La verdad sobre Robinson Crusoe. La madrastra 2
En este capítulo, Robinson Crusoe narra la llegada de su padre y cómo su afición a la bebida, provoca que su madrastra se entregue a él mientras en la habitación de al lado, su viejo dormita la borrachera. Al culminar el incesto, ambos comprenden que se aman y se sumergen sin límite al placer.
4
La llegada de mi padre exigiendo la comida sin hacer caso a su mujer y tratándola como si fuera solo una cocinera contratada para satisfacer su apetito provocó mi indignación y lejos de fustigarme por lo que había pasado, creció en mí el rencor y creí loable el ser yo quien la consolara carnalmente. Por ello cuando llegó ante mi puerta y se rio de mi sufrimiento, decidí castigar su desplante arrebatándole su bien más preciado.
«Tu mujercita será mía», me prometí.
Esa determinación se afianzó cuando obviando mis dolores, el malnacido que me había engendrado se negó a que Elizabeth me subiera una bandeja y me obligó a bajar a comer.
―Esposo, Robin está sufriendo― acudiendo a ampararme, comentó la pelirroja.
―Si quiere una sirvienta, que se vaya de casa y forme otro hogar― bufó contra mí sin darse cuenta que al hacerlo se llevaba entre las patas a su esposa.
―Ya bajo― levantándome de la cama, respondí.
Al ver que lo hacía, la ofendida creyó que la necesitaba y pasando su brazo por mi cintura, intentó auxiliarme.
―Gracias, pero puedo solo― rehusando su favor, musité no fuera a ser que con ello levantáramos las sospechas de su marido.
El guiño cómplice que me regaló me hizo ver que había entendido mis temores y adelantándose, fue a preparar las fuentes con la comida. Apenas nos habíamos sentado en la mesa cuando alzando la voz para que se enterara su parienta, me informó que por negocios debía ausentarse una semana y que, por lo tanto, debía de acudir yo a sustituirlo en la tienda.
―No se preocupe, padre. Me ocuparé de sus obligaciones y cuando vuelva, verá que su ausencia no se ha notado― respondí mientras de reojo miraba la reacción de mi madrastra.
―Eso espero― con su habitual mal humor, bramó mi puñetero viejo sin advertir la alegría que su marcha provocaba en Elizabeth.
― ¿Cuándo me dejarás sola? ― contestó ésta haciéndole creer lo mucho que le disgustaba la idea de que la abandonara.
―Al terminar de comer, he quedado que venga un carruaje― sin advertir la hipocresía de su mujer, replicó: ―Además no te dejo sola. Cualquier cosa que necesites, pídesela a Robin y él te la proporcionará, ¿verdad hijo mío?
―Ni lo dude, padre. Desde ahora me comprometo a que no le falte nada.
Tras cebarse como un cerdo con el guiso que amorosamente le había preparado, James Crusoe se acomodó el pañuelo a su cuello y sin despedirse de ella, se subió al coche de caballos. Elizabeth esperó un tiempo prudente por si mi anciano progenitor se había olvidado algo para con una sonrisa en los labios decirme que debía volver a la cama. No caí en sus intenciones hasta que, apoyándome en ella, subimos al piso superior y en vez de encaminarse a mi cuarto entró al suyo.
―Tu padre te exigió que lo sustituyeras en todo― susurró en mi oído mientras me obligaba a tumbar en el colchón donde dormía el ausente.
Si ya de por sí me habían quedado claro, sus manos despojándome de la ropa me hicieron ver la urgencia que tenía por saborear nuevamente el placer que la había brindado. Al bajarme el pantalón y ver por vez primera mis atributos varoniles, no pudo reprimir decir con un gemido:
―Qué bella se ha vuelto la cosa de mi hombre. ¿Será cosa de magia?
Replicando su guasa, pedí ver en plenitud el cuerpo de mi mujer aludiendo a que no era lo mismo contemplarlo bajo la luz de la luna que hacerlo a plena luz del sol.
―Mi maridin no solo se ha convertido en un robusto mozo, sino que también me está demostrando ser un poco pervertido― riendo, comenzó a desabrochar su vestido.
