La verdad sobre R. Crusoe y su adiós a la isla.

Una epidemia se ceba con su reino, haciendo que Crusoe pierda a Viernes. Sin su compañera, su mundo se hasta derrumba, pero entonces descubre a un capitán inglés al que su tripulación se le ha amotinado. Tras hablar con él, consigue que acepte sacarlo de la isla si él le ayuda a recuperar su nave.

El anochecer me hizo volver a la empalizada y con el corazón entumecido tras largas horas sufriendo, entré en la choza. Allí me encontré con que Tanamá no me había esperado para cumplir su promesa.

—Ven amor mío y únete a nosotras— sin mostrar ningún tipo de enfado y levantando la cara que tenía incrustada entre las piernas de mi salvaje, me pidió.

—Nuestra reina no se quedará satisfecha hasta que la ames usando mi cuerpo – apoyando a su señora y mientras sufría el ataque de Grace sobre su pecho, alcanzó a balbucear.

—Haz caso a este par de zorrillas y ámanos— separando sus labios, añadió la rubia.

Esa escena en otro momento me hubiera azuzado a desnudarme, pero sabiendo el verdadero motivo de esas caricias, con paso cansino, comencé a despojarme de la ropa.

—Date prisa— desde la cama y sin perder detalle de mis maniobras, insistió mi adorada.

Supe por su tono que ansiaba sentir mi hombría haciéndose fuerte en su interior, pero con desesperación comprendí que dado el letargo que mantenía me iba a ser imposible realizar su petición. Observándolo ella también, la sacerdotisa aguijoneó a sus concubinas a paliar mi falta de deseo y gateando hasta mí, las tres comenzaron a repartir la caricia de sus bocas por mi piel.

—Nuestro vejestorio necesita ayuda— con su habitual falta de recato, murmuró Grace mientras daba un primer lametazo a mi alicaído tallo.

—Pobrecito, es por su edad— Viernes comentó imitando a su compañera.

—No seáis malas. Seguro que pronto estará en condiciones— musitó Tana besándome: —Solo necesita que le demos un empujón.

Como si fuera algo hablado entre ellas, al ver que unía mis labios con los de la morena, mi adorada y la rubia unieron los suyos mientras absorbían mi masculinidad.

—Ya está despertando—riendo dijeron estas al comprobar que iba adquiriendo consistencia.

—No dejéis que se vuelva a dormir— llevando una de sus manos a mi trasero, la monarca de esas tierras les pidió.

—No lo hará— rugió Viernes mientras en plan goloso se ponía a lamer la creciente erección que sus maniobras coordinadas estaban provocando.

Todavía renuente, observé que la inglesa aprovechaba la concentración de mi amada para meter la lengua entre sus pliegues.

—Tú, anciana mía, tampoco debes dormirte— declaró ésta riendo, al oír el gemido de placer con el que contestó la salvaje a su traición.

El berrido de mi amada consiguió elevar mi espíritu, así como mi tallo y olvidando el nublado panorama que se cernía sobre nosotros, tomé de la cintura a Viernes y ante el beneplácito de las otras dos, hundí mi masculinidad en ella.

—Ya puedo morir en paz— con gozo casi místico, chilló mientras Tana y Grace se aferraban con los dientes a sus pechos…

Los festejos se prolongaron durante dos días y al despedir a las distintas comitivas, nada nos hizo pensar que alguno de sus miembros había dejado sembrada nuestra desgracia antes de marchar. La primera señal de que ando andaba mal, me llegó de alguien de mi carne cuando una mañana John acudió hasta mi hogar pidiendo ayuda porque su esposa estaba enferma. Como no podía ser de otra forma, mis esposas se dedicaron en cuerpo y alma a cuidar a la muchacha que se debatía delirando por la fiebre. Comprendí que algo iba mal cuando esa misma tarde, media docena de mis súbditos mostraban los mismos síntomas, pero realmente no me preocupé hasta el día siguiente que murió la esposa de Rodrigo, una mujer del pueblo de mi adorada.

—Debemos aislar a los enfermos— dije cuando el mal estaba hecho y ya gran parte de los habitantes habían caído presa de la enfermedad.

Constance fue la primera en advertir que solo atacaba a los de origen caribeño y que los que teníamos nuestras raíces en Europa parecíamos inmunes. Tras constatar ese hecho, recordé asustado cómo la llegada de los españoles a América había diezmado pueblos enteros con enfermedades que ya eran pasado en el viejo continente o que apenas tenía efecto en sus habitantes, por ello ordené que solo los blancos se ocuparan de velar por los damnificados mientras el resto debía de mantenerse encerrados en sus casas.

Si de por sí decretar el confinamiento obligatorio fue difícil, lo más duro fue ordenar que se debía quemar los cadáveres de los que nos habían dejado sin darles un entierro cristiano como sabía que se había hecho en el pasado para combatir las epidemias. Curiosamente, el primero en aceptar esa orden fue el español que había perdido a su esposa, que viendo las razones que motivaban la misma, solo me pidió rezar un responso antes de depositar a su mujer en la hoguera.

—No solo te autorizo, sino te lo ruego. Todos los muertos deben tener un funeral de acuerdo a sus creencias— respondí mientras le ayudaba a acumular la leña que serviría de pira funeraria.

