La vida que no elegí. Los placeres que encontré

Pasaría de nuevo por ciertos horrores, si luego les volvieran a suceder los mismos, impredecibles placeres.

Mi matrimonio ya hacía rato que había dejado de ser lo que fue en el principio. No sé muy bien si hubo una causa o una suma de ellas. Tal vez la rutina de una vida sin demasiadas expectativas, quizá algún cambio en el carácter de Berta, mi mujer, que para mi gusto, se había estado agriando sin cesar desde unos cuantos meses atrás.

Nuestra vida íntima era casi inexistente y yo presumía, por ciertos indicios, que Berta ya había olvidado antiguas promesas de fidelidad.

Por mi parte, había tenido alguna que otra aventura, pero sin mayor trascendencia. Era como si un mortal hastío hubiera hecho presa de mi.

Lo peor que nos estaba pasando, sin embargo, era que parecíamos imposibilitados, aunque más no fuera, de intentar buscar un camino alternativo.

Esto que escribo, es nada más que una especie de introducción, a través de la cual pretendo ubicar un contexto para todo lo que ocurrió después, y de lo cual hoy sigo viviendo las consecuencias.

Era una noche como otra cualquiera, aunque ya no era frecuente que comiéramos juntos a la noche con Berta. No había bebido demasiado, sólo algo más que la acostumbrada copa de vino, con que solíamos acompañar la comida. En algún momento comencé a sentir un malestar indefinible, como si me faltaran las fuerzas; sentía una terrible debilidad, pero además advertía que se me nublaba la vista. Y esto es todo lo que recuerdo de esa noche.

No sé cuanto tiempo después volví al mundo. Pero lentamente fui advirtiendo que si era real, se trataba de un mundo absolutamente desconocido para mi.

Estaba acostado sobre un piso metálico totalmente desnudo.

A medida que me iba despabilando, mi sorpresa, incredulidad y horror iban en aumento.

Estaba en un lugar desconocido, aunque de algún modo me resultaba algo familiar. La débil luz de una lámpara desnuda, apenas si conseguía disipar mínimamente las sombras del lugar.

Esa luz mortecina, me permitió sin embargo, hacerme en parte una composición de la situación y el lugar en que había vuelto de mi enfermedad, sueño, o lo que fuera que me había pasado.

La habitación o ámbito en que me hallaba, no parecía tener más de dos o tres metros por cuatro, un poco más tal vez, pero la luz no me permitía ser más preciso en los resultados de mi examen. Alcancé si, a determinar, que el piso era simplemente de tierra apisonada.

Dentro de esa habitación, yo estaba dentro de una jaula. Repito: Dentro de una jaula. De acero, su piso y su techo, las gruesas rejas y la pequeña puerta por la que no parecía posible que hubiera entrado mi cuerpo. Su altura, no más de un metro veinte, un metro cincuenta a lo sumo. Pero además, una cadena soldada a un gancho en el techo, terminaba en un collar también metálico que rodeaba mi cuello.

Mi cuerpo estaba horriblemente sucio, nada menos que de mis propias inmundicias, según comprobé al girar mi vista por el interior de la jaula. Esa visión, la sorpresa, mi naciente desesperación ante la incomprensión de lo que me había pasado, concluyeron en un alarido nacido creo, desde mi propio vientre.

Me quedé allí, estúpidamente sentado, esperando no sabía bien que y al mismo tiempo, elaborando las más disparatadas hipótesis sobre lo que pudo haberme conducido a esa condición.

Un poco después, escuché una llave girando en la cerradura, la puerta se abrió y una figura se esbozó en la penumbra. Y entonces recibí la segunda e increíble sorpresa de aquel extravagante día: La figura dio unos pasos hasta ser iluminada por la lámpara del techo, y pude ver entonces a Berta.

Su postura, su gesto, algo indefinible en su aparición, me hicieron saber de un modo claro, incontrovertible, que Berta, mi esposa o quien fuera en lo que se había convertido, tenía todo que ver con mi situación.

