La verdadera historia del Inquisidor Ortuño

AlexBlame (ID 1418419) nos relata: —El programa de hoy es especial, tanto que el mundo probablemente no volverá a ser el mismo después de que les contemos lo hechos y demostremos, más allá de toda duda, que son ciertos.

"Es grave error predicar que la brujería pueda no existir, y quienes predican públicamente esta vil opinión dificultan de manera notable la santa obra de los inquisidores."

Carta oficial de aprobación del Malleus Malleficarum. Universidad de Colonia.

Prólogo

Ha sido un día de mierda. Su jefe le ha llamado en pleno domingo, histérico y Gerardo no ha tenido más remedio que acudir a su puesto de trabajo a pesar de ser festivo. Luego, ha tenido que aguantar toda la puta tarde a su jefe, sus amenazas y sus lloriqueos y todo porque el muy mamón, por ahorrarse dos duros, no escuchó sus recomendaciones en su momento y ahora tendrá que vérselas con una auditoria de la casa madre. Cuando llega a casa, tiene ganas de matar a alguien.

A pesar de que su casa es un remanso de paz y Carla le está esperando con una sabrosa cena, ni siquiera eso logra mejorar su estado de ánimo. Afortunadamente hoy echan en la tele la última de Stallone. Tras lavarse apresuradamente los dientes, se mete en la cama y enciende el televisor. La película acaba de empezar.

Rambo apenas ha tenido tiempo de volar la cabeza de sus dos primeros adversarios cuando Carla aparece por la puerta del vestidor con un salto de cama color gris perla. Durante unos instantes Gerardo no puede evitar desviar la mirada de la cara torcida y sudorosa de Stallone hacia los pezones que se marcan en el líquido tejido del camisón.

Carla es un monumento; con ese cabello largo y dorado, los ojos azules, la boca pequeña y jugosa, esas curvas de infarto y su juventud desbordante, puede parecer la típica rubia tonta, pero Gerardo pronto aprendió que su esposa es algo más que una mujer hermosa, también es una mujer de armas tomar.

En cuanto ve la tele y le mira, Gerardo sabe que está jodido. Aun así, no está dispuesto a claudicar sin lucha.

—Cariño, —dice ella mientras se sienta sobre la cama, justo a su lado, dejando que la raja del salto de cama resbale mostrando una pierna esbelta y morena. — ¿De veras tenemos que ver esto?

—¡Joder! Ya empezamos. He tenido un día de mierda y ahora me apetece ver volar unos cuantos charlies por los aires. ¿No puedes darme ese gusto?

—Vamos cariño. Si todas esas películas son iguales. Sangre, vísceras, miembros cercenados... Es asqueroso. —dice señalando la pantalla en el momento en el que el protagonista lanza una bomba de mano en un salón de masajes repleto de vietcongs.

—Sabes de sobra que no hay nada en la tele... —dice Gerardo intentando resistir.

—Eso es mentira. —replica ella cogiendo el mando y cambiando de canal.

Gerardo se lo arrebata y pone la película de nuevo. Carla le mira seria, pero no intenta quitárselo de nuevo, quizás esta vez tenga suerte...

Se equivoca, con un mohín su mujer le mira y acercando un dedo enjoyado al tirante de su salto de cama lo empuja por su hombro obligándolo a deslizarse brazo abajo y liberando uno de sus pechos. Todo está perdido. Gerardo lo acaricia con suavidad mientras escucha desde muy lejos como su mujer le explica que si se porta bien y le deja ver un rato lo que quiera, se lo recompensará adecuadamente más tarde.

Sin esperar la respuesta, Carla vuelve a coger el mando y cambia de canal justo cuando Íker Jiménez sale de entre las sombras. Ahora Gerardo comprende el interés de su esposa por hacerse con el mando. Le encantan las majaderías que cuenta ese hombre. Intenta quejarse, pero ella fija la mirada en la pantalla y le tapa la boca con un dedo.

Gerardo no se rinde y cambia de táctica. Intenta ignorar al presentador y acaricia los mulsos de Carla. Quizás pueda excitarla lo suficiente para evitar tragarse esa mierda de programa entero.

Carla le deja hacer, pero no le hace mucho caso y poco a poco las palabras de Íker van captando su atención en contra de su voluntad...

1. El cofre del tesoro

—Bienvenidos a la nave del misterio... —empieza Íker dirigiéndose a una figura encapuchada que permanece estática a un lado del set.

El presentador, siguiendo su costumbre, se acerca a la imagen mientras se rasca la barbilla meditativo y apoya la mano en el hombro derecho de la figura, antes de volver a hablar.

—El programa de hoy es especial, tanto que el mundo probablemente no volverá a ser el mismo después de que les contemos lo hechos y demostremos, más allá de toda duda, que son ciertos.

—¡Puff!

—¡Cállate y escucha, estúpido! —le ordena Carla.

Íker se aleja de la ominosa figura de lo que parece ser un monje con un hábito negro y se dirige a la mesa donde sus colaboradores habituales le están esperando, con rostros serios y miradas trascendentes.

—Esta historia comienza en un mercadillo. Uno de esos rastros que todos los fines de semana se organizan en nuestras ciudades. Todos sabemos como son, todos los frecuentamos más o menos, llevados por la curiosidad ...

—Siempre que el capullo de tu jefe te deje tiempo libre. —interviene Gerardo antes de ser rápidamente acallado por su mujer.

— ... y todos hemos encontrado en ellos alguna vez un tesoro. Con ese mismo afán me interné hace no mucho en uno de ellos. La verdad es que nada de lo que estaba viendo me estaba impresionando, pero justo en una esquina, detrás de un enorme puesto dónde un montón de mujeres se peleaba por ropa interior a precio de saldo, un anciano vendía sus escasas pertenencias sobre una ajada manta.

—Cuando me acerqué, el hombre no pareció darse cuenta de mi presencia. Su cara llena de arrugas y manchas propias de su edad, parecía esculpida en piedra.. De repente, abrió sus ojos grandes y oscuros, rodeados de enormes ojeras y me miró. Por la profundidad de su mirada, pude adivinar que aquel hombre escondía muchos secretos.

—La colección de objetos que exponía era de lo más variopinta, candelabros, máscaras tribales, animales disecados... Todo antiguo, todo polvoriento. Sin embargo, lo que más llamó mi atención, fue un baúl de madera con incrustaciones de nácar y de aspecto tan sólido que ni siquiera el paso del tiempo parecía haber hecho mella en él.

—La verdad es que no pude resistirme; pagué religiosamente lo que el anciano me pidió y me lo llevé a casa ansioso a enseñarle mi hallazgo a Carmen. —dice el presentador antes de que la cámara se fije en su esposa y copresentadora del programa.

—En efecto, cuando llegó Íker con aquel trasto mohoso y me contó lo que le había costado estuve a punto matarlo, trocearlo, meterlo en el baúl acompañado de piedras y tirarlo al mar, pero en fin, una ya está acostumbrada a las estupideces de su marido y lo dejé correr como toda buena esposa hace con las excentricidades de su esposo.

—Amén. —dice Carla ignorando la mirada indignada de Gerardo.

—Por la ligereza con la que lo movía, era obvio que no había muchas cosas dentro, pero cuando Íker lo abrió y vimos su interior totalmente vacío, no pudimos evitar sufrir una decepción.

—Yo estaba a punto de cerrar la tapa y llevarlo al desván a acumular polvo junto con otras de mis adquisiciones, cuando Carmen señaló un pequeño agujero en una de las esquinas del suelo del baúl. Con las manos temblando de emoción, golpeé el suelo del baúl... ¡Había un doble fondo! Con un alfiler presioné en el resorte que había en el interior del agujero y descubrimos un pequeño compartimento en el que había varios libros, por el aspecto, muy antiguos.

—Con sumo cuidado, los extrajimos uno a uno. —añade la presentadora—La mayoría estaban tan deteriorados que no se podía leer nada más que frases sueltas, pero uno de ellos había sido tratado con mucho más cuidado, aislado del polvo y la humedad por una bolsa encerada.

—Allí mismo, sentados en el suelo al lado del baúl, abrimos el libro por la primera página. —continúa Íker con cara de iluminado mientras muestra un libro de aspecto muy sobado— En él se cuenta una historia que a nadie dejará indiferente.

—Joder... Ya no saben que inventar... —dice Gerardo— ¿De veras tengo que tragarme esto?

—Calla y escucha. Quizás te sorprendas. En los avances hablaban de juicios por terribles crímenes, así que tendrás tu ración de sangre y vísceras. Ten un poco de paciencia.

—Mi Íker siempre ha sido un poco torpe y con la emoción, su temblor de manos se hizo tan incontrolable, que el libro se le escurrió de las manos y cayó al suelo. En ese momento una hoja se desprendió del volumen.

—Mientras Carmen me echaba la bronca y me llamaba manos de mantequilla, me incliné y recogí la cuartilla. Al ver lo que contenía casi me hago pis allí mismo. Pegadas cuidadosamente al pergamino había dos fotografías a todo color de un hombre.

—Ja, ja, ja. Esto se pone interesante. ¿Cómo puede haber alguien tan memo para tragarse esa historia?

En ese momento una fotografía ocupa la pantalla. Desde ella, un hombre de unos cuarenta y pico y prematuramente calvo, los mira con una sonrisa falsa y una de las cejas alzadas a lo Sean Connery. La foto está tan desgastada que parece haberse hecho hace cientos de años. Aquel rostro y el gesto de superioridad le suenan de algo a Gerardo, pero no consigue ubicarlos.

—Sé que es muy difícil de creer. Incluso nosotros, a pesar del aspecto quebradizo de la foto, nos negamos a pensar que la foto fuese contemporánea al libro así que hicimos lo obvio... la llevamos al CESID para que dataran libro y foto por el método del Carbono 14.

—Con nosotros esta Elvira Cuadrado, —interviene de nuevo Carmen— jefa de la sección de física aplicada del CESID y la máxima eminencia en el país en datación de muestras por medio de isótopos radiactivos.

Durante los siguientes minutos, aquella mujer menuda y miope se dedica a describir con todo tipo de detalles el sistema que ha seguido, tanto para datar los objetos, como para asegurarse de que los Jiménez no le han timado. Tras asegurar a regañadientes que no hay manera de falsificar los resultados, Íker Jiménez hace la pregunta que todos los televidentes están esperando.

—¿Cuáles son sus conclusiones Doctora Cuadrado?

La mujer está a punto de abrir la boca para responder a la pregunta cuando Íker la interrumpe:

—La doctora Cuadrado responderá a esta pregunta, pero antes unos consejos publicitarios.

2. Lo imposible

—Coño, ya estamos. Siempre la misma mierda...

—Creí que no te interesaba. —dice Carla con una sonrisa.

—Es solo que esa cara... me suena de algo y no sé de qué.

Afortunadamente los anuncios no son eternos y la cara de Íker, en plan salvador del mundo, vuelve a aparecer en la pantalla invitando a la doctora a responder a la pregunta.

—Antes de responder, quiero aclarar que repetí tres veces el análisis y mandé calibrar todos los instrumentos antes de cada análisis. No hay error posible. Tanto el libro como la foto, tienen entre 480 y 515 años. —dice la doctora con gesto derrotado.

En ese momento enfocan la foto de nuevo y es entonces cuando Gerardo reconoce aquella cara.

—¡No puede ser! ¡Es imposible! —exclama al recordar a su profesor de latín en la facultad de filología.— Esto es indignante, ¿Cómo se atreven a cometer semejante tropelía?

—¿Qué demonios pasa? —dice Carla al ver el enfado de su marido.

—El tipo de la foto es... era mi profesor de latín en la facultad hasta que un día desapareció misteriosamente.

—Sé que más de uno habrá reconocido a la persona de esta foto, —interviene Íker adivinando la reacción de los conocidos del hombre de la foto— y entiendo que estén pensando en denunciar a este programa, pero antes de ello y para que quede todo aclarado nos acompaña una invitada especial.

—Ante todo, muchas gracias por venir, Matilda.

En la pantalla un mujer de origen asiático, de unos treinta años, saluda a Íker con una inclinación de cabeza. Gerardo observa los ojos rasgados, los pómulos altos y el pelo largo, negro y brillante como el ala de un cuervo. Con un gesto de la mano, la mujer aparta un mechón de su cara y con sus labios finos y rojos cerrados en un gesto de firmeza, espera pacientemente que Íker empiece a preguntar.

—Dios mío. Charlies por todas partes. Esto es una conspiración.—dice Gerardo imitando el acento de zumbado de Rambo.

Carla le golpea el hombro y conteniendo la risa le obliga a callarse de nuevo mientras Iker se explica:

—Para empezar, una pequeña aclaración. A muchos de nuestros televidentes les sonará esta cara tanto como me sonó a mí nada más verla. La verdad es que no tardé mucho en darme cuenta de que el hombre de la foto era Javier Luna. Y lo recordaba porque fue el protagonista de uno de mis programas hace poco más de cuatro años. Era un caso de desaparición. En realidad no solemos ocuparnos de esos casos, pero las circunstancias no eran nada usuales. Las últimas personas que vieron con vida a Javier lo vieron salir por la ventana del laboratorio del departamento de física de la universidad en llamas, donde trabajaba su novia , subir desnudo a su coche y salir disparado del aparcamiento.

—Luego nada, simplemente se esfumó en el aire... Tanto él como su coche desaparecieron sin dejar rastro. Que desaparezca una persona no es inusual del todo, lo acepto, pero que lo haga con su coche en medio de una autovía recta y plana, en medio de una llanura pelada ya es otra cosa. Por si fuese poco, su coche tenía un sistema de localización por satélite en caso de emergencia e internet, pero cuando la policía intentó rastrearlo, la señal del wifi desaparecía en plena autovía y nunca se apretó el botón que contactaba con emergencias en caso de accidente. No hubo pistas y el caso se cerró, no sin acumular un montón de preguntas que nadie pudo o quiso responder... Hasta ahora.

—Este libro y esta foto, explican con detalle todo lo que aconteció en aquella aciaga noche. —añade el presentador mostrando sus pruebas como si los televidentes fueran los "Doce Hombres sin Piedad"— Cuando lo leí, estaba tan estupefacto, que lo primero que hice fue intentar comprobar toda la información que aportaba este documento. Todos hemos oído hablar del inquisidor Ortuño, de sus procesos contra las brujas a principios del siglo dieciséis, unos procesos que se caracterizaban por basarse mucho menos en la tortura y la violencia y más en la lógica, la deducción y la investigación. Los hechos que se cuentan en este libro no se pueden comprobar, perdidos en la noche de los tiempos, pero la parte relacionada con la desaparición de Javier sí y por eso está su novia el día de su desaparición, Matilda Chu. ¿Es eso cierto?

—Así es. —dice la mujer mirando a la cámara incómoda— Javier y yo llevábamos saliendo dos años. Era un novio atento y siempre estaba de buen humor, lo único que me ponía de los nervios era la manía que tenía de soltar latinajos cada vez que podía. Estaba obsesionado por demostrar que el latín no era una lengua muerta.

—¿Has tenido la oportunidad de leer este documento?

—Sí y tengo que decir que toda la parte relativa a la noche de su desaparición encaja hasta donde yo sé.

—¿En tu opinión, es esta la letra de Javier? —pregunta Carmen para poder chupar un poco de cámara.

—Sin ninguna duda. La forma en que se tuerce siempre hacia abajo a partir de la mitad del renglón y las G mayúsculas son inconfundibles. Además, como a ti, la forma en la que estaba escrito el texto llamó poderosamente mi atención. A pesar de haber sido escrito hace más de quinientos años, el idioma en el que está escrito es castellano actual. Por ejemplo las efes que se usaban en vez de las haches en aquella época, no se ven por ninguna parte y hay multitud de palabras y expresiones que solo se usan en la actualidad.

—Gracias, Matilda. Lo único que nos queda es saber qué es lo que cuentan estas memorias y para ello nos limitaremos a leer las palabras de Javier para conocer... LA VERDADERA HISTORIA DEL INQUISIDOR ORTUÑO.

A continuación Íker levanta el libro y acompañado por una música apropiada, se dirige a un rincón del plató donde alguien ha colocado un cómodo sofá orejero y una chimenea donde resplandece un fuego simulado. Sin más ceremonias, Íker comienza a leer:

3. En el calor de la noche

Yo, Javier Ortuño, inquisidor general en otro tiempo y ahora simple fraile dedicado al auxilio de los pobres y los desamparados, he vivido una vida larga y llena de aventuras, pero antes de dejar este mundo tengo la intención de contar toda la verdad sobre mi vida y mis orígenes. Sé que más de un lector se negará a creer lo que aquí escribo, pero juro ante Dios todopoderoso que todo lo que cuento en estos pergaminos no es nada más que la verdad.

Mi historia comienza muy lejos, casi quinientos años en el futuro. En ese futuro yo era profesor de latín en una universidad. Era un hombre feliz, respetado por mis colegas y amado por mis alumnos.

—Puff. Sí. Recuerdo como amábamos todos las broncas que nos echaba cada vez que empleábamos mal una declinación.—interviene Gerardo incapaz de contenerse.

Pero todo cambió un espléndido día de verano. El calor había apretado todo el día y las aulas de humanidades eran una sauna. En aquellas noches, siempre solía colarme en el departamento de física. Los sofisticados aparatos requerían un ambiente más fresco y además Matilda, la jefa del departamento de física aplicada, mi novia, trabajaba allí.

Recuerdo aquel día como si fuera ayer... o mañana, bueno ya me entendéis. Cuando llegué al departamento encontré a Matilda, sola, como siempre, haciendo horas extra mientras trabajaba en su último artefacto.

Aquel lugar era el sueño de todo inventor maníaco... y mi pesadilla. Cada vez que me olvidaba dejar las llaves del coche sobre un pequeño armarito al lado de la puerta, los potentes electroimanes que tenía mi novia en el laboratorio me jodían la codificación de la llave del coche y tenía que gastarme cien euros en el concesionario.

Entré y me acerqué por detrás, en silencio. Cuando estuve justo tras ella la agarré por las caderas. Matilda pegó un grito y dio un salto electrizada.

—¡Cabrón! Te he dicho un millón de veces que no hagas eso.

—Es que es tan divertido verte saltar como un ratoncillo asustado que no puedo resistirme.

—Eres gilipollas, ¿Y si se me cae el condensador? Serás tú el que me compense miles de horas de trabajo?

—Por supuesto. Me encanta compensarte. —respondí acorralando a mi novia contra la mesa y frotándome contra ella como un babuino en celo.

—Déjalo ya, tengo que trabajar.

—¿En ese trasto? —dije cogiendo un aparato en forma de frisbee con múltiples circuitos entre los que destacan tres dispuestos en forma de Y griega.

—Ten cuidado con mi condensador de fluzo. No es un juguete. —dijo ella arrebatándomelo de las manos.

—¿Qué es un condensador de fluzo? —le pregunté yo aun inconsciente de que aquel trasto marcaría el resto de mi vida.

—Este trasto, como tú lo llamas, va a revolucionar el mercado de la energía. Ahí donde lo ves, un condensador de fluzo como este puede almacenar una cantidad ingente de energía. ¿Sabes cuánto pesan las baterías de un coche eléctrico?

—No lo sé exactamente, pero mucho.

—Pues este aparato puede almacenar 1,21 gigawatios. —dijo haciéndolo botar un par de veces en sus manos con facilidad— Con esa cantidad de energía se puede mover un coche durante toda su vida útil sin necesidad de una recarga o podría usarse en aviones, trenes barcos.... cualquier cosa que se te ocurra que necesite energía.

—Aja, entiendo. Tienes un trasto del tamaño de una mochila pequeña con energía suficiente para mover un trasatlántico. ¿No habrás visto demasiadas películas de Ironman?

—Déjate de estupideces, no lo entiendes, es energía a bajo coste para todos....

—Te olvidas de que esa energía tiene que salir de alguna parte, esto no cambiará nada. Seguiremos obteniéndola de las mismas fuentes...

—Te equivocas —dijo ella conteniendo su impaciencia— El condensador puede cargarse a cualquier velocidad y con cualquier voltaje. Podemos conectarlo a una serie de placas solares para tener energía el resto del día o podemos hacerlo incluso con un rayo. ¿Entiendes las implicaciones?

—Por supuesto. —dije yo— Pronto serás multimillonaria. ¿Cuánto te han ofrecido las petroleras y las eléctricas para que encierres este trasto y tires la llave?

—¿Cómo sabes que...?

—Es de cajón. —la interrumpí— Me imagino que habrás publicado ya varios artículos sobre el tema y supongo que no han pasado desapercibidos.

La dejé mirándome con desconfianza mientras centraba mi atención en aquel aparato y jugueteaba con él antes de que me apartase con un gesto airado.

—Cuidado, tiene una carga completa. Yo que tú, no tocaría esos dos conectores.

—La verdad es que ese trasto me recuerda un poco a ti. —dije al recordar para que había venido— Pequeño, ligero, redondo y con dos conectores que pueden producir peligrosas descargas.

En ese momento cogí a Matilda por las caderas y la senté sobre la mesa de trabajo justo antes de que mis manos se cerrasen sobre sus pechos....

Gerardo observa en la pantalla como el plano se desplaza de la figura de Íker, sentado en el sofá a la cara ruborizada de la doctora que, impotente, escucha la narración con los labios apretados en una fina línea de indignación.

Matilda reaccionó y me abofeteó con fuerza, justo antes de besarme.

La verdad es que era una mujer preciosa de rasgos asiáticos y a pesar de ser veinte años más joven que yo, para su edad era muy madura... ¡Qué coños! Me la ponía muy dura.

Tengo que decir que estaba totalmente enamorado de aquella fascinante mujer. Cada vez que la desnudaba y observaba el cuerpo moreno y esbelto, sus pechos pequeños, con los pezones oscuros y diminutos y su pubis completa y cuidadosamente depilado, sentía como cada célula de mi cuerpo deseaba a aquella mujer con un ardor animal.

