La zorra

Una fantasía en base a una versión femenina y bastante liberada del popular personaje conocido como "El Zorro".

La Zorra

por Kleizer

Cuenta de Twitter: @KleizerTRelatos

PARTE 1: EL RESCATE

Alejandro despertó súbitamente, en medio de la noche, al escuchar el revuelo, y no es que su sueño fuera especialmente profundo aquella noche, sobre el paupérrimo catre en su estrecha celda de suelo húmedo. Sus oídos no lo engañaron, se trataba de una pugna de esgrima, los aceros chocaban y los soldados del Gral. Vallejo gritaban, solicitando refuerzos. Alejandro se puso de pie y se acercó a los barrotes, intentado captar el suceso de la batalla.

¿Se trataría de un intento de fuga por parte de otros prisioneros del terrible dictador? ¿O quizás era un amago de rescate? Su corazón saltó en su pecho, anhelando que fuera esta última situación. El combate proseguía, y Alejandro pudo escuchar los gritos proferidos por los esbirros del déspota, que eran de desesperación, y uno de ellos emitió una exclamación de horror, manifestando cuántos de ellos habían sido abatidos. Resonaron algunas detonaciones de revólveres.

Se acercaron pasos de botas hacia su celda, y reconoció una voz áspera, la del sargento carcelero, ordenó: "¡Mata al prisionero! Esa bruja no verá concretada su misión". Pronto, Alejandro escuchó los pasos dubitativos del joven cadete que se aproximaban, y también captó el sonido inequívoco de la preparación de un mosquete. Afuera, el carcelero emitió un alarido antes de callar, y entonces predominó un silencio sepulcral en el exterior, en el patio central del fuerte en medio del desierto, donde tuvo lugar la batalla. El cadete verdugo tragó saliva y se posicionó frente a la celda, apuntando el arma de fuego en contra de Alejandro.

Cuando el disparo retumbó, reverberando en las paredes del lúgubre corredor, Alejandro cerró los ojos, y solamente los abrió al escuchar el sonido producido por el cuerpo del cadete, que se había derrumbando cual saco de patatas, manando un chorro de sangre debajo de la oreja izquierda. Alguien se aproximó y aparejado al ruido de esos pasos de botas también venía aparejado el tilín de un juego de llaves.

Nada pudo haber preparado a Alejandro para contemplar lo que entonces tuvo a su vista, ni siquiera una aparición espectral o un duende lo habrían impresionado del modo que lo hizo. Ante él apareció una mujer, su cabeza cubierta de la nariz hacia arriba por un trapo negro anudado por detrás; una capa negra le caía sobre sus hombros blancos y delicados, que no parecían de una guerrera; sus botas negras como el azabache le llegaban hasta la mitad de sus sinuosos muslos; sus caderas apenas estaban resguardadas por una diminuta prenda también negra, y la sección de sus níveos muslos que las botas no cubrían, así como su terso abdomen, estaban cubiertos por un tejido con diseño de red o reja, y sus abundantes pechos colgaban en una prenda negra anudada por detrás de su esbelto cuello. Un cinturón rodeaba su curvilíneo talle, con hebilla dorada, del que colgaba la vaina de la espada, un arma de fuego en su funda y un látigo.

-Oye, mis ojos están más arriba -espetó ella, con voz firme. Alejandro prestó atención a aquellos ojos azules, y su salvadora le lanzó las llaves con una de sus manos enguantadas hasta medio biceps.

-Te agradezco mucho que me hayas liberado y salvado la vida -titubeó el sorprendido miembro de la rebelión, abriendo la puerta de su jaula-. Puedo preguntar, ¿quién eres?

-Me llaman la Zorra - respondió ella, esbozando una sonrisa y guiñando un ojo.

-¿Cómo? -exclamó Alejandro- ¿Y estás de acuerdo en que te llamen así?

-¿Qué puedo decir? Me encanta la polémica -dijo ella, enfundando su fina espada de empuñadura plateada, "un arma aristocrática", pensó Alejandro, y a decir verdad, examinando el magnífico cuerpo femenino que tenía frente a él, le pareció que se trataba de una mujer aristocrática. Pero los aristócratas se oponían a la rebelión, pensó él.