Estaba todavía acarreándola cuando nuevamente tuvo que ser John quien me alertara que mi desgracia iba a incrementarse:

—Mi madre y la reina están enfermas.

Tan concentrando estaba en brindar apoyo a la gente que me había olvidado de los míos y al girarme, descubrí que su frente estaba lleno de sudor, momentos antes de que se desplomara frente a mí. Sabiendo que el altísimo me había liberado de caer enfermo, tomé a mi hijo y en volandas, lo llevé hasta su choza donde descubrí a sus tres mujeres y a dos de las mías acuciadas del mismo mal.

—Grace, ¿qué hago? — grité viendo que la rubia era la única que se mantenía en pie y que parecía gozar de buena salud.

—Trae agua y empieza a rezar para que Dios se apiade de nosotros— respondió multiplicándose entre los seis yacientes.

Lleno de pavor, no corrí sino volé a la laguna y volviendo con el preciado líquido, me hinqué frente a mis esposas con el ánimo por los pies.

—Padre, perdona nuestros pecados y libra a este pueblo de la enfermedad.

Desde la cama, Viernes me llamó. Su voz tenue y lenta, casi un susurro, me estremeció y acercándome a ella, le pedí que no hablara, que reservara sus fuerzas.

—Robin, quiero que sepas que a tu lado fui feliz y que agradezco a la Diosa el haber sido tu esposa.

—Cariño, por favor, descansa. Todavía nos quedan muchas aventuras que compartir— le rogué mientras a su lado, Tanamá comenzaba a llorar.

Mojando una franela, traté de bajarle la fiebre.

—Mi madre me espera para pescar con ella— balbuceó con dificultad.

Como en el tiempo que compartimos juntos apenas había mencionado a la mujer que le dio a luz, supe que su estado era grave y que ella misma preveía su muerte.

—Por favor, amor mío, lucha. Te necesito— susurré con el corazón sangrando.

Haciendo un esfuerzo, sonrió:

—La hora de reunirme con mis ancestros está cercana, pero me voy contenta porque te dejó en brazos de nuestras esposas.

—No pienses en ello y recupérate— musité mientras la acariciaba.

Al hacerlo, su piel estaba ardiendo y por eso cuando cerró los ojos para descansar, creí que había dado su último aliento y me derrumbé:

—Dios mío, acógela en tu seno y permite que disfrute del paraíso.

Desde su lecho, mi amada aún tuvo fuerzas de corregirme:

—Nuestro Dios es mujer.

Sin ganas de discutir con ella en ese trance, la hice caso y rectificando mi ruego según su fe, murmuré:

—Diosa, permite que Viernes nade en tus aguas y se alimente de las frutas del edén hasta que me llegue la hora de acompañarla.

Con la dulzura que había hecho gala desde que nos conocimos, me tomó la mano diciendo:

—Te esperaré en la orilla, esposo mío, y juntos navegaremos por el mar celestial.

Las lágrimas de mis ojos no me impidieron observar como exhalaba su espíritu y fallecía entre mis brazos. Mi grito de angustia resonó por la isla al perder finalmente al sostén de mis días más difíciles. Compartiendo mi dolor, John y el resto de los que habíamos visto el fatal desenlace se echaron a llorar.

—Debemos recordar a mi madre por sus risas— comentó desde la cama el huérfano.

—Y por el amor que nos brindó— destrozada añadió Grace, rememorando en su mente el cariño con el que la recibió al naufragar.

Alertado por nuestros lloros, Rodrigo se acercó y viendo lo ocurrido, tímidamente y desde la puerta, comenzó a rezar por su alma:

—Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida, dulzura esperanza nuestra…

Lejos de molestarme el que el papista pidiera a María su intercesión, me gratificó al saber que ese hombretón y todos mis súbditos habían recibido los parabienes de mi adorada y que, en su medida, compartían nuestra pena. Aun así, cuando tras ese responso católico pidió que le dejara ocuparse de su cuerpo, me negué porque eso era algo que debía hacer yo.

—Gracias, pero no. Quiero ser yo quien la despida— sollozando respondí mientras tomaba entre mis brazos a la mujer que me había evitado enloquecer cuando mi soledad era total.

Dejando momentáneamente al resto de los nuestros al cuidado de Rodrigo, Grace me acompañó y juntos encendimos el fuego con el que cerraríamos el capítulo más dichoso de nuestra vida:

—Robin, si tenemos otra hija, quiero que se llame Viernes.

—No, cariño. Si Dios nos premia con otra, se llamará Catey que fue el nombre que su madre le dio antes de conocerme.

El humo que salía de las llamas me recordó que nuestro paso por la tierra era solo temporal y que nuestro destino estaba en el cielo. Durante dos horas, nos quedamos junto a la hoguera diciéndole adiós hasta que solo quedaban cenizas. Tomando un saquito de las mismas, acudí a la playa donde la conocí y rememorando su rescate, las esparcí en la arena.

—Hasta pronto, amada mía— derrumbándome gimoteé…

46

Como el lector habrá comprobado, Daniel Defoe prefirió callar la muerte de Viernes, sabiendo quizás el poco predicamento que suscitaría en sus paisanos tener que enfrentarse a que la expansión de la cristiandad había acarreado una mortandad que no se recordaba y que solo comparable a la peste que había reducido a la mitad la población de Europa en la época medieval.  Como tal suceso fue el desencadenante último de su vuelta, creo mi deber señalar que fue injusto para la memoria de mi antepasado y que el dolor de esa pérdida lo acompañó el resto de sus días….