Aquella noche no fue distinto. Sin dejar de besarla, hundí las manos en su cabello mientras ella desabotonaba su bata y rodeaba mi cintura con sus piernas. Mis manos se desplazaron por su espalda y recorrieron sus piernas esbeltas y musculosas esculpidas en el gimnasio, disfrutando de su suavidad.

De un empujón se separó de mí e impidiéndome que me acercara, se quitó la bata y la dejó caer al suelo. Bajo ella solo llevaba una fina blusa blanca y una minifalda de tablas.

Mirándome a los ojos, se deshizo poco a poco de ambas prendas. Consciente de que iba a venir a visitarla, no se había puesto nada debajo. Me abalancé sobre ella, pero con un movimiento fluido me esquivó y cogiéndome por la espalda desplazó sus manos en torno a mi cintura y me sopesó con ellas el paquete.

Yo me estremecí, sintiendo como mi polla crecía y se endurecía en un instante. Incapaz de contener mi deseo, me deshice a tirones de mi ropa y dándome la vuelta, empujé a Matilda contra la pared y la acorralé besando su cuello y sus pechos, impregnándome del aroma de su piel y del sabor de su boca.

Aquella mujer era como una serpiente, tan pronto estaba enroscada en torno a mi cuerpo como se escurría de mi abrazo y salía corriendo evadiendo mis intentos por atraparla. Finalmente logré cogerla por un tobillo y tumbarla boca arriba sobre el suelo del laboratorio. Matilda sonreía y jadeaba mientras intentaba evitar que la penetrase, satisfecha con mi deseo desesperado.

Por fin logré colocarme sobre ella y aprovechando el peso de mi cuerpo la inmovilicé el tiempo suficiente para poder entrar en ella. Matilda gimió y se retorció mientras mi pene avanzaba en su interior hasta colmar su delicioso coño con él.

En ese momento mi novia se rindió y rodeó mis caderas con sus piernas mientras me susurraba al oído palabras de amor. Yo estaba ciego, solo pensaba en embestir aquel delicioso cuerpo una y otra vez como un toro furioso.

Aprovechando un despiste, Matilda me empujó y se puso encima de mí. Separándose, recorrió mi cuerpo con su melena haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera de deseo. Con su cara oculta por aquella densa cabellera, no me di cuenta de sus intenciones hasta que su boca envolvió mi glande con su calor. Con una maestría de la que solo las orientales son capaces, repasó mi pene con su lengua y mordisqueó mi glande para terminar chupándolo con fuerza hasta ponerme al borde del orgasmo.

En ese momento Matilda se apartó observándome con aquella sonrisa de superioridad que tanto odiaba y amaba a la vez. Yo le mantuve la mirada mientras ella apartaba el pelo de su cuerpo exhibiendo su piel ligeramente bronceada y su sexo abierto y enrojecido.

—Ya podían ser todos los episodios así. No sé si podré llegar al final sin echarte un polvo... —dice Gerardo besando el cuello de su esposa.

Ignorando sus deseos, me quedé tumbado en el suelo, obligando a que fuese ella la que se acercase. Con movimientos deliberadamente lentos, se fue aproximando hasta sentarse sobre mis caderas. Matilda sonrió de nuevo, se metió mi polla hasta el fondo de su coño y empezó a mover las caderas mientras jugaba con su melena y miraba al frente con aire ausente.

Solo un leve temblor en sus labios delataba el placer que recorría su cuerpo. Yo le seguí el juego y la dejé hacer, intentando inútilmente parecer tan relajado como ella.

Poco a poco, los movimientos de sus caderas fueron haciéndose más amplios y Matilda cogió un mechón de su pelo y lo mordió para evitar que escapara ningún gemido de placer. Incapaz de contenerme más, con un movimiento rápido, la obligué a descabalgar y de un empujón la puse de cara a la pared.

Dominado por una intensa lujuria separé sus nalgas y la penetré con tanta fuerza que sus pies despegaron del suelo. Mis manos recorrieron su cuerpo y lo sobaron y estrujaron sin miramientos mientras le daba polla sin descanso.

Ella intentó morder el pelo para ahogar los gritos de placer, pero yo cogí su melena y rodeando su fino cuello con ella, tiré con fuerza mientras seguía empujando. Matilda arañó la pared e intentó coger aire mientras yo mantenía la presión sobre su cuello y la follaba desatado hasta correrme en su interior.

Bastaron unos pocos empujones más para que Matilda se viese asaltada por un orgasmo brutal que le hizo perder el control de su cuerpo. Con un gemido estrangulado se derrumbó en mis brazos mientras todo su cuerpo se estremecía victima de prolongados relámpagos de placer.

—Cabrón. —dijo Matilda con voz ronca y pegándome un codazo cuando se hubo recuperado.

Yo, siguiendo el ritual, encajé el golpe y dejé que me diese un par de bofetones más sin decir nada. Aun recuerdo lo que disfrutaba con aquella mujer. A pesar de estar a eones de distancia aun me parece oler el aroma de su pelo, el sabor de sus besos y el calor de su piel...

En fin, tras un par de minutos de conversación intrascendente, Matilda se levantó y poniéndose apresuradamente la bata, como siempre que hacíamos el amor, se fue a los aseos del piso de abajo para quitarse mis inmundicias como decía ella.

Satisfecho, apagué la luz del laboratorio y me tumbé de nuevo, desnudo sobre el suelo, inconsciente de los sucesos que iban a poner mi vida patas arriba, apenas en unos instantes.

4. Malditos Charlies

No habrían pasado más de dos minutos cuando unas luces, reflejándose en el techo del laboratorio, me sacaron de mi estado de duermevela. Al principio pensé que serían un par de alumnos que venían a hacer botellón, pero cuando hoy el ruido de alguien que trepaba por la fachada y forzaba una de las ventanas del laboratorio, inmediatamente me puse en guardia.

A gatas, me desplacé entre las mesas en dirección al origen del ruido y me asomé para ver lo que estaba ocurriendo. Dos personas vestidas de negro y con pasamontañas estaban registrando el laboratorio.

Se notaba a la legua que eran profesionales. Se movían con soltura. No parecían preocupados o nerviosos, conscientes de que la seguridad de aquel campus era de risa y ni siquiera se molestaban en bajar la voz. Por sus palabras me di cuenta inmediatamente que eran chinos o coreanos. Los observé unos instantes revolviendo entre los papeles y el material que tenía acumulado Matilda encima de las mesas y poniendo pequeños aparatos en todos los ordenadores que veían.

Inmediatamente me di cuenta de qué era lo que venían hacer. Querían llevarse el condensador de Matilda y destruir toda su investigación. Una oleada de furia me dominó. Quería matar a esos cabrones, pero los reveladores bultos que pude adivinar en sus caderas me disuadieron de ello.

En ese momento me acordé de Matilda. Si aparecía en ese momento no me imaginaba que podría pasar. Tenía que desviar su atención. Aun recordaba dónde había puesto el condensador y medio a gatas, medio a rastras, me acerqué a la estantería donde mi novia lo había dejado.

Lo cogí y a tientas me dirigí hacia la puerta. Tanteando en la oscuridad me hice con las llaves del coche y justo cuando así el pomo de la puerta, me erguí y pegué un grito saludando a los chinos con el condensador en la mano.

Sin esperar su respuesta, salí zumbando de la estancia, perseguido por los gritos de los intrusos. Corrí por los pasillos escuchando explosiones apagadas y viendo como astillas de yeso volaban a mi alrededor. Aquellos tipos no estaban de broma.

En cuanto doblé la esquina me puse a correr como un loco con el condensador de fluzo bajo el brazo. Poco a poco, conocedor de todos los recovecos del edificio, conseguí sacarles algo de ventaja.

Sin mirar atrás, salí del edificio directo hacia el aparcamiento donde me esperaba mi Corsa OPC. Sabía que si lograba arrancar el coche sin que me agujereasen la cabeza estaba salvado.

En cuanto salí al exterior, el frescor de la noche y la gravilla del aparcamiento me recordaron que estaba totalmente desnudo. Ignorando las piedrecillas que se clavaban e mis pies y la brisa helada que endurecía mis pezones me acerqué al coche.

No voy a relataros la escena de mis manos temblorosas intentando insertar la llave en la cerradura del coche porque sería mentira. Sin dejar de correr pulse el mando y entre en el coche, tiré el condensador en el asiento trasero, apreté el botón del arranque sin llave y salí zumbando del aparcamiento mientras que por el rabillo del ojo veía como un SUV se acercaba a recoger a mis perseguidores.

Rodeé el edificio a toda velocidad, observando como una espesa nube de humo negro salía por la ventana del laboratorio de física. Podían haber destruido los ordenadores de Matilda, pero yo tenía el condensador y pensaba alejarlo de las garras de aquellos cabrones.

Aceleré un poco más por las calles desiertas del campus en dirección al centro. Estaba empezando a creer que me había librado, cuando el SUV negro apareció de una calle lateral y se colocó justo detrás de mí.

Por el espejo retrovisor vi como un tipo asomaba medio cuerpo por la ventanilla apuntándome con un fusil que me pareció enorme.

Dando un volantazo, esquivé la primera ráfaga y salí del campus. Me dirigí hacia el centro, esperando que los pocos coches que circularan por allí disuadiesen a mis perseguidores de seguir disparando.

Atravesé dos rotondas y aceleré hasta rozar los noventa kilómetros por hora, con los malos pegados a mi culo, gastando munición como si no hubiera un mañana. Pisé el acelerador a fondo y mi cochecito pegó un salto adelante. Logré alejarme unos metros, pero las balas eran más rápidas. Noté como los proyectiles repiqueteaban en la carrocería y la atravesaban. Me mee encima y di un volantazo, intentando evitar lo peor del chaparrón.

Una nueva ráfaga alcanzó mi coche, esta vez de lado y por el rabillo del ojo vi como una de las balas impactaba en el condensador de fluzo del que empezaron a saltar chispas.

Más preocupado por salvar el pellejo que por aquel trasto, aceleré de nuevo en la siguiente recta. El coche pasó a los ciento quince y luego a los ciento veinte por hora. Cuando llegué a los ciento treinta y cinco las chispas del condensador empezaron a extenderse por la carrocería. Aquello me daba mala espina, pero con aquellos bestias pegados a mi culo, no podía hacer otra cosa que seguir acelerando...

Y entonces llegué a los ciento cuarenta y ocurrió...

—Sí, en ese momento ocurrió la cosa más alucinante que he podido documentar en mi vida. —dice Íker dirigiéndose a las cámaras— Y pronto se sorprenderán tanto como yo. Justo después de los anuncios

...

—Será hijoputa. —dice Gerardo ahora totalmente enganchado en la historia— Tiene suerte de que yo no tenga el armamento de los chinos, si no se iba a enterar.

Impaciente, espera a que pase los anuncios, jurándose a sí mismo no comprar ninguno de los objetos que promocionan en venganza por interrumpirle la historia

Al fin, después de siete interminables minutos, los anuncios terminan e Íker continúa su lectura

:

... Las chispas envolvieron el Corsa hasta que un fogonazo me cegó momentáneamente. Cuando recuperé la vista no entendía nada. En vez de circular por una autovía desierta, en medio de la noche, estaba dando botes en un camino pedregoso y embarrado a ciento cuarenta por hora.

Actuando por reflejo, hinqué el pie en el pedal del freno. Las pastillas mordieron los discos y el ABS se puso a trabajar a toda potencia, pero en aquella superficie poco podían hacer para disminuir la velocidad.

Con una lentitud desesperante comencé a disminuir la velocidad, cogí al primera curva sin saber cómo, pero entonces, una enorme roca salida de no sabía dónde me arrancó el espoiler delantero y me jodió algo en la suspensión. De repente el volante se iba para todos los lados y apenas podía mantener el control del coche. Aun a cerca de ochenta kilómetros por hora conseguí trazar la siguiente curva ayudándome del freno de mano para ver como una figura caminaba por el medio de la astrosa carretera.

No pude hacer nada, la figura encapuchada se dio la vuelta al oír el estruendo. Aun recuerdo como si fuera ayer los ojos abiertos por la sorpresa, el impacto contra el parabrisas y la caída a plomo, diez metros detrás de mí que observé alucinado por el espejo retrovisor.

Aquello hizo que perdiese totalmente el control el coche. El Corsa empezó a culear y en la siguiente curva me salí recto, salté por encima de un terraplén y como un cohete caí entre una maraña de árboles y arbustos aterrizando en un arroyo.

El agua fría me espabiló. Respiré hondo y pulsé el botón de emergencias del coche. El aparato parecía funcionar, pero nadie contestaba mi llamada. La radio funcionaba también, pero solo se oía ruido blanco... No entendía nada.

Después de esperar cinco minutos, salí del coche que empezaba a hundirse en el cieno de la orilla. El día era oscuro y frío. Temblando y mareado por el impacto, me abracé y comencé a subir por el terraplén.

A rastras, magullado y dolorido, logré llegar al camino. No sabía que pasaba, ni dónde demonios estaba. De repente, me acordé del tipo al que había atropellado y me fui corriendo hacia el lugar donde había caído con la tonta esperanza de que aun respirara.

Por supuesto estaba más muerto que mi abuela.

5. Impostura

Nunca había matado a nadie. Llorando, cerré los ojos de aquel hombre y lo aparté del camino depositándolo bajo un árbol, a unos metros de la orilla del camino. En ese momento no sabía qué hacer. Observé el cadáver, intentando imaginar quién podía ser aquel hombre. Por el hábito y la tonsura que descubrí al retirar la capucha estaba claro que era un monje, aunque no tenía ni idea de que tipo.

Su hábito que en algún tiempo pretérito había sido blanco, estaba lleno de lamparones a los que se habían unido alguna que otra mancha de sangre y barro debido al accidente, aunque lo peor se lo había llevado la capa negra que llevaba por encima, en algunos sitios agujereada y en otros acartonada por la sangre seca.

Devanándome los sesos, traté de recordar qué órdenes aun conservaban la tonsura, pero sabía mucho más de latín que de religión y no pude llegar a ninguna conclusión.

Justo en ese momento empezó a llover. Me quedé bajo el árbol, junto al cadáver, temblando de frío y miedo mientras esperaba que pasase un coche, o más bien un tractor que nos llevase a la civilización al cadáver y a mí mientras intentaba encontrar una explicación racional a todo lo que me había pasado.

Diez minutos después, un ruido me alertó, pero no era el de un motor, era más bien el ruido como de una estampida. Asustado, no me atreví a salir al camino y tras un par de minutos, la visión de un par de hombres vestidos de cuero y rodeados de una escolta de soldados armados con ballestas y armaduras, me dijeron que algo iba muy mal.

En ese momento me di cuenta de que si esos tipos me hubiesen pillado en bolas, con el cadáver de un monje en el regazo, me hubiesen descuartizado y hubiesen clavado mi cabeza en una pica.

A partir de ese momento, actué por puro instinto de supervivencia. Evitando las arcadas, desnudé el cadáver, delgado como un sarmiento y pálido como un esparrago de Tudela y me puse sus ropas ásperas y malolientes. Los hábitos me quedaban un poco estrechos y la áspera lana picaba como alambre de espino, pero las sandalias eran de mi número y por lo menos pude dar un poco de descanso a mis doloridos pies.

A continuación, me acerqué con precaución al camino, examinando el lugar dónde había caído el fraile, tratando de no dejar ninguna prueba que pudiese incriminarme. Moviéndome tan rápido como el barro y la torrencial lluvia me lo permitían, recogí todos los restos del coche que pude encontrar, tirándolos entre la maleza y cuando ya estaba volviendo al lado del cadáver, encontré una pequeña bolsa de viaje de cuero, que obviamente pertenecía al muerto. En el interior había una pequeña bota de vino, un mendrugo de pan, un poco de queso, un rosario hecho con cuentas de madera, una biblia y otro libro, con encuadernación de cuero, y aspecto muy sobado.

Estuve a punto de abrirlo, pero tenía cosas que hacer. Tropezando y resbalando en el cieno, llegué de nuevo hasta el cadáver y al tercer intento conseguí echármelo al hombro. Con las piernas temblando por el esfuerzo y luchando contra la lluvia, que cada vez caía más fuerte, me dirigí hasta el lugar donde me había salido con el coche.

Cuando llegué a lo alto del terraplén, lancé el cuerpo y dejé que la gravedad me ahorrase trabajos.

El cuerpo había caído al lado del coche así que en un par de minutos lo arrastré hasta el interior y lo dejé allí, sentado al volante, con la puerta abierta para que se lo comieran los bichos. Sin mirar atrás, trepé de nuevo hasta el camino y disimulé las rodadas del Corsa lo mejor que pude. Cuando terminé estaba totalmente derrotado y solo la perspectiva de tener que caminar hasta encontrar un lugar donde acogerme, hizo que casi volviese a echarme a llorar.

Descansé unos minutos bajo la lluvia, y con un supremo esfuerzo, me puse en pie y empecé a caminar, aunque solo fuese para entrar en calor. Jurando en arameo, comencé a andar por el lado menos cenagoso del camino, resbalando y trastabillando, aguantando aquella lluvia fría e inclemente y viendo como el cieno se me colaba entre los dedos de los pies que se me estaban poniendo azules por el frío.

Llevaba una media hora larga caminando, cuando oí un ruido unos metros detrás de mí. Preparado para tirarme a la cuneta, miré hacia atrás y pude vislumbrar un carro cargado de nabos que se acercaba lentamente entre la lluvia.

Mientras se acercaba a paso de tortuga, observé el vehículo. Estaba hecho a base de toscos tablones y sus ruedas eran de madera maciza. En el pescante, un hombre pequeño y de hombros anchos, vestido con unos pantalones de cuero, una casaca y un gorro redondo arreaba a dos bueyes que tiraban de el carro con desgana y tardaron casi dos minutos en ponerse a mi altura.

Me aparté un poco para dejarle pasar y seguí caminando penosamente.

—Buenas tardes, hermano. —saludó el campesino desde el pescante, quitándose el gorro en señal de respeto a pesar del chaparrón.

—Que Dios te bendiga, hermano. —respondí automáticamente.

—Una mala tarde para pasear.

—La que Dios nos da, ni más, ni menos. Sin la lluvia el trigo no crece y los corderos no tienen qué pastar. —dije intentando parecer tan sabio como beato.

—Quizás ha sido Dios el que me ha traído hasta usted. Ande, suba, hermano, que aun le quedan más de tres horas de camino.

La perspectiva de tres horas más chapoteando bajo la lluvia me resultaron tan aterradoras que no me lo pensé, subí de un salto al pescante y me senté al lado del orondo campesino. El olor agrio, mezcla de sudor y cerveza barata que desprendía, casi me hizo vomitar, pero la perspectiva de seguir chapoteando varias horas bajo aquel diluvio, me animaron a hacer de tripas corazón y aguantar.

En cuanto me hube acomodado, el hombre arreó a los dos bueyes y estos, sin apresurarse lo más mínimo, comenzaron a moverse. El boyero era hombre de pocas palabras y tras quejarse de nuevo del chaparrón, se concentró en conducir el descapotable. Yo me encasqueté la capucha todo lo que pude y me dediqué a meditar sobre mi situación.

Parecía imposible, pero era evidente que de alguna manera me había desplazado hasta la Edad Media. El paso de los caballeros, el fraile, incluso el carro podían tener una explicación, pero lo que no podía explicar de ninguna manera era cómo una autovía se había convertido en un camino de cabras y como una calurosa noche de verano pasaba a ser un día desapacible y lluvioso, todo en cuestión de un instante y sobre todo y definitivamente, ninguna persona de mi época podía oler tan mal como aquel paleto.

La perspectiva no era muy halagadora. Estaba solo, en un mundo terriblemente duro, donde la infección de un padrastro podía ser mortal y todo el que no fuese noble tenía unas altas posibilidades de morir de hambre. Por lo menos había tenido los reflejos suficientes para quitarle las ropas al hombre que había atropellado y al menos, a corto plazo, podría vivir de la caridad de la gente, aunque no sabía muy bien cuanto podría aguantar aquella vida.

Increíblemente, el grueso y tosco hábito que rascaba mi piel como un estropajo de níquel aguantaba bastante bien el agua y poco a poco entre en calor. Un poco más cómodo y ayudado por el rítmico chapoteo de los cascos de los bueyes y el silencio del campesino, me fui quedando dormido.

—Bueno, hermano. Ya hemos llegado. —me despertó el boyero zarandeándome suavemente.

Desorientado abrí los ojos y me encontré frente a una iglesia de piedra de estilo mozárabe con una torre cuadrada imponente. Me giré intentando ubicarme. Me encontraba en la plaza de una pequeña población. Me bajé del carro. Había anochecido y la lluvia nos había dado una tregua. Bajando del carro, estiré mis miembros entumecidos y me eché hacia atrás la capucha para poder ver la torre mejor. En ese momento una voz a mis espaldas, tan meliflua que me causó una ligera repulsión, me saludó.

—Bienvenido, hermano Ortuño. —dijo el cura que había salido de una casa que había justo al otro lado de la calle— Soy el padre Daniel. Gracias a Dios que has llegado. Ha sido un día de perros. Me temía que un torrente crecido te hubiese llevado. Afortunadamente, Dios siempre provee. Gracias, Domicio, puedes retirarte con mi bendición.

El cura hizo una rápida señal de la cruz y el boyero se despidió y arreó a sus bestias con una sonrisa tan amplia que parecía que le hubiese tocado la lotería.

—Afortunadamente, todos en el pueblo están al tanto de tu llegada y gracias a tu hábito, hermano, Domicio te ha reconocido al instante y te ha traído hasta aquí.

