La virgen y el eunuco
Nadie sabía nada de ese eunuco, ni cómo ni porqué había llegado a cuidar el harén del sultán.
Una máscara de inexpresión. Eso era el rostro de aquél eunuco. Unos ojos siempre mirando al frente, los puños cerrados con tal fuerza que los dedos estaban blancos. Nadie sabía a ciencia cierta cómo había llegado hasta el palacio del sultán. Se decía que había sido soldado, pero que fue herido en la guerra. Jamás se supo si había sido un soldado del sultán o uno enemigo. El eunuco tampoco desmintió una ni otra teoría, como nunca desmintió nada. Nadie había oído jamás al eunuco decir ni una palabra. Su voz era un secreto que se guardaba en la cicatriz que le cruzaba el cuello perdiéndose por el pecho.
Al estar sumido en el silencio, no se sabía su nombre. En realidad, De él no se sabía más que lo que se veía a simple vista. Era alto, joven y fuerte. Su piel oscura resaltaba con el color azul del traje que llevaba. Sus ojos eran dos noches sin estrellas que extendían su oscuridad por el cabello del joven. Quizá por eso le llamaban "Noche". Silencioso, grande y oscuro como la noche.
La tarea de Noche era bien sencilla. Cuidar a las concubinas del harén del sultán. Ningún hombre podría entrar en esa sala salvo el sultán que, normalmente, nunca entraba. Ningún hombre, excepto él. Ningún hombre junta a esas bellezas moras, excepto él. Y él carecía del instrumento adecuado para calmar sus deseos. Claro está que era por eso por lo que estaba cuidando de las mujeres, porque no podía gozarlas, por que no era un peligro para el monopolio del sultán.
Hasta que un día... Sí, hasta que un día, ese día que todas las historias tienen, ese día con el cual todas las historias comienzan a ser cuentos. Ese día que en todos los cuentos aparece de esa forma... "Hasta que un día". Hasta que un día llegó una corriente de aire fresco por la puerta del harén. Una corriente de aire con formas de mujer. Moarbeda hizo su entrada en la estancia y hasta al resto de concubinas se les cortó la respiración. Cuando Moarbeda entró, se hizo luz y se hizo silencio en el harén. Ni siquiera Noche, que vivía callado, había sentido jamás un silencio tan tenso, tan absoluto, tan total. La belleza de la joven morisca era espectacular. Algo había oído Noche (quien no habla aprende a escuchar) de una joven que el sultán compró hace ocho años, cuando ella tenía sólo siete, y que ahora era el vivo retrato de la hermosura. Pero jamás llegó a pensar eso.
Moarbeda se sentía hermosa, quizá por eso aún resultaba más bella. Tenía quince años, pero un cuerpo completamente desarrollado, quizá con ese punto núbil de la juventud y que la hacía aún más apetecible. Su piel morena tenía un ligero tono oliváceo, muy leve, imperceptible para alguien que no se fijara completamente en ello. Su larga melena caía en interminables rizos hasta poco más arriba de las redondas y duras nalgas, protegidas del aire por una fina tela de color amarillo que dejaba traslucir cada sombra de su cuerpo. Sus piernas, finas y largas, parecían moldeadas en arcilla por el mejor de los artistas. Sus pechos, dos dunas de mármol del color de la penumbra que se erguían con unos pezones pequeños y oscuros. Completaba la decoración de ese cuerpo, sus labios, carnosos y sensuales, y unos ojos verdes como las esmeraldas. Sus curvas alimentaron la mirada asombrada de Noche, que atravesaba el fino y sedoso tejido amarillo que vestía a la joven.
La belleza de Moarbeda cautivó incluso al sultán, que quiso preparar el rito de la desvirgación de forma que todo fuera perfecto. Lo planeó todo para desflorar a la joven una noche de luna llena, que es cuando más bello se veía el cielo desde el palacio. Sin embargo, para eso quedaban aún veinte días.
Cuando el sol cayó, las concubinas comenzaron a caer en el mullido abrazo del sueño. Noche no cerró los ojos, estaba completamente abstraído mirando a Moarbeda. Sus ojos estaban acostumbrados ya a la oscuridad cuando oyó un gemido de su boca. La joven dormía, parecía envuelta en una pesadilla. Retorcía su cuerpo, la angustia se plasmaba en su rostro, ponía sus manos en la cara. "No, no, no" repetía. Noche estuvo a punto de ir y despertarla, rompiendo las reglas que le habían impuesto. "Nunca tocar a una concubina del sultán a menos que fuera completa y estrictamente necesario". Sin embargo, en un momento, Moarbeda se tranquilizó y volvió a un estado de reposo, con una respiración lenta y pausada que hinchaba y deshinchaba sus dos pequeños pechos. La pesadilla parecía haberse desvanecido.