Apenas pude llorar su falta, ya que el progreso de la pandemia me lo impidió y cuando no estaba cuidando a mi familia, me debía esforzar por el resto de los habitantes de la isla llevando una vez sustento y agua, en otras haciendo sus labores para que no se secaran los campos o que las cabras perdieran la leche, y las más dolorosa incinerando los cuerpos de los que habían pasado a mejor vida. Dios en su misericordia, permitió que John y Ceiba fueran de los primeros en recuperarse y gracias a su ayuda y la de mi inestimable Grace, pudimos sacar adelante a Tanamá y a mis otras dos nueras. Cuando al mes, la enfermedad cesó fue el momento de hacer recuento de los muertos y con gran tristeza, comprobé que nos habían dejado casi el quince por ciento de nuestros súbditos.

—Debemos hacer un funeral por sus almas— decreté.

La sacerdotisa avaló mi postura y junto a su heredera congregaron a los supervivientes alrededor de la hoguera y dieron gracias a la Diosa por haberles permitido superar esas fiebres mientras los cristianos agradecíamos lo mismo a nuestro señor.

—Somos un solo pueblo y renaceremos más fuertes – Ceiba comentó con John a su lado.

Durante la ceremonia, permanecí en silencio con Lana entre mis brazos y viendo en la pareja a mis sustitutos, nuevamente deseé volver a mi patria, recorrer sus prados verdes, disfrutar de su permanente lluvia y sobre todo que mi cría se educara como correspondía al título que algún día ostentaría cuando su madre faltase.

Como volver era una entelequia, un sueño imposible, tras esas honras, volví a mi vida con Viernes velando por mí desde el más allá y poco a poco la normalidad retornó a nuestras playas. Lo que nunca volvió a ser el mismo fue nuestro lecho, su ausencia se hacía notar y acurrucados abrazados entre nosotros, lloramos cada noche de los siguientes seis meses, hasta que un día me pareció oír su voz pidiendo que me levantara y fuera a la playa.

Aunque todavía no comprendo cómo ocurrió, Tana y Grace también la oyeron y sin tiempo de vestirnos siquiera, salimos corriendo hacia el mar. Recuerdo que era todavía de madrugada, cuando la luna me permitió descubrir a poco más de una legua, la presencia de una chalupa aproximándose. Cayendo en que no llevábamos armas y que podían ser enemigos, pedía a la rubia que volviera a la empalizada y que avisara a John para que viniera con refuerzos.

—Dile a mi hijo que no revele su presencia hasta saber quiénes son— recalqué mientras la veía marchar.

Tras lo cual, subiéndome a un risco, reconocí la silueta de un buque anclado a unas dos millas y media mar adentro.

—Por su estructura, parece inglés— comenté a Tana en voz baja.

Después de tantos años, ese descubrimiento me impresionó mucho, pero por extraño que parezca algo me traía intranquilo, obligándome a ser prudente.

—Esta no es la ruta acostumbrada para ir al continente y además no ha habido ningún temporal que los haya obligado a llegar a estas costas— le dije explicando mis recelos: —Pueden ser corsarios, en busca de una nueva base desde donde operar.

La morena entendió de inmediato que temía que nuestro pueblo cayera en manos de asaltantes y asesinos. Por eso agudizó sus sentidos, pidiendo ayuda a su Diosa. Al poco rato la chalupa llegó a la playa, atracando en la misma arena dónde había esparcido las cenizas de mi adorada.

—Definitivamente, son ingleses— susurré al oírlos hablar.

De los once que desembarcaron, tres de ellos bajaron según pude observar. Cuando saltaron a la playa, vi que uno de estos últimos parecía herido y gritaba, mientras los otros cautivos se mantenían más serenos.

—Robin, esos hombres los van a matar— me dijo al oído Tana.

—Eso me temo— contesté viendo como uno de los bandidos levantaba un sable para herir a uno de los desgraciados. Lamentando que mi hijo no hubiera llegado con los fusiles, observé que esos indignos aparentemente tampoco portaban armas de fuego.

Como habían arribado a la playa a la hora de la pleamar y se entretuvieron bebiendo, no se percataron de que el agua se retiraba hasta que fue tarde y su chalupa había quedado embarrancada. Cuando uno ellos en mitad de la borrachera miró, la vio hundida en la arena y empezó a llamar a sus acompañantes para que le ayudaran a volverla al mar. Tras comprobar que sus esfuerzos eran en balde por el peso de la embarcación, resolvieron espera a la próxima marea y abriendo un tonel, volvieron a beber.

. Como yo sabía que esto no sucedería antes de ocho horas, aproveché para retornar a la empalizada. En mitad del camino, me encontré con John que venía con veinte hombres fuertemente armados.

—Dame un mosquete— pedí.

Mi hijo había tenido la precaución de traer armas de sobra y por eso, me extendió dos fusiles y una espada, que rápidamente anudé a mi cinto.

—Debemos esperar a que el sol y el alcohol los haga descansar— dije mientras veía que mientras los malditos se quedaban en la arena, sus cautivos se recostaban a la sombra de un árbol, cercano al bosque desde donde los observábamos.