—La verdad es que hubiese llegado de todas las maneras con la ayuda de Dios, pero me ha ahorrado una buena mojadura. —dije yo muerto de curiosidad y de miedo a un tiempo por la notoriedad del personaje al que estaba suplantando.

—Pero pasa y acompáñame a mi humilde morada, hermano, —dijo el cura empujándome suavemente al interior de su casa— fuera empieza a hacer fresco.

6. La casa del cura

Intentando disimular mi temor y mi estupefacción al ver que aquel cura me estaba... bueno estaba esperando a la persona a la que suplantaba, le acompañé al interior de la edificación.

La casa del cura era sorprendentemente cómoda y espaciosa y me llamó especialmente la atención lo limpia que estaba. El padre Daniel me precedió por el recibidor de tierra apisonada y me introdujo en una estancia cuadrada, con el suelo de piedra y una chimenea donde un fuego ardía alegremente.

Sin pensar en ello, me acerqué buscando un poco de calor. Agradecido, sentí como mis manos y pies entraban en reacción y dejaba de temblar.

—Justo en este momento iba a cenar, —dijo el cura sentándose a la gran mesa de madera de castaño que dominaba la estancia— será un honor que me acompañes, fray Ortuño.

—El honor es mío, padre Daniel. No sabe lo que agradezco su hospitalidad.—respondí apartándome de mala gana del hogar y sentándome frente a él.

En ese momento, una mujer de pelo largo y oscuro y que aparentaba poco más de veinte años, entró en la habitación, llevando en su regazo unos cuencos y unos vasos de madera. La joven me miró con unos ojos grandes y asustados como los de un cervatillo. Un instante después, apartó la mirada y se concentró en disponer la mesa para la cena.

—Luzdivina es mi ama de llaves. No sé qué haría sin ella y además cocina de maravilla. —dijo el cura dándose unas palmaditas en su enorme tripa y observando aquel culo orondo y jugoso alejarse en dirección a la cocina.

Dos minutos después, llegó la criada con un enorme cuenco de estofado y una jarra de vino. Sin levantar la vista de la mesa se inclinó y me sirvió una generosa ración de estofado. Mientras el cura cerraba los ojos para bendecir la mesa, yo aproveché para observar como el vestido de lana, entallado, revelaba la figura rellenita y generosa en curvas de la joven. Levantando la mirada observé los rasgos de su cara, que eran un poco vulgares, con una nariz pequeña y regordeta y unos labios pequeños y carnosos que le daban un ligero toque de gracia al conjunto.

La ama de llaves sirvió al párroco y tras echarle una rápida mirada, hizo una pequeña reverencia y se marchó con el permiso del padre, que le dijo que preparase la habitación de los invitados para mí y se fuese a la cama.

Comí rápido y en silencio, estaba tan hambriento que ni me preocupé de las condiciones sanitarias en las que se había elaborado aquel estofado.

Tras el delicioso estofado, comimos un par de trozos de queso y acabamos el vino. Estaba realmente horrible, pero lo agradecí, me ayudó a entrar definitivamente en calor y sabía que las bebidas fermentadas eran mucho más seguras para beber que el agua en aquellos tiempos.

El cura se levantó y cogiendo su silla, la acercó a la chimenea. Yo le imité y me senté frente a él.

—Gracias por la cena, padre y felicite a la cocinera de mi parte, hacía tiempo que no comía nada tan jugoso.

—Es normal, supongo que el viaje hasta aquí, hermano no habrá sido fácil. Yo, que jamás he hecho un viaje de más de dos jornadas, no me puedo imaginar lo que significa recorrer doscientas leguas y además con la sencillez y la pobreza con la que te has desplazado.

—En efecto. El viaje ha sido largo, pero Dios ha proveído y gracias a él he conseguido llegar sano y salvo hasta aquí. —repliqué disimulando un escalofrío.

—Alguna vez me gustaría charlar contigo sobre tus viajes, por tu extraño acento estoy seguro de que tendrás un buen número de anécdotas que contar y paisajes extraños que describir.

—La verdad es que he visitado tantos lugares que ya me parece no saber de dónde vengo. De hecho, mi extraño acento se debe a un largo viaje de estudios a Roma y Malta. —dije esperando que aquel paleto se tragase la excusa por mi extraña forma de hablar.

La noticia de que venía de tan lejos me tranquilizó un poco, como decía el cura, casi nadie en aquella época se trasladaba tan lejos, así que era probable que ni un alma en aquella pequeña población conociese a Fray Ortuño en persona.

—Supongo que estará impaciente por empezar. Yo también lo estoy, este caso ha originado una importante convulsión en esta pequeña villa, que por otra parte ha sido siempre un remanso de paz.

—La verdad es que estoy cansado de tan largo viaje, pero no lo suficiente para que no me pongas en antecedentes. —dije yo intentando saber en qué lío me había metido.

—En principio parece el típico caso de brujería. Ya sé que para ti, hermano, acostumbrado a estar presente en los grandes oficios, al lado de su excelencia el arzobispo Diego de Leza, le parecerá relativamente sencillo, pero para nosotros es una fuente de desazón. Afortunadamente, ya le tenemos entre nosotros. Hasta aquí nos han llegado noticias de la habilidad con la que se incautó de los escritos de Nebrija, semejante peligro no se puede tolerar.

—Gracias, padre. —dije empezando a imaginar con un escalofrío a que se dedicaba el tipo al que estaba suplantando— Y aunque parezcan sencillos, todos los casos de brujería son distintos. De todas maneras, seguro que con un poco de trabajo y la ayuda de Dios, lograremos que la verdad salga a la luz.

—Amén, hermano, amén.

Ambos observamos el fuego mientras el cura me daba una rápida descripción del lugar. La villa de Cabriles de la Sierra era una pequeña población de unos ochocientos habitantes en el fondo del valle del rio Pardiel. Sus habitantes eran en su mayoría descendientes de colonos que habían llegado tras la reconquista y habían empezado a trabajar pequeñas tierras con más o menos éxito. Al final habían quedado una minoría de terratenientes que se había hecho con las tierras más fértiles, mientras que el resto se habían tenido que conformar con trabajar para ellos o criar ovejas y cabras en las agrestes colinas que rodeaban el valle. Con el tiempo y el final de la reconquista, la población se había convertido en uno de los lugares de paso de mercancías entre las fértiles llanuras del sur y las zonas altas al norte del valle. Gracias a ello había florecido un modesto mercado y con él una pequeña burguesía de artesanos y comerciantes.

Durante todo ese tiempo, la vida en Cabriles había sido bastante tranquila, solo alterada por algún episodio de persecución de judíos y moriscos que rápidamente fueron solucionados. El comercio y la artesanía habían ayudado a la paz, convirtiendo a la villa en un lugar relativamente próspero y en el centro comercial de la comarca.

Pero esa paz se había roto hacia dos semanas cuando cuatro personas habían acusado de brujería a Úrsula, una mujer que vivía sola en una pequeña cabaña en las afueras, junto al río y que era una de las curanderas de la villa y probablemente la más apreciada.

Inmediatamente, la habían encerrado y habían llamado al obispado para que les consiguiese un inquisidor y por eso estaba yo allí.

Al escuchar el relato de aquel hombre, tuve que disimular un escalofrío. Estaba claro que mi vida no corría inmediato peligro, pero tenía que dirigir un tribunal inquisitorial sin tener ni puta idea de cómo hacerlo. Esperaba que las películas sobre Juana de Arco fuesen lo suficientemente realistas como para que no fuese yo el que acabase en la hoguera.

De todas maneras, no podía ser tan difícil, entraría en la celda, ordenaría a cualquier mala bestia que le apretase las clavijas a aquella vieja bruja y luego haría una bonita hoguera con ella. Esperaba tener tripas suficientes para hacerlo. Suponía que cuando la cosa se resumiese a un "o ella, o yo" no vacilaría, sobre todo, teniendo en cuenta que hiciese lo que hiciese, aquella fulana estaba muerta.

Cuando el cura terminó su explicación, se levantó dando por terminada la velada. Con paso cansado me indicó mis aposentos y me dijo que dejase mi ropa para que Luzdivina se encargase de lavarla y tenerla lista para cuando me levantase. Agradecí el gesto e intercambiamos bendiciones antes de retirarnos a nuestras respectivas habitaciones.

A pesar de la mugre, en cuanto me deshice de la ropa, la eché inmediatamente de menos. Hacía un frío del carajo en aquella habitación. Corrí hasta la cama y me metí entre pesadas mantas, pero eso no lo solucionó. El frío me calaba los huesos. Intenté hacerme un agujero en el mullido colchón de lana metiendo las extremidades bajo mi cuerpo e intentando entrar en calor.

Una vez estuve entre las acogedoras mantas y con la barriga llena, mi situación no me pareció tan desesperada. La verdad es que las cosas no pintaban tan mal. Estaba en algún momento de la Edad Media. Si no funcionaba en este nuevo trabajo, no me costaría demasiado ganarme la vida, teniendo en cuenta que debía ser una de las dos o tres personas que sabían leer escribir y sumar en cientos de kilómetros a la redonda.

Después de veinte minutos, me di cuenta de que no iba a entrar en calor. Tenía que haber por ahí algo que pudiese calentar en las brasas del hogar y poder llevármelo a la cama. Arrebujándome con una manta, salí de la habitación y avancé hacia el comedor, deseando que el hogar aun estuviese caliente.

Avancé unos pasos, pero no llegué al comedor. Unos murmullos provenientes de la habitación del párroco, llamaron mi atención. La curiosidad y la palabra inquisidor oída entre los murmullos, me incitaron a echar un vistazo por el ojo de la cerradura.

El señor cura no tenía problema con el frío de la noche. Una chimenea en una de las esquinas de su habitación proporcionaba luz y calor a la estancia. El Padre estaba tumbado, desnudo sobre la cama de dosel, mientras su ama de llaves se paseaba desnuda arriba y abajo con aire atribulado.

—Te lo he dicho. Ese tipo no me gusta. Su mirada me causa escalofríos. ¿No puedes enviarlo a dormir a otro sitio? —dijo ella acercándose a la cama.

Yo apliqué el ojo a la cerradura intentando observar un poco más de cerca el cuerpo de la joven, voluptuoso como una virgen de Rubens. La luz de la fogata le daba su piel un atractivo color dorado. Desde la distancia observé los pechos grandes y pesados, la larga cabellera castaña que casi tapaba un culo grueso y orondo, de los que uno amasaría hasta que se le cayesen las manos. Su muslos eran como grandes jamones temblorosos que se juntaban en un matojo de vello oscuro que evidentemente era la parte de la que no se despegaban los ojillos porcinos del padre.

—Tranquila. El señor inquisidor es una persona como otra cualquiera. Ha venido a juzgar a la bruja. En dos o tres días habrá acabado.

—Cariño, lo siento, pero no puedo estar bajo su mismo techo. —dijo la joven sentándose en la cama, deslizando la mano por las ingles del cura y acariciando sus huevos suavemente— Se me ha ocurrido... ¿Por qué no lo mandamos al convento? ¿Quién mejor para cuidar de él que un ejército de monjas?

Sin esperar la respuesta del párroco, la cabeza de Luzdivina se inclinó y cogiendo la polla del cura comenzó a lamerla suavemente. Desde el otro lado de la puerta observé como el miembro del párroco crecía y su glande adquiría un vivo color ciruela.

Tras unos segundos, la polla del cura desapareció en la boca de la joven que empezó a chupar con movimientos lentos y amplios mientras él apoyaba beatíficamente la mano en la cabeza de su joven ama de llaves.

La excitación pudo más que la vergüenza y observé como Luzdivina se incorporaba y se subía a horcajadas sobre las caderas de su amo. Tras frotarse unos segundos se inclinó para poder meterse aquel miembro oscuro y venoso.

En ese momento, el ama de llaves se transformó en ama en llamas. Sin darse un respiro se puso a botar encima de aquel cuerpo flácido mientras no paraba de comerle la oreja entre jadeo y jadeo:

—Por favor, no me siento segura con ese hombre bajo el mismo techo...

—¿...Y si nos pilla? Dicen que esos tipos tienen el oído tan fino que pueden oír a través de las paredes.

El párroco se limitaba a gemir mientras se agarraba a los pechos de la joven y los chupaba con fuerza cada vez que se le ponían a tiro.

Tras un par de minutos más, al ver a su amo a punto de correrse, se levantó y dándose la vuelta se sentó sobre su cara mientras se inclinaba sobre su polla y volvía a saborearla de nuevo. Esta vez, al estar de cara a mí pude ver con detalle como acariciaba aquella ciruela con la punta de su lengua mientras la masturbaba suavemente. Los grititos del párroco se convirtieron en murmullos ahogados mientras ella movía sus caderas como una abeja sobre su cara.

Se notaba que aquello ocurría a menudo, porque la joven se las arregló para mantener al cura al borde del orgasmo hasta que ella alcanzó el suyo.

—Está bien, está bien. Mañana mismo se irá. —claudicó el párroco mientras su leche mancillaba los gruesos y virginales labios de la joven Luzdivina.

Íker pareció consciente de que los televidentes necesitaban un descanso y con una sonrisa dio paso a la publicidad.

Joder con el tío, ahora sé por qué los llamaban inquisidores... No se pierden una. —dice Gerardo— Estoy deseando saber lo que hace con la bruja.

—Espero que la salve de la hoguera. —replica su mujer.

—Me temo que esto no es La Princesa Prometida. Me apuesto lo que quieras a que la va a torturar y luego hará una bonita fogata con ella.

—Eres un gilipollas. —le mira su esposa con acritud— Ya verás como ese hombre te sorprende.

7. Inquisidor

Desperté tan congelado como me había acostado. En cuanto el primer hilo de luz se coló por el postigo de la ventana, la abrí de par en par, deseando que la el sol penetrase en la habitación caldeándola. Me asomé a la ventana y miré al cielo. Milagrosamente estaba totalmente despejado. Las hojas de los arboles brillaban y goteaban deslumbrándome, pero lo que más me asombró fue la ausencia de ruidos. Ni tráfico, ni aviones creando estelas en el cielo más azul, limpio y brillante que había visto en mi vida.

Deseaba salir a dar un paseo, pero Luzdivina aun no me había devuelto la ropa, así que sin nada que hacer, cogí la bolsa de cuero y curioseé en su interior.

El mendrugo de pan y el cacho de queso seguían allí, engrasando las tapas de aquel libro. Con curiosidad lo examiné. Estaba encuadernado en vitela y sus páginas eran de pergamino. Su interior estaba escrito a mano, en latín, con una caligrafía cuidadosa, pero sin florituras.

Lo abrí por la primera página. El título Malleus Maleficarum, no me dijo mucho, pero tras leer medio capítulo, entendí. No supe si cagarme de miedo o admirarme de mi buena suerte. Al parecer aquello era una especie de manual del inquisidor. Cuando Luzdivina llamó suavemente a mi puerta, casi no me di cuenta de lo concentrado que estaba en la lectura.

Desde el otro lado de la puerta, la ama de llaves me comunicó que la ropa estaba limpia y seca y el desayuno estaba servido. Esperé unos segundos para dar tiempo a la mujer a retirarse y con un gesto rápido, cogí la ropa del otro lado de la puerta y me vestí.

El desayuno me estaba esperando. Rehuí la leche fresca imaginando a un tipo parecido al boyero que me había traído hasta allí, ordeñando a una vaca mientras se rascaba el trasero y me concentré en el montón de deliciosas torrijas con miel y la cerveza. El señor cura ya se había ido, y me había dejado recado de que fuese a verle a la iglesia cuando me viniese bien.

Suponía que querría echarme de aquellos aposentos relativamente confortables para colocarme en la celda de un convento, probablemente bastante más incómoda. La verdad es que estaba bastante cabreado, así que, cuando se acercó Luzdivina para traerme un trozo de queso y una manzana, decidí vengarme.

—Gracias, hermana, un desayuno delicioso. Y también gracias por esto. —dije señalándome el hábito.

—¡Oh, no es nada!

— Supongo que no habrá sido fácil quitar las manchas de sangre. La verdad es que no siempre es sencillo descubrir a los mentirosos y a los pecadores. —dije mirando a la mujer a los ojos— No es un trabajo placentero, pero es la obra de Dios.

Con placer observé cono la mujer evadía mi mirada y recogía la mesa con manos temblorosas. A continuación, me despedí educadamente y decidí dar un paseo para hacerme una idea del lugar antes de encontrarme con el padre Daniel.

El día era tan espléndido como asquerosa había sido la tarde anterior. El cielo estaba casi totalmente despejado y el horizonte era de un azul tan limpio que me parecía haber cambiado de planeta. El suelo aun estaba un poco fangoso, pero si tenía cuidado podía evitar mojarme los pies. La iglesia y la casa del cura estaban en el centro del pueblo, en la parte más alta de la población, libres de los hedores típicos de un lugar en el que el alcantarillado brillaba por su ausencia y en el lado oeste de una plaza del tamaño de un campo de fútbol. En el lado contrario estaba la ciudadela, ocupando todo el lateral de la plaza, era un edificio de piedra más grande, de muros más gruesos y con una torre casi tan alta como el campanario de la iglesia. La entrada estaba protegida por un rastrillo y a cada lado dos hombres armados con alabardas hacían guardia con aire más bien aburrido. El resto estaba ocupado por casas de madera de los artesanos, más o menos grandes y bonitas de las que colgaban letreros que indicaban los negocios que albergaban.

Aquel no era día de mercado y la plaza estaba bastante tranquila. Apenas un par de chicos jugando al pilla pilla alrededor de la fuente que dominaba el centro de la plaza. Me dirigí a uno de los extremos de la plaza y salí por una pequeña calle lateral que bajaba hacia la muralla que rodeaba la villa. A medida que me alejaba, siguiendo el tortuoso trayecto de la calle, las casas se hacían cada vez más modestas, la calle más sucia y el olor menos soportable.

Tras unos cinco minutos de paseo, me encontré frente a la puerta sur de la ciudad. Saludando al guardia que la vigilaba, salí fuera de la muralla y dejando atrás las últimas chabolas, respiré por fin un poco de aire puro.

El valle era realmente hermoso, rodeado de picos altos y escarpados y con un río ancho y caudaloso alimentado por la abundante nieve que aun se veía en lo más alto de las montañas.

A la orilla del río, todo el terreno estaba ocupado por tierras de labor mientras que a medida que el terreno se empinaba y se hacía más abrupto, las ovejas y las cabras se disputaban las briznas de hierba que crecían entre las rocas.

Caminé un poco más, disfrutando del sol que calentaba mis articulaciones y cuando llegué a un recodo de la vereda encontré una cabaña, rodeada de un prado, donde media docena de ovejas pastaban tranquilamente. Me acerqué a la valla picado por la curiosidad y observé el edificio. Era pequeño, pero se notaba que estaba bien cuidado. No había detritus a la puerta ni debajo de las ventanas y todo a su alrededor estaba pulcramente colocado.

Tanto la puerta como las contraventanas estaban cerradas a cal y canto así que me imaginé que sería la casa de la bruja. Iba a abrir la puerta de la valla y entrar a curiosear cuando un san bernardo del tamaño de una excavadora se acercó corriendo y ladrando estrepitosamente. Convencido de aquel chucho no me quería demasiado bien, me di la vuelta y deshice el camino.

Cuando llegué a la plaza era casi mediodía, la campana de la iglesia estaba repicando y me uní a los parroquianos que se dirigían a misa. Me coloqué en uno de los últimos bancos, arropado por la penumbra y fingí estar en profunda meditación mientras observaba al cura decir misa tratando de memorizar todo lo que decía y hacía. Esperaba no tener que verme obligado a pronunciar una, pero por si acaso quería estar preparado.

Era evidente que era un día de diario, así que la ceremonia no duro mucho. En apenas veinte minutos los feligreses desfilaron camino de sus respectivos quehaceres. Yo me adelanté por el pasillo central y tras arrodíllame un par de segundos ante una tosca figura de Cristo crucificado, me reuní con el cura en el altar.

—Buenos días, querido amigo. ¿Has descansado?

—Desde luego, padre. He dormido como un lirón. —respondí con una sonrisa.

—Estupendo porque tenemos asuntos que tratar. —me dijo el párroco llevándome a la sacristía. Por cierto, no sabía que estaba en la iglesia, de lo contrario le hubiese invitado a decir misa a mi lado.

—¡Oh! No, por favor. —dije disimulando un escalofrío— Hace tanto tiempo que no lo hago que dudo que me acuerde y lo que menos quiero es interferir en su trabajo. Los ciudadanos tienden a temer a las personas que se dedican a un trabajo como el mío y desconfían de las personas de nuestra... profesión.

El cura se acercó a un armarito, sacó dos copas y sirvió en ellas dos generosas medidas de vino blanco.

—Esta mañana he hablado con la abadesa. Hay un convento a poco más de una milla de la villa, es un lugar perfecto. Silencioso y tranquilo, para que puedas realizar tu trabajo sin interrupciones. Las monjas se ocuparan de todas tus necesidades, hermano. Más tarde yo mismo te guiaré hasta allí.

—Gracias, estaba a punto de comentárselo. No es que su casa sea incómoda, pero necesito estar un poco alejado de la fuente del pecado, para ver las cosas con más perspectiva.... —dije haciendo que el cura me mirase con prevención— Ya me entiende padre.

—Por cierto. Hablando de pecados. Todo está preparado para que comience a interrogar a la sospechosa.

—¿Ah sí? ¿Dónde está el informe? —pregunté de repente inspirado.

—¿Qué informe? —respondió el cura confuso.

—Pues un informe por escrito, donde se indica la fecha exacta, las circunstancias de la detención, los supuestos testigos y sus declaraciones.

—Nosotros no... —respondió el cura confuso.

—No puedo presentarme ante la rea sin tener una idea exacta de que va el caso. Creo que será mejor que se ponga manos a la obra. Ya me las arreglaré para encontrar el convento yo solo. Dicen que preguntando se va a Roma.

