La verdad sobre Robinson Crusoe. La pirata
Tras dejar a su madrastra embarazada en Inglaterra, R. Crusoe parte hacia de su patria para hacerse rico pero cae en manos de una pirata, la cual no duda en convertirlo en su MASCOTA. Para su asombro, a esa mujer le gusta el sexo anal, una forma de amar que para él es contra natura.
6
Como poseedor de las verdaderas memorias de mi antepasado y antes de que sigáis leyendo la singladura que lo llevó a recorrer el mundo antes de quedarse varado en una isla, he de reconocer que dada la moralidad existente en su época es lógico que su biografía oficial, recogida por Daniel Defoe y publicada en 1719 apenas unos años después de su muerte, no dijera nada de la verdadera naturaleza del trato al que fue sometido por el pirata moro que lo apresó. Y menos que hiciera obviar que dicho pirata fuese una mujer. Por ello, pido comprensión acerca de esta omisión antes que sigáis descubriendo la realidad de su historia y los capítulos que mi antepasado dedica a su captora y a Xuri, una esclava que compartió su destino durante su cautiverio.
Mi bautismo en el mar no fue algo pacífico ni placentero. Apenas habíamos dejado Inglaterra, el barco en el que iba alojado se vio sorprendido por una tormenta y ante las risas de los marineros curtidos en la cambiante atmosfera del Cantábrico, me encerré en el camarote completamente aterrorizado.
―Es solo una suave brisa― se reían de mí al escuchar mis lamentos mientras el bergantín era golpeado por las olas del temporal.
Mis temores e inexperiencia me hicieron reconocer al resto del pasaje que esa era mi primera vez que me embarcaba, despertando en ellos el temor de que fuera gafe cuando tras una aparente calma, se recrudeció el mal tiempo y nos vimos inmersos en una violenta galerna. Varios de ellos propusieron lanzarme por la borda y solo la presencia de un militar de su graciosa majestad evitó que culminaran ese oprobio acto y me viera nadando por mi vida. Desgraciadamente, los hechos parecieron dar la razón a los supersticiosos cuando un fuerte golpe de mar hizo un boquete bajo la línea de flotación y junto a los miembros de la tripulación, nos tuvimos que repartir en varios botes para salvar la vida cuando ya pasado la tormenta, el capitán decidió que nada podía hacer por la embarcación.
Apenas me dio tiempo de coger, una camisa y el resto de mi menguada bolsa, antes de montar en la pequeña lancha de salvamento que nos llevaría de vuelta tras cinco días a la deriva a la costa muy cerca del puerto de Falmouth en el occidente inglés.
Casi sin dinero y con mis pertenencias hundidas en el mar, dudé si volver a Londres pidiendo a mi padre que me perdonara, pero la vergüenza de reconocer mi fracaso ante mi amada y saber que tendría que soportar la humillación de ver crecer su vientre mientras rumiaba mi derrota, me hizo embarcar nuevamente esta vez como marinero en un barco que se dirigía a Guinea. El destino quiso que su capitán y yo congeniáramos y que bajo su tutela aprendiera el oficio del mar rápidamente y antes de llegar a nuestro destino pudiera decirse que ya era un más que decente aprendiz. Es más, el viejo zorro aprovechó mi experiencia en los negocios para irme encomendando cada vez mayor responsabilidad, convirtiéndome de facto en su número dos. Por eso me resultó tan duro que, en otra vuelta de mi destino, mi mentor muriera por unas fiebres y tuviese que malbaratar sus bienes para entregarle a su esposa las doscientas libras que obtuve.
La cincuentona me tomó cariño y dejándome parte de su herencia, financió mis primeras andanzas ya como empresario independiente, mientras en mi mente seguía firme la promesa que le había hecho a Elizabeth de volver. Tras devolver el préstamo, pude contratar una carga que había de vender en las Canarias. Ya que había invertido todos mis ahorros, vi oportuno acompañar al barco, no fuera a ser que, una vez vendidas las mercancías, el botarate que lo guiaba desapareciera con mi dinero y nunca lo volviera a ver. Por eso el 13 de junio de 1659 con veintisiete años cumplidos me vi nuevamente a bordo de un galeón. La travesía en teoría debía de ser de tres semanas y sintiéndome un potentado, disfruté del buen tiempo de catorce días plácidos contemplando la vida del mar mientras soñaba con las ganancias que obtendría y haciendo cuentas si serían suficientes para volver ç. Efectivo suficiente para reclamar lo que consideraba mío, mi pelirroja y mi chaval para con ellos formar esa familia que tanto ansiaba.
Recuerdo que estaba en el puente de mando cuando un grito de un marinero nos advirtió del peligro y oteando el horizonte, descubrí la siniestra presencia de un bajel de cuyo mástil ondeaba una bandera negra.
― ¡Piratas! ― escuché gritar al capitán mientras pedía a sus hombres que cargaran los cañones y rellenaran de pólvora, los arcabuces.
