La voz del violín

Un amor de época, poco convencional, para los tiempos que les toco vivir.

Me avergüenza decirlo, pero no he olvidado su rostro. No, no el de Ashley Pearson. El suyo.

Ahora bien, no es sensato dejarse impresionar. Uno se pone colorado, y no es eso lo que quiero. No se lo contaría a cualquiera, porque hay otras partes implicadas, sí, otras partes; pero, puesto que me has pedido consejo en este asunto, te lo contare. Pienso que resulta curioso que, cuando uno reduce una historia de amor a sus componentes elementales, esta se convierte en algo vacio y miserable, sin ningún significado para nadie salvo para el implicado.

He ocultado la verdad, que no he amando a la esposa que mi padre escogió para mí, tan cuidadosamente como pudo. O tal vez quise amarla, o la ame, o confundí sentimientos intentando disfrazarlos. Es una emoción entera y autentica la que brota, intacta del pasado. La aturdidora estación, la embriaguez de las insinuaciones de una joven a un aristócrata a las que no sabe ya si sucumbía por inclinación o por complacer a su padre, enorgullecido por su conquista y calculando ya su interés. El contrato entre las dos fortunas, la antigua y la nueva, era tan favorable que la cosa se había impuesto. La vida había barrido muy pronto el preludio sentimental.

Bueno, es decir, hasta que lo vi. Estaba en el sombrío Mauritshuis tocando con una pequeña orquesta esa nueva sinfonía, la escuchamos en uno de nuestros viajes, ahora no puedo recordar donde, y llevaba una elegante levita de color castaño rojizo y un chaleco rojo de moare con finas rayas violeta. Sus calzones no eran como los que llevaban habitualmente todos los hombres día y noche, de seda negra, sino de ante, abrochado con lazos y más largos. En aquel concierto, aunque hacia diez años que había pasado de moda, todavía imperaba el estilo de Luis XVI de una manera evidente. Todavía se mantenía la odiosa costumbre de llevar una cinta de terciopelo rojo alrededor del cuello en señal de solidaridad con los que cayeron en brazos de madame Guillotine. Ni una pizca de buen gusto. Ahora bien, no me acuses de crítico o de ser sarcástico. Tú no has tenido que vivir allí.

Los rumores de las novedades corrieron rápidamente puesto que la condesa Maurits era la anfitriona del concertó y en todo dama gentil. Fui a visitarla alentado e impulsado por mi esposa, al cabo de dos días de la propagación de los rumores, a su mausoleo donde vivía a tomar té con pastas hechas por su cocinera, ya que la condesa tenía problemas de estomago y su dieta era estricta.

A pesar que el emperador le había desposeído del título, ella todavía lo aireaba con opulencia.

Nos confirmó los rumores y nos informó de que el violinista era Monsier le Cambran, recién llegado de Paris, y que en cuestión de semanas tocaría como músico invitado con la antigua Orquesta real.

“¡Cuánto me gustaría asistir!- susurre.- Y esa técnica suya con el arco, que no estoy cualificado para hablar, me tiene extasiado.” Y subraye la última palabra para mis adentros y la primera expresión con una mirada suplicante.

Ella, con la intuición de las mujeres más sutiles, seguramente vestigio de su perdido título, sonrió comprensivamente y dijo. “Se quedara hasta finalizar el verano el Oud Doelen.”

Aquello era todo cuanto yo necesitaba que marcaria tal diferencia, el destino se hiciera factible y complaciente. Tal vez, porque aun no había conseguido asimilar el impacto que aquella presencia inesperada provocaría en mi resoluta vida.

Conocíamos Oude Doulen, habíamos estado allí. Pero, en todo caso lo primero que mi mujer deseaba a toda costa era conseguir invitación para el concierto. Lo segundo, se supone hacerse un nuevo vestido. No había tiempo que perder; pero no había un solo sastre que conociera las tendencias de París, mientras que los salones de Josefina rebosaban de las nuevas tendencias. A pesar de todo se empeño mi mujer en vestirse de nuevo, no solo de la cabeza a los pies, sino también por dentro. Ahora me doy cuenta que para ella el concierto tenía poca relevancia; lo importante era asistir al acontecimiento. La presencia.

En el Guennder, un palacio que se erguía en la orilla del Dijcer vulgar visto desde fuera, y que no obstante, mejoraba cuando uno entraba en el Treves Zaal, donde iba a tener lugar el concierto: una esplendida sala blanca y dorada que imitaba en estilo de Luis XVI, y aquello me surgió la idea de que quizás los músicos y espacialmente el violinista Monsieur le Cambran caerían directamente del cielo.

Mi mujer se abrió paso hacia las primeras filas de asientos y yo la seguí entusiasmado. Los músicos ya habían ocupado sus puestos, y allí estaba él, el primer violinista, concentrado en dar el tono a la orquesta. Destacaba el florido lazo que llevaba anudado al cuello de la camisa que sobresalía como un postre de nata. Se forma un silencio y dio comienzo el concierto.

El primer movimiento, molto allegro, fue una jubilosa melodía que sonaba, y con el que sus manos revolotearon hasta dejarme hechizado. El acaloramiento que me sobrevino fue tal que tuve que abanicarme, por la más afortunada de las casualidades, mi gesto pareció atraer la atención de Monsieur le Cambran.

Durante el largo andante, bajo los parpados provocativamente sobre el instrumento y acarició la cuerdas con el arco como si fuera las fibras sensibles de su amada. Interpretó aquel paisaje con tal ternura que estuve a punto de desmayarme. Seguro que había sido un niño prodigio, el querido por su madre.

Cuando llego al cuarto movimiento me sentí embriagado hasta el paroxismo. Ya sabes a que me refiero, de lo contrario, no me lo habrías preguntado.

Desde hacía algún tiempo mi mujer y yo dormíamos en habitaciones separadas, las separaba una puerta doble de madera blanca. La puerta se abrió y mi voz sonó a través de la estancia, mi mujer se estaba acicalando delante del espejo.

  • ¡Ashley! –Estalló mi voz alta, la asuste.

Ella era de la opinión de que dos amantes puedan vivir juntos es descabellada. A uno siempre pueden sorprenderlo sin acicalar. En el espejo vio reflejada mi mirada, estaba sentado en el borde de su cama. Se dio la vuelta y me contestó de una manera amable pero mecánica.