Apuré la copa de vino y me despedí del párroco con una mirada escrutadora, mientras el hombre me aseguraba que el informe estaría preparado aquella misma tarde. Salí de la iglesia medio muerto de risa, pensando en la mañana tan agitada que iba a tener el pobre cura, recogiendo testimonios y escribiendo un informe detallado de lo sucedido. Lo mejor de todo era que por fin sabría la fecha exacta en la que nos encontrábamos sin necesidad de tener que preguntarle a nadie levantando sospechas.

A aquellas alturas del día, por las miradas de los villanos, la noticia de mi llegada debía de haber corrido por toda la población. Aprovechando que un pequeño grupo de ancianas se habían reunido al salir del templo, me acerqué a ellas y tras bendecirlas les pregunté por el camino del convento.

Ahogando risitas conspiratorias, las mujeres me indicaron la dirección, asegurándome que no tenía perdida, solo tenía que salir por la puerta este, seguir el meandro del río corriente abajo y subir un corto trecho por la primera vereda que me encontrase a mi derecha.

El sol estaba en ese momento en lo más alto y el calor y el vino del cura, hacían que me sintiese un poco mareado. En cuanto llegué al río, me senté en una piedra, justo en la orilla, a la sombra de un aliso. Mi mirada se perdió en la corriente mientras pensaba si habría alguna posibilidad de volver al presente. Aunque el condensador de fluzo no se hubiese destruido, dudaba que pudiese cargarlo y desde luego la única manera que se me ocurría de pasar de los ciento cuarenta por hora, era tirarme por un barranco.

La segunda parte de mis problemas era cómo diablos debía de comportarme en el pasado, ¿Debía de tratar de no pisar ni el más pequeño insecto, por miedo a que esto provocase una reacción en cadena que acabase con el mundo o no hacía falta porque hiciese lo que hiciese el pasado ya estaba escrito?

Cogí una piedra de la orilla y la lancé a la corriente recordando la novela de Koontz que había leído en mi adolescencia y en la que un hombre se empeñaba en intentar cambiar el destino de una mujer saltando en el tiempo, siempre en contra de la corriente del tiempo que evitaba sus intentos de desviarla con la misma facilidad que la corriente evitaba que una pequeña piedra cambiase el curso de un río.

La verdad es que en ese momento, lo único que me importaba, era sobrevivir. No tenía muy claro que hacer, pero mis planes inmediatos eran entrar en la celda de aquella pobre desgraciada, gritar un par de veces anatema a todo pulmón, ponerla a asar a fuego lento y una vez que estuviese bien crujiente, desaparecer y dedicarme a cualquier otra cosa.

Mientras observaba evolucionar peces y cangrejos en aquellas aguas cristalinas, me imaginé que pasaría si me dedicase a describir el futuro de forma enigmática, pero con exactitud, para dar luego a continuación la fecha exacta del fin del mundo. Sería una broma cojonuda.

Con un suspiro cogí un poco de agua fresca con mis manos y tras mojarme un poco la nuca para despejarme, continué mi camino.

Río abajo, el valle se ampliaba hasta convertirse en una vega rodeada por colinas menos abruptas y cubiertas de hierba. Al parecer toda aquella zona era propiedad del convento que se encontraba en una de las laderas que miraba hacia el sur. Siguiendo las instrucciones de las ancianas me desvié a la derecha y cogí una vereda limpia y bien cuidada que trepaba por la colina, haciendo curvas para suavizar la pendiente.

8. Un hermano y cien hermanas.

El convento era un edificio cuadrado, de piedra y madera, con el techo de pizarra y un tamaño comparable al de la ciudadela de la villa, rodeado de tierras de labor. Por el lado izquierdo corría un pequeño arroyo que desembocaba en el río unas decenas de metros más abajo. En el lado norte destacaba un modesto campanario de piedra mientras que la fachada, orientada hacia el sur, parecía la zona dedicada a la vida diaria. En ella estaban la mayoría de las ventanas, pequeñas y profundas, cubiertas por gruesas cortinas y celosías de hierro que las protegían de miradas curiosas.

Después de admirar el edificio unos minutos, me acerqué a la puerta y tiré de la campanilla. La puerta se abrió y una adolescente que llevaba un hábito sencillo y de color gris claro, me abrió la puerta y con un gesto me invitó a entrar. Yo la saludé, pero ella me ignoró y se limitó a girarse guiándome por un corto pasillo hasta un claustro interior.

Lo atravesamos en silencio, rodeados por el perfume de las rosas y el zumbido de las abejas. Yo caminaba aparentando desinterés, pero observando cada uno de los capiteles del claustro primorosamente decorados.

Tras entrar de nuevo en el edificio, la novicia me guio por unas escaleras hasta el primer piso, donde me esperaba la abadesa.

—Gracias, María, puedes retirarte. —dijo la abadesa despidiendo a la jovencita e invitándome a entrar en su despacho— Disculpa a María, pero parte de su instrucción consiste en el voto de silencio, por eso no ha podido saludarte.

El despacho de la abadesa era sencillo. Unas estanterías que hacían las veces de archivo, un pesado baúl de madera de castaño donde debía guardar los documentos importantes, una mesa de madera solida y una silla para ella, así como dos butacones de aspecto un poco más cómodo para los visitantes, eran los únicos muebles que ocupaban la estancia.

Mientras me sentaba en uno de los sillones, aproveché para echar un rápido vistazo a la abadesa. El habito oscuro y voluminoso, perfectamente limpio y planchado disimulaba sus curvas, pero no su altura y la esbeltez de su cuerpo. En un mundo donde la medía de altura de las mujeres superaba por poco el metro y medio, su metro setenta hacía que destacase en cualquier parte.

Nunca he sabido calcular muy bien la edad de las mujeres, pero por la ausencia de arrugas y la forma desenvuelta en la que se movía, no debía de tener mucho más de treinta años. Su cara era un poco alargada en consonancia con el resto de su cuerpo, pero lo que más llamaba la atención de ella eran sus ojos grandes y grises enmarcados por unas pestañas largas y rizadas. No me podía explicar como aquella mujer tan hermosa y por sus ademanes, de noble cuna, había acabado allí y no en la cama de algún cabrón analfabeto.

La abadesa percibió mi curiosidad e hizo un gesto de disgusto frunciendo el ceño y arrugando la nariz fina y afilada.

Carraspeando, aparté un poco avergonzado la mirada de aquellos labios finos y aquel cutis pálido y terso, fijándola en la pequeña ventana por la que se veía un pedazo de cielo limpio y azul.

—Gracias por acogerme, Reverenda Madre. —dije yo recordando de una película el tratamiento adecuado para la abadesa— Se que el párroco la ha avisado con poco tiempo. Espero no ser una carga para vosotras.

—¡Oh! No diga tonterías, hermano. —dijo la abadesa relajándose un poco al ver que no me mostraba autoritario— Está en su casa, hermano Ortuño y por favor con madre Sara o madre es suficiente, aquí todas somos bastante informales. Ya hemos preparado una habitación en el tercer piso, espero que sea de su agrado.

—Seguro que lo será. Y por favor trátame de tú. En realidad me conformo con una cama, un escritorio y una silla. La verdad es que me sentía un poco asfixiado en la casa del padre Daniel con todos aquellos tapices y cortinajes...

—... Y esa ama de llaves joven y rolliza. —me interrumpió la abadesa con rostro serio, dando a entender que tenía conocimiento de los manejos del señor cura.

Yo me limité a asentir, pero no dije nada, dándole a entender a la mujer que no estaba allí para perseguir pequeños pecadillos de la clase eclesiástica. Conteniendo las ganas de esparrancarme en el cómodo sillón y cruzar las piernas sondeé a la abadesa intentando obtener un poco de información.

—Supongo que sabe por qué estoy aquí.

—Desde luego, hermano. Este no es un convento de clausura. Mis hermanas se mueven por los alrededores con relativa libertad y están al tanto de las noticias del pueblo y no creo que un inquisidor se desplace varios cientos de kilómetros, solo para ver el nuevo retablo de la iglesia.

—Tiene razón, madre Sara, ha sido una pregunta tonta. Pero necesito saber qué opina del caso. Como inquisidor, mi misión es conocer la verdad y por lo poco que he hablado con usted me parece una de las personas más cabales de esta villa.

La mujer enarcó sus finas cejas castañas y tensó los músculos de la cara evitando una sonrisa de complacencia. Era evidente que se consideraba una persona inteligente y que un hombre lo reconociese debía de ser una agradable sorpresa en aquel mundo machista.

—Pos supuesto todo lo que diga, madre, quedará entre nosotros.

La abadesa pareció dudar un instante, pero al fin se decidió a hablar:

—Para serte sincera, no sé qué pensar. No hace falta que le diga que este mundo no está hecho para que una mujer viva sola. Úrsula es una curandera muy hábil y hasta yo en alguna ocasión he recurrido a ella. Mi boticaria a aprendido muchos de sus remedios de ella y no he atisbado ningún tipo de encantamiento ni conjuro en ellos, solo hierbas y minerales sabiamente aplicados. La acusación de que se dedica a la brujería me parece más bien fruto de la envidia y el odio, otra cosa es que haya ayudado a las mujeres a abortar. No tengo pruebas, pero si de veras buscas la verdad, tendrás bastante trabajo para desenredarla de una maraña de mentiras.

—Entiendo. Como inquisidor, mi primera responsabilidad es buscar la verdad y no he recorrido doscientas leguas para tratar este caso a la ligera. —repliqué yo sin ninguna intención de cumplir mi promesa.

La abadesa asintió aparentemente satisfecha y tras desearme suerte en mis investigaciones me despidió y llamó con una campana a la misma novicia que me había recibido en la entrada para que me guiase hasta mi celda.

Al igual que el despacho de la abadesa, la celda era espartana, pero los muebles eran sólidos y la cama era sorprendentemente cómoda. El pequeño ventanuco, orientado hacia el sur, permitía entrar la luz del sol y proporcionaba una bonita vista de la villa y las montañas que rodeaban el valle.

Apenas pude depositar la bolsa de cuero sobre la cama cuando una monja regordeta y sonriente llamó a la puerta para avisarme de que el almuerzo estaba servido. La seguí escaleras abajo hasta un amplio refectorio, donde se estaban reuniendo las monjas para comer. La hermana Jacoba me contó que no veía el convento tan revuelto desde la visita del obispo, hacía un par de años, así que cuando entré en la sala, me sentí como una estrella de rock, con cincuenta pares de ojos grandes y femeninos fijos en mí.

Declinando la invitación que me hizo la abadesa para que ocupase el lugar de honor, me senté a su izquierda entre ella y la parlanchina hermana Jacoba.

Estaba realmente hambriento. Cuando pusieron las bandejas con pan estuve a punto de abalanzarme sobre él cuando la abadesa se inclinó y comenzó a bendecir la mesa.

La madre terminó la oración y dos monjas se acercaron con unos enormes peroles mientras otra hundía un cazo en ellos y llenaba los cuencos que teníamos delante con una espesa sopa de verduras. La mujer que se encargaba de servir, una joven de apenas veinte años, un poco entradita en carnes, pero realmente bonita, rebuscó en el perol y con una sonrisa coqueta y fugaz, me sirvió una generosa ración que incluía un bonito pedazo de tocino.

Mientras esperaba que todas estuviesen servidas, contuve los gruñidos de mi estómago y observé desde la mesa de la abadesa un poco por encima del nivel del resto del comedor.

La monja que se había encargado de servir se sentó y me lanzó otra rápida mirada que no tenía nada de casta. Era consciente de que en aquella época mucha gente optaba por la iglesia para huir del hambre y aquel convento no era una excepción. Entre todas aquellas monjas había mujeres guapas y feas, gordas y flacas, ricas y pobres y también las había que creían en Dios y en su misión en aquel lugar y otras que solo creían en una panza llena.

Sorbí con tranquilidad el delicioso caldo a base de verduras con algún que otro tropezón de tocino, sintiendo las miradas de respeto, temor y lujuria de las distintas mujeres que ocupaban el refectorio.

Cuando terminaron de servir, una de las monjas se colocó ante un atril y abriendo la biblia comenzó a leer uno de los pasajes del libro de Isaías mientras el resto comíamos en silencio.

Tras el caldo comimos una manzana y la abadesa dio permiso a sus acólitas para que fuese cada una a sus quehaceres. Yo me retiré a mi celda a estudiar el Malleus, intentando prepararme lo mejor posible para el trago que me esperaba.

La verdad es que la idea del informe había resultado genial, me daba tiempo suficiente para estudiar el libro, ya que como muy pronto no creía que el cura lograse terminarlo antes de esa noche y entre recibirlo y estudiarlo no tendría que visitar a la rea hasta el día siguiente a última hora o incluso más tarde.

El resto de la tarde transcurrió tan rápidamente que apenas me di cuenta hasta que tocaron a Vísperas. Yo tenía una vaga idea de las costumbres de un convento, solo sabía que se acudía a la iglesia a rezar varias veces al día, así que cerré el libro y acudí al templo esperando no meter la pata.

La capilla era pequeña y coqueta y cuando entré, la abadesa estaba dirigiendo los rezos vespertinos. La mujer me miró sin saber muy bien qué hacer, pero yo me limité a arrodillarme en uno de los bancos, con el rosario del verdadero inquisidor entre los dedos y seguir los rezos, simulando que recitaba el rosario.

Cuando terminó el servicio, nos dirigimos al refectorio para cenar. La abadesa se me acercó y mientras nos sentábamos a la mesa le dije que mi intención era dedicarme a la investigación y que me gustaría que me avisasen solo para los servicios más importantes.

Aquella noche la pasé en blanco, leyendo el libro de Ortuño. Era escalofriante. ¿A qué mente enferma se le podía ocurrir aquella sarta de tenebrosas idioteces?

9. La Bruja

No había amanecido cuando alguien tocó suavemente a mi puerta. Me desperté aun sentado en el escritorio, con mi frente apoyada sobre aquel odioso y a la vez fascinante libro. Me estiré con la vista algo desenfocada y a trompicones me dirigí a la iglesia donde estaban celebrando los rezos de Maitines.

Desayunamos algo de avena con un poco de leche de cabra y volví a seguir a las mujeres al templo para celebrar los laudes, donde el señor párroco nos esperaba para celebrar la misa. Cuando terminó, el padre Daniel se acercó a mí con un rollo de pergamino y con un gesto temeroso me entregó el informe del arresto de la bruja, firmado por él y por el alcalde de la villa, en cuyo nombre se había realizado la detención.

Le di las gracias y le dije que por la tarde me acercaría al pueblo para ver a la rea y realizar un primer interrogatorio. El padre me contestó que sin problema, que la mujer estaba en las mazmorras de la ciudadela y que solo tenía que presentarme a cualquier oficial de la guardia para que me guiasen hasta ella.

En cuanto el padre se despidió, me dirigí a mi celda y desenrollé el informe. Constaba de tres hojas de pergamino cubiertas por la letra pequeña e irregular de una persona, que a pesar de saber escribir, no estaba acostumbrada a hacerlo.

Lo primero que hice fue mirar la fecha del documento. Con un escalofrío y una sensación de irrealidad pude constatar que había viajado al 23 de mayo de 1509. Observé la fecha durante unos minutos hasta que el aullido lejano de un animal me devolvió a la realidad y empecé a leer el documento.

Había que reconocer que el cura me había sorprendido con un informe escueto, pero bien redactado y con toda la información necesaria para poder hacerme una idea del caso. Al parecer Úrsula había sido detenida el día ocho por el capitán de la guardia tras la denuncia del propio alcalde y otras tres personas, dos pastores y una anciana.

Según los testimonios de esas personas, se la procesaba por supuesta brujería; los pastores la acusaban de haber matado a la mayor parte de su rebaño usando venenos y encantamientos, la anciana aseguraba que había practicado su oficio con descuido y ayudado a varias jóvenes a interrumpir sus embarazos y el alcalde hacía la acusación más grave, asegurando que había visto a aquella mujer ayuntarse con el demonio en un claro del bosque que hay al sur de la villa.

Leí los detalles con interés y estudié el documento sin creerme ni una sola palabra de aquella pandilla de mentirosos. Era una lástima que tuviese que mandar a alguien a la hoguera por acusaciones tan fantásticas como echarle un polvo al mismísimo diablo. Sabía muy bien dónde estaba el diablo en toda aquella historia y no era entre los muslos de aquella mujer.

Cuando terminé de estudiar el informe, decidí salir a dar un paseo antes de visitar a la prisionera, con la esperanza de reunir fuerzas para enfrentarme a ella.

Salí del convento y me dirigí a la ciudad. El tiempo había vuelto a revolverse. Unas nubes grises y pesadas cubrían el cielo y un aire frío, proveniente de la montaña, trataba de atravesar el apretado tejido de mi hábito.

Hundido en mis pensamientos, atravesé la villa. Por el rabillo del ojo vi las miradas temerosas y huidizas de los adultos y las curiosas e insolentes de los niños. Sin ser muy consciente de lo que hacía, dirigí mis pasos de nuevo a la cabaña que había visto el día anterior.

Al igual que el día anterior, el gigantesco perro se acercó a la valla de la propiedad, ladrando amenazadoramente.

—¡Magda! ¡Quieta! ¡Ven aquí! —exclamó una mujer de mediana edad que salió de detrás de la pequeña cabaña.

En cuanto me reconoció, la mujer abrió mucho los ojos un instante, pero enseguida se rehízo y con gesto serio se acercó a la valla.

—Discúlpela, hermano. Es muy escandalosa, pero en el fondo es como su dueña, un pedazo de pan. —dijo la mujer rascando la nuca del animal que inmediatamente se relajó y empezó a mover la cola.

—Perdón, creí que esta era la casa de Úrsula. —dije yo a punto de darme la vuelta y dejar tranquila a la mujer.

—No se equivoca, hermano. Yo solo soy Leandra, una amiga. He venido a cuidar de sus animales y de su huerta. —dijo la mujer valientemente a pesar de que sabía que podía detenerla por asociarse con una bruja.

—Entonces la conoce bien. ¿Crees la acusación? —pregunté intentando que pareciese una pregunta casual.

Esta vez la mujer sí que pareció realmente sorprendida. Durante un instante frunció el ceño desconfiada, oliéndose una trampa, pero finalmente decidió ayudar a su amiga.

—No sé exactamente de que la acusan, pero como todo el pueblo, me puedo imaginar quienes son los testigos y si realmente quiere saber la verdad no tendrá que escarbar mucho para descubrir un montón de mierda debajo de una fina capa de aparente honorabilidad.

Estaba claro que la mujer no pensaba decir nada que le incriminara, pero no estaba dispuesta a dejar que quemaran a su amiga sin hacer un intento por librarla de una muerte horrible.

—Probablemente tenga testigos que le estarán contando cosas terribles de Úrsula, pero si no fuese porque están muertos de miedo, el resto de los habitantes de este lugar le dirían que es una mujer cariñosa, una curandera hábil que ha salvado más de una vida y una mujer temerosa de Dios, aunque no sea muy devota de la Santa Madre Iglesia.

Dicho esto, la mujer hizo una pequeña inclinación de cabeza y se alejó seguida por la san bernardo.

Como me imaginaba, todo aquello era una farsa y el problema era que mientras más sabía de aquella mujer, más me gustaba. Cada vez estaba más inclinado a hacer lo que pudiese por ella...

... Y cuando la vi por primera vez, me convencí.

Tal como me había dicho el padre Daniel, todos estaban avisados de mi llegada y me franquearon el paso hasta la prisionera.

La mazmorra estaba bajo los cimientos de la torre de la ciudadela. Era oscura y húmeda. Un estrecho ventanuco cerca del techo de la celda era la única fuente de luz. Al principio, por la reja de la puerta, solo vi un bulto encadenado a un anilla de la mohosa pared de piedra.

El guardia abrió la puerta y el ruido de las bisagras hizo que la mujer encogiese la cabeza entre los brazos, en un claro movimiento defensivo.

Con un gesto le dije al guardia que cerrase la pesada puerta y se retirase para poder hablar con la mujer a solas. Acercando una lámpara de aceite que llevaba conmigo aparté las manos de su rostro y la observé. Era sorprendentemente joven, aparentaría unos veinte o veintidós años. Y alguien le había dado una paliza.Tenía una larga melena oscura, encrespada por la suciedad y lo que parecían pegotes de sangre seca.

A pesar de la suciedad, la sangre y la nariz rota, aun se podía ver en ella un rostro hermoso, de perfil ovalado, cutis suave, nariz pequeña y recta y labios gruesos. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos grandes, avellanados y de un verde aguamarina, capaces de volver loco a cualquier hombre.

La joven me miró con todo el cuerpo temblando y trató de arrebujarse bajo una pedazo de arpillera que le habían dado para cubrir su cuerpo desnudo.

Me acerqué un poco más a ella y la mujer se volvió a encoger haciendo tintinear las gruesas cadenas que la unían a la pared de la celda.

—Tranquila, Úrsula solo he venido a descubrir la verdad. —dije limpiando la sangre seca de su nariz.

10. La decisión

Era increíble. ¿Cómo la gente era capaz de mandar a la hoguera a una criatura como aquella? Si hubiese sido una vieja arrugada y escrofulosa, probablemente me hubiese hecho el tonto y la hubiese dado matarile, pero ver a aquella joven indefensa y maltratada fue superior a mí. Toda mi determinación se esfumó y supe inmediatamente que iba a hacer todo lo posible por salvarla. Pero para ayudarla necesitaba que ella se ayudase a sí misma.

—Sé que estás dolorida y asustada y supongo que sabes quién soy yo.

—Eres un inquisidor... —dijo la joven con un hilo de voz.

—Exacto. Y sé de sobra la fama que tenemos. Pero al contrario de lo que piensas, no me voy a dedicar a romper todos tus huesos hasta que digas lo suficiente para que pueda enviarte a la hoguera. Ante todo, quiero saber la verdad.