Noche se quedó boquiabierto con lo que veía. Con los movimientos del sueño, Moarbeda había retirado sus ropajes, dejando al descubierto su sexo virginal, que se abría ante los ojos de Noche como una deliciosa granada. Una fina sombra se hacía presente Eso fue demasiado para Noche. Ya podían irse a las llamas del infierno las reglas que le habían impuesto. El regalo que se le extendía ante los ojos era demasiado bello para dejarlo escapar. Se acercó a Moarbeda y buscó el acoplamiento natural. Tan bella era la muchacha que le había hecho olvidarse de que él carecía de la "herramienta" necesaria. Así pues, Noche decidió usar su lengua. Su placer sería el placer de la joven. Aplicó sus labios al bajo vientre de Moarbeda y depositó un beso suave en el sexo de la joven. Moarbeda se removió, pero sin despertarse, así que Noche siguió con su trabajo.
Su lengua acarició los labios de la chica, de arriba a abajo y al revés, para acabar en el rosado clítoris que asomaba tímidamente. Rozaba, acariciaba y sobaba con su lengua el centro de placer de la joven. La respiración de Moarbeda comenzó de nuevo a agitarse. Desde su posición, Noche podía ver cómo los pechos de la virgen subían y bajaban, ocultando intermitentemente la cara a su vista. Noche seguía a lo suyo. Probaba, acariciaba, besaba y degustaba cada centímetro de los labios de la joven, haciendo que, aún entre sueños, Moarbeda comenzara a gemir cada vez a más volumen. Poco le importaba a Noche si el resto de concubinas se despertaba y los sorprendían. Ahora su mundo no escapaba del sexo de Moarbeda.
Noche acariciaba con sus manos la cara interior de los muslos de la joven. Sus dedos se acercaban cada vez más al punto donde su lengua bailaba ya en el interior del sexo de la niña-mujer. Todos los años de deshonrosa y obligada abstinencia de Noche surgían ahora en su lengua, en sus dedos, que se aventuraron a acariciar el clítoris inflamado de la joven dormida.
Su lengua creaba espirales de ida y vuelta sobre los labios de su sexo. Empezaba haciendo círculos que cada vez se hacían más pequeños hasta que llegaba a ser un punto. Entonces penetraba el sexo ardoroso de la joven con su lengua y volvía hacia atrás, probando a cada centímetro el sabor de mujer de Moarbeda.
Así estuvo Noche, repitiendo el trazado una y otra vez hasta que, con un gemido potente de la boca de la joven, del sexo de Moarbeda empezaron a brotar sus fluidos, que inundaron la boca de Noche y fueron deslizados por su garganta. Después de eso, ya calmados los instintos de Noche, volvió a su lugar, intentando comprender por qué había hecho lo que había hecho. Había tenido suerte de que la joven no se hubiera despertado. Eso hubiera sido su sentencia de muerte. Había transgredido una ley de palacio. Las mujeres del sultán son sólo para el sultán. Se juró no volver a hacerlo.
Sin embargo, el día siguiente pasó, y la noche cayó. Y de nuevo Moarbeda se le ofreció en sueños. Y no tuvo valor suficiente para mantener su juramento. Y volvió a lamer con gusto la entrepierna de la joven. Y así fueron las cinco noches siguientes. Pero una noche, Moarbeda se despertó en el momento del clímax. Noche se quedó petrificado, en silencio completo, sin moverse a pocos milímetros de la piel de la joven. Lo primero que notó la virgen al incorporarse, quedándose sentada, fue la oscuridad taponando sus sentidos. La noche era completamente negra allí fuera, como si quisiera proteger a Noche allí dentro. Moarbeda sólo oía silencio y veía negrura. Creyó, como había creído las noches anteriores, que había sido un sueño todo lo que había sentido. Hasta que una corriente de aire cálido acarició su entrepierna. La respiración de Noche aleteó en su piel, erizando sus vellos. Sus manos chocaron con dos hombros que asió con determinación, y cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, ante ella se fue definiendo una silueta. Era alguien a cuatro patas delante de ella, con la cabeza gacha. Lo que ella creía un sueño era ahora un cuerpo musculoso y varonil completamente real.
- ¿Quién eres?- susurró Moarbeda.
Como única respuesta, Noche levantó su cabeza, mirando directamente a los ojos verdes de la bella mora. Moarbeda lo reconoció. Esos ojos negros eran inconfundibles. Sólo que ahora brillaban como jamás se habían visto brillar dos ojos. La joven no se creía lo que estaba pasando. El eunuco que estaba cuidando a las concubinas, ése guardián impávido que jamás había mostrado un signo de humanidad, como si fuera una estatua, o una máquina de complicados engranajes, ahora estaba postrado ante ella, después de haberla llevado al paraíso terrenal del orgasmo sólo con su lengua. Moarbeda no dijo nada más. Simplemente empujó a Noche de nuevo hacia abajo, hasta devolverlo a su sexo. Noche no necesitó más indicaciones. Volvió a lamer la entrepierna de Moarbeda como si la vida le fuera en ello.
