, había recorrido el planeta disfrutando de su extraordinaria variedad durante seis meses terrestres. Ingrid había sido su primera adquisición. Desde el primer momento, la suavidad de las hembras humanas, la ternura de su carne, tan diferente de la coraza escamosas de las hembras de su especie, le habían fascinado. Antes de tomar posesión de su casa, junto a las arenas norteafricanas, a pocos metros del mar mediterráneo, había formado la selección de mujeres que constituyeron desde entonces el más preciado de sus tesoros.
- Nerea, Tásima, venid, acercaos.
La joven española de piel morena y cabellos oscuros, y la juncal belleza nubia de labios gruesos, cabeza cuidadosamente afeitada y expresión hierática obedecieron a su pesar, salieron del agua, y tomaron asiento frente a él, junto a la alberca, a la sombra de una higuera de copa extensa y tupida.
- Al anochecer vendrán unos amigos, y tenéis que ser amables con ellos…. ¡Ohhhhhhhh!
Las grandes placas ventrales, al abrirse por completo, habían liberado sus glándulas feromónicas que, con un silbido suave, desprendieron su gas de perfume dulzón causándole aquella punzada de placer que le impedía concentrar la atención en nada que no fuera su deseo. Las muchachas, horrorizadas, contemplaron la eclosión de aquel gran falo blanquecino de aspecto viscoso, coronado por una esfera sonrosada y brillante que destilaba un flujo ligero y cristalino.
Mientras inclinaba su cuerpo hasta apoyar las patas delanteras en el suelo y su cola se elevaba rígida, se regodeó en sus expresiones de asco y de miedo. Le excitaba aquella resistencia que sus cuerpos no podían secundar, aquel miedo que veía en sus miradas, que percibía en la lengua como un perfume cítrico mientras sus pezones se endurecían.
- Por favor… Marcus… Por favor… No…
Aun sabiendo de la inutilidad de sus súplicas, Ingrid, paralizada tras haberse incorporado en un intento baldío de huida, temblaba lloriqueando. Las demás muchachas chillaban y temblaban. Podía ver las vulvas entreabiertas y brillantes de las que le contemplaban sentadas, temblorosas, y sus pezones duros. Marcus adoraba aquella entrega involuntaria, abiertamente contraria a sus voluntades que, pese a ello, se sometían al perfume de sus efusiones de feromonas incapaces de ofrecer resistencia alguna.
La rodeó lentamente en una danza ritual, dando pequeños saltitos con sus cuatro patas al mismo tiempo sin dejar de mirarla mientras su cola permanecía rígida, apuntando al cielo, y las dos pequeñas crestas erizadas a los lados de su cuello se movían muy deprisa causando un ligero zumbido hipnótico.
- Por favor… por faaaaaaaaaaaavor…
Gimió al sentir el roce en su vulva de la lengua bífida y silbante del lacerto que precedía al salto sobre su espalda. Chilló al sentir el roce de sus garras en los senos amplios y voluptuosos, y chilló cuando aquella verga enorme, pálida y brillante, se clavó en ella.
Sssssabessss que te gussssta, Ingrid… lo sssabesssssss… Dissssfrútalo….
Por… faaaaaa… vor… Por favoooooooor….
Cayó a cuatro patas sobre la alfombra mullida. La extraña verga palpitante del lacerto permanecía clavada en su interior. A diferencia de los de su especie, de los hombres, ellos no se movían durante el coito. En su lugar, la esfera del extremo parecía desplazarse a lo largo de sus enormes miembros. Era una sensación vibrante y ardiente que las recorría por dentro dilatándolas y causando en ellas un placer anómalo. Sintió aquel monstruoso temblor involuntario al que contribuía el perfume dulzón de los gases que emanaba cada vez que alcanzaba la base. Su cuerpo amplio y carnal vibraba entero y gemía.
Las muchachas, y el esclavo que le seguía, se aremolinaban a su alrededor sin poder evitar el deseo que despertaba en ellos aquella atmósfera afrodisíaca que generaba la efusión de gases de su dueño. Marcus gozaba de aquella humillación, de la expresión de vergüenza con que los machos se masturbaban viendo a los lacertos poseyendo a sus mujeres.
