La vida de Javi: Hermanastra (no tan) malvada.

Ainoa es una niña caprichosa y repelente, y Javi no puede evitar odiarla desde el primer momento en que se conocen. Sin embargo, unas vacaciones de sus padres que los dejarán solos en casa cambiará la historia para siempre.

Cuando se volvió a casar, mi madre tenía cuarenta y dos años. Era una mujer guapa, inteligente, interesante, exitosa en su trabajo… Una mujer con la que cualquiera querría estar. Yo, por mi parte, acababa de alcanzar la oncena de edad, y aunque ver a mi madre con otro hombre me resultaba extraño e incómodo, comprendía perfectamente que ella tenía todo el derecho del mundo a ser feliz con su pareja, y no se iba a quedar el resto de su vida soltera por un capricho mío. Además, Carlos era un tipo más que decente. Se portaba bien con mi madre, y era amable conmigo, y sobre todo, nunca se propasaba intentando ejercer una labor de padre que no le correspondía. Me ofrecía consuelo y consejo cuando lo necesitaba, pero siempre tenía la decencia de esperar a que fuera yo quien acudiera a él.

Durante los primeros dos años de su matrimonio las cosas iban bien. Vivíamos los tres solos en un chalet nada ostentoso, pero acogedor. De vez en cuando íbamos juntos a la playa, al cine unas cuantas veces al mes, Carlos me llevaba a ver algún que otro partido de fútbol y me ayudaba a hacer los deberes cuando me atascaba con las matemáticas, mi punto flaco. Tenía todo lo que un chaval de trece años podía necesitar para ser feliz, pero entonces apareció ella. Ainoa, la hija de Carlos, era la representación viviente de esa niña odiosa de tu clase a la que siempre quisiste decirle un par de cosas, pero nunca te atreviste. Había vivido con su madre hasta entonces en otra ciudad, y Carlos lo había tolerado hasta cierto punto, pero cuando su ex mujer se tuvo que trasladar a Inglaterra por motivos de trabajo la trajo a vivir con nosotros, afortunadamente para él sin que tuvieran que mediar los tribunales. Ainoa era absolutamente preciosa, pero se lo tenía tan creído que conseguía estropearlo. La melena castaña, casi rubia, le caía hasta la mitad de la espalda y ondeaba vaporosamente como una bandera cada vez que movía la cabeza. Sus ojos, de un verde tan intenso que llamaba la atención, siempre resplandecían con una especie de suspicacia maligna, y su sonrisa dulce y angelical se tornaba automáticamente en una mueca de asco cada vez que me miraba. La odié desde el primer momento.

Tenía dos años menos que yo, y como la más pequeña de la casa, mi madre la convirtió al instante en su princesita. Era la niña que nunca había tenido y nunca iba a tener. La primera noche ya había hecho un berrinche de mil demonios porque tenía que dormir en el cuarto más pequeño de la casa mientras que yo tenía la segunda habitación más grande después de la de mi madre y Carlos. Había pedido, o exigido, mejor dicho, que me cambiara de habitación y le dejara esa a ella, y aunque Carlos se había negado rotundamente, al final mi madre había intercedido ante ambos, él y yo, para que la princesita tuviera los aposentos que deseaba. Como era de esperar, con el tiempo la matricularon en el mismo instituto al que iba yo, y desde el primer momento no solo se había convertido en la chica más popular del instituto, sino que además disfrutaba restregándomelo por la cara. Ella era la niña guay que se liaba con chicos mayores, y yo el hermanastro rarito y empollón del que sus amigas se reían al verlo por los pasillos, y cuando discutíamos, que no era poco frecuente, no tenía más que ir a llorarle a mi madre para que ella le diera la razón y yo me llevara el grueso del castigo.

-         ¡Siempre te pones de su parte! – Me quejaba yo, casi al borde de las lágrimas. – Parece que tu hija fuera ella, y no yo.

-         Por el amor de Dios, Javier, tienes trece años y parece que tuvieras cinco. – La defendía ella. – ¿No puedes ser un poco más sensible? ¿Cómo te sentirías tú si yo me fuera a otro país y te mandara a vivir con desconocidos en una ciudad donde no conoces a nadie?

Eventualmente los dos crecimos, y la niña guapa pero odiosa se transformó en una adolescente aún más guapa, y aún más odiosa. Su actitud repelente se tornó en puro desprecio, claro está, hasta que necesitaba algo de mí. Javi, ¿Me puedes llevar a tal sitio en coche?. Javi, ¿Me puedes recoger de tal otro cuando acabe?. Javi, ¿Tienes apuntes de tal profesor para el examen de mañana? Y obviamente, yo no podía hacer otra cosa que aceptarlo y callarme la boca, porque de lo contrario solo tenía que hacerle pucheritos a mi madre. Sin embargo, los años me habían concedido cierta revancha. Nunca había sido un estudiante de matrículas, pero tenía facilidad para estudiar y era un chico bastante responsable, lo que me había granjeado el respeto e, incluso diría, el orgullo de Carlos. Aunque menos exagerado, él era para mí lo que mi madre era para Ainoa y siempre acudía en mi ayuda cuando quería saber qué era lo que su hija hacía y dejaba de hacer en el instituto. Yo, aunque siempre simulando cierta reticencia a traicionar a mi querida hermanita, acababa contándoselo todo, y lo mejor, no tenía más que decirle la verdad. Disfrutaba enormemente de las miradas de profundo odio y rencor que me echaba cada vez que salía del despacho que compartían Carlos y mi madre, con los ojos hinchados por las lágrimas falsas que le soltaba a su padre cuando este la reprendía a gritos por los exámenes que suspendía, o en los que directamente la pillaban copiando.