No dije lo que tenía intención de decir. Las palabras se me habían escapado como mariposas, y ofrecían todo el aspecto de un hombre al que le había sucedido algo. Mis ojos parecían angustiados, como si por primera vez en mi vida me hubiera dado cuenta  que no nos quedaba posibilidades de tener ese niño con el que había soñado, nunca llegaría a nacer. Creo que se me ocurrió de repente que habíamos dejado de intentar tener hijos, y en aquel momento me percate de que, fuera cual fuera el control que tuviera sobre lo nuestro, lo estaba perdiendo. Luego, se apodero de mí una pesada tristeza.

Yo tenía un alto cargo designado por el emperador cuyo estipendio estaba a la altura de la vida que llevábamos, yo siempre había sido bueno con ella. Y en cambio ella se dedicaba a asuntos agradables y a cultivar la vida social. Fue en esos meses cuando mi esposa se empeño en invitar al famoso violinista a nuestra casa para ofrecer un concierto en una velada inolvidable.

Fue entonces cuando contacte y, gracias a la condesa de Mauritshuid, supe que Monsieur le Cambran podría con sus habilidades interpretar variaciones sobre diversos temas en un concierto privado en mi casa.

Por mediación de la condesa envié un mensaje a Oude Doden invitándolo a él y a otros tres músicos más de su elección a que formara un cuarteto y ofrecieran un concierto nocturno en nuestra casa, escribí una post-data para que supiera que asistiría un público notable. Me contesto cordialmente, y con ese estimulante preámbulo fui a visitarlo al día siguiente con la intención de organizar los preparativos. Al recibirme, la inmaculada blancura del cuello de la camisa desabotonada exhibía la piel del cuello y un triangulo de la parte superior de su pecho que casi hizo que me desmayara. Hacer memoria del privilegio aquel. Marfil expirado de su cuello; estrangulable hielo femenino como una lacteada y breve vía. Recuerdo aquel beso sin apoyo que quedó entre mi boca y el camino de aquel cuello, aquel beso y aquel día. Afortunadamente me pude reponer, marco una pausa antes de tenderme la mano, yo tímidamente se la estreché. Yo tenía los ojos clavados en quién sabe dónde, todavía no sé si por pudor o por orgullo. Poco importa. Pero yo, yo lo veía, lo miraba de reojo, adivinaba que él me contemplaba. Casi sin aliento formule la invitación. En otras palabras estaba decidido a no respirar más hasta que obtuviera un “si” por respuesta. Él inclino la cabeza meditabundo, arqueo una ceja perfectamente depilada, tiro de los puños de las mangas, me sonrió lenta y premeditadamente, y me sugirió que diésemos un paseo en calesa por el gran bosque que hay a las afueras de la ciudad.

Así lo hicimos con las cortinillas corridas. Hacia tanto calor en aquel cerrado y traqueteante cubículo, era el mes de julio, que apenas podía soportarlo. No tuve más remedio que quitarme la levita. En el penumbra, mirando disimuladamente por el rabillo del ojo, espero que coquetamente, descubrí que en su chaleco tenia bordado un paisaje. Cuando me tome la libertad sin poderme reprimir de acariciarlo con la punta de mis dedos, él tomo mi mano y la apretó contra su pecho. Aquello fue una señal segura de que había aceptado formar el cuarteto. ¿Sólo el cuarteto?

Hubo una segunda invitación. Un segundo encuentro de nuevo en su casa. Se permitió la libertad de sugerirme acompañados con una copita de un buen licor algunas obras apropiadas para la velada que resultaría todo un éxito loable para los oídos invitados. En una de ellas fue en la qué mas insistió.

  • Comienza con una nota que se repite como el latido del corazón de un hombre que espera alcanzar la plenitud. Luego aumenta cuando se une el resto de las voces. –Acabó el violinista con un acento vehemente de sinceridad. Como audaz de puro inocente.

  • Y… ¿Alcanza el crescendo? –Preso del más absoluto desconcierto.

  • Con sublime consumación. –Apostillo contrariado de las sensaciones físicas que le embargaban y amargaban.

Para el violinista en aquel momento, ese hombre que tenía a su lado emanaba algo más vasto que el atractivo de una experiencia o una cualidad de ser, tan escasas a su edad.

  • Entonces, la interpretaremos. –Aclare con precaución instintiva.

  • Es usted un hombre arriesgado. –Concluyo con un alago no sé si acertado del todo.

Nada traicionaba. Aspire con avidez el aire, sofocándome, cerré los ojos porque sentía en el cabello su aliento, la calidez de su boca que convertía cada palabra en una caricia insoportable.

Hablamos de cosas inocuas.

Entre esos días previos al concierto esa apariencia sosegada y acomodada que había mantenido tanto tiempo se rompe, y emerge un batiburrillo de contradicciones.

Me han educado en la creencia de que uno se casa de acuerdo con los deseos de la familia y que, con el tiempo y paciencia, el amor acaba llegando. Así pues, había hecho un esfuerzo para amar, aunque no supiera exactamente que era aquello por lo que luchaba. ¡Oh!, sin duda había habido momentos de pasión, pero ¿acaso eso es amor?

Tenía la romántica creencia de que el amor significa ser capaz de arriesgarlo todo, sacrificarlo todo, conformarse y sobrellevar todo con tal de fundirse con el ser amado. Había abrazado la convicción de que si uno pone suficiente pasión en todos los actos, ella misma remediara aquello que pueda haber de desgraciado en las circunstancias personales.

En todo caso, mi perfecta educación, me hacía desenvolverme con tacto, encantador sin deferencia, modesto sin exceso. Y a mi entender, mostraba a mi joven esposa un desapego de buena ley, ya sea sincero o fingido. También es cierto que era preciso que ella estuviera allí para demostrar la bondad del matrimonio, siempre correcto. Es excelente… un soltero se descarría abiertamente. Un hombre casado muestra mayores cuidados. Su regularidad de costumbres, en apariencia al menos protegido de los desordenes. De una cosa podéis estar seguros, yo siempre le había sido fiel desde que me case con ella.

Al cabo de quince días envió un sirviente con el mensaje de que  ya tenía listos a los tres  integrantes del cuarteto, así que, unos días más tarde, nos devolvió la visita para comentarme los últimos detalles, cosa que hicimos mientras dábamos un paseo por el jardín de mi casa.

En aquel paseo todas las conjeturas de ambos desviaron nuestras atenciones. Monsieur le Cambran se percato que me había transfigurado. Emanaba de mí una suave luz que aureolaba con un encanto indefinible. De pronto, en su compañía, me había convertido en otra persona, sabía y segura, dulce y confiada, ¡tan distinta del Jastes que conocía! Monsieur le Cambran me miró con envidia. Un destello rápido que se desvaneció tan pronto como vino, pero que tuve tiempo de percibir. Para el joven violinista, si, era un placer, la efusión íntima y alegre que festeja el instante secreto en el que todo ser comulga, armonioso y apacible.