Confieso sin rubor que se me heló la sangre al escuchar el alboroto y el miedo que esos moros provocaron entre la tripulación y pidiendo una espada, me presté a vender cara mi vida. La impericia del inútil al mando junto a su cobardía hizo de nosotros una presa fácil y antes de que el sol se escondiera por el horizonte, él y la mayoría de sus subordinados yacían muertos mientras yo seguía batiéndome estoque en mano contra un enemigo muy superior.
Ya pensaba que un mandoble no tardaría en mandarme ante el creador cuando escuché una voz diciendo que si me rendía respetarían mi vida. Sin otra salida, bajé mi empuñadura y accedí a ser apresado. Lo que jamás se me pasó por la mente fue escuchar las carcajadas de los corsarios diciendo entre ellos que en cuanto me viera su capitán me adoptaría como mascota.
―Le gustan los rubios ― se desternilló el que me ataba.
―Y más si son ingleses― respondió el que tenía a su lado mientras me obligaba a cruzar la pasarela que habían instalado entre los dos navíos.
Todavía no había conseguido asimilar mi destino cuando escuché una voz femenina diciendo que me apartaran del resto de los rendidos y que me desnudaran. Girándome hacía quien había dado esa orden, descubrí que era una oronda y nada femenina morena la que pistolón en mano iba repartiendo el destino de los desgraciados que habíamos caído en su poder.
―No os lo tengo que repetir, los heridos y los muertos por la borda. Solo quiero en mi bodega a los sanos, que son los que nos van a dar ganancias cuando los venda.
Juro que me intenté zafar de mis ataduras al ver que, cumpliendo el mandato de esa malnacida, sus marineros empezaban a lanzar al mar tanto a los fallecidos como a los miembros de la tripulación con alguna herida. Me resultó imposible actuar y por ello tuve que ser testigo de esa brutalidad sin poder defenderlos.
― ¡Maldita zorra! ― pude gritar antes de que un culatazo en mi sien me mandara a dormir antes de tiempo.
Desconozco cuanto tiempo estuve sin conocimiento, lo único que puedo decir que ya era bien entrada la noche cuando desperté desnudo y atado en el camarote de esa mujer, y que lamenté no haber muerto al verla disfrutar golpeando a una preciosa morita mientras le gritaba que fuera la última vez que derramaba una gota de vino sobre la alfombra.
―Parece que mi invitado se ha despertado― rio a carcajadas al ver la cara que ponía ante semejante atrocidad y acercándose a mí, me dejó claro cuál era mi destino al apoderarse de mi virilidad mientras le pedía a la joven que acababa de martirizar que me llevara a su cama.
Los callos de esos dedos acostumbrados a blandir una espada me hicieron añorar la suavidad de las yemas de mi amada y quizás por ello contra mi voluntad, mi extensión fue adquiriendo tamaño bajo la atenta mirada de la pirata. La cual en una nueva muestra de crueldad exigió a su esclava que acelerara su crecimiento con la boca. Atado como estaba nada pude hacer por evitar que esa chiquilla abriera sus labios y ante mi estupor, cometiera el acto antinatural de hundírselo en la garganta.
―He dicho que lo hicieras crecer, no que disfrutaras de ella― pegándola un tortazo que la mandó al otro lado del camarote, rugió para acto seguido y sin mediar mayor prolegómeno, ponerse sobre mí y violar mi entereza, hundiéndola entre sus grasientos muslos.
Aunque había oído que algunos hombres desafiaban la ley de Dios forzando a mujeres a tener relaciones contra su voluntad, jamás había escuchado que alguien del sexo femenino lo hiciera y por ello tardé en digerir que era su vulva la que zarandeaba de esa forma mi atributo.
― ¡Cómo voy a disfrutar con este desgraciado! – oí que esa guarra de ojos negros y grandes melones chillaba mientras disfrutaba con mi estoque metiéndolo y sacándolo de su desmesurada anatomía.
El tamaño de sus ubres rebotando contra mi cara mientras su dueña cabalgaba a placer sobre mí no tenía nada que envidiar a las de una vaca lechera y con ganas de vomitar, tuve que soportar estoicamente su asalto mientras en un rincón del aposento la morenita miraba mi derrota llena de pena.
―Hazme gozar o te arrepentirás― obviando que me era imposible actuar al estar inmovilizado exigió la rolliza mientras ponía dos negrísimas areolas entre mis labios.
Hoy sé que fue eso lo que me salvó, pero indignado con el trato que estaba recibiendo actué sin pensar y cerrando mis dientes alrededor de esos bultos, dejé mi impronta sobre su piel provocando con ello que el placer recorriera el corpachón de ese animal de dos patas y larga cabellera.
―Sigue mimando a tu dueña― bramó encantada con el trato la capitana mientras aceleraba el movimiento de sus caderas.
Asumiendo que nada podía hacer por evitar que culminara mi violación, cambié de pecho y mientras de reojo veía la marca de mis colmillos en el que había dejado, salvajemente apreté mis mandíbulas sobre el otro.
― ¡Por Alá que te voy a domar! ― pegando un aullido tiró de mi pelo evitando que me quedara con un trozo de su carne mientras seguía restregando su espeso y negro bosque con mi hombría.