-Me da mucho gusto la manera en que me ves, señor rebelde -dijo la Zorra, chasqueando sus enguantados dedos-, pero debemos apresurarnos para libertar a los demás prisioneros políticos, antes de que lleguen los refuerzos dictatoriales.

Alejandro asintió, sintiéndose algo avergonzado de su comportamiento, y sintiendo admiración por aquella hermosa y misteriosa mujer, que a pesar de sus magulladuras y someros cortes, se desplazó velozmente, buscando las llaves y abriendo las puertas de las celda. Los prisioneros exclamaban jubilosamente ante la recuperación de su libertad, y pronto se hicieron con las armas de sus captores, así como de sus provisiones y de sus caballos.

-No rematen a los que solo están heridos, se supone que nosotros somos mejores, además, necesito que alguien extienda mi incipiente leyenda -le dijo la Zorra a uno de los rebeldes, con barba de semanas y muy maltrecho, seguramente torturado con inefable saña, que apuntaba un revólver a un soldado gravemente herido, pero que podría llegar a sobrevivir tales heridas. El cuasi ejecutor asintió asombrado, admirado tanto de la hermosura de su salvadora, como de su magnanimidad.

Varios heridos y muertos lucían una "z" sanguinolenta en sus cuerpos, y dicha insignia había sido trazada sobre otras superficies: paredes, barriles, carretas, etc.

La Zorra se subió a la palestra en donde se ejecutaba mediante la horca a los prisioneros, y dijo con voz fuerte, a pleno pulmón, con una entonación inherente a la autoridad que no admite réplica: Tenemos que salir de aquí y dirigirnos hacia la guarida de la resistencia en las montañas, tomen las armas y suministros que puedan llevar con ustedes, y larguémonos antes que nos despachen un regimiento con cañones y caballería.

Pronto, las pesadas puertas del fuerte se abrieron de par en par y los rebeldes salieron, serían unos cincuenta, calculó Alejandro a primera vista. También reparó en que la Zorra, con inusitada agilidad, trepó hasta el borde de una de las murallas, sobre el borde de madera en el que se paseaban los centinelas, para destrabar el garfio y recuperar el lazo, y así Alejandro dedujo la artimaña empleada por aquella enigmática y valerosa mujer, para infiltrarse en el fortín.

La Zorra cabalgó su yegua negra -qué sorpresa, pensó Alejandro- y él, a su vez, cabalgó junto a ella, todo el trayecto, durante las pocas horas que los separaban del amanecer. Tras una marcha forzada, que exigió esfuerzos heroicos de aquella masa de fugitivos, muchos de ellos aún convalecientes de las torturas del régimen, y aún de la Zorra, quien no había salido tan indemne de su impresionante batalla de una contra muchos enemigos, los rebeldes arribaron a las colinas y pudieron adentrarse a la red de túneles de la mina abandonada, que les servía de refugio y base de operaciones, al fondo de la cual, al resplandor de las antorchas y candiles, y con enorme alegría, se reunieron con sus camaradas, amigos, cónyuges, amantes, hijos, etc.

PARTE 2: LA RECOMPENSA

Alejandro emergió por una de las bocas cavernosas, y al final, la luz del sol le reveló que ya era pasado el mediodía. La cueva se ubicaba en una de las colinas, una de las más elevadas, apertura desde la que podía observarse la llanura y donde podría divisarse cualquier cosa que se aproximara. La Zorra, sentada sobre una pesada tela, sonrió suavemente al ver a Alejandro. Tenía vendajes en su muslo derecho y en sus brazos, sin embargo, su ánimo se mantenía en alto. Alejandro depositó el bulto que traía, conteniendo en su interior una magra pitanza, pan no tan dura, queso y carne seca. Ostentó también una botella de vino tinto.

-¿Y ese vino de dónde salió? -quiso saber la Zorra, mientras Alejandro lo descorchaba.

-Cortesía del Capitán Salazar, director del fuerte donde estábamos prisioneros -respondió Alejandro, y los dos rieron. Almorzaron juntos. Al cabo de un rato, Alejandro, animado por el vino, elixir que también había arrebolado y achispado a la Zorra, se atrevió a preguntar sobre el enigma que tanto lo inquietaba:

-Puedo preguntar, ¿el motivo de tu vestimenta?