Yo ya estaba preparado para soltarle todas las que me había guardado desde la última vez que había hecho de chivato para Carlos la tarde en que entró en mi habitación. Sin embargo, aquel día no había venido para eso. Me fijé con extrañeza en el portátil cerrado que traía entre las manos, y en la expresión de inseguridad que tenía en la cara.

-         Que pasa, tío. – Lo salude yo, incorporándome en la cama.

-         Buenas, Javi, ¿Qué tal estás?

-         Leyendo un rato. ¿Tú qué? – Se sentó a mi lado, aun con aquella expresión de duda. Ya había visto esa cara antes, quería pedirme algo.

-         ¿No tienes que estudiar? Estarás ahora de finales.

-         No, no, ya solo quedan las últimas recuperaciones, yo he acabado. – Me dedicó aquella sonrisa de satisfacción que solía poner cuando era pequeño y llegaba con el boletín de notas a casa. Señalé el portátil con un gesto de la cabeza, y le pregunté – ¿Tiene algún problema?

-         No, que va. – Lo abrió, tecleó la contraseña, y me lo tendió para que viera la página que estaba abierta. Era una web de viajes. – Este año tu madre y yo hemos arreglado en el trabajo para que nos coincidan las vacaciones. En principio nos íbamos a ir los cuatro una semana a Gandía.

-         Pero… - Dije yo, viendo que los hoteles seleccionados estaban muy lejos de Gandía.

-         Sabes que hace dos años cumplimos cinco de casados, y no nos pudimos ir a ningún lado. – Había sido un año complicado, y la economía familiar no estaba para gastos superfluos. – Pero ahora que estamos un poco mejor, me gustaría poder llevarla a conocer la Bretaña francesa. Nosotros dos… solos.

-         Si me estas pidiendo mi bendición, creo que ya es un poco tarde. – Bromeé yo. Carlos rio conmigo, pero en seguida volvió a poner semblante serio.

-         Lo que te estoy pidiendo es que me ayudes a convencerla. – Me dio un apretón en el hombro, y me miró, hablándome de hombre a hombre. – Sé que no va a querer que os dejemos solos aquí, aunque solo sean dos semanas. Yo tampoco dejaría a Ainoa sola, pero si estás tú es diferente. Eres un tío responsable, Javier, sé que de ti me puedo fiar.

-         Por supuesto, Carlos, cuenta conmigo. – Respondí, abrumado, pero orgulloso por aquella muestra de confianza.

-         Te lo digo en serio, Javi. No quiero que esto se llene de adolescentes borrachos cada noche, y a poder ser, tampoco me gustaría tener que volverme antes de tiempo porque hayan arrestado a mi hija. – Lo dudó por un instante, y finalmente añadió, algo avergonzado. – Ni que mi casa se convierta en un picadero mientras estoy fuera.

-         Carlos, si confías en mí, confía en mí. – Si hubiera sido uno de mis amigos, habría respondido con algún comentario ingenioso sobre la promiscuidad de mi hermanastra. - Los dos habéis trabajado como burros para darme ropa, comida, y hasta pagarme la carrera, es lo menos que puedo hacer. Os lo merecéis más que nadie.

Como ya había aventurado Carlos, nos costó un montón convencer a mi madre para que accediera a disfrutar de unas vacaciones en pareja, y el amago de rabieta infantil que había tenido Ainoa por tener que quedarse en casa durante el verano no había ayudado nada, pero finalmente había accedido. Yo mismo los llevé al aeropuerto, y al volver a casa me encontré con que el (o seguramente uno de los) novio de la princesita la estaba esperando plantado en la puerta. Esforzándome por no traicionar la confianza de Carlos, me había negado rotundamente a dejarlo entrar en casa, y eso casi me había costado un puñetazo por parte del tipejo. Fue una suerte que finalmente los gritos de aquel tarado hubieran alertado a algunos vecinos, que habían salido a ver qué pasaba, y el tipo se había tenido que ir enfadado, dejando a mi hermanastra allí plantada. Aquel gorila me sacaba más de una cabeza, por lo menos quince kilos de músculo y con toda probabilidad algún que otro año. Además, no estaba dispuesto a pelearme con nadie aunque hubiera tenido posibilidades de ganar. Mi hermana subió las escaleras vociferando histéricamente, asegurando que llamaría a mi madre aquella misma noche para contarle que le estaba haciendo la vida imposible, y tras dar un portazo que desencajó las tapajuntas del marco de la puerta, se encerró en su habitación. No volvió a bajar hasta bien entrada la noche, y desde la misma escalera, me habló con su habitual tono petulante.

-         Eres un friki de mierda. – Me dijo, viendo despectivamente como cenaba un sándwich mientras jugaba a la consola.

-         ¿Ya se te ha pasado el enfado, princesita? – Eructé, y soplé en su dirección, ella arrugó la nariz.

-         Eres un puto cerdo, tío. – Chilló, con rabia. - Y te tengo dicho que no me llames así, imbécil.

-         ¿Quieres algo, o solo vienes a tocar un poco los huevos?