De igual manera, a mí me turbaba físicamente. Hasta el presente mi experiencia sexual había sido bastante sosa. Ashley hasta hacía algún tiempo se había mostrado dulce y solicita, pero no hacía subir en mí la ola de calor que una sola mirada de Monsieur le Cambran me provocaba.

Concretamos la fecha del concierto. Al despedirnos estrechándonos la mano, en un gesto más largo de lo habitual, nos miramos a los ojos abarcadores y sugerente; subrayando una promesa generosa, colorante y carnal. De repente al soltarnos todo cambio en su mirada, ahora rebosante de amargura, como si de pronto él se hubiese percatado de cómo era el mundo en realidad y ya no pudiera considerarlo un lugar hermoso. En cambio, yo ya no podía estar segura de lo acertado.

La noche anterior al concierto no podía dormir, me acuciaba una infinita necesidad de dulzura y de lentitud. De esa lentitud que se conoce en el sueño, en el agua lánguida de las riberas de la infancia, aquella lenta velocidad que tienen las nubes desplegándose y pasando arrastradas por el viento… Una necesidad de pereza y de bondad.

De amor, reconocí de pronto, con un nudo en la garganta. Un hombre amante y dulce, un compañero. Un verdadero compañero de aventuras que comprendiese mis deseos; mi hambre, la apaciguara con constancia, inteligencia y valor; con humor, con pasión. Una criatura de porvenir, leal, solida y emprendedora; sin arrumacos ni perversidad, liberada de los prejuicios de su sexo. Eso deseaba de todo corazón: un compañero, un igual, que anunciase los nuevos tiempos, donde el hombre y el hombre corran en paridad, por contrato libremente aceptado, con el mismo talento, los mismos deseos, en competencia. ¡Si existe alguno que se presente! Y se me apareció el rostro radiante del joven violinista, como encarnación de un sueño.

Aquellas palabras podían adecuárseme. Dichas con un acento de convicción y de tristeza, me golpeaban en pleno rostro y sentí de inmediato una pesadumbre inmensa, por la vida echada a perder, por la mentira y la impostura, por aquella ironía extrema del amor ido, del amor perdido, por cuya fidelidad estaba yo allí, conspirando precisamente contra aquel a quien también había jurado fidelidad.

A Monsieur le Cambran se le había apoderado una sensación de malestar y multiplicado una inquietud que se apoderaba de él según avanzaba hacia la puerta de la calle. Sensaciones agridulces.

Este último par de semanas, su estado de ánimo oscila del entusiasmo al nerviosismo o al temor y, de nuevo, al entusiasmo.

La noche del concierto mi mujer se puso un vestido de seda color azul, no demasiado llamativo, pero no pasaba desapercibido. Yo canturreando en el vestidor desafinadamente pero con alegría me acababa de vestir. Mientras los criados ultimaban los últimos preparativos y últimos retoques. El gran salón resplandecía, dorado, con sus velas nuevas en los candelabros, y los invitados, vestidos de colores pastel, se deslizaban por el suelo arlequinado de baldosas, cuya pulida superficie parecía de cristal.

Yo galantemente estaba dando la bienvenida a los invitados con una amabilidad que tenía que buscar en lo más recóndito de mi corazón, pues para mí el invitado que me interesaba aun no había llegado.

De repente, ¡allí llegaba él!

Vestía una ceñida casaca de un verde azulado con un dibujo de escamas y, cuando se dio la vuelta para saludar, observe que los faldones de la prenda acababan en unas puntas iguales al de la cola de un pecado. De espaldas parecía… Mon Dieu! Me quede sin aliento. No podía pensar. Empezó a caminar hacia mí, de repente fue abordado por la condesa Mauritshuis, a la que se le unió más gente, así que tuve que contentarme con darle la bienvenida sin intercambiar una palabra en privado, él también se resignó.

Durante parte del concierto adopte la actitud que supuse agradaría a Monsieur le Cambran: altanera, etérea y ensoñadora. Me incline levemente para demostrar que estaba intensamente interesado.

Vi que mi mujer miraba distraídamente a su alrededor en lugar de prestar atención a la pieza que sonaba, más pendiente, de perfeccionar cada mínimo detalle, que de los músicos.

Me concentre en la boca de Monsieur le Cambran y en la manera en que la fruncía formando una preciosa y pequeña mueca siempre que tenía que interpretar un allegro. ¡Qué manos tan agiles y diestras! ¿Y su forma de pellizcar las cuerdas? Me vibraban todas las fibras. Crear aquellos sonidos celestiales, aquellos estado de ánimo, tener el poder de elevar de aquel modo el espíritu… ¿Acaso podía sorpréndeme que despertara  mi pasión? Con el corazón en un puño, me pregunte, si podría ser el florecer del amor. No sabía cómo identificarlo. ¿Se trataba de algo que producía palpitaciones o por el contrario proporcionaba un mar de calma interior? Yo prefería el revuelo de los latidos desbocados, y mi mente se puso a retozar bajo su encanto durante la última parte del concierto.

Mientras los músicos recogían y guardaban sus instrumentos, desde la altura que le proporcionaba la tarima Monsieur le Cambran me iba observando. Apoyado en el codo, mantenía la cabeza baja, ignoraba su mirada que se posaba con cierto disimulo sobre mí. Se percato de mis largas y blancas manos, las mejillas azuladas por el nacimiento de una recia barba, mis cejas espesas que escondo ojos pardos tachonados de verde, tan pálido, tan delgado. Que Monsieur le Cambran se sorprendió diciéndose a sí mismo: “¡Qué guapo es! Como inspira el amor. ¡Qué lejos parece de las vanidades de esta tierra!”

Él me vio sonreír con esa sonrisa que parecía surgir de una inmensa soledad. Le parecía que si podía verme sonreír, aunque sólo fuera durante unos minutos cada día, se convertiría en el hombre más feliz. Para aquel joven toda mi persona era única y escasa. Nada era mecánico ni previsible.

Mientras empleaba el tiempo apropiado en mezclarme con los invitados, lo volví a ver, él me había hecho una señal con la mano acompañada de una dulce sonrisa.

Era alto, flaco, el pelo castaño le caía a los ojos, y sus mejillas parecían aspiradas de lo hundidas que estaban. Su rostro cambiaba a menudo de apariencia. A mí me parecía guapo y romántico, y un instante después pálido y melancólico. Nunca estaba seguro de recordarlo. A veces, perdía su imagen y debía mirar varias veces antes de reconocerlo en carne y hueso.