La joven asintió aunque sus bonitos ojos decían que no se acababa de creer lo que le estaba contando. Conteniendo el impulso de acogerla entre mis brazos continué:

—Solo por la forma en que me han planteado las acusaciones, estoy casi convencido de que estas son falsas. Lamentablemente no puedo evitar que un verdugo intente sacarte una confesión. Yo estaré presente e intentaré evitar que te hagan demasiado daño, pero tú debes resistir el dolor y la humillación. Lo necesito para poder investigar los sucesos con más profundidad.

La joven me miró de nuevo a los ojos y asintió. Creo que aun no me creía del todo, pero se encontraba acorralada y sabía que su única vía de escape era yo. Tras sonreírle y acariciar un instante sus mejillas, recorridas por churretes de suciedad me erguí y llamé al carcelero.

—¿Quién la ha pegado? —dije yo en cuanto salimos de los calabozos.

—Bueno, nosotros pensamos que quizás...

—¡Vosotros no pensáis nada! —exclamé fijando en el carcelero una mirada asesina— A partir de ahora la única persona que tocara a esa mujer será el verdugo y solo si estoy yo presente. Si alguno de vosotros vuelve a poner las manos sobre ella la acompañaréis en el cadalso. ¿He sido claro?

—Sí, señor. —respondió el hombre tragando saliva con dificultad.

Cuando salí de la ciudadela, era casi de noche. La villa bullía con la gente que volvía a casa después de una larga jornada de trabajo. En ese momento me fijé en lo jóvenes que eran todos. Apenas se veía gente de mi edad y los que había, o eran gente acomodada, o estaban tan cascados que parecían ancianos.

A medida que caminaba, todos cedían paso a aquel monje alto y calvo que venía a limpiar la villa de brujas y demonios.

Nunca había comido unas verduras tan deliciosas. Acostumbrado al sabor a plástico de todos los productos actuales, aquellos alimentos tenían tanto sabor que no echaba de menos la carne.

Cuando terminé de cenar, dejé que la abadesa me alcanzase y alabé su huerta y su cocina.

—Gracias, hermano. La verdad es que comer con austeridad no tiene porque significar comer mal. Mis hermanas procuran hacerlo todo de forma que agrade a Dios y las verduras podridas o el guiso incomible no es la obra de Dios.

—Amén, madre —dije yo— Voy a echarlas de menos cuando me vaya.

—Por cierto, ¿Qué tal va la investigación?

—Apenas he empezado, pero no sé. Me parece que, como me adelantaste, va a ser más compleja de lo que esperaba. Tarde o temprano averiguaré la verdad, pero no va a ser fácil. Yo también hago la obra de Dios y al igual que tú, me gusta hacerla bien.

Tras despedirme de la abadesa y darle las gracias de nuevo por acogerme, me retiré a mi celda, estudié un rato más y cuando empecé a sentir sueño, me desnudé y me acosté bajo las acogedoras sábanas.

Una sensación de opresión sobre mi cintura me despertó. Cuando abrí los ojos vi una figura voluminosa y oscura encima de mí. Al sentir que me movía se inclinó sobre mi cara. Yo intenté levantar los brazos para defenderme, pero estos estaban atrapados bajo las sábanas...

Justo en ese momento, Íker deja el volumen sobre su regazo y aparentando necesitar un poco de descanso para sus cuerdas vocales, da paso a la publicidad.

—Cariño, apaga. —dice Carla— Ya es tarde.

—¿Cómo? ¿Ahora que se pone interesante? ¿No me digas que no quieres saber qué pasa con la bruja?

—No tanto como saber qué pasa si hago esto. —dice Carla tirando del escote de su camisón para enseñarle un pecho.

Gerardo mira aquel pecho perfecto con el pezón rosado y erecto invitándole a acariciarlo y a besarlo. Está a punto de caer. Desea hacerle el amor a su mujer, siente como su polla crece bajo las sábanas, pero la publicidad termina y la voz de Íker atrae su atención justo a tiempo, provocando un suspiro de de disgusto de su esposa.

11. La hermana Digna

—Tranquilo, soy yo, la hermana Digna, la que sirve la cena... —dijo la monja poniéndome un dedo en la boca.

—¿Y qué coños has venido a haaacer? —pregunté mientras la mujer apartaba las sábanas y se levantaba las faldas para que nuestros sexos entraran en contacto.

—Chsst, no diga nada, hermano. Lo necesito.

Un rayo de luz de la luna se coló por la estrecha ventana e iluminó la cara de concentración de la mujer mientras frotaba su pubis contra el mío. Uno no es de piedra y la monja, con una sonrisa de satisfacción, empezó a dar saltitos sobre mi polla erecta cubriéndola con los jugos de su sexo.

—Tranquilo, no pasa nada, cariño. Yo me encargo de todo. —continuó la hermana Digna con la cara arrebolada por el deseo.

Yo tuve que adoptar mi papel de novato y le dejé hacer a la monja, que cogiendo mis manos, las colocó sobre sus pechos.

Era obvio que no llevaba nada por debajo del hábito. Los pechos grandes y pesados bailaban en mis manos mientras la monja se mordía la mano para no soltar grititos de placer. Durante un instante, la hermana Digna se paró para poder desembarazarse de su ropa y mostrar su cuerpo cremoso a la luz de la luna.

Yo aproveché para observar aquel cuerpo generoso en curvas, con unos pechos grandes y pesados y unos pezones oscuros y grandes como galletas Oreo.

Tras unos instantes se inclinó y cogiendo mi polla se la metió de un golpe. Mi miembro resbaló fácilmente alojándose profundamente en el interior de la hermana mientras yo amasaba sus pechos, pellizcando sus pezones y besando cualquier parte de su anatomía que estuviese a mi alcance.

Con un gemido ahogado, la hermana comenzó a mover sus caderas de una manera muy poco casta, levantando los brazos y recogiendo su melena con ellos. Tenía que reconocer que aquella visión desató mi lujuria y agarrando a la hermana digna por las caderas la obligué a descabalgar.

La iba a enseñar yo a esa mujer lo que era follar. Cegado por la lujuria, la tumbé boca arriba, me interné entre sus muslos, apresé su clítoris entre mis labios y lo exprimí hasta que todo el cuerpo de la joven se combó como si estuviese poseída.

Dándole la vuelta, le puse a cuatro patas y la penetré con un golpe seco. Agarrando su espesa melena la empujé con todas mis fuerzas mientras ella hundía sus gritos de placer en las profundidades de mi almohada. Mordiendo y arañando aquel cuerpo en total silencio, seguí follándola hasta que todo su cuerpo se puso rígido y temblando de arriba a abajo, se derrumbó sobre el lecho.

Sin poder aguantarme más, me aparte y vacié mis huevos sobre aquel cuerpo que aun se estremecía víctima de un brutal orgasmo.

—¡Joder con la edad media y sus órdenes religiosas! —dice Gerardo acariciando la entrepierna de Carla sin dejar de mirar a la pantalla.

—¡Oh! ¡Dios mío! — sigue leyendo Íker ajeno a los comentarios de su espectador— Jamás había sentido algo así. La verdad es que yo nunca debí acabar aquí. Era la hija de un rico comerciante de verduras, pero se arruinó, y sin dote, lo único que pudo hacer por mí fue meterme en el convento gracias a la influencia de un cura primo suyo. El siempre decía que prefería que su pequeña joya sirviese a Dios antes de que cayese en manos de un zafio campesino. En fin, esto no esta tan mal. ¿Pero por qué Dios es tan egoísta como para decir que esto es pecado?

—Quizás porque si lo permitiera, nos pasaríamos fornicando todo el día en vez de hacer su obra. —dije yo tumbándome al lado de la exhausta monja.

Durante un rato, mientras recuperábamos el resuello, no dijimos nada más. Pero estaba claro que la hermana Digna no era de las que mantenía mucho tiempo cerrada la boca. Y su curiosidad era insaciable.

—Todas las hermanas están asustadas. —dijo la joven jugueteando con una lágrima de semen que había rescatado de su culo— Pero yo sé que no eres un mal hombre. Esos ojos son los de un hombre justo. —añadió mirándome fijamente y besándome suavemente a continuación— Es más, estoy casi segura de que librarás a Úrsula de esas estúpidas acusaciones.

—¿Cómo estás tan segura de que Úrsula es inocente? —le pregunté interesado.

—Porque la conozco y puede ser muchas cosas, pero no una bruja. Como ayudante de cocina soy la encargada de salir a comprar todo lo necesario para hacer las comidas y como las hierbas aromáticas y las especias, se usan tanto para cocinar, como para hacer medicamentos y cataplasmas, yo me encargaba de todo y recurría a ella siempre que teníamos necesidad de alguna planta difícil de conseguir. Su alacena y sus consejos eran de inestimable valor para nosotras y en todas las ocasiones que la visité, jamás vi nada raro ni ninguna actitud extraña por parte de ella.

—Ya veo, pero hay cuatro testigos que afirman lo contrario.

—¿Quiénes son? —preguntó la hermana.

—No debería decírtelo. Según las reglas de un proceso por brujería, tanto los testimonios como los testigos son confidenciales hasta el juicio, para evitar que posibles cómplices puedan presionarles o hacerles daño.

—Entiendo, pero si me nombrases tu ayudante, me lo podrías contar. Además, podría serte muy útil. Conozco a todos los habitantes de esta villa y ellos me contarían cosas que no se atreverían a confesar a un inquisidor.

La miré extrañado. Tenía que reconocer que era una buena idea. Seguramente aquella monja sería mucho más hábil que yo sonsacando a los habitantes de aquella villa, pero ¿Podía fiarme de ella?

—Vamos, por favor. —dijo ella poniendo morritos— Estoy harta y aburrida de hacer siempre lo mismo.

—Está bien. —dije finalmente— Pero con dos condiciones. Nada de volver a asaltarme a mi cuarto y tienes que conseguir la autorización de tu abadesa. Si la consigues, te nombraré mi ayudante.

—¿Es realmente necesario? —preguntó la joven apretando su cuerpo voluptuoso y cálido contra el mío.

—Sí, es necesario. Y por supuesto, nada de contar lo que ha sucedido esta noche en confesión. Si te sientes culpable cuéntalo en tu extrema unción, no antes. Y ahora lárgate a tu lecho. —respondí dándole un cachete en el culo que sonó como un disparo en el silencio de la noche.

12. Todo Sherlock tiene su Watson

La hermana Digna hizo sus deberes con presteza y cuando terminamos los rezos de laudes la abadesa se me acercó con gesto serio. Me preguntó si era cierto que necesitaba a la hermana Digna para ayudarme en la investigación y cuando le dije el porqué, no pudo por menos que darme la razón. Además era evidente que confiaba en la hermana y sabía que podía serme de utilidad para averiguar la verdad.

Cuando volví a mi celda, la hermana Digna ya me estaba esperando. Ignorando la primera de mis condiciones se frotó contra mí como una gata en celo y me besó antes de que consiguiese apartarla. Tras tomarle juramento apresuradamente la joven empezó a preguntar emocionada.

—¿Puedes decirme ahora por fin quienes son los testigos?

—Sí. Veamos, —dije examinando de nuevo el informe— Tengo a dos pastores, Regino Ferreros y Crisando Cruz. Afirman que Úrsula envenenó a sus ovejas.

La monja estalló en carcajadas y se puso roja como un tomate intentando hablar a la vez que reía.

—¿A qué viene tanta risa? —pregunté entre extrañado y divertido.

—A que esos dos borrachines, en vez de pastorear sus ovejas, se pasan el día bebiendo en la cantina y dejando que sus ovejas se mueran de hambre. Puedes comprobarlo tú mismo. —respondió la mujer cuando hubo recuperado la compostura a duras penas— ¿Cuál es el siguiente?

—Tiburcia Calador. Es una anciana que vive al otro lado del pueblo. No tengo muchos más datos. Acusa a Úrsula de haber facilitado a las jóvenes del lugar los medios para deshacerse de sus hijos nonatos.

—¡Ja! Otro buen ejemplar. Nuestra amiga Tiburcia es la otra curandera de la Villa, es una puta avariciosa, una alcahueta y una curandera pésima. Lleva años intentando hundir la reputación de Úrsula sin ningún éxito, hasta ahora.

—Ya veo. —dije yo— ¿Y qué sabes del alcalde? Al parecer el excelentísimo señor Don Matías Mercado, cuando paseaba una noche de luna llena por el bosque, se encontró a la acusada follando con el gran cabrón sobre un altar de piedra.

—¡Arghh! Ese hi de puta es el peor de todos. Antes era un mercader, de hecho fue el que arruinó a mi padre con sus malas artes y luego uso el dinero que nos robó para comprar su cargo. Ahora quiere hacerse un rico hacendado para intentar comprar un titulo de barón y aunque no sea la más grande, ni la mejor propiedad de la villa, la de Úrsula, al lado del río, con pastizales y un pequeño bosque que da abundante leña, es muy apetitosa. Úrsula me comentó una vez entre risas que Maese Matías le ofreció comprarle varias veces la propiedad sin éxito. Por otra parte, cuando lo veas, sabrás por qué lo del paseo nocturno es pura invención. Estos cabrones tienen más cara que espalda. Seguro que se han puesto de acuerdo para deshacerse de Úrsula.

—Desde luego no es mal plan. —apunté yo— Sobre todo, teniendo en cuenta que los acusadores tienen derecho a repartirse los bienes de la rea, si esta resulta ser culpable.

—¿Y eso es todo? ¿De veras vas a tener en cuenta esos testimonios?

—Por supuesto que tengo que tenerlos en cuenta. —respondí—Tu amiga aun puede ser culpable y ellos estar diciendo la verdad. ¿O creías que iba a soltar a Úrsula solo por la fuerza de tus argumentos?

—Pues claro que sí. Te estoy diciendo la verdad. —replicó ella toda llena de razón.

—Bueno pues tu misión es preguntar por el pueblo y averiguar la verdad sobre los hechos. No quiero que interrogues a los testigos, de eso ya me encargo yo. Tu habla con los conocidos de Úrsula y de los testigos para ver que averiguas de la historia y los motivos que puedan tener para acusar a la joven. ¿Entendido?

—Perfecto. —dijo la joven dando pequeños saltitos con una sonrisa que me pareció encantadora.

Tras despedirla, me tumbé en la cama para meditar un rato, pero no pasó mucho tiempo antes de que volviesen a llamar a mi puerta. Era una de las novicias que me dijo que en la puerta había un chaval con un mensaje para mí.

El chico había venido a decirme que un verdugo había llegado de una ciudad vecina para asistirme en el interrogatorio de la acusada y le esperaba en la ciudadela, al parecer enfadado porque la guardia no le permitía acceder a la rea. El día, al parecer, iba a ser largo.

Cuando piensas en un verdugo, te imaginas un tipo grande, de cara obtusa y no especialmente listo, que ocultaba su cara bajo una siniestra capucha, así que cuando me presenté ante Servando me llevé una relativa sorpresa.

El verdugo era un tipo más bien canijo, de rasgos finos y ojos oscuros y maliciosos, o eso me pareció a mí.

Servando provenía de una familia con una larga tradición. Su padre había sido verdugo y también lo había sido el padre de su padre. Y eso hacía de él una persona que se tomaba muy en serio su trabajo. Me saludó con cierta frialdad, aun un poco enfadado por no haber tenido acceso a Úrsula, pero no estaba dispuesto a dejarle hacer lo que diera la gana.

Charlé un rato con él del tiempo y el viaje que había tenido antes de entrar directamente en materia.

—No sé cuál es tu método de trabajo, así que me gustaría poner las cosas claras. —dije observando un fugaz gesto de disgusto en Servando.

—Yo considero el nuestro un trabajo en equipo y por eso me gustaría que estuviésemos coordinados. —continué mientras el verdugo me escuchaba con atención sin decir nada.

—Ante todo soy un hombre de Dios y no me interesan las confesiones, me interesa la verdad. ¿Entiendes a lo que me refiero?

—Creo que sí. —contestó Servando.

—En efecto. He participado en los suficientes procesos para saber que un verdugo puede hacer confesar a un acusado de que vuela como los pájaros, que es el hijo del demonio o que sabe como leer el futuro en la mierda de caballo, pero ambos sabemos que ese no es el trabajo de un verdugo, es el trabajo de un matarife. Y por lo poco que sé de ti me parece que no eres de esos.

El hombre me miró y pareció complacido con mi discurso. Probablemente la mayoría de su vida se había topado con el miedo y el desprecio de las personas para las que había trabajado y apelar a su orgullo pareció ser una buena forma de tratar con él.

—¿Qué es lo que quiere exactamente de mí? —preguntó el hombre tras un largo silencio.

—Quiero que utilices tu arte, quiero que le aprietes las tuercas a la acusada mientras yo le pregunto y quiero que la hagas hablar, pero no que le causes tanto dolor o humillación que esté dispuesta a confesar cualquier idiotez que se le ocurra con tal de que cese la tortura. De ti quiero que extraigas a esa mujer la verdad, no lo que me gustaría oír. Sé que es un equilibrio delicado, pero creo que tienes suficiente experiencia en tu trabajo para saber qué es lo que quiero.

—La verdad es que no es lo que acostumbro a hacer. La mayoría de los hombres de su posición, hermano, lo único que quieren es dejarme con la acusada para que le saque la confesión a toda costa mientras ellos están en la iglesia o la taberna rezando por el alma de la pobre infortunada.

—Bueno yo no soy un inquisidor normal. De hecho no he recorrido doscientas leguas para sentenciar una persona tras media jornada de trabajo.

El verdugo asintió y pareció estar de acuerdo con mi forma de pensar. Por la manera de mirarme estaba seguro de que le había impresionado favorablemente.

Bajamos al calabozo y nos presentamos ante Úrsula. Servando se había quitado el jubón de cuero y la tosca camisa de lino que llevaba debajo, dejando a la vista un cuerpo enjuto pero fibroso y se puso una capucha negra con agujeros para los ojos y la boca. La verdad es que aquel hombre conocía su oficio. Su aspecto con el rebenque en la mano y los ademanes cuidadosamente calculados tenía que ser una visión realmente aterradora para los reos.

Y así era. En cuanto Úrsula lo vio, soltó un gemido y se meo encima. Sin decir nada, Servando abrió el enorme candado y cogiendo a la acusada por el pelo la obligó a ponerse en pie.

La mujer me miró un instante aterrada y aprovechando que el verdugo me daba la espalda le hice un gesto de ánimo que la reconfortó un tanto. Esperaba que confiase en mí o si no, aquello no duraría mucho.

No había tiempo que perder. Con un insulto, Servando tiró del pelo de la mujer y la arrastró medio en volandas por unas escaleras que bajaban hasta la sala de torturas de la ciudadela.

13. Las mazmorras de la inquisición

Aquel lugar ponía los pelos de punta. La piedra de la enorme estancia estaba verdosa por la humedad y no había ninguna fuente de luz a parte de las lámparas de aceite que había adosadas a la pared.

Los instrumentos de tortura estaban esparcidos sin ningún orden por la sala de forma rectangular. Había un potro, una dama de hierro, un burro español y toda una serie de instrumentos menores encima de una enorme mesa de madera de castaño.

Yo observé la colección de látigos, aplastapulgares y cinturones de San Erasmo con una mezcla de fascinación y repelús.

Servando, ajeno a mi curiosidad, desnudó de un tirón a la acusada y cogiendo un cubo que había preparado descargó el agua que contenía sobre el cuerpo desnudo de Úrsula que pegó un grito y se encogió temblando al recibir la ducha helada.

Yo me senté en una silla y observé aquel cuerpo joven y hermoso, de pechos pequeños como mandarinas y pezones rosados. Recorrí con mi mirada aquellas piernas pálidas y esbeltas, nada que ver con los gloriosos jamones de la hermana Digna y el culo respingón y tembloroso, conteniendo el impulso de dejar inconsciente al verdugo y llevarme a la joven lejos de allí.

Ignorante de mis pensamientos, Servando tiró de la joven hasta el lugar donde pendía un gancho del techo de la mazmorra. Cogió una cuerda de la mesa y con habilidad anudó las muñecas de la joven, dejando el espacio suficiente entre ellas para poder pasar el gancho.

Sin aparente esfuerzo, izó a la curandera y la colgó de manera que parecía un pescado listo para eviscerar. La joven se estremeció al sentir todo el peso de su cuerpo en sus muñecas, pero consiguió contener el grito de dolor.

Servando le dio un suave empujón dejando que el cuerpo de la joven se bambolease como un péndulo y bajó un poco la cuerda hasta que Úrsula pudo tocar el suelo con la punta de sus pies.

La curandera tensó todo su cuerpo para poder llegar a tocar el suelo y emitió un leve suspiro al poder aliviar parte del peso de su cuerpo sobre las puntas de sus pies, dando pequeños saltitos. Pero su alivio no duró mucho al ver como Servando, con parsimonia, revolvía entre los distintos látigos y fustas que había dispuesto previamente sobre la mesa.

Era el momento de comenzar la pantomima. Esperando que la mujer me hubiese entendido la tarde anterior, me incorporé y metiendo las manos en las mangas de los hábitos me acerqué a ella:

—Supongo que sabes lo que va a pasar ahora. —le dije poniéndome de espaldas al verdugo para poder hacerle a la acusada un gesto de ánimo— Si me cuentas ahora lo que has hecho, nos evitaremos este mal trago.

—Yo no he hecho nada malo. —replicó Úrsula con la voz temblorosa.

Mirándola a los ojos me encogí de hombros y me aparté para dejar a Servando practicar su arte.

El verdugo finalmente se había decantado por una fusta de cuero. Doblándola un par de veces para comprobar su flexibilidad, se acercó y le propinó a la joven un fuerte fustazo en los muslos. Úrsula, a pesar de que había apretado los dientes y tensado los muslos al prever el golpe, no pudo evitar soltar un angustioso grito de dolor. Un nuevo golpe la hizo estremecerse y perder el precario equilibrio. Las cuerdas impidieron su caída, mordiendo dolorosamente sus muñecas.