Antes de que me diese cuenta de lo que iba a suceder, sellé mi destino derramando mi leche en las asquerosas entrañas de mi captora. Al darse cuenta, la corsaria que había explotado en su interior, me pegó una patada tirándome a suelo mientras exigía a su esclava que se acercara. La pobre desgraciada ya debía saber qué era lo que su dueña deseaba, porque sin que se lo tuviera que ordenar hundió su cara en la entrepierna de esa maldita y con la lengua se puso a absorber mi semilla antes de que germinara dentro de ella.
Al igual que nunca había oído de una violación masculina por parte de una mujer, tampoco había escuchado que una zorra como aquella pudiese obtener su gozo de los labios de otra hembra, pero puedo atestiguar que la pirata no tardó en berrear como cierva en celo al experimentar las caricias bucales de la esclava recorriendo su feminidad. Quizás por ello, no perdí detalle de semejante acto provocando con ello que mi alicaído instrumento volviera erguirse en plenitud. Afortunadamente, mi captora no se dio cuenta de ello y tras disfrutar largo rato de su propiedad, se quedó roncando satisfecha mientras escondido en un rincón, lamentaba mi mala suerte.
Viendo que su dueña dormía a pierna suelta, la jovencita gateó hacia mí y tras presentarse como Xuri, en un precario inglés me alertó que si quería vivir debía de ceder y comportarme como un macho deseoso de complacerla cada vez que la capitana me lo exigiera. Dudando si sería capaz de excitarme con ese conjunto de lorzas, juré a mi inesperada cómplice que así lo haría y cerrando los ojos, traté de dormir mientras rememoraba en mi mente los días felices que había compartido con Elizabeth.
«Debo vivir para volver con ella, ¡se lo prometí!», sentencié antes de que el sopor me venciera…
7
A la mañana siguiente, Xuri me zarandeó para despertarme y señalando a la gorda que todavía seguía roncando, me avisó que iba a liberarme, pero que no debía intentar rebelarme porque eso supondría también su muerte.
―Entonces, ¿para qué me liberas? ― pregunté sin entender nada.
―Mi dueña siempre exige que sus amantes la bañen por las mañanas y no me perdonaría si este día su nueva adquisición no lo hace. Júrame que lo vas a hacer y que la capitana no tendrá motivo para pegarme― exteriorizando sus temores, contestó.
Asumiendo que antes de intentar huir, debíamos acercarnos a la costa y que mientras tanto debía sobrevivir, preferí obedecer. Por ello mientras me restregaba las adoloridas muñecas tratando que la sangre corriera por ellas, me comprometí con la joven a no hacer nada contra esa cerda de gruesos cachetes y mayores pechos. La sonrisa de la morita luciendo sus blancos dientes iluminó el camarote y entristecido pensé en su destino:
«Cualquiera de mis paisanos se hubiese desposado con ella de ser libre, pero al ser una esclava ningún hombre de bien la aceptaría», me dije mientras esperaba sus instrucciones acerca de cómo le gustaba a su dueña ser despertada.
Bajando la mirada, respondió:
―Mi dueña está acostumbrada a que sean mis labios las que la despierten.
Creyendo que se refería a su voz aguardé que hablara, pero entonces acercándose a la cama deslizó su cuerpo entre las piernas de la pirata y tras dar un primer lametazo a lo largo de su feminidad susurró casi con un hilo de voz:
―Señora, es hora de despertarse.
La zorra que dirigía con mano de hierro ese navío, presionando con las manos sobre la cabeza de su propiedad, profundizó el contacto mientras abría los ojos y viéndome al pie de la cama sonrió. Hasta el último vello de mi cuerpo se erizó al ver su siniestra sonrisa mientras la morita se afanaba a recorrer con su lengua la selva oscura de la corsaria.
―Acércate y muérdeme las tetas― me ordenó.
Nunca había sido testigo de un lenguaje tan procaz en boca de una fémina y por ello tuvo que repetírmelo antes de que pudiese asimilar que esa bestia deseaba volver a sentir mis dientes sobre sus areolas. Aterrorizado al saberme instrumento de su lujuria, di un paso y agachándome sobre ella, tímidamente cerré mis labios sobre los inmensos atributos de la capitana.
―He dicho que muerdas, no que chupes― rugió mientras descargaba su ira sobre mi trasero.
Al sentir esa nalgada me encolericé, pero en vez de estrangularla mordí uno de sus pezones con dureza. Las risas de la arpía quejándose de la escasa voluntad que tenía de obedecerla me preocuparon y llevando las dos manos a sus montes, cogí entre mis dedos los pezones de la pirata y los retorcí.
―Vas aprendiendo― rugió complacida por mi rudeza mientras su esclava seguía lamiendo sin parar los hinchados pliegues de entre sus piernas.
La premonición que había tenido sobre mi incapacidad de excitarme con ella se puso a prueba antes de tiempo, cuando rechazando a Xuri, esa puta violenta se puso a cuatro patas sobre el colchón y me urgió a poseerla. Por un momento dudé si lo conseguiría al contemplar horrorizado la media tonelada de carnes que me esperaba sobre las sábanas y si no llega a ser porque acercándose a mí, la joven tomó entre sus dedos mi virilidad mientras apuntaba con ella a la gorda, nunca hubiera podido alcanzar la necesaria dureza.