Sabiendo que debía aprovechar su despiste, resolví revelar mi presencia a los prisioneros y seguido de cerca por mi retoño, repté hasta ellos.  En cuanto estuve a su lado, les hablé. Mis palabras los dejaron atónitos, y viendo que se preparaban para huir, comenté que, si lo creía justo, podía ayudarlos.

—Decidme la razón de vuestra desgracia.

Como no se atrevían a responder, insistí. El herido creyó pertinente revelar que era el capitán del buque fondeado y que su tripulación se había amotinado para dedicarse a la piratería. Tras lo cual, me explicó que sus compañeros eran su contramaestre y un pasajero.

—El que había sido mi teniente ordenó que nos dejaran en esta isla para que nos muriéramos de hambre y así no penar con nuestras muertes.

Resuelto a vengar ese delito, pregunté si los embarrancados tenían armas de fuego:

—Dos escopetas, pero una sigue en la chalupa— el marino respondió.

—Dejadme actuar y mantened silencio— murmuré mientras John se marchaba por nuestros hombres.

Mientras esperábamos, me explicó que había dos granujas en el grupo que eran sus cabecillas y que, si los reducíamos, los demás fácilmente volverían al buen camino, añadiendo que estaba dispuesto a seguirme para señalarme quiénes eran.

—Escuchad, caballero. Ofrezco arriesgarlo todo para devolveros vuestro barco, pero con dos condiciones.

El sujeto me interrumpió diciendo que, si recuperaba su libertad y su buque, dedicaría ambos a demostrarme su agradecimiento.

—Atended a mis condiciones —volví a decir—. La primera consiste en que mientras permanezcáis en la isla aceptareis mi autoridad y nos devolveréis las armas que os preste.  La segunda es que, si recobráis el buque, os llevaréis con vos a mis súbditos que así lo deseen, comprometiendo a dejarlos en un país civilizado sin cobrarles por el pasaje.

Una vez que me lo prometió, le entregamos tres mosquetes con pólvora y balas.

— ¿Cómo piensa actuar? — me preguntó.

No deseando una lucha cuerpo a cuerpo, le dije que, a mi modo de ver, lo mejor era que hiciéramos fuego sobre ellos aprovechando que dormían. Advirtiendo su repugnancia a derramar sangre, comenté que intentaríamos matar los menos posibles, pero que si no se rendían sus vidas estaban sentenciadas justo en el momento en que vimos tres marineros se separaban del grupo.

—Son alguno de ellos los cabecillas?

Al decirme que no, pedí a mis hombres que los dejaran escapar ilesos y que no los mataran. Animado por mis palabras, me rogó que lo dejara adelantarse con sus acompañantes para cerciorarse de acabar primero con los dos peligrosos.

—Hacedlo— dije valorando su valentía y en compañía de mi hijo, observé como sigilosamente se aproximaba hasta los borrachos.

El destino hizo que uno de los forajidos se despertara y alertara al resto. El capitán no dudó en hacer uso de las armas que le había dado matando a uno de los cabecillas e hiriendo al otro. Este último empezó a pedir perdón, pero diciéndole que era tarde para ello, lo remató de un culatazo. Tras lo cual el resto que quedaba vivo rogaron por sus vidas, a lo que accedió el capitán, siempre que renegaran de sus fechorías y se comprometieran a ayudarle a recuperar el buque.

Todos expresaron su arrepentimiento y su voluntad de servirle, con lo que el capitán les perdonó la vida, medida que aprobé no sin antes exigir que quedaran amarrados de pies y manos mientras permanecieran en mi isla. Justo entonces, los tres marineros, que se habían separado del grupo, volvieron y viendo que su capitán había restablecido su autoridad, aceptaron permanecer atados como los demás.

Una vez todos cautivos, volvimos a la empalizada a preparar el asalto del buque:

—Todavía quedan a bordo veintiséis hombres —me alertó: — y sabiendo que son merecedores de horca, no creo que se entreguen sin luchar.

Encontré muy sabias sus reflexiones y como estaba seguro de que los tripulantes no tardarían en lanzar al agua otra chalupa para ver lo que les había sucedido a sus compañeros, decidí tenderles una trampa. Todavía estábamos discutiendo cuando escuchamos un cañonazo y que llamaban a los bribones que habían desembarcados. Como es de suponer y por más que repitieron los cañonazos, la chalupa no obedeció al llamado.

A través del catalejo, pudimos ver que lanzaban al agua la otra barca y que se dirigía hacia la playa. Cuando estuvieron más cerca, distinguimos que eran diez y que estaban armados.

—Señor, tres de ellos, son buenos muchachos, pero el que los comanda y el resto son escoria.

Sonriendo contesté:

—Usted ocúpese de decirnos a quien debemos salvar porque en cuanto desembarquen estarán perdidos.

Mi seguridad insuflo de valor al capitán y con John a la cabeza, nos preparamos para recibirlos adecuadamente. Después de pedir a Tana y a las demás mujeres que se quedaran a los prisioneros y que, ante la menor tentativa de fuga, no dudaran y los mataran a todos, al amparo de los árboles, acudimos a la playa.

Confiados en sus armas, los recién llegados lo primero hicieron fue correr hacia la chalupa y ante su sorpresa la encontraron vacía. Desde el bosque los vimos discutir qué hacer para encontrar a sus compañeros.