Queriendo azuzar la velocidad con la que sus dedos iban abriendo los ojales, contesté:
―Solo espero que, al dejar caer tu ropa, los años que he perdido no se te hayan pegado, esposa mía.
La sonrisa de sus labios mientras se despojaba lentamente de la ropa me hizo entrever que quería jugar un poco antes de entregarse a mí y recordando la actitud de mi viejo cuando se negó a satisfacer ese deseo, apoyé la cabeza en la almohada, murmuré en plan despectivo:
―No tengas prisa en mostrarme tus arrugas ni esas lágrimas a las que llamas pechos.
Mis palabras consiguieron avivar su espíritu juguetón y deslizando uno de sus tirantes, se sacó un seno diciendo:
―Siento que a mi hombre no les gusten, había pensado en ponérselos en la boca.
― De forma no están mal, pero respecto a su sabor nada puedo decir sin probarlos antes― declaré mientras sacaba la lengua y lamía mis labios, anunciando que pensaba recorrer con ella las rojizas pecas que decoraban sus bellezas.
Mi audacia fue recompensada y acercándose a mí, puso a mi disposición el primero de sus esos hinchados cántaros mientras contestaba que era cierto que no podía opinar antes de catarlos. Durante un minuto relamí los contornos de su areola hasta que, oyendo sus sollozos, la metí totalmente en mi boca.
―Mi niño― gimió al ver que me ponía a mamar de ella y que no contento con ello, usaba mis dientes para mordisquearla tiernamente.
―Soy tu marido hasta que mi padre vuelva, ¡recuérdalo! ― la corregí mientras repetía la misma maniobra sobre su otro seno.
―Y yo, la mujer que desea complacerte― rugió de placer con sus ojos en blanco.
Permanecí largo rato sin hacer nada más que saciar mi sed en esas maravillas hasta que consciente de que debía dar otro paso, la separé de mí diciendo:
―Ya he comprobado que los años no han hecho mella en tus pechos, pero no sé si has acumulado grasa alrededor de tu cintura desde la última vez que te vi.
La jovialidad con la que asumió mis risas me hizo saber que estaba bien encaminado al no dejarme vencer por la pasión y disfrutar de los prolegómenos antes de poseerla. Por eso no me extrañó que volviendo a la mitad de la habitación y sin dejar de observar mi trabuco pidiendo guerra, la pelirroja continuara desnudándose como tampoco que, tras descubrir un par de centímetros de su piel me preguntara si acaso era verdad que estaba gorda.
―Por ahora nada me hace sospechar lo contrario. Pienso que puede que la camisola que llevas puede esconder unas lorzas que nunca me has mostrado.
―Mi señor solo tiene que ordenármelo y la dejaré caer – murmuró llena de deseo.
―Antes quiero ver tus piernas― respondí desde la comodidad del colchón.
Divertida por la ausencia de pasión que intentaba reflejar, lentamente deslizó sus enaguas y ya con ellas en el suelo, me preguntó si estaba satisfecho.
―Todavía no, deseo contemplar el trasero que deberé azotar el día que lo merezcas― comenté.
Confieso que lamenté haberlo dicho pensando que dada su educación se negaría a complacerme y que se enojaría, pero entonces se giró y con la voz tomada, murmuró:
―Si alguna falla cometo, mi señor no debe dudar en reprenderme usándolo a su antojo.
Alabando la ausencia de sebo en sus blancos cachetes, le pedí que se acercara y para mi sorpresa, lo hizo diciendo:
―Pruebe su resistencia, dando un azote.
Ni que decir tiene que no pude rechazar esa petición y propinando una sonora nalgada, comprobé que no mentía y que los tenía tan duros como se vanagloriaba.
―Tienes razón, mantienen su firmeza― reí mientras la veía frotar su adolorida posadera.
―Nunca le mentiré, mi señor― refunfuñó molesta por la violenta caricia.