―Encula a nuestra dueña― la morita murmuró en mi oído.
No sé qué me impresionó más, si se refiera a esa mujer como mi dueña o escuchar de sus labios que esa degenerada esperaba de mí como su amante que explorara su entrada trasera. Nuevamente comprendí lo mucho que debía aprender de la forma de amar que tenían por esas tierras y venciendo mi natural reluctancia a hacerlo, de un solo empujón hundí mi estoque dentro de ella. El chillido de placer que brotó de su garganta me hizo ver que su esclava no estaba errada y que esa maldita ansiaba ser poseída por el trasero. Curiosamente, no me repugnó la presión que sentí sobre mi miembro y sin aguardar a que pudiera rechazarme, asiéndome a sus caderas, comencé a descargar sobre ella toda la humillación que sentía. Los berridos de esa elefanta al sentir que la empalaba me volvieron loco y de pronto me vi arreando dolorosos zurriagazos sobre sus ancas mientras la morenita observaba angustiada.
Para su sorpresa y la mía propia, la desalmada líder de esos filibusteros gozó como pocas veces al sentirse usada de esa forma y sin importarle que sus secuaces pudiesen escuchar sus gritos, me impelió a seguir cabalgando sobre ella. Con mayor saña, golpeé su espalda, arañé sus pechos y mordí su cuello mientras mi tallo campeaba por sus intestinos y solo cuando esa cerda de enormes proporciones cayó derrotada ante mi ataque, pude comprender hasta donde me había dejado llevar y nuevamente temí por mi vida.
Xuri no debía anticiparme muchos segundos en este mundo tampoco y por eso tardó en reaccionar cuando la poseedora de su destino con una sonrisa en la boca, pidió su ayuda para incorporarse.
―Parece ser que he encontrado un diamante en bruto― señalando con el dedo mi falo todavía inhiesto comentó y sin encomendarse a ni a su dios ni a su diablo, agachándose ante mí comenzó a lamer los restos de sus intestinos que todavía impregnaban mi virilidad.
Tras dejarla inmaculada y viendo que seguía a su máxima extensión, a carcajadas me prohibió aliviar mis carencias, ya que debería reservas todas mis fuerzas para volverla a complacer durante la noche. Avisando a su sierva, comentó que mataría a cualquiera que intentara hacer uso de su tesoro.
―Nunca podría fallar a la que considero mi diosa― humildemente, comentó la morena mientras mojando una toalla comenzaba a limpiar cualquier rastro que su siniestra forma de amar pudiese haber dejado en la pirata.
Recordando que era mi deber ayudarla en esa ingrata labor tomé otra toalla y ya estaba sumergiéndola en la palangana cuando esa voraz mujer me lo impidió diciendo que esa era labor de mujercitas y no de un buen macho.
―No quiero que te eches a perder por ayudar a esta mema― y riendo a carcajadas, me informó que era libre de andar por todo el buque.
Al responder que no tenía ropa y que me negaba a andar desnudo por cubierta, la oronda dueña de mi destino señaló un armario de donde saqué un pantalón que me quedaba pequeño. No queriendo tentar mi suerte, me lo puse sin saber que, al ver el bulto de mi entrepierna, esa zorra sin escrúpulos me iba a decir que se lo había pensado mejor y que después de comer, debía estar de vuelta para satisfacer su lujuria.
―Así lo haré― respondí mientras salía del camarote.
Ya en cubierta, supe que lo sucedido había corrido como la pólvora entre la tripulación al descubrir en las miradas de esos corsarios un respeto hacia mí que no existía antes. No tuve que ser un genio para comprender que estaban impresionados por los gritos que habían oído y más porque todavía mantuviese la cabeza en su sitio.
―Por mucho menos, la capitana degolló a Mohamed― escuché que uno decía.
Alertado por esas palabras, comprendí que seguir con vida dependía únicamente del humor de ese engendro y de mi pericia haciéndola gozar, por ello tras acercarme a la cocina y robar un mendrugo de pan, me quedé observando a los marineros tratando de saber cuál de ellos era el más parlanchín. No resultó fácil dado que todos sin distinción estaban atareados y hablaban poco, por ello desmoralizado, me senté en una barrica. No llevaba más de cinco minutos allí cuando el viento cambió. Como conocedor de las artes marineras, me percaté que la vela del trinquete estaba suelta y temiendo que alguien saliera herido, corrí a asegurarla. Mi acción no pasó desapercibida a un enorme musulmán de piel morena, el cual rio sorprendido:
―La mascota de la capitana sabe navegar.
Girándome molesto, tuve que callar mi boca al observar que ese hombre además de sacarme un palmo de altura tenía unos brazos que competían en grosor con mis muslos. Por eso, midiendo mis palabras, respondí que llevaba el mar en la sangre.
―Pues entonces, ponte a trabajar― desde el castillo de proa, gritó la obesa de cuyo favor dependía mi existencia.