—Esperad a que se separen— pedí a mis hombres.

Tal y como había previsto, siete de esos malandrines se internaron en la selva dejando a tres al cuidado de las barcas. Aprovechando la especialidad de los salvajes que me acompañaban pedí que los siguieran y que a ser posible acabasen con ellos usando sus arcos. Para a continuación, ordenar a mi hijo que en compañía de una docena de nuestros mejores hombres se acercaran con las piraguas, cerrando el paso de los que permanecían en la playa.

Ya con la posición ganada y acompañado por el capitán comencé a gritar pidiendo ayuda, simulando ser sus compañeros con el fin de atraer al mayor número de los amotinados hasta nosotros. Cayendo en la estratagema, tanto los que se había internado como dos de los de la orilla acudieron a nuestro llamado, dejando únicamente a un hombre al cuidado de las embarcaciones. Siguiendo mis instrucciones, mi hijo y su gente llegaron en silencio sorprendiéndolo al estar centrado en buscar a sus compañeros en la selva y al verse rodeado, se rindió.

Entretanto, mis salvajes habían dejado salir su ferocidad y antes de saber quién los atacaba, cuatro de ellos murieron bajo sus flechas. Los tres supervivientes pensando quizás que se encontraban en una isla encantada, volvieron sobre sus grupas a la playa, donde se encontraron al Capitán. Uno de ellos era uno de los malditos y consciente de su destino, lo atacó sable en ristre.

La detonación de un mosquete señaló su final y con él, la resistencia de los otros dos, los cuales cayendo ante los pies del hombre al que habían arrebatado el buque, rogaron por su vida. Pensando en que se acercaba el día de la liberación de los europeos a los que había dado cobijo, mandé a Rodrigo que se acercara al marino y le informara que quería verlo.

El español, ahorrando tiempo y fuerzas, gritó:

—Capitán, nuestro rey os llama.

—Decid a Su Majestad que voy al instante —respondió el capitán comentando a los enemigos de los supervivientes que el monarca de esas tierras se encontraba apostado en las inmediaciones con su ejército.

Cuando llegó hasta mí, comuniqué al inglés mis planes para apoderarnos del buque y aprobándolos, resolvió ejecutar de inmediato. Tas o cual se reunió con todos nuestros prisioneros y hablándoles de sus actos, recalcó que no escaparían de la horca si los hacía conducir a Inglaterra.

—Pese a ello —añadió: — si prometéis ayudarme a recuperar el buque, el rey se compromete a daros el perdón.

Sintiendo ya la soga en sus cuellos, juraron apoyarlo e incluso a derramar hasta la última gota de su sangre, si yo les perdonaba la vida. Con la respuesta de sus tripulantes bajo el brazo, volvió a mí asegurando por su honor que podía confiar en ellos. Aun así, le pedí que escogiera a los cinco más fiables para ejecutar la segunda parte del plan. Como no podía ser de orea forma, los cinco elegidos aceptaron la proposición y mientras el resto permanecía en calidad de rehenes, ya había anochecido cuando en compañía del capitán y del contramaestre abordaron las chalupas, llevando escondidos bajo unas mantas a diez de mis fieles todos bien armados.

Era ya medianoche cuando llegaron a la proximidad del buque, y bajo el amparo de la oscuridad, ordenó a Johnson uno de los arrepentidos que gritara, informando a los que había permanecido en él que volvían con los compañeros que habían perdido. El tal Johnson desempeñó muy bien su papel, entreteniendo a los amotinados mientras mis hombres se lanzaban al agua y subían por el otro lado del barco aprovechando la cadena del ancla.

Cuando el capitán y su contramaestre llegaron a cubierta, ya había terminado la refriega sin disparar un solo tiro, ya que sin la disciplina que el mantenía, la mitad de los amotinados que había en el buque seguían durmiendo la borrachera en los camarotes. Cerrando las escotillas, para evitar que los de abajo acudieran en auxilio de sus compañeros, mis hombres se apropiaron del barco y únicamente el teniente que los había sublevado, valiéndose de una palanca, intentó ofrecer resistencia: Pero mi hijo, abriendo fuego contra él, acabó con la insurrección, ya que sus compañeros, viéndole muerto, se rindieron en el acto.

En cuanto la empresa llegó a término, me lo hicieron saber disparando siete cañonazos. Tan pronto como estuve seguro de nuestro éxito, volví a la empalizada y con mis mujeres, me acosté con la intención de descansar. Pero ni Grace ni Tana me dejaron y rompiendo el celibato que nos habíamos impuesto tras el deceso de Viernes, buscaron las dos juntas mis caricias. Por un momento tardé en percatarme de sus intenciones y por ello quizás cuando restregando sus cuerpos con el mío, me pidieron que las amara, mi masculinidad se negó a reaccionar.

— ¿Qué te ocurre? – pregunto Grace cuando a pesar de sus caricias mi tallo seguí flácido y encogido.

Muerta de risa, Tana pidió que le dejara sitio y lo tomó con su mano sustituyendo a las de la rubia para sin dar tiempo a que me preparara, con una sonrisa en sus labios, la contempló brevemente como quien observa algo que largo tiempo estuvo vedado e inclinando su cabeza, comenzó a llenar de besos a mi extensión. Poco a poco y mientras ella se afanaba en reactivar mi maltrecho miembro, este fue reaccionando. Al comprobar el éxito de sus besos, sonrió y lentamente se lo fue introduciendo en su boca. La parsimonia que uso para embutírselo hasta el fondo, me permitió sentir la tersura de la sacerdotisa recorriendo mi extensión.