Al comprobar que no se había retirado usé las manos para darle la vuelta y absorto observé de cerca el denso y pelirrojo bosque que había solo visto de lejos. Elizabeth al sentir mi mirada fija en los labios de su vagina, preguntó con picardía si con la vista me bastaba o, por el contrario, deseaba como había hecho con sus pechos catar su sabor.
―Debo saber todo de mi señora― rugí como tigre hambriento.
Denotando que lo mucho que le apetecía ser devorada por mí, se subió a la cama y pasando una pierna sobre mí, no dudó en dejarme admirar su feminidad antes de preguntar qué esperaba a probar su tesoro.
―Antes tengo meter mi lengua en él, debo tocarlo y olerlo no vaya a ser que esté descompuesto― respondí mientras usaba dos yemas para separar sus pliegues.
El aroma de la hembra deseosa de ser montada por su macho que descubrí me dejó anonadado y acercando la nariz, recreé mi olfato en el agridulce olor que desprendía.
―No me haga sufrir, mi señor. Necesito saber si mi sabor le gusta o le repele― gimió desesperada no pudiendo esperar a experimentar que sentiría cuando enterrara mi lengua en ella.
Estaba pensando en complacerla cuando de repente observé entre esos labios un erecto botón y queriendo comprobar la función que desempeñaba en una mujer, lo tomé entre mis dedos y pellizqué. El chillido de placer que brotó de su garganta me hizo ver la razón por la cual Dios lo había creado y recreándome en él, seguí torturándolo con breves pero certeros pellizcos hasta que incapaz de contenerla una densa humedad emergió de su interior:
― ¡Qué me haces! ¡Me estás matando! ― exteriorizando su gozo, Elizabeth aulló.
La certeza de que había descubierto la tecla exacta que la haría encadenarse a mí me llevó a acercar la boca y usando tanto la lengua como mis dientes, comprobar la resistencia de mi madrastra ante el placer. Creo sinceramente que Elizabeth jamás había sospechado que fuera posible que, sin mediar una penetración, su cuerpo reaccionara de esa forma y por eso no dudé en complacerla cuando presionando su vulva contra mi cara, me imploró que continuara.
―No pararé hasta que la zorra de esposa me lo pida― cerrando la boca sobre ese inesperado regalo comenté.
―Os amo, mi señor. Juro que dedicaré mi vida a hacerlo feliz― claudicando en el placer formuló su derrota.
No contento con haber vencido en esa escaramuza, la tumbé sobre la cama y cuando ella ya se esperaba ser tomada, me deslicé por su cuerpo y separando sus muslos, volví a sumergir mi lengua en su rojiza gruta. El renovado entusiasmo con el que devoraba ese manjar elevó su natural lujuria a límites insospechados y pegando un grito que debió oírse hasta en el puente de Londres cayó temblando sobre las sábanas. Confieso que me asustó ver la forma en que retorcía su cuerpo mientras derrama su placer por el colchón y por ello, dejando a mi pesar de saborear el dulce de entre sus piernas, pregunté aterrorizado si se encontraba bien. Tardó un par de minutos en responder al verse azotada por las sensaciones que mandaba su cerebro y tras gozar al menos en otras dos ocasiones, consiguió las fuerzas necesarias para decirme con tono enamorado que nunca se había encontrado mejor, pero que seguía deseando entregarse a mí. Comprendí que no mentía cuando tomando mi virilidad entre sus yemas, apuntó con ella a su vulva y de un solo arreón, se empaló. La feminidad de mi madrastra me pareció un edén hogareño y familiar al que estaba predestinado y del cual no podía y no debía huir. El largo gemido que pegó al sentirse mía no hizo más que afianzar ese sentimiento y soñando que realmente era mi esposa, esperé a que se acostumbrara a tenerme dentro para empezar a moverme.
― ¡Mi verdadero hombretón! ― sollozó sintiéndose llena por primera vez mientras comenzaba a imprimir un suave ritmo a sus caderas.