Querido, ¡estás hecho realmente un asco!. Dijo en un tono en que se mezclaron la repugnancia y cierto tono de burla.

¿Qué es esto? Atiné a preguntar.

¡Nada de preguntas, mi querido, ni una palabra! ¡Nada te está permitido de ahora en mas! Tu vida, como la conociste hasta ahora, ha terminado, pero de la nueva, de aquí en adelante, sólo conocerás aquello que debas hacer. No sabrás el por qué ni su objeto. Solo que soy yo quien decide tus actos y tu destino. No se te ocurrirá siquiera la posibilidad de escapar de él. Dispongo de todos los medios necesarios para hacerte entender que para ti, ya no hay otra vida mas que esta, con la que te obsequio. Pero bueno, ¡basta ya de palabras! ¡Ismael!

Entonces descubrí que tras Berta había entrado alguien más, pero que al permanecer en las sombras, no había sido advertido por mi. Se trataba de un hombre joven, vestido apenas con un slip de baño, que dejaba apreciar su cultivado cuerpo y la sorprendente armonía de sus poderosos músculos. Sonreía. Sin pronunciar una palabra, tomó del piso la boquilla de una gruesa manguera y luego de dirigirse hacia un costado, abrió un grifo de bronce que dejó salir agua por la boquilla, cuyo caudaloso y potente chorro apuntó hacia la jaula.

Tan drástico y potente era aquel baño que, aunque intentaba pararme, en un vano intento de ponerme a cubierto del impacto del agua, una y otra vez volvía a ser arrojado al piso, ya brillante como consecuencia de esa higiene brutal.

Luego de largo rato, cesó al fin la tortura. Ya totalmente limpio, descubrí intrigado que mi cuerpo había recibido algún otro tratamiento mientras permanecí sin sentido ya que no había un solo vello en toda su extensión, ni aún en la ingle. Evidentemente algo o alguien se había tomado el incomprensible trabajo de depilarme absolutamente, aunque conservaba el cabello aún chorreando agua.

El hombre desprendió la cadena de la sujeción del techo de la jaula y tiró de ella para hacerme agachar y pasar por la puertecilla que Berta había abierto.

Una vez fuera de ella, pude erguirme y debí seguir a mi carcelero por una escalera de madera que me sacó de aquel infecto lugar.

Siempre siguiendo a Berta, llegamos al fin a un lugar que pude reconocer como parte de nuestra propia casa. Era una habitación que solía ser ocupada por algún huésped, de los que de tanto en tanto pasaban algunos días con nosotros, generalmente amigos de Berta.

Una vez allí, fui casi arrojado contra una mesa y antes de poderme recuperar, sentí que el hombre, Ismael, aseguraba con correas mis muñecas, que quedaron de este modo sólidamente atadas a dos de los extremos del mueble.

Seguidamente se inició el inesperado, horroroso acto, que terminó de dar efectivamente por tierra con mi vida tal cual había sido hasta ese momento, como mi esposa lo anunciara un rato antes.

Berta se había desnudado casi por completo. Solamente tenía ahora colocado un corset negro que nunca le había visto, que remarcaba si ello hubiera sido necesario, la exquisita forma de su cuerpo y a duras penas contenía su magnífico busto.

Se acercó a Ismael, lo besó en la boca y luego comenzó a acariciar su pene que había dejado al descubierto por un costado del slip. Asistí al espectáculo, porque ambos se habían ubicado deliberadamente delante de mí y por verlos me di cuenta como se erguía la verga, sencillamente descomunal de aquel semental. Sin dejar de acariciarlo, lo hizo mover y de pronto me di cuenta a que venía todo aquello.

Berta se untó dos dedos en un pote y a renglón seguido se dedicó a lubricarme el ano, jugueteando con sus dedos, entrando, saliendo y moviéndolos lentamente, buscando dilatarlo.

En un momento dado, sin nada que me previniera, sentí que Ismael se apoyaba sobre mis nalgas, y el glande buscaba decididamente mi orificio.