— ¡Bésame! — pedí a mi otra mujer.

Al escucharme, Grace se lanzó sobre mí y con una urgencia que me dejó sorprendido, buscó el consuelo de mis labios mientras Tana me esta devoraba a pocos centímetros de ella. Viendo su grado de excitación, llevé mi mano a su entrepierna para descubrir que estaba completamente empapada y convencido de que necesitaba mis caricias, me apoderé de su botón con mis dedos.

— ¡Cómo echaba de menos tus caricias! — gimió al sentir mis yemas.

Su calentura se incrementó de sobremanera cuando introduje un dedo en su abertura y ya completamente desbocada, se zafó de mis toqueteos y colocándose a horcajadas sobre mi cara, buscó mi boca con la intención de que yo la consolara del modo en que Viernes acostumbraba a hacerlo. No puse objeción alguna a su deseo y sacando mi lengua, la premié.  Al sentir que esta entraba en contacto con los pliegues de su vulva, Grace se creyó morir y a voz en grito me pidió que no parara mientras azuzaba a Tana a acompañarla.

Estimulada por sus palabras, la morena incrementó el ritmo y la profundidad de las maniobras, incrustándose mi hombría hasta el fondo de su garganta. Sintiendo el paraíso cercano, usé mi lengua para penetrar en el estrecho conducto que tenía a mi disposición sin advertir lo cerca que la británica estaba del gozo.

— ¡Por favor! — gritó Grace derramando su esencia por mi cara.

Queriendo prolongar su éxtasis, me dediqué a absorber el manantial que brotaba de entre sus piernas. Mis maniobras, si bien no pudieron secar el rio en el que se había convertido su entrepierna, provocaron que la rubia enlazara un placer con el siguiente hasta que, dándose por vencida, se dejó caer sobre la cama.

Liberado de la obligación de seguir satisfaciéndola, me concentré en Tana y llevando mi mano a su cabeza, empecé a acariciarle el pelo mientras le decía lo mucho que la amaba. La reacción de la muchacha no se hizo esperar y mientras con una de sus manos, me acariciaba la bolsa de entre los muslos, con la lengua incrementó sus mimos al comprobar que no había conseguido que explotara dentro de ella.

—Si no puedes, ¡pídele ayuda a tu concubina! — riendo la responsabilicé a ella cuando el culpable era yo.

Sintiéndose aludida, la rubia se incorporó y acercándose a donde la morena se afanaba en busca de mi placer, le dijo:

— ¡Dejemos seco a nuestro anciano! — tras lo cual su boca se unió a la de Tana y entre las dos, empezaron a competir en cuál de las dos absorbía mayor extensión de virilidad.

Mirando hacia abajo, la visión de esas dos melenas maniobrando como locas en búsqueda de un premio fue brutal y completamente absorto, comprendí que la vida seguía y que a pesar de mi dolor tenía un futuro con ellas. La ayuda que prestó Grace a la sacerdotisa no tardó en conseguir su objetivo y percibiendo los primeros síntomas, las avisé de la cercanía de mi gozo. Entonces esas dos hicieron algo que me terminó de convencer de que nada me impediría ser feliz cuando uniendo sus bocas cogieron entre medias mi tallo y así esperaron que explotara para compartir como mi simiente. Las oleadas de placer que brotaron de mí fueron engullidas por ambas ante mi atenta mirada y solo cuando confirmaron que habían cumplido su amenaza, se echaron a reír.

— ¡Ahora necesito que nos ames! — alzando su voz, dijo la morena mientras tomaba mi miembro entre sus manos y a provechando que seguía llamando a mi otra esposa, la ayudó a empalarse con él.

La lentitud con la que me montó me permitió notar cada uno de sus pliegues mientras mi hombría iba desapareciendo mi pene en Grace hasta llenarla por completo.

—Haznos saber que somos tuyas susurró Tana mientras la rubia acelerando su cabalgar buscaba fundirse conmigo.

—Sois mías, al igual que yo vuestro— respondí con la respiración entrecortada y el corazón latiendo.

Para entonces, la rubia gemía pidiéndonos que continuáramos, mientras su ser se derretía por el calor y sus manos pellizcaban sus pechos en busca de un plus de gozo. Al verla caer agotada y exhausta, sin que mi virilidad hubiese perdido su compostura, descubrí en los ojos de Tana un extraño fulgor y no sabiendo a qué se debía, directamente se lo pregunté.

—He pensado que ya no hacemos falta aquí— sin contestar a mi pregunta, continuó: —y que cómo sigues pensando volver a Inglaterra, debemos hacerlo.

—No te podemos pedir eso, pero tampoco marcharnos sin ti— lleno de estupor, respondí.

—Somos una familia y donde vosotros vayáis, yo iré— con una seguridad que nos dejó helados tanto a mi como a Grace, respondió.

—Y ¿qué pasa con la Diosa? ¿Te permitirá marchar? — insistió la rubia sin dar crédito.

—Desde las fiebres, Ceiba ya es su representante… todo el mundo lo sabe y solo esperan mi renuncia para proclamarla Reina.