A pesar de mi edad, mi única experiencia con las damas consistía en un par de visitas que, en compañía de unos compañeros de estudios, había realizado a un lupanar y por ello, la estrechez de su vulva presionando mi falo me dejó obnubilado. En nada se parecía esa acogedora gruta a las sobreexplotadas cuevas de las putas con las que había estado y temiendo desgarrar algo de su interior, dejé que ella llevara la voz cantante. Lentamente Elizabeth fue entrando en confianza, acelerando la velocidad con la que se acuchillaba hasta convertir su pausado trote en un galope desbocado.
―Os amo, mi señor― rugió descompuesta al notar mi estoque golpeando las paredes de sus entrañas.
No pude dejar de sentirme en el paraíso al ver sus senos rebotando arriba y abajo frente a mi cara. Esos recipientes destinados a producir leche me llamaron con una intensidad que no pude repeler y acercando mi boca a ellos, elevé su calentura metiéndomelos en la boca mientras mi espada seguí haciendo estragos en su vagina.
―Soy tuya y solo tuya― suspiró dominada por la pasión y olvidando que el hombre que la estaba haciendo gozar no era su marido sino su hijastro, me imploró que derramara mi simiente en su fértil sembrado.
Ni siquiera lo pensé y llevando mis manos hasta las nalgas cuyo dueño no era yo, azucé a mi amazona a incrementar aún más si cabe la velocidad con la que me montaba. Nada más sentir mis yemas recorriendo sus maravillosas ancas, la pelirroja se vio sumergida nuevamente en el gozo y mientras vertía su esencia sobre mis muslos, me volvió a rogar que la hiciera madre:
―Por favor, haz que mi vientre germine― chilló turbada por el placer.
Su insistencia en que me desahogara dentro de ella fueron demoliendo mis reparos y cerrando las mandíbulas entorno a sus areolas, dejé que la naturaleza se apoderara de mí y en potentes andanadas, descargué mi cañón contra la mujer que amaba. La potencia y la cuantía de mis descargas en nada se parecían a las pobres y exiguas de mi viejo, por eso su infiel esposa no pudo más que comenzar a llorar sabiendo su pecado:
―Mi vida, mi amor, mi dueño.
La intensidad de sus sentimientos me dejó anonadado y más cuando sin ni siquiera haber sacado el instrumento de perdición de su interior, me rogó que jamás la dejara y que cuando volviera su marido, siguiera amándola porque, para ella, yo era su único y verdadero señor.
―Nunca dejaré de quererte― respondí consciente de que nuestra traición no se iba a reducir a la momentánea ausencia de mi padre, sino que continuaría cuando esté retornara al hogar.
Su sollozo retumbó en la habitación…
5
No recuerdo haber sido tan feliz como esos días en los que disfruté de Elizabeth para mí solo y nos comportamos a todos los efectos como marido y mujer. Fue una semana dichosa, hicimos el amor sin límites. Juntos descubrimos nuestros cuerpos, unidos exploramos cada una de las teclas que nos hacían gozar y creyendo ingenuamente que jamás nada ni nadie nos podría separar, nos entregamos a cumplir nuestros sueños ocultos con alegría. Prueba de ello, fue al día siguiente cuando al retornar a casa después de sustituir al viejo en su negocio, llegué y me encontré a la pelirroja trasteando en la cocina. La felicidad con la que se esmeraba en preparar los alimentos que íbamos a compartir no impidió que recordara el sueño que había exteriorizado y sin hacer ruido, me acerqué.
―Buenos días, cariño― escuché que reconociendo mis pasos decía desconociendo la sorpresa que le tenía preparada.
Siguiendo a rajatabla su deseo, me puse a su espalda y tras levantar su falda, le bajé las enaguas mientras preguntaba qué me había hecho de comer para a continuación y sin esperar su respuesta, hundir mi hombría en ella. La violencia de mi asalto la pilló desprevenida, pero en vez de quejarse se sintió dichosa al saber que su hombre había llegado a casa reclamando sus caricias. Con mi falo campeando en su interior, gimió encantada que estaba horneando un pastel de carne.
―Yo habría preferido una zorrita pelirroja― respondí mientras me apoderaba de sus ubres con las manos.