De repente avanzaba por la sala bailando con la punta de los pies, hoyando como un soberano la espesa moqueta blanca inmaculada barriendo con la mirada los espejos que le reenviaban su imagen.

Alcanzo nuestro círculo donde nos encontrábamos mi mujer y yo; todos pretendieron felicitarle por tan sensacional y espléndido concierto. Me di cuenta que bajo sus maneras de buena educación, su contención y su humor sin alteraciones, me transmitía a mí entender una poderosa identidad, liberada de los conformismos de su sexo y, tal vez, de la estrecha moral de quien se cree natural. Una espacie de sombría independencia dispuesta a manifestarse, aunque domada y canalizada, atestiguaba que era notable y cultivado. Aquello le forjaba una sombra que le acompañaba cuya aura podía tocarse, su esencia visible, sin embargo, misterioso, pues hasta tal extremo concentraba una opaca verdad.

Me acerque a él, le dije que tocaba como un ángel y le permití que me besara en las mejillas.

A partir de ese momento, no me fue difícil conseguir llevármelo a la biblioteca con la escusa de enseñarle unas partituras antiguas adquiridas en una subasta hacía unos días sugiriéndole, que tal vez, serían de su agrado contemplarlas. Insinuándole para provocarle, aunque no me arrepiento, ni me avergüenzo de haberlo utilizado de ese modo. Ignoraba el resultado.

Nos habíamos refugiado en la biblioteca. Las ventanas completamente abiertas sobre un jardín francés dejaban entrar una luz serena, una luz de monasterio, que inundaba la atmosfera con un dulce halo de quietud. Era un entorno a la vez bucólico y sin edad.

Le enseñe las partituras mostrando un gran interés por ellas; acto seguido propuso una futura interpretación que acogí con gran agrado. Mientras examinaba las partituras con atención pude comprobar cómo sus ojos se volvían excitantes, audaces, vivos y a veces acuosos, lánguidos. Junto con una sonrisa distraída de conveniencia a medida que iba leyendo las notas escritas en el pentagrama del papel. Parecía que, para Monsieur le Cambran el placer de los objetos bonitos y bien hechos llevaba aparejo el saber que había un trabajo duro detrás de ellos.

Con cierto goce experimentaba los beneficios de su compañía, escuchaba su voz, examinaba sin disimular su curiosidad, la fisonomía de mi compañero cuyos parpados bajos sombreaban la mejilla y me hurtaban, oportunamente, la mirada. Así podía detallar a mi guisa sus rasgos, su talle y su aspecto, como si me hubiera petrificado o adormecido ante su persona por un hechizo y que, salvo por sus raros y breves momentos, me tenía absorbido. Con una especie de divertida irritación, combatía aquella impresión, buscaba un defecto que  le traicionara denunciando su déficit. Pero al igual que me maravillaba al no encontrar tara alguna, me felicitaba al no encontrar razón alguna para degradar su objeto, justificar ni disfavor o contrariar mi secreto júbilo por haber reclutado aquella perla.

Le ofrecí una copa de otro vino más excelente y estuvimos intercambiando impresiones de ambos temas: tanto de las partituras como de vinos.

Monsieur le Cambran era de la opinión que hay gente cuya mirada nos hace mejorar. Son escasos, pero cuando los entramos, no hay que dejarlos pasar. Había, en mí, una extraña dulzura en mi mirada que yo posaba a veces sobre él, una ternura sorprendida. Y bajo mi mirada condescendiente, crecía.

Para Monsieur le Cambra, me clasificaba de moderno, deliciosamente anticuado, cómico, ingenuo, mezquino. ¡Popular! Debiendo añadir un punto de misterio y sería perfecto.

La conversación siguió haciendo espirales y pasando de un tema a otro, como suele suceder entre personas que acaban de conocerse y se estudian igual que cuando bailan uno alrededor del otro en los asaltos de tanteos.

Reacciona impulsado por un acto reflejo que me toma del brazo, de inmediato, sale a mi encuentro, se inclina hacía mi o hacía ella, la partitura, que iba a guardar. En contra de lo que él mismo suponía tuvo una tentación; parecía modesta. Simpatizo con su desafiante inteligencia y su sonrisa colaboradora. ¡Y con tanta ternura! Apenas inclinado, un gesto esbozado, realmente invisible pero tan armoniosamente adecuado a la curva de mi hombro, la inclinación de su cuello que denuncia un lenguaje secreto, la intimidad sensual de nuestros cuerpos. Desconcertado de la escena que acababa de asistir, no sabía que seguiría.

Presentí que se sentía cómodo en mi compañía en aquel momento y no iba a interrumpir, por nadie ni con nada, esa dulce sensación de abandono; que para Monsieur le Cambran era tan infrecuente  desde hacía tiempo clasificándolo: “De maravilloso”, se dijo para sí mismo.

Lo segundo por lo que mostro gran interés fue por mi bodega, que amablemente insistió que se la mostrase. Me sentí, por qué no decirlo, halagado ante una proposición tan directa y jugosa. Cogí una lámpara de aceite y lo conduje hasta la escalera que daba a la bodega. Bajamos, rodeados de botellas de vino, admirado por la cantidad y la colección halago mi buen gusto por el vino, cosa que me complació y me enorgulleció.

Deje la lámpara en el pedestal y en la pecadora comodidad de un suspiro estábamos uno frente al otro.

Extremamos la actitud de contemplación. Mirada expresiva, remota, ligeramente indagadora; la suya a conciencia la mía con cautela nos la comíamos, aunque, con aire contemplativo.

Monsieur le Cambran sentía una efervescencia en su cabeza, era como si estuviera volando, mirándome desde el aire. Mi bello y angustiado rostro temblaba como reflejo en el agua; ya empezaba a disolverse, pronto se convertiría… Nunca le había parecido tan cautivador. A sus ojos me envuelve un resplandor suave y lechoso; mi brazo, sobre el que él apoya su mano que es firme y plena. Me retiene. Le encantaría tomarme del brazo y llevarme a mi habitación, follarme seis  veces hasta el domingo. Como si eso sirviera para quedarse con mi imagen.

En mi actitud subyacía una buena dosis de prudencia ante semejante decisión, por su atrevido comportamiento temía las recriminaciones por haber aceptado el plan desconfiando de mis propias reacciones. Pero a la vez enfadado y confuso como estaba por lo que se había comprometido hacer.

Me miraba con una seguridad indolente.