Yo mantuve el gesto impasible a duras penas mientras la rea encogía el cuerpo y trataba evitar la lluvia de zurriagazos que le caía en todas las partes de su cuerpo. En un par de minutos el torso del verdugo estaba cubierto de sudor y el de la joven de finas líneas rojas provocadas por los fustazos.

Úrsula gritaba con cada golpe y agarraba sus ligaduras con fuerza. Con un gesto aparté un instante al verdugo para preguntarle de nuevo. Úrsula me miró, estaba impresionante, desnuda y cubierta de verdugones, jadeando y con las lagrimas escurriendo por su cara para unirse al sudor que cubría su pecho. Era la viva imagen del orgullo y la resistencia. Le pregunté de nuevo y ella volvió a negar todas las acusaciones.

Me aparté y apretando los dientes dejé que Servando prosiguiese con su labor.

Sin aparentar cansancio siguió azotando a la mujer hasta que sus gritos se convirtieron en apagados gemidos y toda la superficie de su cuerpo de la joven estuvo en carne viva.

El verdugo respiró y soltó la cuerda que sujetaba el gancho a la polea del techo dejando que la joven cayese desmadejada sobre el charco que había formado su sudor.

La tregua no duro mucho. Otro cubo de agua helada evitó que la joven se desmayara. Úrsula se removió inquieta y siguió a Servando con la mirada.

El verdugo se acercó a la mesa y esta vez cogió un aparato de hierro aparentemente sencillo, de aspecto triangular y con varios huecos que en pocos minutos vi que eran para acomodar cuello, muñecas y tobillos y que obligaron a la acusada a adoptar a la acusada una postura semifetal.

Posteriormente me enteré de que lo llamaban cigüeña, aunque a mí me recordaba a cualquier cosa menos al pájaro.

La joven se dejó colocar en el instrumento mansamente, probablemente pensando que había cosas peores, pero el verdugo le tenía preparada una sorpresa. Apartó todas las cosas que tenía sobre la mesa menos una y levantando a la joven con facilidad, la colocó sobre ella.

A continuación cogió el único instrumento que había dejado sobre la mesa y se lo mostró a la mujer. A mí me pareció una especie de consolador, pero la joven lo reconoció y tembló, pidiendo por primera vez piedad.

Cuando me fijé en la rosca que tenía en un extremo entendí por qué suplicaba la joven, era una especie de especulo aunque su misión no era facilitar la visión.

Ignorando la suplicas de la joven, el verdugo le metió la pera por el ano de un solo golpe. La joven aulló e intentó retorcerse aunque la cigüeña le impedía adoptar una postura más cómoda.

—¿Estás segura de que no tienes nada que confesar? — me adelanté de nuevo.

—No. No he hecho nada malo.

— Confiesa ¿Eres una bruja? ¿Provocas la muerte de ganado? ¿Te ayuntas con el demonio? —insistí.

—No, no, noooo. Soy una mujer temerosa de Dios. Jamás osaría cometer ningún pecado semejante contra él.

La negación se convirtió en un alarido cuando el torturador le dio una vuelta a la rosca haciendo que se abriesen las aletas del aparato dilatando un poco más el recto de la joven.

Úrsula estaba dolorida. Los hierros de la cigüeña se le clavaban en el cuello y en las extremidades, pero ese dolor no era nada comparado con el ardor que le provocaba el diabólico instrumento que tenía incrustado en su culo.

Servando continuó su tortura dosificando cuidadosamente el dolor de su víctima y evitando que sufriese ninguna lesión permanente.

Finalmente, aparté al verdugo y le dije que deberíamos suspender la sesión por aquel día. Servando estuvo de acuerdo, aunque insistió en dejarle puesta la cigüeña unas horas más.

Tras rezar una de las oraciones que había aprendido apresuradamente de un libro de exorcismos que había sacado de la biblioteca del convento y Servando le hubo quitado la pera, di por terminada la sesión. Hubiese deseado decirle a la joven que lo estaba haciendo bien, que pronto estaría libre, pero la presencia del verdugo solo me permitió hacerle un nuevo gesto de ánimo cuando este nos dio la espalda un instante.

Terminé la oración rápidamente y dejé a Úrsula presa en aquel instrumento, desnuda e indefensa, al cuidado de aquel sádico profesional. Sabía que era una locura, pero no tenía otro remedio.

Cuando salí al exterior era ya de noche. Respiré hondo, intentando purgar de mi organismo aquel aire acre y opresivo y en ese momento me di cuenta de que apenas había comido nada desde el almuerzo. No era un mal momento para visitar la cantina de la villa.

14. Cervezas y testigos

La tasca no me impresionó demasiado, era un local oscuro y pringoso. El tufo a sudor humano, a animal y a vino rancio, me hicieron arrugar la nariz. La escasa luz que entraba por los cristales sucios era la única fuente de iluminación.

Me acerqué a la barra, una simple tabla de castaño de un par de dedos de grosor, apoyada en unos barriles carcomidos y le pedí una cerveza al hombre grueso y bigotudo que había al otro lado.

El hombre me miró con prevención y me sirvió una jarra de un liquido ambarino y espumoso que creí que sería meado de gato, pero que me sorprendió por ser densa, deliciosamente amarga y hasta razonablemente fresca.

—Buena cerveza. —le dije al mesonero que asintió con un gesto por toda respuesta— Entiendo por qué tienes el local lleno. ¿Están Regino y Crisando por aquí?

—Por supuesto, en el grupo del rincón. Esos que están jugando a los dados. El moreno y delgado y ese calvo de nariz ganchuda. —respondió el posadero pasando un trapo de aspecto pringoso por la barra.

Me giré hacia el lugar que el hombre me indicaba y observé a los dos hombres. Estaban uno al lado del otro, apostando y gritando con cada tirada de dados. Regino era más delgado y más alto, mientras que Crisando con aquella calva y aquella nariz, era inconfundible.

En cuanto me vieron acercarme, la improvisada reunión se disolvió y los presentes escondieron sus monedas en sus respectivas faltriqueras, simulando ser solo una inofensiva reunión de parroquianos alrededor de unas jarras de vino.

—Buenas tardes, señores. Espero que los que hayan ganado con ese juego del diablo, hagan una generosa donación al cepillo de la iglesia. —dije yo disfrutando de las veladas miradas de terror de que era objeto.

Tras indicar a Regino y a Crisando que quería hablar con ellos, me los llevé a una mesa alejada de oídos curiosos y tras presentarme, entre directamente en materia.

—He venido para haceros unas preguntas. Mañana por la tarde tengo planeado juzgar a Úrsula y a pesar de que ya he leído vuestra declaración, me gustaría oírla de vuestros propios labios, por si recordáis algún nuevo detalle.

Los dos hombres asintieron compresivos, pero la forma en que tragaban saliva y llamaban al posadero para que les diese otra jarra de vino, me decía que no estaban totalmente tranquilos.

—Según la declaración, decís que Úrsula os envenenó los animales. ¿Qué síntomas tenían concretamente que os hiciesen sospechar?

—Bueno, ella siempre pasa por nuestras tierras cuando va en busca de hierbas y hará como dos meses, un día después de que ella hubiese pasado, un par de ovejas abortaron y una docena empezaron a moverse en círculos y murieron en un par de días. —dijo Regino dando un largo trago de vino y chasqueando la lengua.

—Entiendo. ¿Os había pasado algo parecido antes? —pregunté.

—No, desde luego. —se apresuró de nuevo Regino a responder, dejando claro que era el que llevaba la voz cantante.

—Una pregunta más y terminamos. —dije fingiendo que tenía prisa por terminar y abandonar aquel lugar de pecado— Cuando tenéis un problema de salud vosotros o vuestros animales, ¿A quién recurrís?

—Siempre llamamos a Tiburcia. Es un poco más cara, pero es de fiar. Sus cataplasmas hacen milagros con las calenturas.

—¿Le debéis dinero?

—¿Qué? ¿Oh? No. —contestó Regino demasiado rápido como para no darme la impresión de que allí olía a cuerno quemado.

Yo fingí no darme cuenta de su apuro y le di un nuevo trago a mi cerveza. Hice unas preguntas, más para tantearles y saber cuál era el eslabón débil de la cadena y no tardé mucho en descubrir que Regino era el que interrumpía las contestaciones de Crisando, como si intentara evitar que su amigo metiese la pata. Tras unos minutos más de conversación, apuré mi cerveza y les dije que se presentasen a la tarde siguiente para el juicio.

Salí de la tasca con paso no muy firme y me fui directamente al convento. Llegué con el tiempo justo de rezar las Vísperas y cenar un delicioso, aunque un poco escaso, caldo de pollo. Esta vez la madre Digna no sirvió la cena, es más, llegó a media cena y tras disculparse y guiñarme un ojo se abalanzó sobre el caldo.

Aquella noche Digna vino a mi celda a darme un informe pormenorizado de sus investigación y de paso saltar sobre mí y sobre la primera regla del acuerdo al que habíamos llegado.

Aquella hembra era una fiera. Me recordaba a mi desaparecido Corsa mientras más caña le daba, más quería. La guerra entre las sábanas duró casi toda la noche y cuando me levanté, estaba molido.

Tras decirle a Digna que tenía lo que quedaba de la mañana para terminar sus investigaciones yo me dirigí a ver a la curandera.

Tal como esperaba, Tiburcia era la vieja avariciosa y malencarada que me había descrito la hermana Digna. Al parecer, la desgracia de Úrsula había ido en su beneficio, ya que varias personas estaban a la puerta de su casa, temblando con el frío mañanero, mientras esperaban que atendiera su reumas, sus catarros y sus sabañones.

La mujer me miró de arriba abajo cuando entré en su casa sin llamar. Estaba aplicando una cataplasma sobre la rodilla inflamada de un chico. Tras terminar y recibir un par de maravedíes de la madre, los despidió y atendió rápidamente y con gesto hosco mis preguntas.

Tiburcia reconoció que tanto los pastores, como sus ovejas, eran clientes asiduos suyos. Aseguró que los dos hombres cuidaban muy bien de sus ovejas y creyéndose muy lista, me juró y perjuró que no le debían nada por sus servicios.

En cuanto al asunto de los abortos. Tiburcia fue deliberadamente vaga. Decía que le constaba que así era, pero que no tenía ninguna prueba fehaciente y además no quería meter en un lío a las pobres chicas que se habían visto obligadas a recurrir a una medida tan drástica.

Yo me hice el tonto. Asentí comprensivo, le hice unas cuantas preguntas más y le rogué que se presentase aquella tarde para el juicio. La mujer puso mala cara, pero asintió y llamó al siguiente paciente, antes incluso de que pudiese salir por la puerta.

Fuera, el sol aun estaba empezando a subir en el horizonte. Me estaba acostumbrando a calcular la hora por su altura y pensé que no serían más de las diez. Tenía tiempo suficiente. Tras pasarme por la iglesia y avisar al padre Daniel que estaba terminando mi investigación y que me gustaría que preparase la iglesia para empezar a juzgar a Úrsula aquella misma tarde, me dirigí de nuevo a la ciudadela para hablar con el alcalde de la villa.

Su excelencia me recibió en su despacho con un aire sonriente y aparentemente bienintencionado. Pero su aspecto orondo, sus mejillas rosadas y sus adulaciones salpimentadas por continuas referencias a su actitud piadosa, no me convencieron de la sinceridad de su testimonio.

A pesar de todo puse cara de interés cuando me contó todo lo que había visto aquella noche aciaga en la que encontró a la acusada en pecaminoso intercambio con el demonio.

Le hice unas cuantas preguntas, lo que se suponía que debía de preguntarle para añadir el último clavo al ataúd de la joven curandera. Los detalles no añadieron nada a la historia que ya conocía, pero quería que aquel hombre se sintiese seguro cuando subiese al estrado.

Cuando terminamos la conversación, el hombre se levantó con dificultad y se ajustó las calzas intentando sin éxito camuflar la prodigiosa barriga que asomaba por el jubón, confirmando las sospechas de la hermana Digna. Si ese tipo era capaz de caminar más de doscientos metros por el bosque sin reventar yo era un inquisidor...

Con una mirada conspiratoria, se acercó a un pequeño armarito de donde sacó una botella de aguardiente y un par de pequeñas copas de cristal.

Bebimos y charlamos un rato más, esta vez sobre la vida cotidiana de la ciudad y las múltiples incomodidades y sacrificios que comportaban su cargo. Yo me mostré comprensivo y alabé su buena administración, insinuando que Dios le recompensaría más temprano que tarde sus buenas obras.

El alcalde sonrió y me palmeó la espalda paternalmente como si fuese uno de sus amados vecinos mientras me acompañaba a la puerta. Tras comunicarle que se presentase para testificar a primera hora de la tarde me despedí y me fui a comer a la cantina.

Como esperaba, me encontré a mis dos testigos jugando a los dados y bebiendo vino. Yo fingí no darme cuenta y les dejé escurrirse discretamente por la puerta trasera. El almuerzo fue sencillo pero potente, pan, queso y vino; la tarde iba a ser larga.

15. El juicio

Cuando salí de la tasca, el cielo se había cubierto de nubes plomizas, presagiando una tarde tormentosa. Las calles estaban desiertas. El pueblo se había paralizado y todos sus habitantes se habían reunido en la nave principal de la iglesia donde se celebraría el juicio.

Úrsula ya había sido trasladada y permanecía de pie, encadenada a una anilla que había sido fijada a una columna, a la derecha del altar. Le habían colocado un sambenito blanco con una aspa roja y el delito por el que era acusada burdamente escrito en el frente por toda indumentaria. A pesar de que aquella túnica era un trozo de lino áspero y mal cortado, no podía ocultar la esbeltez del cuerpo de la acusada.

Durante un instante me miró, intentando adivinar su futuro en la expresión de mi cara, pero yo la observé con el rostro pétreo, intentando exorcizar los pensamientos cargados de lujuria que el relato del alcalde y las curvas de la mujer habían despertado en mí.

Recorrí las filas de bancos, ignorando las miradas de temor y curiosidad de los habitantes de la villa, con la mirada fija en el altar donde se había improvisado el tribunal.

Delante del altar había tres sitiales, dos de ellos ya ocupados por el párroco y el alcalde y el del centro reservado para mí.

Sin más ceremonias, me persigné un instante ante el altar y tomé asiento, dando permiso al padre Daniel con un sencillo gesto para que pidiese a Dios, con una sencilla oración, que la justicia brillase aquel día y acabase con los impíos.

El párroco terminó su oración y tras una sencilla bendición se sentó, dejando que yo tomase el mando. Era la hora de acojonar un poco al personal.

Me levanté de mi sitial y metiendo las manos en las mangas del hábito lancé una mirada apocalíptica a todos los presentes. Podía sentir el temor recorriendo el espíritu de todos los presentes y no pude evitar regodearme unos instantes en la intensa sensación de poder.

—Hermanos, estamos reunidos aquí para juzgar a una mujer por brujería. —empecé con un tono de voz bajo y resonante— Algunos de vosotros pensarán que esto es un vulgar trámite. Que me limitaré a llamar a los testigos, hacerles un par de preguntas y preparar una divertida barbacoa. Nada más lejos de mis intenciones...

—Cuando adopté estos hábitos, juré a Dios hacer su obra. —añadí tirando brevemente de mi indumentaria— No se me ocurre ninguna tarea más ingrata que la que me ha tocado, siempre en contacto con el mal y la corrupción, pero es la que Dios me ha encomendado y me he propuesto hacerla lo mejor que pueda. Cuando terminemos este juicio, no solo yo, sino todos los presentes, con la ayuda del Altísimo, —alcé la mirada a la bóveda del templo— estaremos convencidos de la inocencia o culpabilidad de la acusada.

Terminé mi escueto alegato con una teatral mirada a Úrsula y me senté mientras el alcalde llamaba al primer testigo.

Regino se acomodó en la silla de madera y esperó mi primera pregunta. Aquel hombre no me interesaba. Tanto él como su amigo tenían básicamente el mismo testimonio y estaba claro que aquel era el listo, así que le despaché con un par de preguntas que confirmaban su testimonio.

Al ver como había tratado a su amigo, Crisando se sentó relajadamente en la silla. Me miró fingiendo respeto y se hurgó la nariz antes de atender a mi primera pregunta:

—Según tu testimonio, la acusada enveneno a tus ovejas y las de tu amigo.

—Así es. —respondió el testigo asintiendo con la cabeza.

—¿Y cómo lo hizo exactamente? —pregunté.

—Pues... Ya sabe, venía con cualquier excusa a cualquier hora. Hacia signos raros en el aire y echaba polvos raros en el suelo donde pastaban nuestras reses.

—Entiendo, lo que yo me pregunto es cómo demonios la visteis hacer eso si os pasáis la vida jugando a los dados y bebiendo como camellos en esa asquerosa tasca.

Crisando abrió los ojos y balbuceó sin saber que responder, yo le dejé un momento más para que todo los presentes fuesen conscientes de su confusión.

—Vale, dejemos eso de momento y continuemos. —dije levantándome— ¿Qué les pasó exactamente a tus ovejas?

—Bueno, después de que la bruja.... es decir Úrsula las visitara, adelgazaron y murieron. Nuestros corderos salían raquíticos mientras los suyos crecen orondos y sabrosos.

—Sí, en eso tienes razón. Pero he visitado estos días las dos propiedades, la tuya y la de la acusada. La de Úrsula es una pradera a la orilla del río, con comida abundante y agua mientras que la tuya es una pedazo de tierra pedregosa y árida. Cuando miré tus ovejas no las vi tan mal, quizás si tu amigo y tú pensaseis en beber menos y llevarlas a pastar de vez en cuando al monte, quizás no se hubiesen muerto de hambre.

El pobre estúpido tragó saliva consciente de que todos los vecinos de la villa sabían que lo que acababa de decir era mucho más probable que la posibilidad de que Úrsula hubiese envenenado a sus ovejas.

—¿Sabes que los acusadores tienen derecho a repartirse las propiedades de la acusada si esta resulta ser culpable? —pregunté yo— Y recuerda que no soy solo yo, Dios también te está haciendo la misma pregunta.

—Supongo que algo nos han contado...

—Así que si sentencio a muerte a esta mujer, por fin tendréis tu amigo Regino y tú una bonita pradera donde vuestras ovejas podrán medrar sin necesidad de vuestra vigilancia.

Crisando no respondió. Se limitó a mirarme como un perro apaleado un instante antes de bajar los ojos.

—Gracias, Crisando, puedes retirarte... De momento. —dije invitándole a abandonar el estrado.

Todos los presentes siguieron entre risas y murmullos la retirada cabizbaja del hombre del estrado. Crisando volvió a ocupar su sitio al lado de su colega, que le propinó un codazo y le susurró unas frases al oído. Por la cara que había puesto el pastor, podía imaginar que no era nada bonito.

¡Así se hace chaval! —exclama Gerardo— Enséñales a esos hijos de puta a quemar brujas de verdad. Cerdos incultos.

—Mmm, cariño. ¿Qué diablos estás diciendo? —dice su mujer adormilada— ¿Todavía estás viendo esa mierda? Apaga, por favor. Es tardísimo y mañana tenemos que trabajar.

—Quita, quita, que está en lo más interesante. Duerme y déjame escuchar.

Íker se ha callado un instante, como si supiese que Gerardo ha sido interrumpido. Mira a la cámara con aire mesiánico y continúa de nuevo con la lectura.

16. Tiburcia

Esta vez no sería tan fácil. Aquella vieja era mucho más astuta y ahora estaba sobre aviso, así que me lo tomé con tranquilidad y aparenté meditar largamente mientras la observaba acercarse al estrado, con paso vacilante, apoyada en un bastón de aspecto tan retorcido como su alma.

Al contrario de Crisando, aquella mujer me sostuvo la mirada con aquellos ojos biliosos e inyectados en sangre. Con un gruñido, se acomodó lo mejor que pudo en la silla de los testigos y esperó relajadamente mis preguntas.

—Buenas tardes, señora Tiburcia. ¿De qué conoce a la acusada? —dije iniciando el interrogatorio.

—Es una vecina de la villa y da la casualidad que intenta dedicarse al mismo oficio que yo.

—¿Por qué dice que lo intenta?

—Porque a pesar de lo que diga, no es más que una vulgar charlatana, que hace más mal que bien a la comunidad. En repetidas ocasiones he advertido a las autoridades de esta villa de sus manejos y ha hecho falta que ocurran estas desgracias para que las autoridades tomen medidas. —respondió la anciana lanzando una mirada venenosa a la acusada.

—Ya veo, y aparte de la muerte de las ovejas, ¿Podría detallarme alguna de esas desgracias?

—Heridas infectadas que me he visto obligada a sanar, horribles tumores, abortos mal practicados que casi acaban con la vida de jovencitas inconscientes... La verdad es que la lista es casi inacabable.

—¿Podría indicarme algún caso concreto? —le pregunté poniendo cara de interés y lanzando una mirada a Úrsula, indicándole que mantuviese la boca cerrada.

—Oh, bueno... Lo haría, pero la verdad es que me debo a mis pacientes y no puedo airear sus secretos sin su permiso, así que me temo que no puedo responder a su pregunta. —replicó la alcahueta astutamente.

—Lo entiendo, señora Tiburcia y no la obligaré a ello. —acepté volviéndome hacia el público que atestaba la iglesia— Pero supongo que si tiene razón entre todos los presentes habrá alguien que haya sufrido los manejos de la acusada. Quizás quiera acercarse al estrado y responder a alguna de mis preguntas tras tomarle juramento.