La Zorra sonrió y se encogió de hombros: El instante en que mis oponentes quedan perplejos comiéndome con sus ojos, es el instante en que aprovecho para rebanarles el gaznate -contestó ella, con la mayor naturalidad, propia de aquellos tiempos tan difíciles. Y Alejandro se preguntó sobre la clase de entrenamiento que aquella bellísima y voluptuosa mujer debió haber tenido para realizar semejante proeza, como ser el haber derrotado ella sola a casi todo el personal militar de un fuerte.

-Quiero agradecerte nuevamente, por haberme devuelto la libertad, a esta hora ya estaría rumbo a la capital para mi ejecución en la plaza central -le dijo Alejandro.

-También te salvé la vida justo antes de que te fusilaran sumariamente -añadió la Zorra, acercándose a él.

-Espero poder devolverte el favor, aunque no deseo que te encuentres alguna vez en una dificultad similar a la mía, y es así, que protegiéndote, podré retribuirte, porque no tengo cómo pagarte.

-Yo creo que sí -repuso la Zorra, en un tono de voz fino y sensual, que provocó un escalofrío en Alejandro. La Zorra posó una de sus enguantadas manos sobre el bulto en el pantalón de su asombrado interlocutor.

-En los cuentos de caballería, las doncellas suelen entregarse a los caballeros andantes que las salvan de los peligros... en este caso, yo que soy mujer te he salvado a ti, pero no veo inconveniente en romper con la tradición -decía ella, cada vez más, acercando sus finos labios a los del titubeante Alejandro, pero cualquier duda se desvaneció del joven rebelde cuando su boca se unió a la de su heroína.

Alejandro entonces, dio rienda suelta a todo el deseo que albergaba por aquella luchadora con cuerpo de diosa griega, y la recorrió con sus manos codiciosas, y la Zorra mugía de placer ante las apasionadas caricias del rebelde. Alejandro desanudó la cadenita dorada de la capa y la hizo a un lado, reparando en el medallón plateado que colgaba entre los apetitosos senos de la joven guerrera.

-La única regla -dijo entonces la Zorra, posando un dedo sobre los labios ardientes de Alejandro-, nunca me quites la máscara o me veré obligada a matarte. Tampoco el medallón. Por lo demás, quítame lo que quieres y haz conmigo lo que se te venga en gana, ya verás que lo pasaremos bien rico -y le guiñó un ojo.

Se entregaron el uno al otro, abrazándose, Alejandro manoseando y apretando aquellas nalgas y pechos de ensueño, pensando que aquella era, sin duda alguna, la mujer más hermosa que jamás hubiera tenido en sus brazos recios. Alejandro la despojó de la pieza de ropa negra que le impedía ver y gozar de los enormes y calientes pechos. Alejandro succionó los pezones erectos y la Zorra gimió, clavando sus dedos en el pelo de su ocasional amante. Alejandro le quitó el molesto cinturón y luego la tanga enlutada junto a la pieza de red.

La Zorra yacía arrodillada, respirando pesadamente, presa de la excitación y deseo, únicamente con sus botas largas hasta medio muslo, sus guantes negros que cubrían poco después de los codos, la máscara negra, a través de la cual, sus ojos azules resplandecían de incontrolable lujuria, y el medallón plateado que colgaba entre sus senos divinos. Alejandro volvió a tomarla entre sus brazos, besándola con pasión frenética, mientras la Zorra iba arrancándole las ropas.

Alejandro profirió un largo suspiro, sentado, ante la exquisita sensación de sentir cómo su enhiesto miembro era engullido por la Zorra. Ella acariciaba su escroto y chupaba el pene, tragándoselo casi todo, mugiendo contenta, acariciando con su lengua la virilidad palpitante. Alejandro la aferraba del nudo de su máscara, y pronto advirtió que la Zorra no era tan ajena a la sumisión en el contexto de la fornicación.

-Ni siquiera las rameras de la capital me la chupan como tú -exclamó él, entre suspiros. La Zorra respondió con un ruido de chupetón que pretendió ser una risa, muy halagada. Alejandro le acariciaba las nalgas blancas como las nubes y con sus dedos, empezaba a aventurar exploraciones de avanzada en los trémulos orificios de su salvadora.