-         Sí. – Respondió, con el mismo tono ufano, aunque ya no tenía el control de la situación, y lo sabía. – Mañana van a venir unos amigos a casa, y quiero que te vayas. O que te encierres en tu habitación toda la noche, me da igual, pero no bajes a molestar.

-         No, que va. – Respondí yo, sin dignarme a mirarla a la cara. Realmente estaba disfrutando de la superioridad que me confería mi nueva situación de poder absoluto.

-         ¿Qué dices?

-         Que mañana no va a venir nadie, al menos por la noche. – Su cara blanquecina se tornó en un rojo incandescente de pura ira. – Como soy bueno te dejo que invites a una o dos amigas a jugar a las muñecas, princesita, pero a las diez como muy tarde se vuelven a casa.

-         ¿Quién te crees que eres para decirme quién puede y quien no puede venir a mi casa?

-         ¿Yo? Nadie, pero igual tu padre no piensa igual. – Me llevé el móvil a la oreja, simulando que hablaba con él, y dije de manera teatral, poniendo voz de cachorrito herido. – Carlos, siento en el alma tener que molestarte, pero no sé qué hacer con ella. ¡No me hace caso! Me ha dicho que piensa montar una fiesta, aquí, en casa, y cuando he intentado razonar con ella me ha amenazado con que sus amigos me van a pegar una paliza como no los deje en paz.

-         Eres un mentiroso de mierda. – Solté un bufido.

Pero Ainoa me miraba con una cara de satisfacción que me desconcertó. Bajó el resto de las escaleras con un trote ágil, y fue corriendo hasta mi lado. Sus largas y suaves piernas torneadas a base de gimnasio brillaban con el resplandor de la luz, y su vientre plano y terso asomaba por debajo del top, que se ajustaba a sus pechos pequeños y turgentes. Noté que no llevaba sujetador. Alguna vez me había masturbado pensando en ella, pero siempre acababa sintiéndome ligeramente culpable. Al fin y al cabo, era mi hermanastra, y la hija de Carlos. Buscó algo en su móvil, y después me lo arrojó encima.

-         Pero te recuerdo que a ese juego podemos jugar los dos, hermanito .

De la misma forma que ella odiaba que la llamara princesita, yo detestaba con toda mi alma que me llamara hermano, o mamá a mi madre, y ella lo sabía. Observé lo que quería mostrarme. Al final de la cadena, un último mensaje de mi madre al que ella había respondido con un montón de corazones destacaba entre los demás. Cielo, si Javi te molesta, no dudes en decírmelo y yo lo pondré en vereda. Diviértete mientras no estemos, y pórtate bien. Ainoa me miraba con expresión triunfante. Aquello contrarrestaba, al menos en parte, el único arma real que tenía contra ella. Yo tenía dieciocho años, y ella apenas dieciséis, sabía que lo que mi madre pudiera hacerme no se podía equiparar a lo que Carlos podía hacerle a ella, pero sin duda esa misma condición la convertía, más que nunca, en la niñita de mi madre. Una idea acudió como un relámpago a mi cabeza.

-         Oye, princesita, ¿te sabes de memoria el número de mi madre?

Para cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, yo ya había borrado la conversación y me dirigía a la agenda para hacer lo propio con el número de teléfono. Desde luego tendría oportunidad de hablar con ella cuando telefonearan para saber cómo estábamos, pero no se atrevería a decirle nada sabiendo que Carlos podía estar escuchando. Se abalanzó sobre mí para arrebatarme el móvil de las manos, chillando como una loca. Yo me eché de espaldas sobre el sofá, y ella calló entre mis piernas, con su abdomen desnudo rozando contra mi pene. Noté como amenazaba con erguirse dentro de mis pantalones cortos, pero conseguí refrenar la erección, mientras terminaba de cumplir con mi objetivo. Bloqueé el teléfono y lo arrojé detrás de ella, rebotó en sus nalgas redondas y cayó sobre el sofá. Soltó un manotazo certero directo a mi entrepierna, pero en el último momento lo desvió y restalló contra el muslo. Me dolió, pero la satisfacción de la victoria era mucho más fuerte.

-         Eres un idiota, Javi. – Me gritó. – Se lo voy a decir, te juro que no te vas a salir de rositas.

-         No te vas a ir de rositas, paleta.

Soltó un berrido de rabia, y salió corriendo en dirección a las escaleras. Subió un peldaño, luego otro, uno más, y al siguiente resbaló. Oí su chillido de dolor, y cuando corrí a ver que le había pasado, también vi el corte sangrante que tenía a la debajo de la rodilla, donde su pierna su espinilla se había estrellado contra el borde afilado del escalón. Era lo suficientemente profundo como para que necesitara puntos. La ayudé a bajar de culo hasta el penúltimo escalón, y aunque el gesto me hacía sentir ridículo, me quité la camiseta y se la tendí para que taponara la herida. Ainoa la cogió, y me pegó un manotazo en la mano. Me miró con sus bonitos ojos verdes anegados en lágrimas.

-         ¡Todo por tu culpa! – Lloriqueó.

-         No, es culpa tuya por subir las escaleras corriendo y con calcetines. ¿Cuántas veces te ha dicho Carlos que no lo hagas? – Dije, simulando estar tranquilo, aunque en realidad estaba cagado de miedo. En parte, sí que era culpa mía. Estalló en lágrimas de dolor e impotencia. Le tendí una mano. – Intenta ponerte de pie. – Ella me la apartó de un nuevo manotazo. – Venga, Ainoa, no seas cría. Te has dado pero bien, quiero ver que no te hayas roto nada.