No pude ni quise contrariarla y dirigiéndome al musculoso pirata que se había reído de mí, pregunté en qué podía ayudarlo. No dudó en pedirme que me subiera al mástil de la mesana y asegurara sus velas. Como era algo que ya había hecho y no tenía miedo a las alturas, pasando una soga por la cintura fui escalando mientras tomaba la precaución de atarme en cada tramo antes de ascender al siguiente. Los bucaneros que me observaban se echaron a reír al ver mis cautelas y molesto con esa guasa, les respondí desde lo alto:
― ¡Vive Dios que no moriré por imprudente! Prefiero hacerme el macho entre las sábanas de una dama.
El silencio que se adueñó de la cubierta hizo darme cuenta de lo que les había gritado y temiendo la reacción de la capitana, comencé a temblar cuando de repente la carcajada de la única que podía sentirse aludida resonó por el buque, despertando la hilaridad del resto de la tripulación. Aun así, tras asegurar cada una de las velas, no las tenía todas conmigo y por ello, no fui capaz de mirarla a la cara y acercándome al gigantesco mulato, quise saber de qué más podía ocuparme.
―Friega la cubierta― murmuró el sujeto al comprender que, si algo me hubiese ocurrido, su vida hubiese acabado por haber puesto en peligro el juguete de su jefa.
Sin que una queja saliera de mi garganta al encomendarme algo que era responsabilidad de un grumete y no de un marinero experimentado como yo, cogí el mocho y obedecí mientras sentía los ojos de la foca que comandaba a esos malditos fijos en mi trasero.
«Debo vivir y volver con mi Elizabeth», me repetí mientras lavaba con agua salada los maderos de la cubierta.
Hoy sé, pasados tantos años, que el recuerdo de mi amada pelirroja fue lo que me permitió sobrevivir a la humillación de saberme el consuelo carnal de la corsaria y por ello, si vuelvo a verla, se lo agradeceré el resto de mi vida. Por el contrario, si algún día llego a regresar y ha fallecido, juro que levantaré un altar en su memoria. Pero de vuelta a mi estancia en el bajel morisco, con rencor, debo recordar lo ocurrido cuando en vez de comer con el resto de los hombres, la capitana me ordenó que la acompañara a hacerlo en su camarote.
Confieso que al oír su petición sentí que iba hacía el matadero y, pero demostrando mi valentía, con la cabeza en alto, afronté mi destino mientras los marineros presentes en popa cuchicheaban apostando entre ellos si saldría con vida de esos aposentos.
―Por supuesto que lo haré― les dije mientras abría la puerta.
Tras acostumbrarme a la oscuridad, creí entrever a la mujer arrodillada en el suelo y recordando cómo le gustaba a Elizabeth ser sorprendida, contra todo pronóstico, mi virilidad se alzó. Sin advertir que lo que estaba haciendo era rezar a su Dios, bajé su pantalón y sin más penetré en su interior mientras le preguntaba qué había de comer. El grito de la sorprendida pirata llegó a mis oídos y no queriendo que mis fuerzas menguaran al saber que era ella, cerré los ojos e imaginé que era a la pelirroja a la que estaba poseyendo.
― ¡Puta! ¡Te he dicho qué tengo de comer! ― exclamé tentando al destino mientras descargaba sobre su inmenso trasero el primero de una serie de azotes.
Mi ruin trato satisfizo a esa masculina vaca lechera y expresando lo mucho que le gustaba, comenzó a mugir mientras sentía mi hombría campeando dentro de ella. Nuevamente el sonido de su voz me hizo temer el no poder mantener mi dureza y totalmente aterrorizado le pedí que no hablara, sin mencionar que mi ruego se debía al asco que sus lorzas provocaban en mí. La bucanera creyó erróneamente que era una orden y sintiéndose quizás una puerca en manos de su macho, su intimidad se humedeció mientras se obligaba a mantener silencio. Su mutismo me permitió seguir soñando que era la cueva de mi amada la que estaba hoyando y preso de mi lujuria, seguí martilleando con saña su interior hasta que sucumbiendo en el placer los brazos de la pirata perdieron fuerza y su cara golpeó contra la alfombra. La nueva postura hizo que mi glande chocara contra las paredes de sus entrañas elevando con ello la calentura de mi captora, la cual sin contenerse comenzó a emitir exabruptos y blasfemias con una intensidad que me hizo volver a la realidad. Aun así, el cúmulo de sensaciones que llevaba acumuladas provocó que descargara toda mi fusilería dentro de ella y con renovado entusiasmo, la pecadora me exigió que siguiera amándola.
«Nunca podría amarte», respondí en el interior de mi mente mientras terminaba de sembrar el vientre de esa zorra con mi simiente.
Tras ello, al saber que mi virilidad había retornado a su estado original, la saqué. Juro que nunca me esperé ver que cómo si hubiese descorchado una botella de espumoso de su seno comenzó a emerger un riachuelo blanco prueba de la infamia que acababa de cometer.
«¡Qué asco!», pensé cuando, sin haberme repuesto de la impresión, Xuri acudió entre las piernas de su dueña y usando la lengua, cometía el acto anti natura que la había visto hacer la noche anterior.