Poco después, era la Zorra quien yacía boca arriba, sobre la tela a modo de colchón, sus esculturales piernas separadas, con la cara de Alejandro hundida en su sexo. La Zorra gemía como si de una tortura se tratase. Se mordía los dedos y su cara lucía muy enrojecida. Le daba mucho gusto haber encontrado un hombre que no era enemigo de usar su boca en la intimidad femenina. Alejandro hundía uno, dos y hasta tres dedos en la vagina de la Zorra. Luego, se colocó sobre ella, y mientras se besaban apasionadamente, él la penetró.

La Zorra clavó sus uñas en la espalda de su amante, saboreando cada milímetro de verga que se le iba hundiendo, besándose con lengua con Alejandro. "¿Te gusta mi pinga? ¿Te gusta que te la de?", le decía Alejandro, bombeándola sin misericordia. "¡Ay, sí, me encanta, me vuelves loca! La tienes tan rica y dura", logró articular ella, con sus ojos en blanco, presa de espasmos ante cada puyón.

Alejandro entonces, se posó sobre el pecho de la Zorra, colocando su verga erecta y reluciente de jugos amorosos, entre los enormes senos de la Zorra, masturbándose con ellos, copulando con el intersticio entre los mismos, y la Zorra lamía la punta, el glande resplandeciente. Luego, fue el turno de Alejandro para acostarse y la Zorra se ubicó encima de él, a horcajadas, dejándose caer despacio sobre el duro pene, que apuntaba al techo de la caverna, cuyo eco hacía reverberar los gemidos y el choque de las carnes. Pronto, el vientre de la Zorra topó con el de Alejandro.

-Qué delicia, Alejandro, qué bueno está esto -musitaba la Zorra, mordisqueándose los labios, disfrutando realmente esa cogida furtiva.

-Yo aún no puedo creer que estoy cogiéndome a una diosa -respondió él, acariciándola, metiéndole sus dedos en la boca, manoseándole los melones colgantes.

La Zorra apoyó sus manos enguantadas sobre el pecho del joven y empezó a acelerar sus embestidas, cabalgando aquél semental. Pronto, la Zorra comenzó a lloriquear de puro placer, sentir aquella verga hasta el fondo de su ser la enloquecía literalmente. Alejandro la atrajo contra él, besándola ardientemente, oprimiéndola entre sus brazos, adorando la sensación de aquellos dos pechos perfectos y tibios contra el suyo; Alejando la bombeó así, resonando sus carnes como aplausos. La Zorra ululaba y sus ojos se blanquearon, temblando durante su climax.

-¡Vente, necesito sentirte adentro de mí! -rugió ella entonces, lamiendo la cara de Alejandro, descontroladamente, hundiendo su lengua en las orejas del joven. Alejandro alzó sus caderas, penetrándola muy profundo, explotando en su interior, rellenándola con su semen. Alejandro y la Zorra gimieron al unísono, fundiéndose efímeramente en un solo ser, sincronizados en aquél momento, en el que Alejandro depositaba su cargamento en las entrañas de la Zorra.

Permanecieron abrazados, bañados en sudor, besándose tiernamente y sonriendo. Ambos confesaron que había sido el mejor polvo de sus vidas. La Zorra le acarició el rostro y le dio un beso largo y ardiente. Descansaron un rato, sin dejar de tocarse ni de decirse cochinadas, luego, volvieron a hacer el amor. El cansancio de la prisión más el esfuerzo de la huida, y ahora, las exigencias amatorias con la Zorra, pasaron factura en Alejandro, quien se quedó dormido apenas volvió a eyacular en el interior de su espectacular amante.

Cuando Alejandro se despertó, era noche cerrada y la luna llena reinaba en el cielo nocturno, flanqueada por su cortejo de estrellas. Sobre una colina lejana, Alejandro vislumbró la silueta de la Zorra en su yegua, quien hizo una finta y luego despareció en el horizonte sombrío. Alejandro sonrió, comprendiendo que la Zorra era una especie de fuerza de la Naturaleza, que no era mujer de un solo hombre, y anheló volver a verla pronto, y se preguntó cuál sería su nombre y su identidad tras la máscara. Se acarició su miembro no tan exánime y rememoró cada instante en que tuvo sexo con aquella guerrera misteriosa... la leyenda de la Zorra daba inicio.

FIN... POR AHORA