Esa falta de consideración hacía una dama como ella lejos de molestarla azuzó su vertiente menos piadosa y actuando como una empleada de prostíbulo en vez de como se comportaría una mujer decente, dejó sus manos sobre la mesa y me reconoció lo mucho que siempre había deseado ser poseída así.
―Mueve tu trasero y demuestra lo que vales, o no te pagaré al terminar― susurré en su oído haciéndola ver que en ese momento no era su marido sino un cliente.
Supe que estaba haciendo realidad su sueño más osado cuando su interior se mojó haciendo más fáciles mis embestidas y recreándome en mi papel de habitual de un putero, comencé a alabar la mercancía mientras le decía que al terminar hablaría con la Madame para alquilarla en exclusiva.
―Nada me haría más feliz que ser su puta de por vida― exclamó mientras su humedad recibía esos nada amorosos envites.
No tardé en notar que sus piernas flaqueaban al verse sumida por el placer. Haciéndole ver mi enojo le prohibí llegar antes que yo, ya que era su deber era satisfacer al que pagaba y viendo que no respondía, con un sonoro azote, la interpelé a obedecer.
― ¡Tómeme sin misericordia! ― rugió al sentir el escozor que mi palma le había provocado y sabiendo que le resultaría imposible no disfrutar con antelación a que descargara mis reservas en su ser, me rogó que la castigara.
La entrega de la pelirroja me enervó y repitiendo la brusca caricia sobre su trasero, aceleré el compás con el que la usaba sin que ella mostrara el mínimo pesar por esa salvaje monta. Por ello, me permití aferrarme a su melena y usándola como riendas con las que dominar a mi desbocada montura, proseguí acuchillando su interior sin importarme los desesperados gritos con los que expresaba su placer.
―Sigue ordeñando a tu cliente, ¡zorra! ― molesto al contemplar que presa del gozo había caído postrada sobre la mesa, ordené.
Mi adoraba madrastra recibió ese nuevo improperio con satisfacción y sacando fuerzas de su interior, convirtió sus caderas en un torbellino ardiente que zarandeó mi hombría con una potencia nunca sentida. Por ello, no pude retrasar lo inevitable y cogiéndome a sus hombros, disparé una serie de blancos proyectiles en su interior mientras se retorcía aullando lo mucho que le gustaba el hombre que había llegado esa mañana al burdel.
Aún agotado no dejé de seguir actuando y sacando de mi morral una moneda de cobre, pagué. El puchero de Elizabeth, haciéndome ver que se merecía algo más que esos dos míseros peniques, me hizo reír y mordiendo con avidez sus carnosos labios, respondí que si deseaba un mejor salario debería afanarse más en satisfacer a la clientela.
―Mi señor, le juro que esta noche pondré más esmero― desternillada de risa, replicó mientras se libraba de mi abrazo y sacaba del horno, el pastel.
Sabiendo que así sería me senté y degusté el manjar que cocinó esa hembra celestial que el maligno había puesto en mi camino mientras intentaba olvidar que nuestra felicidad llegaría a su fin cuando el dueño de la casa retornara de su viaje.
Tras esa opípara comida y a pesar que deseaba quedarme retozando con la que consideraba mi señora, no me quedó otro remedio que volver al negocio. Mi llegada al mismo fue providencial porque nada más aposentar mi trasero en el despacho, recibí la visita de un borrachín tratando de vender una joya. Sus ajadas vestiduras reflejaban que algún día habían sido lujosas y presentándose como Lord Percival Brompton, me pidió que la comprara. Desconociendo su valor, decidí pesarla y únicamente valorar el oro y no así la piedra verde que llevaba engastada, a pesar de su insistencia en que era una esmeralda traída desde Turquía y que esa gema tenía mucho valor. Al mantenerme firme, no le quedó más remedio que aceptar mi oferta y con cinco chelines se dio por satisfecho, dejándome solo para irse a beber su herencia.
«Pobre diablo», medité enfrascándome en el día a día de la tienda, pero no pude olvidarlo y queriendo comprobar su verdadero valor, al cerrar en vez de ir directamente a casa, fui a tasarla a un joyero que conocía.