Intenté protestar, gritar, en fin, lo que pudiera, en las condiciones en que me encontraba, para detener lo que parecía ya inexorable, pero Berta introdujo una pelota de goma en mi boca que aseguró con una banda sobre mi nuca.

Y entonces, en un instante que pareció toda una eternidad, con no más de tres o cuatro empujones, aquel miembro que se me ocurrió un hierro candente, me horadó, se introdujo en mi, hasta producirme la sensación de partirme en dos. Los testículos de Ismael duramente apoyados contra la abertura entre mis nalgas, me hicieron comprender que esa verga cuyo tamaño me había asombrado, estaba totalmente dentro mío.

El hombre empezó a bombear, produciéndome un dolor que por momentos me parecía que no podría soportar.

Mientras era así violado, entre mis lágrimas causadas no sólo por el dolor, sino por lo inaudito y humillante de la situación, Berta con su cara junto a la mía, me explicaba, entre los jadeos de excitación que evidentemente todo aquello le provocaba, algo así como sus planes para mi futuro.

Entendí que había sido reducido a una brutal y definitiva esclavitud. No sabía en ese momento el por qué de aquello, ni la forma que tomaría, pero alcanzaba a comprender que eso que estaba pasando, me sucedería tantas veces como mi obediencia no fuera la esperada.

En ese momento, no pude escuchar nada más porque Ismael había acelerado sus movimientos y de pronto, en un súbito espasmo, toda su leche se derramó dentro mío.

Aquello me produjo naúseas, advertidas por Berta que soltó una convulsiva risa, cortada por Ismael que se pegó a ella, se dedicó a besarla y en tanto ella le respondía con afiebrada desesperación, la despojaba del corset, para inmediatamente penetrar su vagina con idéntica fiereza a la empleada en mi culo.

Dentro de la pesadilla que estaba viviendo, sucedió algo extraño en mi mente. No sabría tal vez explicarlo, pero sé que tenía que ver con alguna especie de identificación, con esa hembra penetrada por el mismo instrumento que me había torturado a mi. Insisto, no puedo explicarlo, pero fue como si estuviera ocupando su lugar, o sin ser eso, de alguna manera, sintiera que el derramarse de ese hombre dentro de la hembra, tuviera el mismo significado que su leche, aún corriendo por mis muslos, había producido en mi.

Tal vez fue eso, o pudo haber sido cualquier otra cosa de las ocurridas en esas horas, pero cuando un rato después, Berta anunció que podría al fin descansar, indicándome la cama, pero antes ordenándome que me vistiera con un corto camisón de mujer, ni siquiera amagué con resistencia alguna y mansamente me lo puse.

No sé el tiempo que dormí. Me desperté con los movimientos de alguien en la habitación, que cuando con toda naturalidad se metió en la cama junto a mi, descubrí que no era otro que Ismael, adivinado creo por su cuerpo, que a mi pesar ya conocía bien, antes que por haber visto su rostro.

Me encontré de pronto rodeado por esos fuertes brazos, y sin poder intentar movimiento alguno, noté que su cara se acercaba a la mía, y entonces sentí como su boca empezaba a besar primero mi cuello, luego la oreja hasta finalmente, luego de hacer girar mi cuerpo, buscar autoritariamente mi boca. Que, ¡Oh sorpresa!, como independiente de lo que debería haber sido mi voluntad, se entreabrió para dejar entrar esa lengua que buscó unirse a la mía, que mansamente se le ofreció.

Sus brazos aflojaron algo la opresión, y mis manos, también seguramente emancipadas de mi cerebro, descendieron por el cuerpo del hombre buscando, queriendo comprobar tal vez que ese hierro seguía estando allí, y que efectivamente fue de nuevo un hierro entre mis dedos primero, y luego, cuando el hombre hizo una suave presión sobre mis hombros haciéndome descender, un exquisito tronco deslizándose bajo mi lengua que lo recorría en toda su extensión. Mi lengua que luego auxiliada por mis labios, por mi boca toda, recibía sus huevos, primero uno, luego el otro, saboreándolos, mojándolos, besándolos, haciéndome apasionado propietario de ellos, al percibir como la caricia gustaba, excitaba y enardecía a su dueño.

