La viuda
Un fin de semana romántico que se ve frustrado... o no.
Había quedado con una mujer para irnos de escapada a una casa rural. La señorita en cuestión estaba casada, su marido le había sido infiel en varias ocasiones y me temo que ella quería devolverle la moneda. Pero no pudo ser. Mi partenaire me llamó el jueves por la tarde para decirme que no podría venir conmigo. Imagino que se estaría reconciliando, por enésima vez, con su marido.
El caso es que tenía una reserva para el fin de semana y nadie con quien compartirla, así que cogí el coche, metí unas cuantas cosas en la maleta y me escapé, yo solo. No iba a ser el fin de semana que había planeado, pero siempre le queda a uno el consuelo manual, a falta de compañía.
La casa rural estaba perdida en el monte. El pueblo más cercano quedaba como a cinco kilómetros por una pista rural que estaba en bastante buen estado. Salía de la carretera comarcal y conducía a una puerta de madera, alta y grande, que era el paso de una muralla de unos tres metros de altura. Dentro del recinto, un patio de grava para aparcar y un buen prado de hierba y flores para satisfacer la vista. Solo había un coche aparcado. Dejé el mío al lado y me dirigí a la puerta. Me abrió una señora de unos cuarenta y pico años, sonriente y solícita, que me dio la bienvenida arrancándome la maleta de la mano.
-¡Buenas tardes, y bienvenido, señor ...........!- me plantó dos besos en las mejillas. Después se asomó por la puerta, mirándome después extrañada. -¿No tenía usted reserva para dos?- preguntó.
-Sí, pero cambiaron los planes- repuse. Una sombra de fastidio cruzó por su mirada. –Pero no se preocupe, pagaré lo acordado-. Eso hizo que la mujer volviera a sonreír.
-¡Bueno! Espero que no se aburra demasiado-. Se dio una palmada en los muslos, unos muslos fuertes, me fijé. Vestía un pantalón vaquero ajustado y un jersey verde de cuello de pico, que permitía aventurar la mirada hasta un escote profundo y enigmático. Llevaba el pelo moreno corto, portaba gafas y estaba bien maquillada. Olía bien, como la casa. –Venga conmigo y le enseño la habitación.
Me guió hasta el salón, con chimenea y butacones, amueblado con cierto gusto rural, pasamos por el comedor, con cinco mesas y una pequeña barra. –Como ve, tengo la casa vacía este fin de semana. Todo está preparado para su disfrute-. Durante la visita al piso bajo, la dueña se me había ido acercando poco a poco, hasta cogerse de mi brazo. Cuando me dijo esto último, el tono parecía haberse vuelto más tierno. Notaba el roce de su seno en mi brazo, un pecho grande y bamboleante, que me hacía dudar de que la dueña llevara sujetador. Entré al juego, respondiendo a sus preguntas con cierta picardía, para ver hasta dónde quería llegar. A lo mejor el fin de semana no era tan solitario.
Volvimos a la recepción, ella se metió detrás de la barra para registrarme, y se sentó delante del ordenador. Desde donde yo estaba, podía ver mucho mejor el fondo de su escote, donde se insinuaba el cierre del sostén y el nacimiento de los pechos. Cuando acabó, se puso en pie y me dio la espalda para coger la llave de la habitación. A mi modo de ver, tardó más de lo necesario, dándome tiempo suficiente como para valorar su buen trasero.
-¿Vamos?.- Asentí, y me guió hacia las escaleras. Tenía unos andares decididos y unas piernas fuertes. No me extrañaría nada que hiciera los cinco kilómetros hasta el pueblo a pie. Subió delante de mí. Los escalones eran estrechos, tanto que tenía el culo femenino a poco centímetros de mi cara. Pensé que, si en vez de llevar pantalones, llevara falda, me enseñaría las bragas a cada paso.