Se levantó con dificultad, hizo amago de caerse y la sujeté por la cintura con la mano libre. Aguardé hasta que dejara de tambalearse, y me separé de ella sin poder evitar una breve caricia sobre su piel, cálida y suave. La observé de arriba abajo, y respiré aliviado al ver que se podía mantener en pie.

-         ¿Te duele? – Pregunté, aun no del todo convencido.

-         ¡Claro que me duele, idiota! – Sollozó, y se agacho para volver a apretar la camiseta contra la herida sangrante.

-         Me refiero a si puedes apoyar bien, tarada. Intenta caminar un poco, dame la mano. – La acompañé hasta el sofá, y se sentó sobre el reposa brazos. – No parece que tengas una fractura, pero vas a necesitar un par de puntos y no estaría mal que te hicieran una radiografía, para asegurar. Subo a cambiarme y te llevo a urgencias.

-         Bájame una camiseta. – Apartó la mirada, y se sonrojó. – Y un sujetador.

De vuelta abajo, le tendí las prendas y salí del salón para que se cambiara. Tuve que reprimir el impulso de buscar la manera de espiarla. Esperamos durante más de tres horas en el hospital hasta que le hicieron la dichosa radiografía y se aseguraran de que no tenía un hueso astillado, y cuando regresamos a casa, ya pasaban más de media hora de la una. Pese a su negativa, la cogí en brazos y la llevé dentro de aquella manera, argumentando que no pensaba esperar media hora más hasta que consiguiera hacerlo por su cuenta. Sentí un nuevo amago de erección al notar la piel suave de su muslo en contacto con mi mano.

-         Ten cuidado, no te vayas a caer tú también. Es lo que me faltaba ya. – Me dijo mientras la subía por las escaleras.

-         Mierda, Ainoa. – Resoplé yo, jadeando a causa del esfuerzo. Para lo pequeña y delgada que era, la condenada pesaba lo suyo. – Podrías dejar de ser tan jodidamente borde por un rato.

Deslicé la mano por debajo de sus piernas al posarla con suavidad encima de la cama. Noté el roce del principio de sus nalgas que asomaban por debajo del pantalón corto. Ella no pareció notarlo, pero yo no pude evitar que un ligero estremecimiento me recorriera la espalda.

-         ¿Necesitas algo? – Negó con la cabeza. – Vale, pues me voy a dormir. Dejo la puerta de mi habitación abierta, si tienes que ir al baño por la noche o algo así y no te puedes levantar, grítame.

Al día siguiente ya podía caminar, aunque cojeaba ostensiblemente. Aun así, me obligó a hacerle de sirviente. Apenas salía de su habitación, y le tenía que subir el desayuno, la comida y la cena. Además, me llamaba cada media hora para que le llevara agua, para que la acompañara hasta la puerta del baño, en el que se entretenía mucho más de lo necesario solo para molestar, o para que le alcanzara el cargador del móvil. Llevamos tres días de aquella manera, cuando subí de mala gana a llevarle la cena, y dispuesto a decirle que aquello se había terminado. La encontré sollozando encima de la cama, con el teléfono entre las manos. No llevaba pantalones, y entre las braguitas de encaje blancas se podía apreciar el vello púbico rubio, delicadamente recortado. Entré en la habitación y dejé la bandeja sobre el escritorio. Me gritó que me fuera, pero la observé inmóvil, con cara de preocupación y el corazón encogido. Aquella misma mañana había hablado con mi madre y me había contado con alegría que Carlos le había pagado un salto en paracaídas tándem. Yo había expresado mis dudas al respecto, pero mi madre siempre había sido una mujer osada, y llevaba dando la lata con aquello desde que tenía memoria. En mi cabeza no había lugar a dudas, sus lágrimas venían a decir que le había pasado algo malo, y Carlos se lo acababa de contar en un mensaje.

-         ¿Qué ha pasado, Ainoa?

-         ¿Qué ha pasado? – Me fulminó con una mirada cargada de odio. – ¡Que Bryan me ha dejado por tu culpa, eso ha pasado!

Me dejé caer sobre la silla de su habitación, resoplando, y no pude reprimir una carcajada de alivio. Ella se encendió de ira y me arrojó el móvil a la cabeza. Lo atrapé en el aire, evitando que se rompiera con la caída.

-         Como se nota que no lo pagas tú, niñata. ¿Y quién coño es Bryan? Vaya nombre de mierda. – Me burlé, aunque suponía de quien hablaba.

-         ¡Mi novio! – Chilló. Las lágrimas corrían por sus mejillas, y resbalaban hasta sus muslos. Acababa de caer en la cuenta de que estaba casi desnuda.

-         ¿El tarado del otro día? Pues si te ha dejado por mi culpa, me debes un favor.

-         ¡Se lo voy a decir a tu madre! La próxima vez que llame se lo voy a contar todo, y te vas a cagar.