Sus lengüetazos volvieron a elevar la calentura de la bucanera y ante mi espanto, gozó sin parar largo rato de la perversión que para mí era ver a una mujer disfrutando de las caricias de otra. A pesar de ello, no me pasaron inadvertidas las apetitosas curvas que poseía la morita y lamentando el desperdicio que suponía que un hombre no disfrutara de ellas, me senté en la mesa a esperar que terminaran.
La expresión lasciva que lució en la cara esa demente me anticipó que no estaba molesta con ese inesperado asalto, pero no me alertó de que olvidando su peso ese hipopótamo se subiera sobre mis rodillas y me besara dando gracias a Alá por haberle mandado un hombre que la comprendiera. Supe que debía huir cuando, sin dejar de restregar sus ubres, la capitana me informó que en cuanto llegáramos a Essaouira, la ciudad donde tenía su base, se casaría conmigo en la mezquita.
―Estoy deseándolo― mentí mientras un escalofrío recorría mi cuerpo.
Al terminar de comer, la capitana, cuyo nombre no quiero mencionar para no avivar su infausto recuerdo, reunió a la tripulación y le notificó mi condena. Por un momento, los curtidos hombres creyeron que su jefa bromeaba al no poderse creer que alguien tuviese las suficientes agallas de unir su vida a la de esa maldita y enojada repitió que se casaría conmigo a no ser que uno de los presentes se atreviera a retarla en ese momento. Ninguno de los corsarios osó enfrentarse a ella y cambiando de actitud, se pusieron a felicitarla mientras en mi interior meditaba si esa noche me debía lanzarme por la borda para, ahogándome huir de sus abrazos.
Nunca tuve oportunidad de realizar esa acción porque, queriendo demostrar la alegría que sentía con ese compromiso, la bucanera organizó un banquete liberando a sus hombres durante el resto de la tarde. El vino y los licores corrieron por la cubierta mientras me mantenía bien sujeto de la cintura. Su obstinación en que no me separara de ella y sus lascivos besos recorriendo mi cara me hundieron en la desesperación, instándome a escapar.
«No solo soy su juguete, sino que encima quiere hacer de mí un apóstata», no dejaba de lamentar que me iba a obligar a renegar de mi fe mientras veía a la causante de mis males ingerir una descomunal cantidad de alcohol que hubiese mandado a la tumba a cualquier cristiano.
Su afición a la bebida me ayudó esa noche cuando, totalmente borracha y ante las risas de sus compinches, me tomó del brazo y dando un potente berrido comentó que se iba a sus aposentos a disfrutar de las caricias de su prometido. Hundido en la miseria la acompañé al camarote mientras Xuri nos abría el paso. Nada más llegar, se tumbó en la cama y exigió que la desnudáramos. Afortunadamente conté con la ayuda de la morita, sino dudo haber sido capaz de conseguir despojarla de sus botas. Tras descalzarla y quitarle la ropa, cambiando de tono, nos pidió tiernamente que acudiera a su lado y que durmiéramos con ella. Mientras trataba de vencer la repugnancia que ello me provocaba, observé que su bella esclava aguardaba de pie a que me tumbara.
― ¿A qué esperas? – pregunté extrañado que no acudiese presta a los brazos de su dueña.
―Mi señor, desde que se comprometió con mi ama, es un hombre libre y necesito su permiso antes de hacerlo.
Comprendí que, en su mentalidad de esclava, con el noviazgo me había convertido en su propietario y mientras me tumbaba junto a la bucanera, le ordené que nos acompañara. Para mi sorpresa, en vez de colocarse junto a la mujer, buscó cobijo de mi lado. Temiendo la reacción de su dueña, levanté la mirada y descubrí con alegría que producto de su borrachera mi captora roncaba a pierna suelta. Quizás por eso tuve el sosiego suficiente de advertir que la morita no contenta con pegarse a mí, comenzaba a recorrer con sus manos mi pecho.
― ¿Qué haces? ― pregunté al sentir sus yemas acariciándome.
La chavala contestó:
―Complacer a mi amo para que no descargue su ira sobre mí.
Enternecido por el miedo que provocaba en ella tras ser testigo no una sino dos veces de la violencia que había sido capaz de ejecutar al poseer a la mujer que la tenía aterrorizada, respondí haciendo una carantoña en su mejilla:
―Duerme, princesa. Nunca osaría a tomar a la fuerza a una criatura tan dulce como tú.
Mis palabras la impactaron profundamente y con lágrimas en los ojos, me agradeció por anticipado que no la usara con violencia ya que seguía siendo virgen.
―No me has entendido –susurré para no despertar a la bucanera: ― Reservo y reservaré mis caricias para la mujer que me espera en mi patria. Por lo que no debes temer que mancille tu honor desvirgándote.
Sin dejar de llorar e insistiendo con sus yemas por mi pecho, la joven musulmana musitó:
―Una esclava no tiene honor y prefiero perder mi virginidad ante un buen hombre, a dilapidarla entre los brazos de un pirata.
No pude dejar de advertir el brillo enamorado de su mirada, como tampoco pude obviar la reacción de mi hombría ante sus caricias, pero aun así haciendo uso de lo mamado desde niño, rehusé ser yo quien mandara al olvido la valiosa telilla que a buen seguro seguía decorando su interior.