Me enseñó la habitación. Comentó las maravillas del silencio y después se despidió. “Si necesita algo, cualquier cosa, estaré abajo, a su disposición”. No sé si es que yo estaba caliente, o su tono se había vuelto definitivamente zalamero. Le di las gracias y cerré la puerta. Escuché sus pasos bajar las escaleras y me miré la entrepierna. Mi bulto era perfectamente notorio.
Puse la maleta encima de la cama, la abrí y saqué las cuatro cosas que llevaba. Entré en el cuarto de baño, grande, con una bañera circular enorme, para tres o cuatro personas. Abrí los grifos y me preparé un buen baño. Ya que estaba solo, disfrutaría de las comodidades. Me desnudé y me miré al espejo. Mi vista se iba irremediablemente al pedazo de carne firme que tengo entre los muslos. Necesitaba atención. Entré en el jacuzzi, me acomodé y comencé a tocarme, lentamente, subiendo y bajando la piel del prepucio, tocándome los testículos y rozando el ano. Me gusta hacerme pajas, aunque prefiero que me las hagan.
Escuché que se abría la puerta. Me incomodó bastante cuando escuché a la dueña. No respondí. Y se abrió la puerta del baño. Con las toallas en la mano (la excusa perfecta, pensé), la señora se había colado en mi cuarto. Y allí estaba yo, con la mano en la polla, tumbado en el jacuzzi frente a ella. Mi mano seguía subiendo y bajando lentamente. Si alguien tenía que sentirse incómodo, no sería yo, desde luego. Había violado mi intimidad, así que se pusiera colorada ella. Pero no.
-No digas nada- ordenó. Dejó las toallas en una silla y pensé que se iba a marchar. Me miró de arriba abajo, deteniéndose en la mano pecadora que subía y bajaba. Se quitó el jersey. Tenía unas tetas enormes que el sujetador comprimía y elevaba. La carne era firme, aunque le sobraban un par de kilos. El hoyuelo del ombligo me excitó. Dejó los zapatos y se quitó los calcetines. Desabrochó el vaquero y tironeó de él hacia abajo. Al hacerlo, se llevó también las bragas, dejando expuesto el vello oscuro de su entrepierna, abundante y rizado. Dejé de manosearme. Se presentaba un plan mejor que una paja. Me iba a follar a aquella mujer.
La dueña se metió en el jacuzzi sin dejar de mirarme el rabo. Sin previo aviso y sin mirarme a la cara, lo cogió con ambas manos. El capullo todavía sobresalía de su abrazo. –¡Qué maravilla!-, susurró para sí misma, como si yo no estuviera alli. Le puse una mano en el culo, apretado. Ella empezó a pajearme debajo del agua. Las manos subían y bajaban, salpicando la cara que estaba a pocos centímetros de la superficie. Alcé la polla para que chupara y la hundió en su boca. Chupó el glande, dejando que entrara y saliera de su boca. La posición no era demasiado cómoda, así que me dejé caer dentro de la bañera. La dueña quedó un tanto desangelada al perder el rabo. Se acomodó, sentándose a mi lado. Como si fuéramos dos adolescentes, empezamos a meternos mano. Ella agarraba la verga, sin quitarle ojo, mientras yo manoseaba sus enormes tetas. Mi otra mano se hundía en la raja del culo. Apreté sus pezones, grandes también, faltos de caricias desde no se sabe cuánto. Ella gimió y, por fín, me miró a los ojos. Un sentimiento de culpa asomó a ellos. El ritmo de la paja frenó.
-Perdona, lo siento- hizo ademán de levantarse. El momento de enajenación se le había pasado, pero no la iba a dejar que se fuera. No estando yo como estaba. La sujeté por los hombros. Cogí su mano y la llevé a la polla. Ella se dejó hacer, apretando los dedos contra la carne palpitante. Yo bajé mi mano por su vientre, demorándome en el ombligo, llegando al límite del monte de Venus.