Para mi sorpresa, el experto me reveló que había pagado solo una insignificante parte de su precio y que él me podía abonar por ella doce libras. Juro que me quedé angustiado al saber que había estafado al noble y cogiendo el dinero, fui a buscarle para darle lo que realmente era justo. Tuve que recorrer al menos cinco tugurios antes de dar con sus huesos y cuando digo dar con sus huesos, fue literal ya que ese desdichado se había bebido todo el contenido de su bolsa y cuando lo encontré tirado a la salida de un pub, descubrí horrorizado que no respiraba. Por mucho que intenté reanimarle, ya había muerto y no pudiendo terminar mi buena obra, no me quedó otra que volver a casa con la bolsa llena.
«El viejo no se podrá quejar», pensé mientras abría la puerta de su hogar y queriendo darle una sorpresa, guardé esa inesperada ganancia en mi cuarto.
Ajena a la pequeña fortuna que había obtenido, Elizabeth me recibió con unas caricias, a las cuales no dudé en corresponder y alzándola entre mis brazos, acudí con ella a su cama matrimonial para renovar nuestro amor…
El destino se alió a nuestro favor y la ausencia de su marido, se prolongó más allá de la fecha acordada y fueron diez días en los que dimos rienda suelta a la fogosidad de nuestros jóvenes cuerpos a todas horas. Mientras plasmo en letra esos dichosos días, solo puedo añorar el ímpetu con el que la amé al despertar, la fuerza con la que disfruté de ella los medio días y mi renovado entusiasmo con el que la hice mía esas noches mientras esperábamos el retorno del viejo.
He de confesar que llegué a acostumbrarme a sus besos y debido a ello, casi provoco con mi lujuria nuestra perdición, la aciaga jornada en la que la realidad volvió a nuestras vidas. Llegaba tras trabajar arduamente detrás del mostrador con ganas de disfrutar entre sus piernas y al no verla en la planta baja, pensé que me esperaba dispuesta en la cama. Dominado por mi recurrente hambre de sus besos, subí las escaleras mientras me despojaba de la ropa y estaba a punto de abrir la puerta de su cuarto cuando nuestro señor se apiadó de este pecador y escuché la voz de mi padre exigiendo de malos modos a su mujer que deseaba poseerla. Todo mi ser se erizó y por un instante, estuve tentado de entrar y acabar con mi rival, pero entonces comprendí con rencor que el anciano estaba en su derecho y que era yo el errado.
Mi mundo se desmoronó aún más al escuchar que cumpliendo su deber, mi adorada Elizabeth se entregaba a él sin demora. Reculé hacia mi cuarto y con el sonido del matrimonio compartiendo ese íntimo momento, lloré sin parar hasta que una hora después, mi madrastra me informó que la cena estaba lista y que mi padre quería verme. Consciente de que había escuchado los gemidos, no pudo mirarme a la cara y eso hizo más doloroso el momento en que me enfrenté con mi progenitor.
―Cuéntame hijo, ¿qué tal el negocio? Me imagino que mal ya que por tu cara no pueden haber ido bien― me soltó malinterpretando mi angustia.
―Te equivocas, padre. En tu ausencia, he cerrado varios tratos y respecto a ello no tendrás queja alguna de mi comportamiento― repliqué hundido mientras de reojo observaba el nerviosismo de su joven, bella e infiel compañera.
―Entonces, ¿a qué viene esa cara? ― preguntó.
No pudiendo confesar mi traición porque con ello solo conseguiría manchar el buen nombre de la mujer que amaba, rápidamente repliqué que había dejado de lado mis estudios y que me costaría un mundo, ponerme al día con ellos. En vez de comprender que si lo había hecho había sido por cumplir sus órdenes, James Crusoe se dedicó a echarme en cara el dinero que malgastaba con mi educación y a amenazarme con dejar de sufragarla si no aprobaba el curso.
―No se preocupe, lo aprobaré― contesté mientras tomaba la decisión de no contarle nada acerca de la generosa ganancia que había obtenido comprando esa joya.