-         ¡Joder, siempre amenazando con lo mismo, coño! – Estallé. El alivio y las burlas habían dado paso a la furia tan de repente que incluso yo mismo me sorprendí. – Pues cuéntale lo que quieras, niñata, pero al menos ten la decencia de esperar hasta que vuelvan y no les estropees las vacaciones con tus estupideces. ¡Eres una egoísta! Nunca piensas en nadie más que en ti misma. Mi novio paleto de veinte años me ha dejado. Mi móvil ya no me gusta, compradme uno nuevo. Mi cuarto es demasiado pequeño, quiero el otro. Mi, mi, mi… Joder, madura de una puta vez, criaja de mierda.

-         ¡Vete!

Se tumbó boca abajo sobre la cama, con la cara sobre la almohada, y estalló en lágrimas. Me había pasado. Era algo que necesitaba que le dijeran, pero igual aquel no había sido el momento, ni yo quien debía decírselo. Solté un largo suspiro de resignación, y regresé abajo. No pasaron ni diez minutos, cuando sus llantos me hicieron subir de nuevo. Me senté junto a ella en la cama. Las bragas de encaje se cernían en torno a sus nalgas redondas y firmes, y la piel de su culo parecía llamarme a gritos para que la tocara, para que hundiera mi cara en ella. Tuve que reprimir el impulso de hacerlo, y en su lugar, puse una mano en su cabello y la acaricié mientras le pedía perdón. Su reacción me sorprendió. Hizo algo que no había hecho nunca, se incorporó sobre la cama, y hundiendo la cabeza en mi pecho, me abrazó. Correspondí rodeándola con un brazo por la cintura, mientras posaba suavemente la otra mano sobre su pierna desnuda. Era osado por mi parte, pero una extraña excitación se apoderaba de mí en aquel momento. Le di un beso en la cabeza, respirando el aroma frutal de su pelo, y estreché más el abrazo en torno a ella. Un bulto creció en mis pantalones con la consistencia del cemento.

-         Tienes razón. – Sollozó Ainoa. Su voz llegaba apagada y temblorosa. – Soy una egoísta de mierda.

-         ¡Pues cambia, joder! Todo el mundo piensa que eres guapa y encantadora. Guapa eres, ¿Qué te cuesta ser también un encanto? – Pretendía ser una broma, pero no había salido como yo esperaba.

-         Mentira, todo el mundo dice que soy una puta. Sí, tú también lo dices, no te creas que soy idiota. – Me acusó. – Pero nunca he estado con un chico, y ahora Bryan me deja porque dice que soy una estrecha.

-         ¿Qué ha pasado, Ainoa? – Pregunté, preocupado. Lo último que quería era que se metiera en algún problema con aquel gorila retrasado. Dudó por un instante, pero finalmente lo soltó.

-         Me ha preguntado que cuando iba a poder venir a casa a hacerlo, y yo le he dicho que mientras estuvieras tu aquí era imposible. – Explicó, con más sollozos, y más fuertes. – Me dijo que vendría igual, que no me preocupara por eso, pero no quería que te pegara o algo, no soy tan hija de puta. – Noté que lo decía en serio, y aunque no era gran cosa, consiguió enternecerme. – Y entonces me dijo que fuera yo a su casa, que daba igual que estuvieran sus padres, pero yo no quería llegar tan lejos con el todavía, cuando nos liamos es muy bruto, y a veces me da miedo, porque le digo que pare y no para…

Separé su cara de mi pecho, la sostuve entre las manos, y le di un besito en la punta de la nariz. Ella se sorprendió ligeramente, y agachó la cabeza, ruborizada. Aquella Ainoa era una chica completamente diferente a la pequeña déspota arrogante con la que convivía diariamente, más parecida a la niñita dulce e inocente que solía ser delante de mi madre. Desde luego, me gustaba mucho más. En aquel momento, ella también pareció darse cuenta de que no llevaba pantalones. Hizo ademan de taparse con las sábanas, pero eso pareció darle aún más vergüenza que permanecer de aquella manera, así que simplemente juntó un poco las piernas disimuladamente para ocultar lo que las bragas de encaje permitían ver con claridad. Le solté la típica charla de consuelo de hermano mayor en el que el exnovio es un gilipollas que no la merece, esta vez completamente verdad, en el que se resaltan hasta el extremo las cualidades de la chica, y se añaden muchísimas otras que en realidad no tiene, y se promete, aunque no puedas cumplirlo, como era mi caso, que le abrirás la cabeza en dos al susodicho ex novio en caso de que vuelva a molestarla. Al final, conseguí que Ainoa dejara de llorar, e incluso se había reído con mis bromas, y se había atrevido a soltar unas cuantas ella misma a mi costa. Sin embargo, había una pregunta que rondaba mi cabeza desde el principio de la conversación. Era cierto, medio instituto tenía a mi hermanastra como poco más que una prostituta. Circulaban tantos rumores sobre ella que si uno daba crédito a todos ellos Ainoa habría perdido la virginidad a los cinco años. Y si, también era cierto que yo había sido tan mezquino de hacer tantas o incluso más bromas que el resto acerca del tema.

-         Ainoa, antes has dicho… - Carraspeé, sin saber cómo plantearlo. Auné fuerzas, y lo solté sin más. - ¿Eres virgen? – Ella se sonrojó, y volvió a apartar la mirada.

-         Si. – Se revolvió en la cama, nerviosa. – Bueno, no. ¡No lo sé!

-         ¿Cómo que no lo sabes? – Dije yo, sorprendido. - ¿Sabes cómo va el tema, no? A ver si te voy a tener que explicar ahora como funciona tu cuerpo y esas mierdas. – Me dio un puñetazo en el hombro.

