La zanahoria
En soledad alguien descubre un placer inesperado.
Las agujas del reloj lastraban un agobio perenne y cada segundo crujía en mi sien. Agobiado por el calor plomizo y exhibido por la blancura del sol, yacía en el sofá de la tarde sin saber qué hacer en esta nueva ciudad con sus nuevas horas, sus nuevas soledades. Una vez instalado no supe qué hacer durante las primeras tardes. Hecho la compra, arreglado los trámites de toda mudanza, paseado y concebido este nuevo nido, tenía horas que eran imposibles de eliminar con la mera lectura, la televisión; era imposible rehuir del aburrimiento que, con el paso del tiempo, llegué a prever y temer. Y desde mi sofá creí que sería una tarde como las demás.
Los botones de mi portátil sonaban bajo mis huellas dactilares mientras mis ojos adormecidos corrían lecturas somnolientas. Desde el sofá no atisbaba un salvoconducto de la realidad, del doliente trashumar de las horas si no fuera por ese hallazgo fortuito. Se levantaron mis cejas al hallar aquella página de relatos eróticos donde los miembros exhibían sus fantasías y experiencias. Subía y bajaba, pulsaba y marcaba los textos que, con cierto éxtasis, comencé a devorar entre sorbos de café y esporádicas escapadas animadas por el teléfono. Como si colgara de mi inquietud un cascabel, pulsaba ante todo los relatos más prohibitivos o aquellos que debían tener como contenido la atracción por el sexo propio y nunca ajeno (o esporádico). Algunas experiencias delataban mi sonrisa y asombro y otros, sinceramente, me asustaban y forzaban a abandonar de mis pensamientos. Pero si alguna había que me llamara poderosamente la atención fue la de un joven que amaba las verduras. Qué curioso, qué original, ¿será así de excitante?, me interrogaba a mí mismo mientras, por las horas quedas, cerré el portátil.
Algo trastocado por la lectura, comencé a ordenar el escritorio y vagar por la casa con aquellos pensamientos. Pensamientos que destellaron incluso en el momento de abrir la nevera al ir por un trago de agua fresca. Mis pupilas se clavaron en la profundidad de la nevera donde se hallaban las verduras. Con un temor pueril y sabiendo que era el único habitante de mi piso, hice un leve gesto como si tan sólo fuera a comprobar que estaban ahí. Estaban. Cerré la puerta y volví al salón. Dudaba un pensamiento. Volví al umbral de la puerta de la cocina. Desaparecí. Volví. Abrí la puerta. El cajón interior giró. Cerré. Y desaparecí con aquella zanahoria hurtada por la morbosidad en mi dormitorio.
Comenzaba a dar leves pasos hacia la realización de una lectura furtiva y algo morbosa o, más que morbosa, por el hecho de querer comprobar si era cierto o no aquello relatado por aquel joven. Contemplaba aquella zanahoria con dudas y temores que me parecían absurdos. Pero, ¿no te das cuenta que nadie te puede ver? Es tu casa, atrévete, arriesga algo tan fácil como ésto, discutía conmigo mismo. Dejé caer los zapatos con renuncia y me levanté al borde de la cama. El cinturón perdió su función y el pantalón se arrastró por mis muslos hasta el suelo. Desabroché cada botón de la camisa y con un suave aleteo cayó sobre el colchón. Agarré la zanahoria y contemplé su fisionomía desde la palma de la mano. Supe entonces que era necesario un lubricante y que, si mi memoria no me fallaba, no tenía. Con la duda a cuestas encendí la luz del baño para apoderarme de alguna crema o loción pero apenas quedaba algo. Abatido, desilusionado, comencé a vestirme de nuevo mientras reflexionaba sobre las posibilidades, el borde de la excitación que sufría apenas unos minutos. Arrastré mis pasos hasta la cocina para prepararme un café y abatir el resto de la tarde en mi sofá cuando, al abrir la despensa para extraer la lata de café, contemplé un giro inesperado. Justo al lado del aroma que buscaba estaba aquel bote dorado y que, en ese momento, me aparentaba ser un ente extraño y majestuoso. Agarré aquel bote de miel y, sin pestañear, cerré la despensa y mis dudas. Fui entonces al baño donde había olvidado la zanahoria al borde del lavamanos. Delegué el bote sobre el estrecho borde que salía del espejo y en el cual tenía el vaso con el cepillo de dientes y demás enseres propios de la higiene. Con la lentitud apropiada comencé a deshacerme de mis prendas, viendo cómo en el espejo iluminado por la luz del cuarto también me desvestía.