Supe que decía la verdad, porque la gente prefería acudir a la esposa de mi hijo antes que a ella.

— ¿Estás segura? ¿Abandonarías todo por seguirnos? — pregunté.

—No abandonaría nada, porque solo os tengo a vosotros— sonriendo replicó...

47

Con todo decidido, hablé con John y le expresé nuestros deseos de abdicar y que él y Ceiba se convirtieran en los monarcas de la zona. El muchacho, ya un hombre, soltó un par de lágrimas mientras me revelaba que sabía de nuestra marcha desde que murió su madre porque la Diosa se lo había manifestado así a su esposa. Juro que costó creer que hubiera sido posible saber que llegaría un barco cuando en tanto tiempo no habíamos visto alguno. Pero como de nada servía llevarle la contraria, le pedí que me acompañara a ver al capitán que ya había desembarcado en la playa.

Al llegar ante él, me recibió con un abrazo para luego, tendiendo la mano hacia el barco, decirme:

—Querido amigo, ahí tenéis vuestro buque; os pertenece, como también todo cuanto poseo.

Dirigiendo la vista al mar, vi el tiempo era favorable, y sabiendo que mi liberación estaba a mi alcance, fue tal mi alegría que permanecí mudo largo rato.

«Volveré a pisar Inglaterra y a ver a Elizabeth» me dije recordando por primera vez en años a mi madrastra.

No sabiendo ni si estaba viva, preferí ocuparme de lo inmediato y con mi hijo a mi lado, empecé a deliberar con el capitán acerca del destino que les daríamos a los prisioneros. El problema era serio, ya que contábamos con pocos hombres de los que se fiara para llevar el velero y cuidar a la vez de nuestras espaldas, si decidíamos llevar a los más recalcitrantes de los sublevados a alguna colonia inglesa para entregarlos a la justicia, pero tampoco me apetecía dejarlos en la isla por el peligro que eso representaría para el reinado de mi chaval.

Fue John al que se le ocurrió una solución y tras pactarla con nosotros, también él se encargó de notificársela a los cautivos. Como no le conocían se presentó ante ellos como el rey de ese archipiélago, diciéndoles que estaba enterado de sus fechorías y separando a los hombres que el capitán suponía inocentes, comentó al resto que como piratas cogidos in fraganti les esperaba la horca a no ser que aceptaran las normas de su pueblo. En ese caso, mantendrían su cuello intacto, pero deberían permanecer en una isla desierta durante los próximos veinte años.

—Eso es una muerte segura— protestó uno de los desventurados.

—No es así y la mejor prueba es este hombre— contestó dándome entrada: se ha pasado solo casi tres décadas y aun así sobrevivió.

Los antiguos sublevados me atosigaron a preguntas sobre cómo lo había conseguido y tras contestarles el modo, accedieron a esa solución sabiendo que la otra era llevarlos ante un juez, y eso los conduciría inevitablemente al cadalso.

Habiéndose acogido a su ofrecimiento, John se ocupó de que les dieran todas las informaciones relativas al lugar donde los iba a dejar, la manera de sembrar y con lo obtenido hacer pan, así como de todos los detalles indispensables para que tuvieran una vida más o menos cómoda. Tras lo cual, depositó en dos chalupas todo tipo de provisiones incluyendo cinco cabras, a las que añadió un par de fusiles y pólvora que llevarían Moa y diez de sus guerreros y que les darían antes de retornar con las barcas.  Tal y como había ordenado, esa misma tarde partió la expedición que los llevaría al islote que había a diez millas y del que nunca podrían salir no solo porque eso conllevaría su muerte, sino por las brutales corrientes que lo circundaban y que solo los lugareños sabían cómo evitar.

Con el destino de esos malditos ya solucionado, informé a mis súbditos que me marchaba y que quien quisiese acompañarme era bienvenido. Para mi sorpresa de los dieciséis europeos solo Rodrigo quiso volver;

—A raíz de la muerte de mi esposa, nada me ata en esas tierras—contestó mientras me pedía entrar a mi servicio como secretario.

Como no podía ser de otra forma, acepté su ofrecimiento y tras despedirme de John y de mis nietos, cogí mi hija, mis dos esposas, las joyas que había conseguido salvar del naufragio y la fortuna de don Diego y me subí al velero llevando conmigo también el gorro que me había protegido la cabeza desde mi llegada. Desde la proa, Grace se despidió de su madre que se había quedado con Moa, su marido.

De esa forma dejé mis dominios, el dieciocho de diciembre de 1686, después de haber vivido en ellos veintiocho años, dos meses y diecinueve días, según mis cálculos.

Debido a la carga que aun llevaba en sus bodegas el capitán me pidió permiso para, antes de dirigirnos a Inglaterra, pasar por la Guayana Británica. Al escucharlo, Grace comentó que en ese país era donde su difunto marido tenía su finca y que era posible que su antigua suegra siguiera viva:

—De ser así, me gustaría aprovechar e informarle que sigo viva y que su hijo ha muerto.