-         Claro que sí, idiota. Si te lo cuento, prométeme que no se lo dirás a nadie. – Esperó hasta que respondí afirmativamente. - ¿Te acuerdas de Sergio? Va a mi clase.

-         ¿El pelirrojo gordito? – Pregunté con una sonrisa pícara.

-         Ya no está gordito. – Se defendió ella, también con una sonrisa. Nunca me había sonreído así. – Bueno, pues a principio de curso estuvimos saliendo, y una vez, en su casa… pues ya sabes. Pero no me gustó, sabía que me iba a doler, pero no imaginaba que tanto. Además… Oye, a nadie, de verdad, esto no lo saben ni mis amigas. – Asentí de nuevo, sin poder reprimir la risa. – Bueno, no duro casi nada. En cuanto… la metió , pues eso. No fueron ni diez segundos, yo creo.

Solté una carcajada estridente que resonó por toda la habitación. Se apartó de mí con un empujón. Su mirada ofendida iba acompañada de una sonrisa, pero esta se esfumó casi al instante, y después la siguió una mirada sombría y triste.

-         No es tan gracioso si tienes en cuenta que esa siempre va a ser mi primera vez.

-         La primera vez no es tan importante. – Dije yo, intentando consolarla. Aunque sabía que no era verdad, y menos para una mujer. – Cuando seas mayor y hayas estado con más hombres, ni siquiera te acordarás.

-         Mentira. Se me rompió el himen, así que ya no soy virgen, y mi primera vez fue una mierda. – Dijo con amargura.

-         La primera vez de casi todo el mundo es una mierda. – Volví a la carga. Me resultaba extraño hablar de eso, y de aquella forma con Ainoa, pero lo estaba disfrutando. – La primera vez que lo hice con una tía estaba tan nervioso que tuve que ir a vomitar antes, y cuando la besé, le dio tanto asco que casi vomita ella también. – Ahora fue ella quien estalló en carcajadas. Se me antojó un sonido hermoso. - ¿Ves? Una mierda. Además, lo del himen es una tontería, se puede romper hasta por darte un golpe fuerte, y no por ello dejas de ser virgen. Y si quieres saber mi opinión, eso ni cuenta, así que tu primera vez será cuando tú quieras, y con quien tú quieras.

-         Gracias, Javi. – Se estiró en mi dirección y me dio un beso en la mejilla, cerca de la comisura de los labios. – Cuando quieres, eres un amor.

-         Cuando no me lo pones difícil. – Bromeé yo, guiñándole un ojo.

Llevábamos tanto rato hablando que se había hecho tarde. Me despedí, y me fui directo a mi habitación. No podía dejar de pensar en mi hermanastra hablándome de su primera vez con un hombre, y casi sin darme cuenta, la imagen de su cuerpo desnudo acudió a mi cabeza. Ella le decía al chico que fuera despacio, que tuviera cuidado, y él le decía que no se preocupara, que la trataría con amor. Ainoa se estremecía con cada embestida del gordito pelirrojo, solo que ya no era tan gordito, y de hecho, tampoco era pelirrojo. Era yo mismo. Aumenté el ritmo de la mano sobre mi pene, y sentí la sacudida de placer que precede a la eyaculación. En ese preciso instante, la luz de mi habitación se encendió, iluminándola de un fogonazo cegador, que por suerte me pilló con los ojos cerrados. Ainoa me observaba desde la puerta, con los vellos casi dorados de su vagina apenas visibles debajo de las bragas de encaje. Me di cuenta de lo que había pasado. La costumbre de los últimos días me había hecho olvidarme de cerrar la puerta de la habitación, y tampoco recordaba haber cerrado la de Ainoa al salir de la suya. Había estado tan concentrado en mi fantasía que en algún momento había empezado a jadear el nombre de mi hermana, y aunque seguramente solo había sido un susurro, era perfectamente audible a través de la pared, y más si las puertas estaban abiertas. Sentí como el rubor y el miedo me ascendían por el cuello. Se lo diría a mi madre, y lo que era peor, a Carlos. Ya no podría mirarlos a la cara nunca más, me tratarían como a un enfermo, a un pervertido. Ainoa penetró en la habitación, y se sentó a mi lado, yo me cubrí con las sábanas, y me encogí en mi sitio. Ahora me tiene en la palma de su mano. Pensé. Va a volver a ser la misma cabrona de siempre, y ahora tiene con qué putearme.

-         Oí que jadeabas y decías mi nombre. – Dijo. Apenas era un susurro apagado. – No sabía si venir.

-         No decía tu nombre. – Intenté mentir, aunque sin éxito. Apenas podía articular palabra

-         Te estabas masturbando. – Insistió. No era una pregunta, ni tampoco una acusación, pero en mi cabeza sonaba como una sentencia de muerte. – Y lo hacías pensando en mí.

-         Ainoa, por favor, no se lo digas a Carlos. – Supliqué. El corazón me palpitaba con fuerza en la garganta, y por un momento, temí que me fuera a dar un infarto.

-         ¿Te parezco guapa? – De nuevo, en mi cabeza la pregunta iba cargada de malicia.

-         Ainoa, por favor…

-         No se lo voy a decir a nadie. – Me cortó, con impaciencia. – Pero responde.