  • Eres espacialmente mezquino. –Lo acusé.

  • Autodefensa. –Explicó él.

Me quede algunos segundos callado buscando una cortante replica que escondiese mi estado de disfrute y excitación y a la vez que transcendiese mi indignación.

  • ¿No es eso lo que quería? –Me dice Monsieur le Cambran aventurándose a revelar.-  Te quiero a ti, se reconocer las diferencias. –Pronunció estas últimas palabras con voz queda y cuidadosa.

Me quedé boquiabierto, divertido por su arrogancia. Sentí una mezcla de emoción y ansiedad recorriéndome las venas. No recordaba la última vez que había conocido a alguien que dominara hasta ese punto sus emociones; un joven que tratando de proteger su intimidad se arriesgara y se expusiera hasta ese extremo en expresar sus sentimientos.

  • Hasta cierto punto. –Replique levemente airado.- Oh al menos eso es lo que crees.

  • Para guardar las apariencias. Dame una buena razón por la que no deba marcharme ahora mismo. –Prosigue rápido, seguro. Su voz tiene un tono amenazante.

De repente, mi vida, en otro tiempo armonioso como una partitura musical, se convirtió en un inmenso galimatías.

Aunque sé que él ansiaba oírlo no le digo que me siento atraído hacia su persona. Corría el riesgo de quedarme sin coraza, como si fuera una admisión de culpabilidad.

Él sonríe. “Ven aquí, entonces”, me susurra.

Me besó. Lo besé. Y descubrí con la punta de la lengua, una callosidad bajo el lado izquierdo de la mandíbula. Con un sobresalto me di cuenta de que allí debía de ser donde apoyaba el violín, pero decidí que se trataba de un mal inherente a la profesión que bien podía perdonar por la gracia del brazo con el que manejaba el arco.

Y sí que lo perdone, pues sus manos jugaron conmigo como si yo fuera su adorado instrumento. Sus dedos bailaron un pianissimo sobre mi cuello e interpretaron un glissando a lo largo de mi espalda. Su preludio fue arpegio que me hizo temblar de placer, y el pizzicato, exactamente como había deseado. Él había empezado a abrirse paso con desesperación entre las sucesivas capas de ropa: la levita, el chaleco, la camisa. Jadeos. Ruidosos jadeos.

¿Por qué, entonces, el efecto es el silencio? Silencio y respiración, la respiración de ambos esforzada y contenida, procurando no hacer ruido. O al menos no demasiado. ¿Por qué el sonido del placer se parece tanto al de la aflicción? Como el de una persona herida. Él me había colocado su mano sobre mi boca.

Advertimos la suciedad de nuestras miradas.

Con cólera, tendió las manos hacía mi rostro porque yo no lo defendía, lo tomo, rodeo mi cuello con las palmas, las deslizo bajo mis cabellos. Atraje con rudeza su nuca, en un gesto que inventaba, que ningún otro hombre me había sugerido antes que él. Y a él nadie le había puesto sobre el cuello aquella tenaza de manos que obliga a ceder, cuya estrecha presa impide resistir, la misma que subyaga o estrangula, pensó sin espanto. De pronto él hablaba junto a mi boca peligrosamente apareció una palabra amenazadora, extraña, y definitiva.

Su íntimo abandono tenía la dulzura de las complicidades femeninas, de los juegos de un momento, algo peligroso. Nos acariciábamos, ronroneaba ante mis caricias como un gato junto a la estufa. Monsieur le Cambran me puso el brazo en los hombros posando un beso en mi cuello, bastante voluptuoso.

Encuentro contra mí el peso y la calidez de su cuerpo casi infantil, el olor de sus cabellos húmedos, mezclados con aceites perfumados, el de la fruta acida de su piel. Me topo también con la curva de sus riñones cuando me deshago de la ropa que cubre su torso. La calidez animal de su mano, calor distinto, viviente y flexible, conmovedor, adorable.

Mi pene erguido, presa de su hermosa mano, largo y carnal; ella precisa y deseada. Que la noche envuelve, que nadie ve, o tal vez fingíamos ignorar en aquella oscuridad.

En consecuencia, Dios se me aparecía retrospectivamente, mucho más inescrutable.

De elegirse y preferirse, de desear al otro que él no es aún.

Las emociones conflictivas y confusas que había atravesado mi cuerpo con la velocidad de un rio desbocado luchando por librarse en un torrente dentro de mi moral maltrecha, le rechace. Lentamente alzo su mano y paso su pulgar por mi mejilla. Al contacto de su piel toda mi resistencia desapareció, y cuando acerco sus labios a los míos me deje llevar. Deje que su mano me acariciara la base de la espalda y que me deslizase la otra por la nuca cosquilleándome. La sensación de los besos de Monsieur le Cambran me eran del todos familiares. Era fácil, simple. Me trajo recuerdos de la época en la que era feliz, un hombre diferente. ¿Lo amaba? Pero no como a mi mujer, ¿o tal vez si? Su rostro se abrió camino en mi cabeza y me separe de él. No podía hacerle aquello; no podía traicionarla.

  • No puedo hacerle esto a mi mujer.

En lugar de responderme, paso su pulgar por mis labios acariciándo la marca que había dejando los suyos.

Era un truco erótico que había utilizado por primera vez conmigo que funcionaba y que funcionaria en lo sucesivo. Aleje la cabeza para no volver a caer en la tentación de besarlo.

  • Estoy contigo. –Me susurro para tranquilizarme.

Su voz se convierte en un sollozo. Se aparta de la pared, cierro los ojos, respira profundamente para decir alguna palabra. Pero no llega hacerlo. Esa palabra tiene que ser pesada, repleta de sentido, tan pesada que le tiene que aplastar la voz; sin embargo, le tiembla una palabra ligera, suave, fácil de decir.

  • ¡Es tan ridículo, tan absurdo!

  • ¡No quiero que sufras! –Me contesta, a la vez que le acaricio, primero triste, luego nerviosamente.

  • ¿En serio? –Murmure, agachando la cabeza hasta que su boca estuvo a pocos milímetros de la mía.

Mi mirada huye de aquel hombre y se pierde en los hilos del entramado del dibujo de su levita.

  • Yo vivo con tu nombre. Ni siquiera te había visto, oído, tocado antes. La angustia de encontrarme contigo… - Me confesó Monsieur le Cambran.

  • Tengo miedo, miedo de todo. Y al mismo tiempo es un miedo que me gusta. Seguro que conoces este tipo de miedo que no se aleja de tu deseo, al contrario, te excita, te da alas, aunque temas quemarte. Ése es el tipo de miedo que yo tengo. –Mi voz sonaba angustiada, ahogada, misericordia.