-No hay nada por lo que pedir perdón- susurré. –Quiero que sigas como antes-.
Sus defensas, lentamente, cayeron. El ritmo de su mano volvió a acelerarse, al mismo tiempo que su respiración. Comencé a lamer el lóbulo de la oreja, a soplar suavemente en el interior del oido. Puse la mano en el conejo velludo, apartando los pelos para llegar a los labios y al clítoris. Lo tenía enorme, hinchado e hipersensible. El primer roce la hizo gemir y dar un salto dentro del jacuzzi. Me hizo sentarme en el borde de la bañera. El agua chorreó por mis piernas abiertas mientras ella se metía en medio. Sopesó los huevos con una mano mientras continuaba con la masturbación. Lamió los huevos y rozó el contorno del ano. La hijaputa me estaba poniendo a mil.
-Hace mucho-, mamada –que no tenía-, mamada –una cosa así delante –hasta el fondo de la garganta. Me la estaba dejando bien limpia. La sujeté del cuello para que permaneciera en esa posición, con el capullo rozando el fondo de la garganta. Ella me araño las nalgas, en una ligera protesta. La dejé escapar y me miró a los ojos, enfebrecidos. Apretó mis huevos y di un respingo.
-No vuelvas a hacer eso sin mi permiso- repuso, mandona. Una vez superada la culpa, la hembra quería tomar las riendas. En vez de contestar, le metí la polla en la boca de nuevo. Ella la recibió golosa, dejando que la saliva se le escapara por la comisura de los labios y cayera en su pecho. Los pezones, a ras de la superficie, se sumergían al ritmo de la felación. Podía ver su espléndido culo y el vello de su coño en el reflejo del espejo de la pared. Aquel cuarto de baño estaba diseñado para ver bien mientras se echaba un polvo. Ví su mano toqueteándose, y traté de meterle un dedo en el culo, pero no llegué.
-¿Hace cuánto que no echas un polvo?- quise saber, alzando la cara de la mujer. Tenía las mejillas encendidas y el pelo corto pegado al cráneo.
-Desde que murió mi marido- repuso. ¡Una viuda! ¡El sueño de casi cualquier hombre! Una viuda que además, estaba bastante bien. –Hará dos años dentro de poco- completó, con voz ronca.
-¿Dos años haciéndote dedos?- pregunté sorprendido.
-Es un pueblo pequeño, nos conocemos todos-. Alzó el cuerpo, poniendo las tetas a la altura de la verga. La colocó con cuidado entre ellas y apretó, comenzando un balanceo suave. Con esos melones se podía hacer una cubana cojonuda. –No es fácil encontrar un hombre solo y atractivo que pare en la casa-.
-¿Y por qué yo?
-Porque eres el primero que no me ha echado del cuarto de baño- añadió, con una sonrisa, justo antes de lamer el capullo que escapaba de la prisión de sus pechos. Gemí de placer, sabiendo que además de viuda, era un poco zorra. El ritmo de la cubana se aceleró.
-¿Quieres correrte? Puedes hacerlo, si quieres. ¡Córrete en mi cara! ¡Dame toda tu leche!- Me animaba a eyacular con todo un arsenal de guarradas, pero yo aún aguantaba. Imagino que ella estaría al borde del éxtasis, si hacía dos años que no cataba varón. Así que deslicé un pie entre sus muslos, apretando el empeine contra su vulva. Pareció desfallecer con un gemido prolongado y unos tremendos espasmos. Ví en sus ojos cómo la oleada de placer orgásmico recorría todo su cuerpo y hacía temblar las tetas de mantequilla. Entonces solté mi esperma, que roció la cara, el pelo y el pecho. Fue una corrida copiosa, densa y cálida, que me hizo quedarme exhausto y gritar de placer. Después, me dejé caer lentamente en el jacuzzi, al lado de la viuda que luchaba entre la sonrisa y el llanto.