-         Sí. No sé. – Ella se pegó más a mí, y se apartó el pelo de la cara. Desde luego, era guapísima. – Sí, sí, me pareces muy guapa.

-         Nunca me había fijado, pero tú también me pareces guapo. – Más cerca, tanto, que podía notar su respiración contra mi brazo. - ¿Con cuantas chicas lo has hecho, Javi?

-         No sé. Con tres. – Con una mano, empezó a tirar ligeramente de las sábanas, dejando mi pene al descubierto. La erección, que había remitido con el susto, empezó a levantarse de nuevo. – Me estas poniendo nervioso, Ainoa.

-         ¿Quieres que sean cuatro? – Deslizó la sábana al completo, y poso una mano sobre mi muslo, cerca de mi miembro, que palpitó al instante. – Porque yo creo que quiero que seas mi primero.

-         ¿Por qué? – Pregunté, atónito. Seguía temiendo que todo aquello fuera una especie de trampa.

-         No lo sé. Pero he oído lo que estabas haciendo, y no he podido evitar hacer yo lo mismo. – Me besó en el cuello. – Has sido tan bueno conmigo antes, tan amable… También he notado como me mirabas, como me tocabas las piernas… Me has puesto tan cachonda…

Ainoa me empujó para que volviera a tumbarme en la cama. Estiró la pierna, y se sentó sobre mi abdomen. Incluso a través de la tela, podía notar su incipiente humedad. Si se trataba de un engaño, mi hermanastra mentía muy bien. Se quitó la camiseta y dejó a la vista sus pechos blancos y firmes, con pezones pequeños y rosados. Me tomó la mano y la llevó hasta ellos, mientras emitía un gemido de placer.

-         Dijiste que podía elegir quién, y cuando. Pues quiero que seas tú, y quiero que sea ahora. ¿Quieres que hagamos el amor, o no? – Asentí, sin poder decir nada. – Bien, pero vas a tener que enseñarme.

Así que eso hice, en cuanto me hube recompuesto del susto. La hice tumbarse en la cama, y liberé su vagina de la prisión de tela que me impedía disfrutar de ella. Aspiré el aroma de sus fluidos adolescentes, y la besé en los muslos, encima de su sexo, en su vientre plano y firme. Ella enredó los dedos en mi pelo, y me obligó a bajar de nuevo, con impaciencia. Le di lo que quería. Introduje con cuidado un dedo en su interior, maravillándome con su calor y su humedad, y sobre todo con su presión. Introduje uno más, y los moví dentro de ella, preparándola para la penetración. Ainoa gemía con el roce de mi lengua sobre su clítoris, y cada pocos segundos, un espasmo de placer recorría todo su cuerpo. Aumenté el ritmo de los dedos en su interior, y también el de la lengua, los gemidos se combinaron con los jadeos, y después dieron paso a los gritos ahogados, luego, completo silencio. Arqueó la espalda y se aferró con más fuerza a mi pelo. La tomé por las caderas, y pegué aún más mi boca a su vagina. El manantial de sus primeros efluvios femeninos me impregnó con su sabor. Repté por su cuerpo con los labios, me detuve a degustar sus pezones un momento, y finalmente alcancé su cara. Nos fundimos en un beso, con nuestras lenguas jugueteando una con la otra, en eso, al menos, era toda una experta. Me miró sorprendida, y con una sonrisa dulce en los labios.

-         Ha sido increíble, hermanito. – Susurró. Aquel apelativo que antes tanto odiaba, ahora me resultaba de lo más excitante. – Yo lo había intentado con los dedos alguna vez, pero nunca había sentido nada parecido.

-         ¿Quieres que sigamos? – Le pregunté con una sonrisa, al tiempo que orientaba mi miembro sobre su cavidad, dispuesto a introducirme en ella.

-         Sí, pero eso todavía no. – Dijo, aferrando mi pene con la mano. – Quiero intentar hacerte lo mismo que me has hecho tú. ¿Me dejas?

Asentí, sin poder reprimir una risita. Ainoa me hizo ponerme de pie, y ella se arrodilló con dificultad delante de mí, sobre una almohada dispuesta para la ocasión. No sabía cuanta experiencia podía tener mi hermanastra en el sexo oral, pero no cometía los errores de una principiante. Recorrió mi pene con la lengua desde la punta hasta el tronco, degustando los fluidos preseminales. Trazó el camino de vuelta, y cubrió la punta con la acogedora humedad de su boca. Primero hasta la mitad, despacio, y después hasta el fondo de su garganta, más rápido, más fuerte, con más intensidad, jugando con el ritmo. Una mano furtiva se escurrió hasta mis testículos y comenzó un masaje hábil, suave, sin apretar más de la cuenta. Extrajo mi pene de su boca y comenzó a masturbarlo con la otra mano, mientras trazaba círculos con la lengua sobre mi glande. Otra vez a su boca, más juego de lengua, más presión de su mano sobre mi pene, más rápido, más húmedo, más calor, más placer. Un nuevo espasmo antes de la eyaculación. Extraje el miembro de su boca con brusquedad para evitarlo, no quería que todo acabara allí. Ella me miró, asustada.

-         ¿Te he hecho daño?

-         No, no. – Respondí yo, jadeando. – Todo lo contrario, princesita, ha sido increíble. Tanto que casi haces que me corra.