Miré a todos los presentes. Estaba claro que nadie iba a mover un pelo por evitar que quemasen a aquella desdichada, pero tampoco estaban dispuestos a poner el último clavo que cerrase el ataúd.

—Estoy seguro de que sois conscientes de que vuestro deber es colaborar todo lo posible en el juicio... —añadí mientras observaba la cara de disgusto de la bruja y el alcalde al ver que no había nadie que secundase sus acusaciones.

—Está bien, será una casualidad y todas las víctimas habrán tenido algo que hacer antes que acudir a este juicio. —sentencié fingiendo no darle demasiada importancia y aparentando dar por terminado el interrogatorio.

Dejé que la mujer cogiese su bastón y justo antes de que se apoyase en él para levantarse y abandonar el estrado, me giré de nuevo hacia ella al mejor estilo del detective Colombo:

—Una última pregunta, si me lo permite. ¿Es cierto que conoce a los anteriores testigos?

—En efecto. —respondió la anciana frunciendo el ceño con desconfianza.

—¿Puede confirmar todo lo que esos hombres han atestiguado?

—Sin duda. —respondió la vieja con convicción.

—Solo una pregunta más antes de que se retire. ¿Le deben esos hombres algún dinero?

—Absolutamente nada. —se apresuró a responder la mujer mientras se levantaba con sorprendente ligereza y se dirigía a su bancada.

Yo la observé avanzar, majestuosa y decidida a pesar de su figura encorvada y pensé en el daño que podía hacer una persona solo por rencor o avaricia. La verdad es que me tuve que emplear a fondo para mantener el rostro circunspecto y no estrangular a esa puta vieja allí mismo.

La tarde había avanzado y apenas un hilo de luz iluminaba tenuemente el interior del santuario. Consciente de que ya era tarde y al día siguiente era domingo y tras consultar un instante con el Padre Daniel y el alcalde, decidimos aplazar la sesión para el día siguiente, justo después de misa. Dando las gracias a los villanos por su presencia, los despedimos y disolví el tribunal hasta el día siguiente.

Cené rápido y me dirigí a mi celda esperando poder descansar después de un día agotador, pero la tregua duro poco. Quince minutos después de acostarme entró Digna en mi celda sin llamar. Con tanto ajetreo me había olvidado de la monja y de la tarea que le había encomendado.

Digna entró como un vendaval, haciéndome desear que los conventos aboliesen aquella estúpida manía de no poner cerrojos en las puertas de las celdas. Antes de contarme nada, la mujer se colgó de mi cuello y me dio el beso mas lúbrico y sucio que había recibido en mucho tiempo.

Cuando logré separarme de ella, Digna se sentó en la cama, a mi lado y me contó lo que había averiguado.

La primera parte de su informe no añadía demasiado a lo que ya sabía. La vieja era una curandera mediocre y completaba sus ingresos haciendo de alcahueta, el alcalde era un cabrón, todos los habitantes del lugar sabían de sus manejos y la forma en que vendía sus servicios al mejor postor, incluso por encima de las necesidades de la villa. Estaba claro que lo que buscaba era acceder a la nobleza y olvidarse de sus vecinos lo antes posible. En cuanto a los pastores, lo único que la monja había averiguado de nuevo, era que debían dinero a todo el mundo y sobre todo a la bruja.

Lo mejor, lo dejó para el final. Regino y Crisando llamaban la atención allí por dónde iban así que Digna se centró en reconstruir los movimientos de los pastores los días anteriores a la denuncia. Tras preguntar a medio pueblo se enteró de que aquellos dos personajes debían dinero a todo el mundo y como solían estar borrachos la mayor parte del tiempo, eran bastante propensos a los accidentes. Al principio acudían a Úrsula para que les curase. Ella, consciente de que no tenían prácticamente nada, casi nunca les cobraba, pero se terminó cansando y les dijo que si no dejaban de beber, no les atendería más.

Sin otra alternativa, acudieron a Tiburcia que les atendió encantada y sin hacer preguntas, pero ella no lo hacía gratis y según uno de sus compañeros de juerga habitual le debían a la alcahueta una respetable cantidad de dinero.

Al parecer, el día anterior a la denuncia, el aprendiz del herrero había tenido una discusión con su maestro y cuando escapaba del taller a altas horas de la madrugada, dispuesto a volver a su casa, vio a la anciana seguida de los dos pastores escurrirse por los soportales de la plaza y desaparecer en las puertas de la ciudadela.

No era muy difícil imaginar lo que debió pasar a continuación, pero por si fuera poco, al día siguiente, en medio de una monumental borrachera que Regino y Crisando pagaron en monedas contantes y sonantes, les contaron a sus amigotes que pronto dejarían de tener problemas de dinero.

—Interesante. —dije cuando la monja hubo terminado— Has hecho un gran trabajo.

—Gracias, aunque aun hay algo más. —me interrumpió Digna lanzándome una mirada enigmática.

—¿A qué te refieres? —pregunté yo suspicaz.

—Entre toda la gente con la que hablé también tuve una charla muy interesante con Domicio. —respondió ella provocando que se me erizasen los pelos de la nuca— Al parecer te encontró caminando y te llevó en su carro hasta aquí.

—¿Y?

—Que no pasó por alto las manchas de sangre que había en tu hábito.

—Es cierto, pero nunca lo he ocultado. Este trabajo no es agradable y en ocasiones no tengo más remedio que recurrir a la violencia. —repliqué simulando tranquilidad.

—Ya, pero Domicio estaba seguro de que algunas de esas manchas eran frescas, así que decidí investigar un poco. —añadió Digna sonriendo como una loba.

—Bueno, yo...

—No hace falta que mientas, tras hablar con Domicio cogí una mula prestada y fui hasta el lugar donde el boyero te recogió. Allí no había nada, pero un poco más adelante había unas huellas extrañas y cuando las seguí me llevaron al fondo de un arroyo donde había una especie de máquina infernal con un cadáver mediocomido por las alimañas dentro...

—Creo que ha llegado la hora de salir por patas, colega. —susurra Gerardo para sí mismo cuando Íker da paso de nuevo a los anuncios.

A su lado, Carla hace tiempo que duerme apaciblemente, acompañando las expiraciones con suaves ronquidos. En sueños se gira y se abraza a su cuerpo murmurando algo antes de volver a quedarse totalmente inconsciente de nuevo.

Gerardo la observa meditando sobre la suerte que tienen de vivir en el presente, donde nadie puede llevar a una persona a la perdición sin pruebas y por un motivo meramente egoísta. Acaricia un instante su cabello y se concentra de nuevo en la televisión.

17. Con los huevos de corbata

—El cadáver estaba bastante deteriorado, los bichos le había comido los ojos, las orejas y las partes blandas, pero aun se podía ver la tonsura enmarcando su cráneo...

En ese momento actué por puro instinto. De la misma manera que cuando entraron los desconocidos en el laboratorio de Matilda, la adrenalina tomó el mando y sin pensarlo cogí a la monja por el cuello y estampé su cuerpo contra la pared.

La joven se quedó sin aire e intentó patalear, pero la tenía bien cogida. Sus ojos me miraron con una mezcla de temor y excitación.

—¿Qué es lo que quieres? —le pregunté aflojando la presa solo lo justo para que pudiese hablar.

—No sé qué ha pasado exactamente, ni quién eres y de dónde vienes, pero de lo que estoy segura es de que el que esta criando malvas es el inquisidor Ortuño. Y cuando hurgué en un cajón que había abierto en aquel ingenio, encontré esto. —dijo la mujer ignorando mi pregunta y enseñándome un par de fotos que me había hecho para la contracubierta de un libro que había escrito sobre la influencia del latín en la literatura erótica.

—Te lo explicaría, pero no lo entenderías —le dije a la mujer mientras mi mente hacia planes para reducir a la monja, amordazarla y poner pies en polvorosa.

—No te preocupes, no voy a delatarte. No sé qué está pasando, pero de lo que estoy convencida es que ha sido el propio Dios el que te ha traído hasta aquí para salvar la vida de esa joven.

—No pensarás que soy un ángel.

—Que yo sepa, los ángeles carecen de esto. —dijo Digna echando mano a mi paquete.

Sin soltar su cuello le arranqué el hábito a tirones y la puse de cara a la pared. Apretando su cara contra el encalado, le sobé el cuerpo con rudeza.

—No, no eres un ángel. —dijo ella suspirando y frotando su culo contra mi erección.

Yo mordí su cuello y estrujé sus pechos, mi cerebro deseaba estar en cualquier otro lugar, pero mi polla deseaba estar dentro de la joven.

—¿Cuánto me va a costar tu silencio? —dije mientras la penetraba de un golpe seco.

Digna se estremeció y durante unos segundos dejó que la follase con fiereza, haciendo que toda aquella carne blanda y pálida vibrase de placer:

—Quiero salir de este puto agujero. Odio a las monjas, odio los rezos, odio los trabajos estériles y repetitivos. —dijo Digna entre gemido y gemido— Quiero ver el mundo y quiero verlo contigo.

—Estás loca. —dije agarrándome a sus caderas— No sabes quién ni qué soy.

—Tu tampoco me conoces en absoluto. —respondió ella separándose y cogiendo mi polla con sus manos.

Mirándome a los ojos, se arrodilló frente a mí y se la metió en la boca. No sabía cómo había aprendido, pero Digna me sorprendió. Agarrando con suavidad mi miembro comenzó a besarlo y a darle suaves mordiscos. Sentía como mi sangre palpitaba y bullía mientras la monja le daba suaves chupetones.

Excitado, tiré de su abundante melena y alojé mi miembro hasta el fondo de su garganta. Tras unos segundos la retiré, dejando a la joven respirar. La joven se atragantó y escupió un grueso cordón de saliva sobre mi polla.

Con una sonrisa maligna inscrita en sus labios, embadurno abundantemente toda su longitud y a continuación me dio la espalda y apoyando sus manos en el lecho, separó sus piernas.

Cuando me acerqué a ella, se adelantó a mí y cogiendo mi pene erecto y palpitante lo guio hacia su ano.

No me lo pensé y apoyando mi miembro contra aquel delicado esfínter, presioné contra él hasta que cedió y permitió que toda la longitud de mi rabo se alojase en su interior.

—Quiero esto todos los días. —dijo Digna apretando los dientes y respirando superficialmente mientras esperaba que el dolor se suavizase.— No quiero tener que esconderme para masturbarme en solitario, pensando en lo que podría haber sido o haber tenido, quiero una vida.

Solo cuando noté que estaba más cómoda, comencé a moverme con suavidad. Digna suspiró y comenzó a acariciarse el pubis mientras intentaba mantener el equilibrio con la otra mano.

Cogiéndola por la cintura, nos giramos y la obligué a sentarse sobre mí con las piernas separadas, dándome la espalda. Digna empezó a mover sus caderas mientras yo exploraba su sexo con mis dedos. Los movimientos se hicieron más rápidos y desacompasados hasta que, ahogando un largo gemido, su cuerpo se estremeció recorrido por un intenso orgasmo.

De un empujón me separé de la joven y tumbándola sobre la cama me puse en pie sobre ella y regué su cuerpo con mi esperma.

—¿Me vas a decir de dónde vienes? —dijo Digna despertándome de mi duermevela unos minutos después.

—Si te lo dijese, no me creerías.

—He visto esa máquina, me lo creeré. —afirmó ella haciendo dibujitos distraídamente con el semen que cubría su torso.

—Esa máquina servirá a las personas para desplazarse por carreteras más rápido y más lejos que cualquier caballo.

—Entonces, ¿Vienes del futuro? ¿Cómo?

Sabía que no podría descansar hasta satisfacer la curiosidad y mi situación no empeoraría si lo hacía, así que le conté la cadena de acontecimientos que me había llevado hasta allí. Pensé que así se callaría y me dejaría dormir un rato, pero su curiosidad era insaciable.

—¿Cómo es el futuro?

—La tecnología y el dinero son los nuevos dioses. La iglesia sigue teniendo influencia, pero cada vez menos. La gente no entiende porque no tratan de adaptarse a los nuevos tiempos.

—¿Siguen existiendo monjas?

—Sí, pero no les auguro un futuro brillante. Cada vez es más difícil encontrar a mujeres con vocación y ahora nadie entra en un convento si no quiere hacerlo voluntariamente.

—Y entonces las mujeres que no quieren o no pueden casarse, ¿Qué hacen?

—Vivir su vida, pueden tener una profesión, tener hijos solas, casarse o divorciarse...

—¿No podemos volver allí? Odio esta mierda. —dijo Digna señalando aquellas cuatro paredes— Cuéntame más, quiero saberlo todo...

Pasé casi toda la noche en vela, respondiendo las innumerables preguntas de la joven, hasta que por fin la convencí de que debía de irse a su celda antes de que alguien viniese a avisarme para el oficio de maitines.

Cuando llegué a la capilla estaba reventado, así que me puse al fondo, en la esquina y dormí toda la misa de un tirón.

El desayuno me dio algo de energía y conseguí despabilarme, aunque las ojeras eran tan visibles que hasta la abadesa me preguntó preocupada si me encontraba bien. Yo le respondí que no se preocupase, que había estado estudiando el caso y rezando toda la noche. En cuanto terminamos de comer, me dirigí a mi celda para "meditar" un poco más antes de la misa de domingo y de la última sesión del juicio y dormí como un tronco un par de horas más.

Más o menos sobre las diez de la mañana, acompañado por casi todas las monjas del convento, me dirigí al pueblo para acabar de una vez con todo aquel desgraciado asunto.

El sol lucía implacable ya a aquella temprana hora de la mañana y pronto empecé a sudar bajo aquel grueso hábito. La abadesa caminaba a mi lado unos metros por delante del resto de las monjas con gesto imperturbable y la mirada fija en el campanario de la iglesia que sobresalía entre los edificios de la villa.

—¿Qué tal se ha portado Digna? —preguntó la abadesa.

—La verdad es que ha sido una ayuda inestimable. Me ha dado información suficiente para hilar toda la trama que rodea el caso y gracias a ella y a Dios creo que hoy terminaré con todo esto.

—Vaya, por fin se le da algo bien. Es buena mujer, pero desde que llegó aquí no ha sido sino una fuente constante de conflictos.

—Sí, es una pena que no pueda llevármela conmigo.

—¿En serio? —me preguntó la Reverenda Madre extrañada.

—A la hora de hablar, cualquier persona se siente más inclinado a hacerlo con una monja que con un inquisidor y su simpatía hace que le resulte muy fácil trabar relaciones amistosas con la gente.

La mujer siguió andando con aire meditabundo. Yo la imité durante unos minutos, no quería precipitar las cosas. Sí fracasaba en mi intento, no sabía cómo reaccionaría Digna. Mi vida podía depender de mi habilidad para convencer a la abadesa.

—Se me ocurre algo. —dije cuando me pareció que había pasado suficiente tiempo— Podría llevármela una temporada conmigo para que me ayude en mi tarea.

La abadesa me miró con renovada sorpresa y pareció agradarle la idea de deshacerse de su díscola acólita, pero también tenía una responsabilidad para con la joven.

—¿Y ella qué opina?

—Por supuesto, no se lo he comentado, hubiese sido una falta de respeto hacia ti. —mentí yo— Prefiero no causarle ningún tipo de ansiedad a la joven sin antes saber su opinión. Obviamente no la obligaré a acompañarme. Este no es un oficio muy agradable.

La respuesta, precisamente calculada por mí para no socavar su autoridad, pareció satisfacerla y tras un corto silencio me dijo que meditaría la cuestión y me contestaría aquella misma noche. Yo no la presioné, pero justo antes de entrar en la nave de la iglesia pude ver en la expresión de su cara que no le desagradaba para nada la idea.

18. Cuentos chinos y calientes

El Padre Daniel había retirado a un lado los sitiales para poder celebrar la misa del domingo y los había sustituido por grandes maceteros con flores. En cuanto me separé de las monjas, me acerqué al párroco y le dije que me gustaría ser yo el que dijese el sermón en aquella ocasión. El Padre pareció un poco contrariado, pero no dijo nada y me invitó a sentarme a un lado del altar mientras decía misa.

Al fin, tras quince minutos de liturgia, el Padre Daniel se apartó del altar y se sentó esperando mi sermón.

Yo me levanté sin prisa, alisé mi hábito y subí por la estrecha escalera de caracol que conducía al púlpito. Apoyando las manos en la balaustrada, repasé con un dura mirada a todos los presentes y aproveché para ver dónde estaba mi testigo estrella.

Crisando estaba sentado al fondo, ignorante de mis planes, en una esquina de la nave, buscando el anonimato de la oscuridad, pero ni siquiera en eso tenía suerte. Uno de los rayos que atravesaban la vidriera principal de la nave incidía exactamente sobre él, pintado su cuerpo de un verde nada favorecedor. En cuanto lo localicé, fruncí el ceño ostensiblemente y comencé a hablar.

—Todos sabéis por qué estoy aquí. He venido a desterrar el mal de esta villa y el mal no solo está en los conjuros, en los filtros y en los abortos. También lo está en las falsas acusaciones, la avaricia y el perjurio. Todos los que lo cometéis, tenéis un rincón reservado en el infierno. —dije fijando mi mirada en Crisando que se encogió ostensiblemente al escuchar mis palabras—Porque no os equivoquéis, nada de la riqueza que acumuléis en este mundo os servirá para escapar del despiadado juicio final que os espera.

—La brujería es una abominación, es horrible y puede acabar con una comunidad indefensa, pero el falso testimonio es igual de peligroso y no lo dudéis, —continué levantando la voz— yo no estoy aquí para quemar gente, estoy aquí para averiguar la verdad y ¡Pobre de aquel que intente deliberadamente ocultármela!

Al terminar la frase, hice una pausa, apoyé las manos sobre la balaustrada e inclinándome hacia adelante, recorrí todas las bancadas una a una con el ceño fruncido y la boca apretada en un rictus de enfado.

La sensación de poder que me invadió fue la hostia. Desatado, levanté los brazos y cerrando los puños comencé una pormenorizada descripción de los nueve círculos del infierno, acompañando las vívidas descripciones con ademanes amenazadores.

Cuando terminé, quince minutos después, estaba seguro de que más de uno se había cagado en los pantalones, Crisando incluido.

El padre Daniel suspiró aliviado cuando abandoné el púlpito y acabó con la misa lo más rápido que pudo.

En cuanto terminó, nadie se movió de su sitio. El verdugo trajo a la rea, que volvió a ocupar su sitio, encadenada a la columna, mientras un par de monaguillos colocaban las pesadas sillas de roble del improvisado tribunal de nuevo delante del altar.

En menos de tres minutos el Padre Daniel y yo nos sentamos en nuestros respectivos asientos, mientras que el alcalde, que era al que le tocaba testificar se sentaba en el lugar reservado a los testigos.

Dejé que se pusiese cómodo mientras echaba un rápido vistazo a la nave de la iglesia. A pesar del miedo, nadie quería perderse el juicio y casi todos los habitantes del pueblo se apretaban en los bancos, expectantes.

Comencé con un par de preguntas sencillas para entrar en calor. El alcalde las contestó con soltura y autoridad, consiguiendo que todas los presentes asintieran como si ellos mismos fuesen los testigos. A continuación le pedí que explicase con precisión, sin omitir ni siquiera los detalles más escabrosos, lo que vio aquella noche en el bosque.

—Como alcalde de esta villa, me desvivo por mis conciudadanos. —comenzó el alcalde con una sonrisa paternal— Y esto tiene su precio. Hay noches que me imposible conciliar el sueño así que, a menudo doy largos paseos por los alrededores de la villa.

—Aquella noche, —continuó tras una pausa teatral— paseaba por el bosque cuando oí un chasquido a mi derecha. Creyendo que era una alimaña, saqué mi daga e intenté penetrar la oscuridad con mi mirada. En ese momento vi como una fugaz silueta, oscura, pero inconfundiblemente humana, se desplazaba con paso seguro por el sotobosque.

—Picado por la curiosidad, con todos mis sentidos alerta, seguí la figura envuelta en una capa negra que ocultaba su identidad, intentando hacer el menor ruido posible...

Había que reconocer que el muy cabrón sabía ganarse a los espectadores. Todos los presentes le miraban con el mismo interés que unos boy-scouts escucharían historias de miedo al calor de una fogata.

—... Tras un largo paseo llegamos a un claro del bosque dominado por un enorme altar de arenisca blanca. La luz de la luna llena inundaba el espacio con una luz irreal. Sin dilación, el desconocido dibujó una serie de glifos sobre el ara y a continuación se deshizo de la capa, descubriendo por fin su identidad.

—¿Y quién resultó ser la furtiva figura? —pregunté yo procurando no mostrar mi escepticismo.

—Era ella, —respondió el testigo señalando a la acusada sin ninguna sombra de duda y provocando una exclamación de asombro entre los presentes.

—Continúe, por favor.

—Bajo la capa estaba totalmente desnuda. La luz de la luna la hacía parecer etérea e irreal mientras comenzaba a cantar y bailar en torno al altar. Además había algo que no me cuadraba. Tardé unos instantes en darme cuenta de que no escuchaba el ruido de sus pasos sobre el césped. Al bajar mi mirada pude ver que sus pies apenas tocaban el suelo.

Todos el público exclamó de nuevo y miró a la acusada, que se encogió asustada, incapaz de rebelarse ante aquella sarta de mentiras.

—Tras un par de minutos, del altar comenzó a emanar una luz sobrenatural. La joven se tumbó sobre él y cerró los ojos, llamando a su señor una y otra vez. ¡Ven Belial a mí! ¡Hazme tuya y cólmame con tu poder!