―Mi señor, usted no lo comprende. La capitana me ordenó que esta noche lo complaciera y si mañana se entera que la he desobedecido, me castigará.
―Por mí nunca lo sabrá. Es más, si es tu deseo, la mentiré y le diré lo mucho que he disfrutado contigo― respondí impresionado por el miedo que aún dormida su dueña provocaba en ella.
―Usted puede hacerlo, pero yo no. No soy capaz de ocultar nada a mi señora.
Todavía hoy en día no tengo claro si fueron sus miedos los que me convencieron, o por el contrario fue sentir que restregaba sus pechos en mi espalda, pero lo cierto es que girándome hacia ella la besé. La joven musulmana se derritió al sentir mis labios en los suyos y abriéndolos tímidamente, permitió que mi lengua jugara en su interior mientras se apoderaba de la dureza que crecía entre mis piernas. He de reconocer que me agradó el sabor de la morenita y por ello no me vi con fuerzas de rechazarla nuevamente cuando deslizándose sobre mí, buscó con su boca liberar la tensión que mi virilidad había acumulado.
La certeza que para ella ese acto no era inmoral me permitió relajarme al sentir que, sacando la lengua, la joven se ponía a recorrer con ella mis atributos masculinos.
― ¡Por Dios! ― exclamé alucinado cuando recreándose embadurnó con su saliva mi tallo.
El gozo que experimentaba se maximizó al embutírsela en la boca y ya completamente entregado, posé mi cabeza sobre la almohada para observar la pericia con la que lo metía y sacaba de su garganta.
«Me recuerda a la intimidad de Elizabeth» medité disfrutando de esa nueva forma de amar.
Mi claudicación no le resultó inesperada y mientras trataba de retener la pasión que ello me provocaba, Xuri aprovechó para estimular sus labios inferiores frotándolos contra uno de mis muslos. La humedad que desprendían sobre mi piel me informó que a esa bella esclava no le estaba resultando indiferente ese roce y por ello no me extrañó escuchar sus primeros gemidos.
―Goza con tu dueño, mi pequeña infiel― murmuré en voz baja mientras entrelazaba mis dedos en su espesa cabellera.
Al escuchar que aceptaba fungir como su amo y que encima le permitía disfrutar, provocó que su grácil cuerpo colapsara y ante mis ojos, sucumbiera al placer. Consciente que quizás era la primera vez que sentía cariño mientras ejercía de esclava, insistí en que buscara su satisfacción antes que la mía. Mi ternura alargó y profundizó su deleite, y ya sin reparos se puso a restregar su feminidad contra mi pierna.
―Mi señor― escuché que sollozaba al tiempo que de su interior brotaba la demostración de su gozo.
Al sentir su entrega, no pude resistir más y dejando que explotara mi trabuco, mi blanca munición se estrelló contra el paladar de la morita. Sorprendida por el sabor dulce que expelía mi ser, Xuri se volvió loca y sin dejar de exteriorizar el placer que sentía buscó saciar su sed no permitiendo que se desperdiciara nada.
Confieso que me encantó esa manera de amar y por eso permití que esa pequeña pero maravillosa criatura terminara de ordeñarme y solo cuando, habiendo acabado con mis reservas, intentó que la penetrara, sonriendo le pedí descansar. No me cupo duda alguna que como mujer deseaba más, pero dada su condición la esclava accedió a cumplir la orden de su amo y posando su cabeza en mi pecho, murmuró que por primera vez en su vida era feliz.
―Duerme, criatura― enternecido con su confesión, le rogué.
Cerrando sus ojos, la morita obedeció. Pero antes de sucumbir al cansancio, rezó a su Dios que le dejara servir a su nuevo dueño hasta el final de sus días. Con el corazón encogido, recé al mío pidiendo que, si algún día conseguía escapar de ese buque, me permitiera llevar conmigo a esa joven para liberarla y con ese pensamiento en la mente, me dormí...
El odio que sentía por la capitana, se incrementó cuando por la mañana vi a Xuri despertándola de la forma que tenía acostumbrada y no tanto porque me siguiera pareciendo contra natura el que dos mujeres retozaran entre ellas, sino por el menosprecio con el que la pirata la trató cuando cumpliendo con su condición de esclava usaba su boca para darle los buenos días.
―Aparta, mema. No deseo tu sucia lengua sino a mi hombre― expulsándola de su lado, explotó.
De haber tenido un cuchillo a mi alcance, hubiera sajado el cuello de esa maldita. Mientras la imaginaba desangrándose sobre las sábanas, me dispuse a sufrir nuevamente entre sus brazos, pero entonces la fuera de la ley se levantó de la cama y cogiendo una jarra de agua, me rogó que me acercara. Desnudo como estaba, accedí avergonzado a acudir a su lado cuando para mi sorpresa, mojando una toalla, empezó a lavar con mimo mi cuerpo.
―Amado mío, deja que limpie cualquier resto que esa zorra pueda haber dejado en ti― con tono lascivo comentó.