Su lengua se entretuvo en su clítoris, mientras sus dedos penetraban ligeramente el sexo de Moarbeda, temerosos de llegar a donde se demostraba la virginidad de la chica, algo sobre lo que sólo el sultán tendría derecho a romper. Sin embargo, no sería el primero que gozaría de los orgasmos de la niña-mujer. Moarbeda arqueaba su cuerpo, ahora con pleno conocimiento de lo que estaba pasando. Intentaba cerrar la boca, para evitar que sus gemidos despertaran al resto del harén, pero aún así sus pequeños gritos de éxtasis llegaban a los oídos de Noche, que aceleraba sus caricias expertas con la lengua para devolver a la joven a los límites cuasi divinos del orgasmo, mientras Moarbeda acariciaba su cuerpo arqueado y sus pechos coronados por dos pezones en la apoteosis de la dureza.
El cuerpo de Noche latía como si todo él fuera corazón, como si la sangre no acabase de encontrar su sitio en el cuerpo y en consecuencia recorriera todo el organismo a grandes velocidades. Latió también el sexo de Moarbeda justo antes de volver a derramarse en la boca de Noche. Y de nuevo Noche tragó y degustó con glotonería cada una de las gotas de agua de maná escapadas del sexo de Moarbeda.
Así siguieron los días, mientras la luna crecía en el cielo y la noche que esperaba el sultán se acercaba. En los últimos días, se había vuelto más violento a la hora de poseer a sus concubinas, fruto de la impaciencia que se alimentaba en su mente. Una noche antes de la noche elegida, Moarbeda tranquilizaba a su mudo y bucal amante.
- Tengo que hacerlo. No te preocupes, volveré aquí, contigo, pero el sultán pagó mucho, muchísimo a mi familia para esto, y ha de hacerlo.
Al fin, la noche elegida llegó. La luna llena presidía un cielo alfombrado de estrellas cuando las concubinas limpiaron y perfumaron el cuerpo virginal de Moarbeda. La vistieron con las mejores telas y la llevaron a los aposentos del sultán. En medio de la noche, una sombra se deslizó hasta la puerta de dichos aposentos, y se quedó allí, escuchando lo que se pudiera escuchar. A los oídos de Noche sólo llegaban palabras sueltas del sultán. Luego, un silencio largo, que se rompió con un agudo grito de Moarbeda. Su virginidad estaba rota. Toda la noche acaparó el sultán a su concubina. Toda una noche en que los gritos de dolor de Moarbeda dieron paso a sus gemidos de placer. Gemidos que Noche conocía muy bien. El amanecer sorprendió al eunuco aún pegado a la pared de la cámara del sultán. Con rapidez, volvió corriendo al harén, para que nadie notara su ausencia.
Horas después, entraba Moarbeda. No se pudieron dirigir, ella y Noche, más que miradas furtivas hasta la noche, cuando el eunuco se acercó de nuevo a ella, aprovechando la oscuridad. Poco contó Moarbeda. Dijo que, aunque al principio sintió dolor, las siguientes veces incluso pudo quedar satisfecha.
- Pero prefiero tu dulce lengua, Noche. Házmelo de nuevo...
El eunuco se sintió feliz al escuchar esas palabras. Prefería su lengua a una verga poderosa. Le prefería a él que al sultán. Acababa de arrodillarse ante la entrepierna de Moarbeda cuando dos guardias gigantescos entraron por la puerta, flanqueando al sultán.
- ¡LO SABÍA! ¡Era demasiado ardiente para ser inocente! ¡GUARDIAS! ¡A ellos!- gritó el sultán.
Moarbeda gritó, las concubinas se despertaron aterrorizadas. Noche se quedó petrificado. Los capturaron y los llevaron a un salón grande, donde un trono presidía la estancia. El sultán se sentó en él, mientras dos guardias contenían a Noche y otro agarraba con fuerza a la joven Moarbeda.
- ¡¡¡NOOOOOOOOO!!!- el grito poderoso que surgió de los labios de Noche sorprendió a todos los que lo creían mudo.- ¡Señor! ¡Mátame a mí si quieres, pero ella es inocente, creía estar soñando mientras yo calmaba mis sucios deseos. Imploro piedad, si no para mí, sí para ella. Por favor.
Todos esperaron el veredicto del sultán, cuya severidad se desvaneció de su rostro al oír el alegato apasionado del eunuco.
- Instalad a esta pareja en los salones más privados del harén. Allí vivirán juntos y solos, recibiendo el trato que reciben mis más importantes huéspedes.
Y así fue como se hizo mientras vivió el sultán. El cuál siempre creyó que Moarbeda acabaría aburriéndose de la lengua del eunuco y pediría a gritos el «arma que le hizo dar el salto de virgen a mujer»...
Este relato está basado en el cuento del mismo nombre del escritor Manuel Yáñez.