La preocupación y la turbación se mezclaban en mi mirada. Una pausa.

  • Me tienes a tu lado, no tengas miedo.

Las palabras, baja la cabeza al mismo tiempo que la voz. Palabras de nuevo; pero sobre todo, el valor. Las encuentra, las coge, las lanza:

  • Me he dado cuenta, en estos días que no puedo hacer nada sin que tú estés presente en todo. No puedo escribir ni tocar una nota que no me recuerde tu ausencia.

  • ¿Todo esto lo justifica todo? Esto me da esperanza y orgullo. En cierto modo, los dos estamos presentes en uno en el otro. –Sin dejar de acariciarme el pelo afectuosamente.- Ironías del destino: he perdido o he ganado; tengo que reconocer mis fallos, mis errores. Pero todo lo que he hecho ha sido por ti… Para retenerte.

  • Confieso que al principio no estaba seguro de mi mismo. No estaba seguro de poder amarte, esta noche… lo sé, lo sabemos. No me importa ser rechazado por todo el mundo, con tal de que todo lo que he hecho tú te quedes conmigo.

Son palabras que a los dos nos reconfortan y nos apaciguan; sin embargo, a mi me hizo mirarlo de otra manera. Había algo curioso en todo lo que estaba pasando, algo que implicaba que quizás no fuese el músico por el que lo había tomado.

  • No puedes echar a perder tu esplendida carrera. ¡Eres tan joven… tan fascinante!

Dijo mi nombre de una forma cargada de deseo, con la intención de hacer explotar la pasión en mi vientre. Moría de ganas de besarlo de nuevo, de volver a sentir las mismas novedosas emociones. Desvié la mirada, intentando desesperadamente no dejarme seducir; concentre mi atención en un punto de la bodega, buscando algo que mirar que pudiera calmarme, devolverme a una gobernable realidad. Algo banal e intranscendente que enfriase mi mente.

Su mano se poso sobre la mía. Grande, cálida, seca. El tipo de mano que mi padre tenía cuando yo era pequeño. En tipo de mano que te infunde confianza y seguridad infinita, un roce en el que perderse.

Con los calzones bajados, el torso desnudo nos descubrimos aquel desgarrón de piel que no conocíamos. Nuestras bocas al contacto con un beso, que primero fue fugaz, pero que se va convirtiendo en un prolongado y dulce unir de labios y lengua. Mientras, nuestras manos iban acariciando nuca, cuello, cabello; no cesan los besos y las manos solo se ocupan de acariciar la cintura, el pecho, la espalda, la parte interior del muslo e incluso Monsieur le Cambran aventura sus caricias hacia mis nalgas. Los miembros se muestran duro y a punto de estallar.

Los dos estamos deseando poseer y ser poseídos. Los dos nos preguntamos quien va amar a quien.

Todo parecía tan borroso, intenso y espontaneo como en una pista de baile. La situación estaba fuera de control.

Sentí su mano posándose en mi pene y, en ese momento, la música se abrió como una flor que todo lo engulle, excepto la sensación de su caricia como un cuerpo desnudo desperezándose en le palma de su mano, como la delicada suavidad de las larvas al moverse. Y mi pulso era un diminuto corazón que quisiera escapar, que empujara loco por verter su sangre sobre nuestro mundo reducido. Sus dedos eran la alusión a un designio, la inmediación a un suceso, una música transcurrida por los litorales del cuerpo. Y en su mano me recorría, me exploraba por dentro. Desde la lisura visible de mi frente hasta la pulpa de mi misterioso laberinto.

Monsieur le Cambran hizo suyo mi pene en su mano con cierto ritual. Pudo comprobar cómo iba adquiriendo todo su tamaño a su contacto. Bajo la cabeza acercando sus labios a mi prepucio al tiempo que aspiraba su olor a… perfume. Se quedo admirado ante mis perfectos testículos, cosa que pareció gustarle porque su pene alcanzó todo su envidiable tamaño.

Comenzó a lamer el glande color fresa, dando pequeñas lamidas. Comenzó a bajar por el tronco hasta mis testículos sin llegar a metérsela. Los chupo a conciencia y abrí las piernas para facilitarle la tarea. Mi pene era  parecido al suyo, del mismo tamaño, del mismo grosor. Rápidamente se metió mi pene en su boca, como si nada. No me dio tiempo a nada. Fue succionando un líquido transparente y que en contadas ocasiones he segregado, al parecer tenía un sabor agradable, ya que no se pudo resistir. Sus labios los aparto un milímetro. Su tacto fue delicioso y suave. Los humedeció con la lengua y volvió arremeter. Fue intenso, húmedo, erótico. Me sonríe maliciosamente, estoy dispuesto, entregado, expuesto a todo. Él lo sabe.

Mientras jugaba a darle pequeños mordisquitos alrededor de la zona del glande. Mientras se recreaba, no paraba de oír mis gemidos y todo tipo de grititos mientras respiraba agitadamente contrayendo el abdomen. Al mismo tiempo que iba degustándola, me iba acariciando el torso y pellizcándome con delicadeza los pezones mientras me hacia sufrir con sus jueguecitos linguales.

Con sólo notar como la mojaba con su saliva. Se la iba metiendo sin prisas, disfrutando de lo que hacía, demostrando que la belleza lo había asaltado desprevenido. Una necesidad exigente, obligatoria, justificada. Se metió el glande entre sus labios y empezó a mover la lengua en círculo, rodeándolo; yo creía que me corría ya. Qué maravilla me estaba haciendo con la boca, con su lengua sobre mi pene. Siguió chupando, deleitándose sobre mi miembro, se lo metía con delicadeza y con fuerza a la vez, y eso me ponía loco. Le gustaba jugar con el prepucio, tiraba suavemente de él utilizando sus labios, lo cubría y lo descubría. Mil descargas recorrían todo mi cuerpo con cada movimiento de su lengua sobre esa bendita zona.

Este joven no sólo era virtuoso con las manos, sino también con la lengua y con la boca. Lo mire a los ojos, esos ojos tiernos que me miraban inocentes llenos de musicalidad. Note un gran cosquilleo, es tan agradable que mi pene rebrinca dentro de su boca. Es algo inexplicable. Esa contenta delicia de tener mi pene allí dentro, que me haga sentir una cosa que jamás lo había hecho nadie. Fue extraña, inesperada e inmediatamente embriagadora. Mi cara de felicidad notable. Su cara risueña.