La mayoría de los presentes ahogaron los gritos de espanto y una mujer gritó y se abanicó con fuerza con la mano, como si estuviese a punto de desmayarse. El alcalde sonrió satisfecho del efecto de sus palabras y continuó con la narración:

—Esa mujer comenzó a acariciar su cuerpo con languidez mientras recitaba una salmodia. Su cuerpo refulgía acariciado por la luz de la luna por arriba y la extraña fosforescencia que emergía del altar por debajo. Aquella luz espectral parecía tener algo porque la mujer empezó a retorcerse como si algo le excitase. Incapaz de contener su lujuria comenzó a acariciarse el cuello y los pechos. Cuando se rozó los pezones con las uñas, la joven gimió y todo su cuerpo se estremeció.

—En ese momento comenzó de nuevo a salmodiar. Sus manos parecieron tomar vida propia y se desplazaron por su vientre hasta acabar entre sus piernas. En ese momento la luz se intensificó y esa joven separó las piernas desinhibida y enterró los dedos en su sexo...

El alcalde interrumpió su narración un instante, como si se sintiese intimidado a la hora de contar todas aquellas trolas. La actuación estaba siendo digna de un Oscar. Yo le seguí el juego y con unas pocas palabras de aliento le invité a continuar...

En ese momento Íker levanta los ojos del vetusto libro y mira la hora. Durante un instante el pánico se apodera de Gerardo. Ese cabrón no se atreverá a dejar el final para el domingo siguiente. Si lo hace... Pero al final solo da paso de nuevo a la publicidad. En los siete minutos de larga espera intenta imaginarse a Carla sobre una gran piedra blanca masturbandose, con sus pechos temblando y su coño encharcado de jugos.

Inconscientemente desliza su mano sobre el cuerpo dormido de su esposa. Carla se revuelve en sueños y gime un instante al sentir su contacto, antes de volver a dormir profundamente. Gerardo se imagina tomando a su mujer mientras duerme y no puede evitar una dolorosa erección que no se ve aplacada cuando Íker comienza a leer de nuevo.

—Cada vez más excitada, comenzó a masturbarse con más violencia. —continuó el alcalde intentando parecer cohibido— La fosforescencia se hizo más densa hasta convertirse en una especie de niebla densa que la envolvió acariciándola. En pocos instantes la joven perdió el hilo de sus oscuras oraciones y comenzó a gemir mientras repetía una y otra vez; "¡Belial, ven a mí!" " ¡Belial, toma a tu sierva!".

—De repente, la niebla refulgió y elevó a la mujer unos centímetros por encima del ara. Su cuerpo se crispó y se arqueó con las piernas contraídas y abiertas y los brazos en cruz. La joven gimió mientras la niebla la envolvía obligándola a arquear su espalda hasta arrancarle un gemido de dolor. En ese momento la niebla se hizo casi solida. Envolvió las muñecas y los tobillos de la mujer y comenzó a introducirse por sus orificios naturales.

—Úrsula gimió, se retorció y contrajo todos sus músculos mientras la niebla exploraba y dilataba sus zonas más sensibles. El cuerpo de la joven se elevó aun mas a medida que el etéreo ente entraba y salía de su culo y de su sexo cada vez más rápido. Los gemidos se convirtieron en gritos de placer, cada vez más intensos, hasta que con una embestida final la joven se corrió mientras el ente envolvía todo su cuerpo provocando pequeñas descargas de estática que prolongaron e intensificaron su placer hasta hacerla perder el sentido.

—La bruma comenzó entonces a contraerse y tras depositar a Úrsula de nuevo sobre el níveo altar, desapareció. La joven quedó inerte, apenas respiraba. Yo, desde mi escondite, me quedé paralizado sin saber qué hacer. Iba a acercarme y taparla antes de que el sudor que cubría todo su cuerpo junto con el fresco de la noche hiciesen que se congelase, pero en ese momento se despertó como si lo hiciese de un profundo sueño y con las mejillas arreboladas recogió la túnica y se volvió corriendo a su casa.

El alcalde calló dando por terminada la narración de los hechos. Yo me acerqué y miré al público antes de continuar con el interrogatorio. Los congregados estaban quietos, algunos con la boca abierta, otros mirando con una mezcla de horror y lujuria a la acusada.

Aprovechando el profundo silencio, me dirigí de nuevo al alcalde:

—Una descripción muy exacta de los hechos. Es una suerte que estuviese levantado aquella noche. ¿Suele ocurrirle a menudo?

—¿El qué?

—Eso de no poder dormir por la noche.

—La verdad es que me pasa con cierta frecuencia. —admitió el testigo.

—¿Y siempre va a pasear por la noche cuando no duerme?

—Casi siempre, sobre todo si hay luna llena.

—Entiendo. La verdad es que si yo me internase en el bosque en plena noche, me perdería de inmediato. —dije yo mirando a los presentes.

—Bueno, conozco esta villa y sus bosques como la palma de mi mano, llevo recorriéndolos desde que era apenas un chiquillo.

—Entiendo, entonces no tendrás inconveniente en llevarme al claro donde sucedieron los hechos. Me gustaría inspeccionar el altar. Ya sabe por si es necesario destruirlo. Seguramente es un artefacto del demonio y no se puede dejar ahí para que un incauto lo encuentre.

La cara que puso el alcalde me dijo que le había pillado por sorpresa. Tal como me imaginaba, no había ningún claro con un altar en su centro.

—La verdad es que esa es la zona que peor conozco del bosque, no sé...

—Bueno, si fue capaz de encontrar el camino a casa en la oscuridad, no le será demasiado difícil encontrar el camino, con la ayuda de Dios. —repliqué yo.

Sin darle tiempo a que aquel cabrón inventase una excusa, suspendí la sesión invitando a todo el que quisiese a acompañarnos para ser testigos y destruir el perverso altar en el mismo momento en que diésemos con él.

Como os podréis imaginar, el alcalde, con paso vacilante, salió en dirección al bosque. Todos los que le seguíamos, pudimos constatar sin dificultad que aquella enorme barriga no estaba hecha para caminar por aquel abrupto paisaje. En cuestión de pocos minutos Don Matías comenzó a jadear y sudar profusamente. Le dejé guiarnos, disfrutando con cada jadeo ahogado y dejando que el mismo fuese el testigo de cargo de su propia mentira.

—No sé. —dijo el alcalde entre jadeos— No soy capaz de encontrar ese endemoniado claro. Quizás un embrujo lo oculta.

Yo, consciente de que todos los presentes habían comprobado que aquel hombre, no conocía el bosque ni sabía moverse por él, ni era capaz de hacer el ejercicio que suponía recorrerlo por la noche, le respondí sin ocultar mi escepticismo que tal vez tuviese razón y ordené volver a una decepcionada expedición.

Tras despedir a los presentes y convocarlos para la última sesión del juicio en un par de horas, me dirigí a la taberna para comer un poco y meditar mi siguiente movimiento.

19. Testigo de cargo

Cuando volví, la iglesia estaba a reventar. En aquellas dos horas la voz se había corrido entre los habitantes y nadie quería perderse el desenlace. Todos creían que, llegado a aquel punto, me limitaría a explicar mis conclusiones y dictar sentencia, pero sorprendiendo a todos, señalé con mi dedo a Crisando y le ordené volver al estrado de los testigos.

El pastor se estremeció al sentir mi mirada en plan juicio final y se acercó tropezando hasta el lugar reservado para él.

No comencé el interrogatorio inmediatamente. Durante un par de minutos le miré con intensidad, con las manos a la espalda, intentando refrescar en su memoria el sermón que había preparado expresamente para él aquella mañana.

—Solo serán unas pocas preguntas para puntualizar un par de dudas. Dices que tanto tú como tu amigo recurrís a Tiburcia siempre que tenéis un problema. ¿Pero, siempre ha ocurrido así?

—Mmm. No. —respondió tras un momento de duda— Al principio íbamos a consultar con Úrsula.

—¿Y por qué dejasteis de hacerlo? —pregunté utilizando mi cuerpo para interponerme en la línea de visión de los dos pastores, evitando así que Regino pudiese influir en sus respuestas.

—Nos dio un ultimátum. Nunca nos cobraba nada por sus servicios, consciente de que éramos pobres. Pero cuando se enteró de que lo poco que ganábamos lo gastábamos en la taberna, nos dijo que si no dejábamos de hacerlo, no nos atendería más.

—Y al no dejar vuestros malos hábitos, tuvisteis que recurrir a Tiburcia.

—En efecto.

—¿Tiburcia tampoco os cobraba?

—No. —respondió el pastor con un hilo de voz.

—¿Estás seguro? Te recuerdo que estas bajo juramento. —le dije para poder despertar en el de nuevo las imágenes de los perjuros en el infierno que había descrito con todo lujo de detalles hacía unas pocas horas.

—Bueno, al principio no, pero luego sí.

—¿Y se las pagabais puntualmente? —insistí.

—Algo así.

—¿Algo así?

—Le hacíamos favores.

—¿Estabais haciéndole un favor cuando la seguisteis a la ciudadela el día anterior a la detención de Úrsula?

Crisando abrió tanto los ojos que creí que se le iban a salir de las órbitas. A ninguno de los presentes le costó sumar dos más dos, pero yo no estaba dispuesto a dejar que todo quedase ahí y redoblé mis esfuerzos.

—Supongo que no hace falta que te recuerde lo que pasa con todos aquellos que juran en falso ante un tribunal inquisitorial. —le dije mientras echaba una fugaz mirada a las gotas de sudor que perlaban la frente del excelentísimo señor alcalde.

—No, señor. —respondió Crisando con la voz temblorosa.

—Pues ahora cálmate, y cuéntanos toda la verdad.

—Aquella tarde, Tiburcia nos hizo llamar y nos dijo que tenía un trabajo para nosotros y que gracias a él no volvería a cobrarnos por sus servicios.

—¡Mentira! —rugió la curandera desde el fondo de la nave.

—¡Silencio! —repliqué yo— Yo soy el que da la palabra en este juicio. Si vuelves a levantar la voz mandaré que te azoten. Continua, Crisando, por favor.

—Nos citó para aquella misma noche en la plaza y nos ordenó seguirla hasta la ciudadela.

—¿Qué pasó luego? —pregunté yo emocionado, oliendo la sangre.

—El alcalde nos estaba esperando en un pequeño despacho y allí nos explicaron entre los dos sus planes. —gimoteó el pastor— Querían que hiciésemos de testigos contra la curadera...

—¿Qué curandera? —le pregunté para que quedase claro.

—Úrsula. Nos dieron instrucciones de lo que debíamos atestiguar, nos dieron una bolsa de dinero y nos prometieron los prados que había al lado del río para que pastasen nuestras ovejas.

—¿Y qué hicisteis después?

—Fuimos a gastarnos el dinero a la taberna. —dijo el pastor abatido mientras varios de sus compadres asentían y comentaban con sus compañeros de banco como habían gastado aquel día el dinero a manos llenas.

—Entonces, ¿Me estás diciendo que la acusada es inocente?

—Yo...

— ¿Que he recorrido doscientas leguas para descubrir la avaricia de cuatro ciudadanos sin escrúpulos?

—¡Lo siento! Yo no quería. Yo... solo... —respondió Crisando mientras caía de rodillas ante mí.

—¡Calla, estúpido! —saltó Regino sin poder contenerse.

Yo posé mi mano sobre el hombro del atribulado hombre, en un gesto de absolución y me volví, fulminando al amigo de Crisando con la mirada, hasta que este, cohibido, no tuvo otro remedio que sentarse y mantener la mirada baja mientras iniciaba mis conclusiones.

—Bien, veamos. —dije a modo de conclusión mientras ayudaba al pastor a incorporarse y abandonar el asiento de los testigos—Por una parte tenemos unos testimonios más que cuestionables, cuyas únicas pruebas son unas ovejas muertas de hambre, un altar de piedra que no aparece por ninguna parte y unas supuestas malas prácticas que nadie admite haber sufrido. Por otro lado, tenemos más que sobradas sospechas que todos los testigos tienen intereses espurios en el caso y se reunieron el día antes de acusar a Úrsula de brujería.

—Si a todo esto unimos que el verdugo aquí presente no ha conseguido una confesión por parte de la acusada, me parece que si nos dejamos guiar por la lógica es evidente que Úrsula será culpable de muchos pecados, pero no de cometer brujería.

Todos los presentes asintieron e incluso logré oír algún que otro suspiro de alivio. Solo una persona gruñó y se quejó por la forma en que había manipulado a los testigos. La vieja alcahueta se enderezó todo lo que su encorvada espalda le permitía y salió de la iglesia mascullando, sin esperar a que terminase de dictar la sentencia.

El resto de los testigos parecían arrepentidos y avergonzados. El alcalde especialmente, siendo el centro de atención allí arriba a mi lado, no sabía dónde meterse.

—No es mi intención acusar a los testigos de ningún delito. Es evidente que han sido víctimas de una añagaza del mismísimo demonio. Así que creo que todos debemos perdonarlos y espero que Úrsula también haga lo mismo...

—Finalmente, declaro a la acusada inocente de todos los cargos y ordeno que sea liberada de inmediato.

—Perdonadme, hermanos. —dijo el alcalde levantándose, consciente de que si no hacía nada perdería la poca autoridad que le quedaba— He sido dominado por el demonio de la avaricia y me siento totalmente arrepentido. Dejad que sea yo el que libere a esta mujer inocente de sus cadenas.

El hombre se levantó y con paso abatido se acercó con las llaves de los grilletes y la liberó ante los aplausos de los presentes. La joven apenas podía mantenerse en pie y entre el alcalde y yo la ayudamos a sentarse.

Hay que reconocer que el alcalde tenía arrestos. Ante todos los presentes hincó la rodilla y derramando lágrimas de cocodrilo, le pidió perdón. Úrsula, que no era menos lista que él, se lo concedió magnánima, ganándose con ello a los pocos escépticos que quedaban en la iglesia, pero diciendo a aquel buitre con los ojos que no pensaba olvidar lo que le había hecho.

Tras unos segundos, la reunión se disolvió y la iglesia se fue vaciando poco a poco.

—Siento que hayas tenido que pasar por todo esto. —le dije aprovechando un momento que estuve a solas con Úrsula— Has sido muy valiente. Ahora descansa y que alguien cuide tus heridas.

—Yo me encargaré. —intervino Leandra acercándose— No soy sanadora, pero estoy seguro de que no deberíamos dejar que Tiburcia hurgase en esas heridas.

Con un gemido de dolor, la joven se levantó y se apoyó en el hombro de su amiga. La forma en que esta la envolvió con extrema suavidad y ternura por la cintura y la ayudó a avanzar por la nave hasta la puerta, me hicieron pensar en que entre aquellas dos mujeres había algo más que una simple amistad. Y la mirada de inmensa gratitud que Leandra me lanzó no hicieron sino confirmarlo.

20. Nuevos caminos

Dos días después estaba preparado para irme. Ni siquiera conocía mi destino, pero lo que estaba claro es que no podía quedarme mucho tiempo en el mismo sitio. Solo me quedaba una cosa por hacer.

Con la bolsa de cuero a cuestas salí de mi celda y me dirigí al despacho de la abadesa.

La mujer estaba inclinada sobre un pergamino que leía atentamente y sin levantar la mirada de él, me invitó a sentarme.

—Bueno, así que nos deja finalmente.

—Eso parece, Reverenda Madre. Tengo que darte las gracias por tu acogida. Gracias a vosotras me he sentido como en casa.

—Gracias, hermano. Pero solo he cumplido con mi deber. Además, he disfrutado viendo como hacías cumplir la ley de Dios sin dejar llevarte por la histeria colectiva.

—La verdad es que la hermana Digna me ha sido de vital ayuda para poder descubrir la verdad. Fue ella la que se enteró de la reunión de esos cuatro... indeseables (iba a decir soberanos hijos de puta, pero logré contenerme a tiempo). Sin ella no sé si hubiese sido capaz de acorralar a Crisando y obligarle a decir la verdad.

—En fin, yo creo que su sermón fue muy efectivo también, pero entiendo que cuando vas a una batalla contra el demonio, lo mejor es contar con todas las armas posibles. —apuntó la abadesa— Por cierto he estado meditando tu propuesta de que Digna te acompañe en tus misiones y la he mandado venir para informarla de mi decisión.

Pasaron un par de minutos de incómodo silencio hasta que Digna se presentó.

—Hola, hermana.

—Hola, Reverenda Madre.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—No, exactamente, pero me imagino que será algo relacionado con el hermano inquisidor. —respondió Digna astutamente.

—En efecto. Para serte sincera, siempre has sido un grano en el culo de esta congregación y cuando el hermano Ortuño me ha contado lo bien que habías cumplido con el cometido que te había impuesto, no podía creerlo.

La joven se limitó a bajar los ojos en gesto de modestia, esperando que la abadesa continuase con su discurso.

—De hecho ambos estamos tan satisfechos que creemos que Dios te ha dado un don y no deberías desaprovecharlo. Sé que no puedo obligarte, así que debes ser tú la que tome la decisión. Si lo deseas te daré permiso para que abandones el convento por el tiempo que el inquisidor Ortuño considere necesario, para asistirlo en sus investigaciones. Seguirás perteneciendo a esta congregación, cumplirás sus normas en lo que te sea posible y volverás a ella cuando tu tarea cese, pero mientras tanto, estarás a sus órdenes.

Digna simuló dudar y finalmente levantó la cabeza. Con labios temblorosos de emoción, respondió.

—Soy consciente de que no he sido una monja modelo, pero Dios es testigo de que os quiero a todas como si fueseis mis hermanas. Sin embargo yo también creo que Dios ha cruzado a este hombre en mi camino. No es un trabajo agradable. Sé que no todos los acusados serán inocentes, pero creo que la voluntad de Dios es que ayude al hermano Ortuño a hacer cumplir su voluntad...

La abadesa la miró escéptica, pero pareció aliviada cuando envió a la joven a recoger sus cosas. Tras darle las gracias me despedí y decidí esperar a Digna camino abajo, a la sombra de una higuera.

Finalmente sor Digna llegó con un pequeño hatillo colgado del hombro y los ojos llorosos por la emocionante despedida de sus hermanas, ninguno de los dos sospechaba que aquella asociación duraría años.

Sin decir nada iniciamos el camino dirigiéndonos hacia el sur. Aquella mañana era espléndida, el sol lucía y las cigarras empezaban a cantar con insistencia, anunciando la llegada de un verano inminente. Yo planeaba estar muy lejos de Cabriles de la Sierra, a la puesta del sol, pero apenas pasadas un par de millas, Digna tiró de mí y empujándome a unos matorrales al lado del camino, me montó con especial ferocidad. Esta vez no se cortó y gimió y gritó desinhibida, consciente de que por fin no había nadie alrededor que pudiese descubrirnos.

Cuando terminamos nos incorporamos de nuevo al camino hasta que un hombre a caballo, proveniente de la villa, se detuvo con un mensaje en el que se me comunicaba una nueva misión...

Epílogo

En ese momento Íker cierra con extremo cuidado el volumen y abre la boca para despedir el programa con una frase altisonante, pero Gerardo apaga el televisor sin darle la oportunidad.

En la penumbra se pregunta cómo ha podido ocurrir una cosa parecida. Todo es tan increíble que solo puede ser verdad y las pruebas son irrefutables. Dominado por la curiosidad coge el móvil y hace una búsqueda del inquisidor Ortuño en el móvil y busca imágenes relacionadas.

Entre todas hay varios retratos, dos de ellos, los más antiguos, no se parecen en nada, pero el resto no dan lugar a dudas; el hombre de los retratos es el mismo Javier que conoció en la universidad.

Negando con la cabeza, incapaz de creer la evidencia, se gira en la cama. La luz de la luna, proveniente de la ventana, ilumina el cuerpo de Carla que, acostada de lado y dándole la espalda, se ha destapado en sueños y le muestra toda la longitud de su pierna por la abertura de su camisón. La luz blanquecina le hace recordar de nuevo la escena de Úrsula en el bosque y nota como su miembro despierta.

Sin poder contenerse, roza esa porción de muslo sin que su mujer parezca darse cuenta y su deseo aumenta. ¿Y si intenta follarla mientras duerme? Carla suele dormir como una piedra y ni siquiera las tormentas logran despertarla , pero ¿Lograría follarla sin que se despertase?

No sabe que le excita más, si cogerla por sorpresa o follarla sin que ella se entere. Sabe que se está comportando como un cabrón, pero no puede evitarlo. Con sumo cuidado coge el camisón de su esposa y se lo arremanga hasta la cintura.

El culo de Carla es hermoso, grande y redondo, con una fina capa de vello que le hace recordar un delicioso melocotón. Gerardo coge una de sus piernas con suavidad y la adelanta lo suficiente para dejar su sexo accesible.

Con infinito cuidado y sin atreverse a respirar se ensaliva el dedo y roza su sexo. Carla se revuelve y gime, pero sigue durmiendo apaciblemente. Gerardo, envalentonado, le mete el dedo en el coño a la vez que acaricia el pubis rasurado de su esposa, notando como el órgano reacciona inmediatamente humedeciéndose.

Sin poder contenerse más, se acerca a su esposa y cogiéndose la polla la dirige a la entrada de su sexo. Con infinito cuidado le mete la punta. Carla gime en sueños y se mueve ligeramente, pero sujeta por la cintura no puede cambiar de postura.

Milímetro a milímetro avanza por aquel delicioso conducto todo lo que se atreve, unos centímetros nada más, comienza a entrar y salir con suavidad del cuerpo de su esposa. Carla comienza a acompañar sus suaves acometidas con suspiros en sueños y Gerardo disfruta como un loco tanto del placer como de los gemidos sonámbulos de su esposa.

Sin atreverse a acometerla con más violencia continúa fallándola a la vez que besa su espalda y acaricia su culo. La excitación crece, Gerardo está a punto de correrse...

—¿Quieres acabar de una vez? —exclama Carla— Son casi las tres y mañana tienes que madrugar. Y por cierto... me debes una. El próximo polvo que me eches ya puede ser de campeonato si no quieres dormir en el sofá una semana entera...

FIN

Relato del Ejercicio XXIX, autor Alex Blame ID 1418419