Ingrid gemía ya, incapaz de pronunciar palabra. Sus carnes temblorosas se balanceaban impelidas por su propio movimiento involuntario, y tenía los ojos en blanco. Marcus extrajo, casi arrancó de su vulva su miembro monstruoso, y la dejó caer al suelo desesperada. Mientras se masturbaba histéricamente, culeando en el aire y llorando, se encaminó hacia Tásima, que parecía esperarle sentada, con sus largas piernas separadas, como ofreciéndole su vulva abierta y húmeda, sonrosada, que destacaba tan vivamente en su piel oscura. Se introdujo entre los muslos y clavó su verga con fuerza, de un sólo golpe, que ella recibió apretando los dientes, sin un sólo gesto más en su rostro.
- Puta… puta… putaaaaaaa!!!
Ingrid, enfebrecida, la insultaba sin dejar de clavarse los dedos cómo si quisiera hacerse daño. Estaba fuera de sí, como cada vez, caída en el suelo boca arriba, culeando. Sus tetas dibujaban ondas.
Sin dejar de follar a su princesa nubia, mientras hacía sibilar su lengua en sus pezones oscuros como el carbón, esponjosos y prominentes, lanzó un latigazo de su cola sobre Ingrid, clavándola entre sus nalgas mullidas y obligándola a emitir un grito de dolor desesperado. Chillaba sin dejar de masturbarse mientras Tásima temblaba con los ojos y los dientes apretados, esforzándose por no descomponer el gesto, por reprimir los gemidos, que se escapaban entre sus labios con el sonido de una respiración forzada, incapaz de disimular el placer que trataba de negar.
- Tásima… Nadinga, remiti… gudo…. Nooooooooo…
Marcus pronunció la ofrenda ritual instantes antes de comenzar a verter en su interior la inmensa carga de su esperma viscosa y ardiente. El cuerpo juncal de la esclava nubia temblaba espasmódicamente, de manera incontenible, mientras que Ingrid, ya sin tocarse siquiera, se corría al mismo tiempo presa de convulsiones violentas. El esclavo, de pie junto a ella, la salpicaba con su esperma, que parecía quemarla al cubrir su cara y sus grandes tetas blancas, que estrujaba con sus propias manos mientras derramaba al aire chorritos intermitentes de orina que salpicaban a su alrededor.
- No las dejéis, no las dejéis, idiotas!
El resto de los esclavos, que habían acudido atraídos por a algarabía de gritos y gemidos, obedecieron a su dueño atando las muñecas de las mujeres a sus espaldas para impedir que se masturbaran. Se resistían como locas, presas de un furor incontenible. Les insultaban y suplicaban que las dejaran terminar. Al terminar, como solía, Marcus consintió que las usaran sin dañarlas. Las quería calientes para la fiesta. Dejó que follaran sus bocas y se corrieran en sus gargantas. Mientras tragaban su leche, suplicaban que las follaran, lloriqueaban suplicando a los hombres que las penetraran, que clavaran en ellas sus pollas calientes. Se humillaban, bajo el efecto de la potente carga feromónica emitida por su dueño, sabiendo que después, cuando pasara, se avergonzarían y no se atreverían a mirarse a las caras.
Marcus adoraba aquella humillación.
- ¡Vamos, idiotas, dejar de joder como animales y limpiad a estas!
Sujetándolas entre varios, dirigían las mangueras de agua a presión sobre los coños abiertos de Ingrid y Tásima, que se retorcían de placer chillando cómo locas. Marcus, concentrándose en sus oraciones, provocó el cierre de sus placas ventrales. Las demás mujeres, con los ojos fuera de las órbitas, chillaban como posesas escuchando a aquellas dos gimiendo al volverse a correr. Acabarían por tragarse una vez más las pollas de sus esclavos si seguían así, y por la noche estarían receptivas, calientes, y él cerraría fructíferos tratos que engordarían su fama de hábil negociador.
Confió en que ninguna muriera. Les tenía cariño a aquellas mujeres, o todo lo más parecido al cariño que podía sentir un lacerto. Quería conservarlas.