Sintiéndose satisfecho con mis palabras, dirigió sus iras contra su esposa y le hizo ver que tenía hambre, descargando un desconsiderado azote en su trasero. Nuevamente estuve a punto de saltarle al cuello al ver las lágrimas con las que Elizabeth recibía ese impropio castigo.
―Deme unos minutos― sollozó la pelirroja rumbo a la cocina al saber que la felicidad de esos días había desaparecido para no volver.
Durante la cena y mientras rumiaba qué hacer, mi viejo se pavoneó de las correrías que él y su socio habían protagonizado durante el viaje, haciendo especial referencia al maravilloso ganado que había disfrutado en un prostíbulo de Cambridge, sin importarle la presencia de la mujer a la que había unido su vida y que, sin alzar la mirada del plato, reía sus gracias.
«¿Cómo puede ser tan ruin?», me pregunté en silencio sintiendo como mío ese menosprecio.
Estábamos ya en el postre cuando mi adorada se levantó de improviso y corriendo hasta la palangana del rincón, comenzó a vomitar. Por un breve instante, creí que su malestar se debía a la humillación que sentía, pero mi padre vas avispado que yo en las cosas femeninas preguntó si acaso se debía a estar preñada.
―Tengo un retraso. Ya me debía haber llegado― respondió mi adorada buscando con la mirada mi consuelo.
La alegría de su marido contrastó con mi dolor, pero eso no fue óbice para que al descorchar una botella y brindar por su nuevo retoñó, pudiese elevar mi copa y felicitarles a los dos.
―Se llamará Carlos― sentenció lleno de dicha.
No pude más que agradecer que no bautizara a mi retoño con su nombre y acercándome a su mujer, le di la enhorabuena.
―Es tuyo, nunca lo dudes― susurró en mi oído mientras el cornudo vaciaba su bebida, orgulloso de haber conseguido procrear a su edad.
―Lo sé, mi amada― conseguí balbucear mientras me desmoronaba en mi asiento.
Desconociendo nuestra traición, el anciano acabó con esa botella y con otras dos antes de caer de bruces totalmente borracho. Llevándolo hasta la cama donde había sido feliz, comprendí que no podía quedarme en esa casa y tomé la decisión de tomar el primer barco.
―Llévame contigo― cayendo a mis pies, Elizabeth lloró cuando se lo comuniqué.
―No puedo involucrarte en esta locura, pero te juro que me haré rico y entonces volveré a reclamarte como mi esposa― contesté mientras hacía el equipaje. Su dolor estuvo a punto de hacerme recapacitar, pero consciente de no poder mantener una mujer y un hijo, le pedí que me esperara y que cuidara de nuestro retoño.
Con el sonido de sus lamentos resonando en mi cerebro, esa misma noche me embarqué hacia Canarias pagando mi pasaje con el dinero que había obtenido del borrachín sin saber que no volvería a pisar esa ciudad en mucho tiempo.
―Volveré por ti― juré desde la borda del bergantín mientras veía desaparecer Londres por el horizonte…
----------------------------- continuará ---------------------------
Después de años escribiendo en Todorelatos y haber recibido casi 27.000.000 de visitas, he publicado la trilogía completa en un solo volumen que reúne los tres libros de la serie de “Siervas de la lujuria”.
Sinopsis:
Trilogía completa en la que Fernando Neira reune los tres libros sobre la historia de un joven universitario y su llegada a la casa de huéspedes que le había seleccionado su madre. En ella, descubre que su dueña, una viuda y la hija de ésta buscan en el algo más que a un huésped, ya que lo consideran un regalo divino cuya misión será sustituir al marido muerto.
Si ya de por sí, la sexualidad desaforada de esas dos mujeres le parece fuera de lugar, todo se complica al conocer al fundador de la secta a la que acuden y a sus tres esposas.
Una historia llena de sexo y erotismo donde el protagonista verá trastocada su educación y sus valores al enfrentarse a su nueva vida y a los planes del viejo pastor.
Y como siempre os invito a dar una vuelta por mi blog.