Veía admirado y comprobando como resbalaba mi pene centímetro a centímetro dentro de su boca con ritmo pero no muy deprisa, mi respiración se entrecortaba y los músculos de mis piernas y abdomen se tensaban, eran los primeros indicios de la eyaculación, pero esa no era su intención. Deja en el exterior aquel animal blanquecino, dándonos una tregua para relajarnos; sopla sobre el glande con una suavidad del espíritu sobre las aguas, me tocó los pezones hasta que los hizo aparecer endurecidos, como si él los hubiera creado con sus dedos. Sentí que mi cuerpo flotaba como si fuera un estorbo inmenso al tiempo.

Recorrió la curva de mis caderas, paso los dedos en la cara interior de mis muslos, las nalgas y trémulos los paso por la raja del culo, con el mismo impulso las separo acariciando el interior de estas.  Le dedica de nuevo protagonismo introduciéndoselo en la cavidad bucal, arropándolo en sus labios, volvió a estimular mi glande con su lengua, haciendo que los nervios que lo componen se pusieran a trabajar, haciendo que los estremecimientos de placer recorriesen mi interior comenzando a hiperventilar, subía mi vientre y volvía a bajar. Placer indomable, visceral y apasionante recorría cada nervio de mi cuerpo hasta explotar en mi cerebro. Volvió a recorrer las caderas desnudas, me acarició las piernas con esos pelillos suaves y aterciopelados, mis nalgas imberbes, blanquecinas y vírgenes. Al mismo tiempo dentro de su boca todo mi pene erecto magreándolo, notándola húmeda, apretaba mis testículos, sabiendo que de un momento a otro me correría. Nacido del placer notaba todo mi cuerpo estremecerse, emití un grito de placer y varios rugidos mezclados con respiraciones sonoras. Se tensaba mi cuerpo y apretaba de nuevo mis testículos, mi pene comenzó a moverse frenéticamente y notaba como un orgasmo poderoso dominaba mi cuerpo, le dio el tiempo justo de apartarse y yo de contenerme.

La cabeza me daba vueltas de excitación y turbación, calor y confusión.

Lo levanto. Justifico el silencio besándolo con un cariño innegable y con un amor pausado. Enmudecidos nos abrazamos, expiró en mi cuello y atravesó mi alma.

Cada palabra dulce que le decía, esa manera tan tierna que tenía de besarlo, de acariciarlo. Le miro asombrado, como si no hubiese visto a nadie desnudo, parecía un ciego que veía por primera vez, me reía nervioso y tímidamente lo acariciaba. Recuerdo lo colorado que me puse al tocarle el pene, lo tocaba con miedo como si pensase que se iba a caer, aun rememoro lo que sentí al hacerle la felación y como me atragante con un chorrillo de semen, riendo, alegre. Mi torpeza al metérmela en la boca, arañándole varias veces con los dientes, al principio por la inexperiencia y luego por la ansiedad, la avidez y la vorágine que sentía. Como temblaba, como un joven junco zarandeado por el viento, las respiraciones, los gemidos, la manera que tuvo después de besarme, ¡pobre de mí!, me asuste tanto pensando que le hacía daño, la manera de abrazarme y pedirle perdón, había una culpabilidad en mi ser por tanta inexperiencia, por no satisfacerle como lo hizo él, la promesa de que todo mejoraría por qué no lo quería perder.

De repente, me sentí tan cohibido ante una sensación contradictoria que iba ganando terreno dentro de mi moral maltrecha… ¡Pero es que me gustaba tanto! Él se dio cuenta sus palabras flaquearon mis esfuerzos por hacer lo correcto. Me dijo que lo acariciase, que lo amase, que lo sintiera, que nos corriésemos. Que disfrutase así, para luego poder ofrecer y recibir lo mismo. Que no deje de susurrarle al oído, que le explotase su vida.

Después de unos instantes de dudas, sigo las líneas sinuosas.

Yo me aprendía su espalda y media sus muslos, me adentraba en sus pálidas axilas, me encimaba en las oscuras almenas de su pecho, indagaba en la humedad de sus ingles y sucumbía en sus nalgas ahogándome en su estrecho paisaje. Mi tacto eran ojos, besos, arco, sendero, oquedad, llave: el tacto de mis dedos era amor. Mi tacto era el dueño único, era una copa colmada de él y él me embriagaba: en las uvas de sus ojos, en sus mullidos labios, en la suave concha de sus oídos, en el cáliz empapado de su sexo y en sus nalgas. Yo sólo existía en el pedazo de piel que cubría su piel.

Poco a poco, viendo que me tocaba entretenerme a mí, fue dejándome jugar… lentamente, fui bajando hasta el punto álgido… hacía un terreno audaz hasta ahora prohibido, vetado, poco recomendable, una locura. Sofocado, nervioso; mis quehaceres son lentos e indecisos. Vanamente. La fase final y más significativa de mi experiencia comenzó entonces.

Su pene lo veía totalmente empinado, totalmente majestuoso, tierno, jugoso, carnoso, brillante, delicioso ante un ensamblaje perfecto y viril. Mis labios alrededor de su capullo, fui avanzando hacia delante. Suave piel, excitada dureza.

Nunca nadie le había hurgado de esa manera, todo, todo eran factores que se sumaban para que yo me abandonara y me dejase llevar. Mi morbo era grandísimo.

Mi lengua alrededor de su sexo. Con mi lengua recorro desde la base hasta la punta, sólo para empezar a metérmela en mi boca. El primer sabor, nada desagradable, pero si distinto.

Empezó a respirar profundamente, tan potente delante de mí y empiezo a comérmela como puedo. Siento una arcada y necesito respirar. Soy un principiante glotón sin control. Siento algo húmedo, caliente, suave y duro que se mete dentro de mi boca. El regustillo recién estrenado, como me gustaba ese calorcillo que notaba que me hacía desmayar de placer. Mi lengua torpemente juguetona, empezó a respirar más fuerte.

Mi lengua se unió a un ataque frontal, con tanta cortesía como firmeza, para estimular sus genitales hasta llevarlos al estado idóneo. Con mis labios alrededor de su capullo, cogí con la mano derecha muy suavemente su escroto, sopese sus testículos con deleite y poco a poco me introduje todo su pene en mi boca. Sentir su deseado miembro por fin llenándome la boca, comprobar cómo Monsieur le Cambran tenía el pene más enorme que hubiera saboreado, hizo que me removiera un escalofrió de placer. Alce mis ojos y veía su rostro sonriente y ensimismado y comencé un masaje despreocupado que agradeció con un gemido, empecé por el glande lamiéndolo y succionándolo suave y lentamente pero sin detenerme, mientras masajeaba el resto del falo. De pronto la mitad de su falo desaparecía dentro de mi fauces, de las que escurría abundante saliva dejándolo brilloso. Mi lengua recorría su largo pene y me detenía especialmente en la zona que unía el mástil con la cabeza, donde dibujaba círculos e introducía finalmente su pene en mi boca para volver a friccionar.