Comprendí que estaba en un aprieto cuando mi miembro se negó a reaccionar a sus caricias, pero afortunadamente Xuri cayó en mis dificultades y aprovechando que su ama no la veía, por gestos pidió que fijara mi atención en ella. Supe cuáles eran sus intenciones al ver que comenzaba a tocarse y sucumbiendo a la bella imagen que me ofrecía con una mano en los pechos mientras sumergía la otra entre sus piernas, mi virilidad comenzó a renacer. Su dueña creyó que ese anómalo crecimiento se debía a sus lisonjas y sonriendo se apoyó sobre la mesa, dejando a mi merced su nada escultural trasero. Asumiendo que no debía desaprovechar esa momentánea rigidez de mi tallo, no lo pensé dos veces y cogiéndola entre mis manos, empalé a la gordiflona por su entrada trasera ya que no me veía con fuerzas de usar la que Dios había creado para tal finalidad.
El chillido de la bucanera se debió de escuchar hasta Estambul y saberme al mando, me divirtió. Azuzado por los gemidos de mi teórica prometida, cometí el atrevimiento de obligar a su esclava que se acercarse. Xuri creyó que requería de su auxilio y por ello, no dudó en restregar su maravillosa anatomía contra mí, pero entonces, ante su susto y su incredulidad, exigí que pusiera su feminidad en la boca de su dueña. Por descontado queda que la morita se negó, pero al repetir mi orden fue su poco femenina dueña la que pegando un berrido la azuzó a complacerme.
―Cumple lo que te pide mi prometido― inmersa en el gozo, bramó.
Ante el mandato de su ama, se subió sobre la mesa y abriendo las piernas, obedeció.
―Cómete la simiente que deposité anoche en ella, ¡puta! ― rugí satisfecho a pesar de estar mintiendo mientras aceleraba la velocidad de mis embestidas.
Mi exabrupto hizo reaccionar a la corsaria y hundiendo el hocico en la inexplorada cueva de su esclava, descubrió lo mucho que le gustaba ser empalada mientras saboreaba la esencia de una mujer.
―Haz disfrutar a nuestra sierva, o te haré sufrir― insistí al comprobar la humedad que destilaba la arpía.
Esa amenaza aumentó la lujuria de la pirata y sintiendo que su cuerpo se derretía al ser usada de esa forma por su prometido, se lanzó a lamer la vulva de la joven mientras esta cerraba los ojos. Comprendí que Xuri lo hacía deseando con todas sus fuerzas que la lengua que se estaba sumergiendo en su interior fuera la mía. La confirmación que así era llegó de sus propios labios, cuando sin poder contener el placer que sentía, exclamó de viva voz que me amaba.
La capitana creyó que se refería a ella y maldiciendo le echó en cara esos sentimientos, pero entonces soltando un doloroso azote sobre uno de sus cachetes, le prohibí abrir la boca.
―Calla y disfruta, ¡zorra!
Mi nuevo improperio demolió su resistencia y mientras llenaba con mi simiente sus intestinos, se desplomó sobre la mesa gozando como pocas veces. El placer no le permitió observar que sacando mi virilidad usaba sus enaguas para retirar los restos que al poseerla de esa forma habían quedado impregnados en ella. Tras reponerse del esfuerzo, demostró su satisfacción por lo ocurrido exigiendo a su esclava que, a partir de ese momento, en cada ocasión que fuera tomada por su hombre debía de ponerle a disposición su sucia vulva.
―Así lo haré, mi dueña― respondió la joven mora mientras me guiñaba un ojo.
Comprendí que, de observar la alegría de su esclava, la corsaria hubiera descubierto el engaño y por ello, preferí no tentar a la suerte. Ejerciendo la autoridad que me había brindado al anunciar el compromiso, ordené que fuera a la cocina por nuestro desayuno. Viéndola partir, mi supuesta novia comentó que en la primera ocasión que tuviéramos debíamos venderla y comprar una con más carnes.
―Se lo mucho que le atraen a mi amado las gorditas― concluyó entornando lascivamente la mirada mi captora mientras comenzaba a vestirse.
Por supuesto que no la rectifiqué y en vez de ello, regalándola una dolorosa nalgada, contesté:
― ¡Qué bien me conoces!
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Después de años escribiendo en Todorelatos y haber recibido más de 27.000.000 de visitas, me he unido a Louise Riverside para escribir una historia donde el erotismo, la pasión y lo sobrenatural se unen. Os presento: “Cambridge no cree en semidioses” la historia de un ex seminarista en la catedral de las Ciencias.
Cambridge no cree en semidioses
Sinopsis:
Louise Riverside y Fernando Neira unen nuevamente sus talentos para contarnos una historia de seres fantásticos y dioses ambientada en la Inglaterra de nuestros días y donde Manuel Parejo, un ex seminarista, llega a la universidad de Cambridge a cursar estudios de posgrado sin saber que vería zarandeadas sus creencias.
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Novicio en esas lides después de una vida monacal, nuestro protagonista descubre que su súbito atractivo se debe a Bhagavati, la diosa en la que cree su amada, y tratando de conciliar su religión con lo que le está pasando, busca en compañía de esas dos bellezas una explicación.
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Y como siempre os invito a dar una vuelta por mi blog.