Esa sensación de poder, se multiplicó cuando el hombre encontró de nuevo mi culo, ahora enigmáticamente ansioso de recibirlo. Y el misterio se hizo conciencia abrasadora, cuando no fué dolor lo que causaba, mientras se introducía ayudado por los movimientos de mis caderas, sino el más exquisito de los placeres que jamás hubiera experimentado.

Dos veces más lo repetimos aquella noche, hasta que me quedé dormido entre sus brazos.

Cuando desperté, ya no estaba el hombre a mi lado. Parada frente a la cama, Berta me miraba con una sonrisa divertida en sus labios.

-¡Tuviste tu gran noche mi cielo, por fin! ¿no?

No supe ni atiné a contestar nada. Me indicó que me levantara, me dijo que podía bañarme y señaló la ropa que estaba sobre una silla, para que luego la utilizara para vestirme.

Vi que eran en su totalidad prendas femeninas, lo cual me llevó a preguntar si era necesario todo aquello.

-¡Por supuesto! ¿Qué creías? ¡Tu rol ahora en esta casa es ser mi sirvienta! ¡No quiero a mi ex marido atendiéndome! ¡Te quiero arrastrado, humillado, anulada para siempre tu voluntad! ¡Harás todo cuanto yo quiera y en el momento en que lo quiera! ¡Te vestirás como yo lo desee!

Y por otra parte, mi querido, Ismael no quiere solamente un puto a quien perforarle el culo cuantas veces quiera. Quiere a un marica que lo seduzca todo el tiempo, quiere verte y gozarte haciendo de mujercita, que lo calientes como yo lo hago cuando tengo ganas, y lo hagas gozar como yo lo hago cuando así lo decido. De modo, precioso, que ¡A ser la mujercita que Ismael y yo queremos tener cerca!

Y eso es lo que fuí de allí en más. Nunca fui por supuesto una mujer. Eso no debería ocurrir. Fui lo que ellos quisieron hacer de mi. Un hombre, empeñado en imitar a las mujeres, aprendiendo sus gestos, sus movimientos, todas sus conductas. Y especialmente, cuando debía satisfacer los deseos sexuales de quien era mi amo definitivo. Que nunca fueron impuestos. Y en eso consistía la historia. Siempre debí inducirlos yo, como lo haría una mujer. Y siempre delante de la presencia todopoderosa de Berta que no vacilaba en castigarme ante aunque más no fuera una mínima vacilación, al caminar sobre los altísimos tacos que a veces debía usar. Y que por supuesto aprendí a lucir.

Hubo si, ocasiones en que una especie de rebeldía surgía de mi interior, -Por momentos el trato de Berta para conmigo era tremendamente cruel,- pero debo admitir que bastaba la presencia de Ismael en el lugar, uno de sus pellizcos en mis pezones, por sobre mi corpiño, una caricia levantando mi falda, en mis nalgas, para que todos mis atisbos de rebelión se derritieran en un solo ruego de su sexo.

Debe haber. Tiene que haber, entre quienes puedan llegar a leer este texto, alguien que más allá de lo que puedan trasmitir mis palabras, siempre insuficientes, sepan de que hablo. Que puedan comprender sobre los increíbles, inefables placeres, de dedicar, a veces horas, a prepararse, arreglarse las uñas, las cejas, maquillarse cuidadosamente, elegir la ropa interior adecuada, el vestido para la ocasión, enfundar las piernas en las finísimas medias, prender con todos los cuidados sus puños al portaligas, optar por tal o cual par de aros, un collar, o una simple cadenita con un colgante, cubrirse las muñecas con pulseras, cerrar otra, fina, delicadamente femenina, en torno al tobillo, dar un retoque final a los labios, el último gesto de arreglo del pelo ante el espejo, y luego, con largos, ensayados, felinos pasos, consciente del contoneo de las caderas, encaminarse al encuentro del hombre que le regalará su sexo, en tanto la seducción obre su efecto.