Abría la boca y metía dentro toda la longitud que podía tragar, para luego ir subiendo lentamente, hasta arrancar un suave abrazo con mis labios en el glande de Monsieur le Cambran. Mi mano sube hacia su vientre, para acariciarlo, que se infla y se desinfla con una cadencia más rápida que la respiración de un hombre.

De una insospechada mi pene empezó a pedir a gritos un poco de atención, mientras, iba probando el sabor de mi primer pene empecé a masturbarme lentamente, disfrutábamos con todos nuestros sentidos de aquella experiencia largamente esperada. Monsieur le Cambran parecía estar hipnotizado. No apartaba la vista de mi boca. Parecía gustarle especialmente el ver su enorme pene lleno de mi saliva, así que le concedí el placer y a cada poco me la sacaba de la boca para que pudiera contemplarla mojada, en todo su esplendor y desfachatez. Entonces salió de mí, volvió a meter, lo metía y lo sacaba en un juego interminable. Lo saboreaba con calma, con un exquisito cuidado, con deleitación. Una espacie de fuego placentero se fue adueñando de su cuerpo, notaba como su mente dejaba de razonar, como salía de su cuerpo, como enloquecía. Bufaba, aventuré –ingenuo de mí- que nunca le había proporcionado tamaño placer, le recorría por dentro como si se tratara de calambrazos, notaba como le ardía la piel, como se quemaba por dentro y por fuera. Pude apreciar la aproximación de la vecindad del orgasmo.

Poco a poco me iba dado cuenta que me encontraba más desinhibido. Nuestros gestos resuenan en el vacío. La respiración,  también la nuestras, se hacen larga y profunda.

Pasaron unos instantes de silencio en las que nuestras caricias se transformaron en francas masturbaciones. Monsieur le Cambran cambia de contienda, desapareció mi pene entre su mano haciendo un traje, se entretiene largo rato con ella jugueteando con el glande, de repente comienza a masturbarme de arriba abajo, con ritmo pero no muy deprisa, el movimiento de su mano sobre mi pene me tenía hechizado, como un péndulo de un reloj, un metrónomo musical, cada vez que su mano subía y bajaba por mi pene parecía interminable hasta llegar al otro extremo. Todo mi cuerpo empezó a temblar en varios espasmos musculares concentrados en el abdomen y en los muslos. La tenía dura como una estaca y de mi piel emanaba un calor tremendo, notando todos mis músculos internos hinchados de tanta sangre. Era una placentera enajenación que buscaba mi boca y mi pene. No dejaba de acariciarla, algunas veces rápido y duro otras veces suave para mi excitación fuera gradual y no llegara todavía al orgasmo.

Con un gesto brusco desliza mi mano, conteniendo la respiración, sobre su sexo con un grito ahogado. Lo recorría todo con mi mano, me impresionaba su tamaño. Al mismo tiempo sentía como él apretaba más fuerte la mía, era como si quiera exprimirla. A juzgar por nuestros gestos la excitación había llegado al máximo. Comencé a moverlo a un ritmo moderado… pero a mí se me antojaba rápida, notaba unas fuertes sacudidas en mi mano; empecé a masturbarlo frenéticamente, mi cuerpo era ayudado por las sensaciones que conservaba, y a la vez mi mente cooperaba con esas imágenes. Yo estaba a punto de explotar. Poco a poco note como sus espasmos se fueron haciendo más repentinos hasta que noté lo que note, después de un largo, largo, tiempo desacelere el ritmo y se abrieron las puertas del embalse que se contenía el líquido. Oía las comunes y agradables respiraciones. La sensación fue indescriptible para mí solo tuvo que agitar mi pene algunas veces y yo tras un suspiro y una contracción de todos los músculos de mi pecho, empecé a disparar semen contra él.

Su abdomen, su costado, su brazo, su mano. Todo quedo bañado en el semen que yo descargaba producto de la mayor excitación de mi vida. Fueron momentos intensos al sentir la suave mano del violinista halando mi pene para descargar el producto de toda mi excitación antes jamás sentida con la mujer con la que he estado yaciendo. No sé cuanto duro el orgasmo pero fue infinito.

Nos limpiamos y nos sentamos para recuperar una impostura y una entereza que hacía unos instantes habíamos echado a perder. ¿A partir de ahora que sucedería? Preguntas. Perplejidad. Reproche. Miedo. Curiosidad.

  • ¿Cómo te sientes? –preguntó.

  • Libre. –Conteste sin pensar.

  • ¿Libre? –Se extraño de mi respuesta-

  • Si.

Era una respuesta que al mismo tiempo era reveladora y encubridora. Entonces él se volvió, y en un primer instante no supe con certeza si me veía. Alargue el brazo como alguien que se ahoga y suplica ayuda. En aquel momento, mi corazón ya había cometido una traición.

¿Fue una traición o un acto de valentía? A acaso ni lo uno ni lo otro. No existió premeditación, esas cosas ocurren en un instante, en el tiempo que se tarda en parpadear. Solo puede ser así porque ya las hemos ensayado una y otra vez, en silencio y en la oscuridad; tan en silencio y a oscuras que nosotros mismos las ignoramos.

¿No nos hemos arrepentido todos alguna vez de las oportunidades perdidas? ¿No es ésa la tristeza subyacente que ensombrece todas las vidas?

Ciegos, pero con seguridad, dimos un paso adelante como si escenificáramos un baile recordando, nos abrazamos, fue un efecto narcótico, difuminado toda culpa.

No ha habido arrepentimiento en las múltiples infidelidades hacia mi mujer, en las cuales me introdujeron por primera vez en los placeres serviciales.

Aquello duro casi tres años, por motivos de trabajo y superación profesional y personal se tuvo que marchar. Por él supe que era el verdadero y único amor, como disfrutar de todos sus consecuencias. No me he vuelto a enamorar de otro hombre.

En cuanto de Monsieur le Cambran aunque su rostro, alguna veces, ya se me escapa, sigo rezando un avemaría por él todos los Domingos de Pasión. Es una manera de darle de las gracias desde lo más hondo de mi corazón por haberme hecho resucitar.