Justo ahí, en el espejo, contemplé cómo uno de mis brazos desaparecía tras mi espalda y una mano de deslizaba por mis contornos y nalgas hasta las profundidades. Sentí un dedo índice pulsar sobre un punto de mí. Pulsó de nuevo y, con algo de esfuerzo, comenzó a hurgar en mi interior. Con suaves movimientos giratorios noté cómo mi sexo comenzaba a vibrar y levantarse paulatinamente. El espejo también lo avistó y una segunda mano se posó al borde del lavamanos mientras la otra aparecía desaparecida. Volví a tomar la compostura apenas alterada y en el momento de destaponar, noté una leve humedad en mi orificio. Cogí entonces la anaranjada pilastra de escasos centímetros y posicioné de manera vertical frente a mí y al espejo. El abierto bote de miel dejó entonces caer un espeso hilo sobre ella. Con cuidado intenté cubrir la miel derramada que se expandía por ambas manos. Noté la pegajosidad en todo momento y el aroma suave y dulce que exhalaba aquel frasco. Decidido cogí la alumbrada vara anaranjada y contemplé cómo desaparecía en el espejo. Noté una punta sobre mi orificio trasero. Tragué. Con leves movimientos giratorios comencé a notar cómo accedía y se dilataba un punto en mi interior. Seguía perforándome y mis labios se entreabieron y mis ojos se dilataban igual, se clavaban en los del espejo. Al querer apoyarme con la mano libre, noté la pegajosidad sobre la fría cerámica. Asustado y procurando no querer manchar, retiré la mano e, intuyendo, comencé a meter mis pringosos dedos en la boca mientras con la otra algo me seguía perforando. El espejo delataba a alguien que se veía chupándose un dulce sabor, lamiéndose los dedos, una lengua estirada que sobresalía de los dientes y, con un ritmo sobre la cadera, comenzaba a chupar y lamer con mayor intensidad. Me gustaba y le gustaba al del espejo verse así y los movimientos iban en aumento, acompañado con un dolor y un ritmo que crecía. Desde mi boca cada vez más entreabierta comenzaba a jalear con mayor intensidad y los ojos se me desorbitaban hacia el techo. Una gota sobre mi muslo delató otro hecho que apenas tuve en cuenta. Bajé la mirada y contemplé cómo entre las dos piernas se habían formado pequeños hilos y cómo algunos goteos habían confirmado su existencia en el suelo. Chorreaba miel.
Quise moverme, volver al dormitorio, hacer un breve descanso y expandir una toalla pero algo me contenía, me encadenaba al lavamanos. Reduje algo la marcha preocupado por la esclavitud en la cual me hallaba por aquel objeto que me poseía desde mi trasero. Quise expulsarlo y fui delegando lo penetrado hasta que la propia punta de aquel endiablado objeto renunció a salir. Mis piernas se doblaron y, sin apenas moverme, busqué el suelo que hallé. Primero de rodillas y después a cuatro patas. No sé cómo o por qué motivo hallé esa postura pero la tomé sin que el pulgar y el índice que mantenían a la zanahoria media escondida entre mis nalgas se quejaran. Entonces volví a pulsar ambos dedos para retomar el movimiento y entonces volví al éxtasis. Como su cruzara una franja interior aquella verdura me tiró del cuello y mi boca entreabierta suspiró una sorpresa. Con mayor insistencia aquello entraba y salía con un ritmo atroz, un frenesí jamás experimentado. El ruido del chasquido se hizo presente a mis espaldas. La humedad se había apoderado de todo mi ojete y el ruido iba en aumento. Chorreaba y cada vez jaleaba más. Mis piernas volvieron a renunciar y me dejé caer. Estirado sobre el suelo, hundido, delegué mi cuerpo a una postura lateral. Volvió a cesar la zanahoria por un instante donde cogí aire. Y después, como si alguien me follara desde el costado, aquello comenzó a perforarme con una violencia inaudita. Asombrado por el ritmo y la profundidad de mi jadeo casi convertido en resuello, dilaté los ojos. Me preguntaba qué pasaba. Casi gimiendo con levedad, con ese tono fino y nunca pesado, miraba a un punto desconocido. Noté cómo el gozo subía por mi sexo hasta casi estallar. ¿Me correría por el solo hecho de meterme una verdura y algo de miel? Era algo inexplicable, tan inexplicable como que se sepultaron mis ojos y, mi boca entreabierta, buscando aire, soltó aquella imposición que no pensaba jamás que diría ni estando solo.
-Fóllame, dije. Fóllame, volví a repetir con la sensación de estar varado en un espacio-tiempo de placer. Ahí, hundido sobre las frías losas del baño me estaba moviendo de manera frenética, impulsado por un objeto que me poseía y me hacía desvanecer, olvidar, recordar. Me relamía los labios, repetía en sigilo aquella imposición mientras gemía con levedad. Ininterrumpidamente mantuve el rumbo y algo cruzaba mi sexo, buscaba una salida, el éxtasis, la erupción total que surgió y se derramó entre mis cerrados muslos y el suelo. Sudoroso y la boca pidiendo una bendición entreabrí los ojos. Cesaba poco a poco y aquello, aparentemente inerte, se descorchó de mi trasero notando un espacio en el cual habitaba la humedad de un placer suplido por el tiempo.
Con dificultad tomé la postura y volví a ser yo en mi propia casa. Lo experimentado lo intentaba olvidar esa misma tarde que se apagaba, dando paso a la noche. Pero es todavía en mi trabajo, en el supermercado o ahora mismo, escribiendo, donde aparece un bulto en mi pantalón y pienso en aquella zanahoria con sabor a miel.