-         He leído sobre cómo hacerlo, y quería ponerlo en práctica. – Anunció, contenta. Se levantó y buscó mi boca. Volví a introducir dos dedos en su interior, seguía húmedo, bien lubricado. Acercó los labios a mi oído, y susurró. – Ahora sí, hermanito, quiero que me folles.

Eso hice, obediente. Se volvió a tumbar en la cama. Mi pene enfiló el camino de su humedad dispuesto a penetrar en ella por fin. Froté mi glande contra sus labios, impregnándolo con los efluvios de su vagina, y generando nuevos gemidos de placer de la boca de Ainoa. Levantó las caderas, pidiéndome que lo hiciera, y lo hice, aunque en el futuro tendría que enseñarle a ser más paciente. Pese a la humedad, pese a la lubricación, entró con dificultad, así que lo hice poco a poco. Ella emitió un quejido de dolor, y torció el gesto. Me detuve, ella abrió los ojos, y me sonrió para hacerme saber que todo estaba bien. Se aferró a mis glúteos con las manos, y me instó a seguir entrando en ella. Alcancé la máxima profundidad, regresé lentamente hasta la mitad, y volví a entrar, un poco más rápido. La presión de su novel vagina era inigualable, parecía succionar mi miembro hacia dentro con cada movimiento. La cabeza me pedía cautela, pero el cuerpo me exigía velocidad. Aumenté el ritmo progresivamente. Sus jadeos se sumaron a los míos, y Ainoa gimió pidiendo más, más velocidad. Comencé a embestir, una vez, otra, otra más, más fuerte, más profundo, hasta que mis muslos chocaron con los suyos. Ainoa dejó escapar un grito de placer, y se llevó las manos a sus juveniles pechos. Se pellizcó los pezones con pasión. Las ultimas embestidas trajeron consigo un nuevo espasmo de placer. Ella lo notó, y cerró sus piernas en torno a mi cintura. Un manantial de semen se precipitó en su interior, ella gimió, y mi semilla se fundió con nuevos efluvios de su vagina. Yo la miré horrorizado por lo que acababa de hacer.

-         Tranquilo, tomo mis propias precauciones. Si no, no te habría dejado ni acercarte. – Me tranquilizó, y soltó una carcajada al ver mi cara. Me dejé caer encima de ella. Ainoa me mordisqueó el lóbulo, haciéndome estremecer. – Quería que lo hicieras dentro de mí.

-         Eres adorable, princesita, pero habría estado bien que me avisaras. – Reí yo.

Nuestras lenguas se encontraron en un nuevo beso, y me tumbé a su lado. Ya me estaba empezando a quedar dormido, cuando un nuevo susurro llegó hasta mí.

-         Tú has sido el primero, Javi.

-         Y tú has sido la mejor, Ainoa.

-         Quiero que el siguiente también sea contigo, hermanito. Y el otro, y el otro, y muchos otros más. Soy tuya. ¿Tú eres mío?

-         Y de nadie más. – Respondí yo, y así fue, durante mucho tiempo.

Repetimos la experiencia cada noche hasta que mi madre y Carlos regresaron de sus vacaciones. Parecían más felices que nunca, y su relación, al igual que la mía con Ainoa, parecía haberse fortalecido, posiblemente por razones similares. En cualquier caso, ambos parecían absolutamente maravillados con el cambio que había pegado mi hermanastra. Aquel verano la obligué a estudiar, y en septiembre salvó un curso que parecía prácticamente perdido. Gracias a esto, además, dejó atrás muchas amistades que no me gustaban para nada. Nunca llegué a saber si Carlos se olía algo, pero siempre intuí que lo sospechaba. Unos meses después, cuando Ainoa apareció triunfante en casa anunciando su primer diez en un examen, Carlos fue a hasta mi habitación, para hablar de hombre a hombre.

-         No sé qué hiciste con ella esas dos semanas que estuvimos fuera. – Me dijo, tan serio que por un momento consiguió asustarme. – Pero parece una chica completamente nueva.

-         Lo mismo que tú conmigo. Me senté a hablar con ella, de hermano mayor a hermana pequeña. – Carlos me miró con suspicacia, al final sonrió, y me dio unos golpecitos en la espalda.

-         En cualquier caso, Gracias.

Y con eso, se me fueron los pocos remordimientos que podía tener, fue casi como recibir su bendición. Le estreché la mano, y fui a buscar a mi princesita. Con mi madre y Carlos en casa, teníamos que tener cuidado, pero estaba seguro de que encontraríamos la forma de celebrar ese diez como se merecía.


Espero sinceramente que hayáis disfrutado de la lectura. Ahora, si me lo permitís, os comento un par de cosas muy rápido. Tengo borradores para una segunda y una tercera parte de este relato, en los que nuestra joven pareja se adentra un poco más en el mundo del amor filial. Normalmente, por motivos personales, no puedo dedicar más que unas diez o doce horas a la semana a desarrollar mi gran pasión, que es la escritura, y entre esas horas, apenas unas dos para este tipo de relatos. Como veis, no es demasiado, de manera que agradecería bastante que os animarais a dejar un comentario diciéndome si os ha gustado y queréis más de esta historia, o si por el contrario no os ha llamado la atención, para así tenerlo en cuenta y pasar a otra cosa. También aprovecho para disculparme si hay errores ortográficos o de redacción, pero no suelo tener tiempo para revisarlos más de una vez. Muchas gracias, y un gran saludo.