—No se diga más, ¡nos vamos a Guayana! — respondí…

Durante horas, me quedé en cubierta mirando el mar. Me seguía pareciendo imposible haber dejado la isla a la que llegué siendo un joven. Con la sensación de que la vida me daba una nueva oportunidad a mis cincuenta y cuatro años, oteé el horizonte mientras Lana mi hija jugaba con sus dos madres. Y es que, aunque resulte raro, la chiquilla consideraba a Tana a la altura de su progenitora.  Para la niña, la caribeña y su cariño la bastaban, cuando además desde el principio Grace, su madre biológica, había insistido en la suerte que tenía al disponer de dos mamás que la cuidaran.

Con viento de popa, el velero avanzó rápidamente hacia nuestro destino en el continente. Satisfecho con la velocidad de nuestra travesía, el capitán me llegó tras la cena diciendo que según sus cálculos en dos días arribaríamos a Georgetown, la capital de esa colonia de su majestad. Con ello en la mente, me dirigí hacia el camarote, donde mis mujeres ya habían acostado a la pequeña y me esperaban medio desnudas.

Reconozco que sospeché que algo pasaba al ver sus caras, pero sabiendo que no tardaría en saber qué pretendían, me empecé a desnudar como tantas noches.

—Te echábamos de menos—  escuché que la rubia me decía mientras se acercaba gateando hacia mí.

Por su cara, comprendí que tal y como había anticipado esas dos me tenían algún tipo de sorpresa y por eso cuando separó sus labios para sumergir lentamente mi hombría en su boca, me atreví a preguntar a qué se debía ese trato.

—Queremos que recuerdes que en nosotras tienes a tus mujeres— contestó Tana pegándose a mí.

Queriendo disfrutar plenamente de sus acciones, me senté en el catre y llevando una mano a la cabeza de la inglesa, la empecé a acariciar mientras la morena buscaba mis besos. Al sentir la presión de mi mimo, Grace creyó que deseaba que acelerara sus maniobras y haciendo uso de su experiencia no dudó en introducirse al completo mi tallo. La humedad de su lengua recorriendo la piel de mi miembro consiguió elevar mi calentura y previendo que me iba a alcanzar el gozo, les avisé de lo que se avecinaba.

—Deme su esencia mi señor— contestó la madre de Lana al tiempo que incrementaba sus lisonjas, metiendo y sacando mi virilidad, mientras a mi lado, Tana se ponía a acariciar mis otros atributos.

Deseando que mi dicha coincidiera con la de la rubia, la morena llevó una mano a la entrepierna de la mujer.

—Disfruta también tú, esposa mía— susurró.

A pesar de sus intenciones, el placer me sacudió antes que a Grace y soltando mi simiente en su garganta, me sentí feliz viendo el ansia con el que mi compatriota disfrutaba del fruto de mi masculinidad.

—¡Me encanta! — la oí decir mientras se relamía los labios en búsqueda de algún rastro de mi semilla, para a continuación y quizás siguiendo unos planes que no me habían confesado, se levantó y en silencio, desanudó los tirantes que mantenían el camisón de Tana sujeto a sus hombros.

Aunque era algo a lo que estaba habituado, no por ello dejó de resultarme excitante verlo caer mientras la morena observaba mi reacción. Al ver sus senos en todo su esplendor, no pude rechazar la tentación y llevando mi boca a ellos, fui recorriendo los bordes de sus negros botones.

Tana gimió al sentir las caricias de mi lengua y protestando, me pidió que la dejase terminar de desnudar. No puse ningún inconveniente al ver el brillo de sus ojos y sabiendo que no tardaría en hacerle el amor a través de nuestra mutua esposa, aguardé sonriendo. Que Grace se acercara y agachándose, la ayudara a despojarse de su ropa interior, tampoco me resultó extraño ya que era algo habitual entre nosotros. Lo que no me esperaba es que, subiéndose a horcajadas sobre mí, se pusieran a besarse entre ellas mientras restregaban sus cuerpos contra mis muslos. Esa lujuria llena de amor consiguió resucitar mi tallo y tomándolo entre mis manos, busqué la feminidad de la rubia.

Tana aceptó de buen grado mis intentos de amarlas y sin dejar de besar a Grace, puso sus pechos a mi disposición. No tuve duda de que deseaba sentir mis caricias y abriendo la boca, me puse a mordisquearlos mientras llevaba mi mano hasta su entrepierna. Allí me encontré que la rubia se me había adelantado y que sus dedos ya se habían hecho fuertes en ella.

—¡Mis amores! — gritó nuestra morena al sentir que eran cuatro manos y dos bocas las que recorrían su cuerpo.

Sus jadeos se incrementaron cuando cambiando de posición Grace se pegó a su espalda y tomando sus pechos entre las manos, musitó:

—Es hora que nuestro marido, nos ame.

Desde la cama, sentí que aprovechando la dureza que mostraba sus dedos se aferraban a mi tallo para a continuación notar que presionando contra ella comenzaba a introducírselo en su interior, pero entonces en vez de su gemido, el que escuché fue el de Tana.

—¿Qué haces? — pregunté horrorizado al abrir los ojos y comprobar que era la morena la que estaba haciendo uso de él.

—Amaros— contestó dejándose caer.

Totalmente blanco, experimenté como mi virilidad se abría paso a través de ella rompiendo la telilla que tanto sudor me había costado respetar y sin comprender lo que acababa de ocurrir, traté de retirarla diciendo que no podía renunciar a su sacerdocio por unos momentos de gozo.

—Desde que dejamos la isla, la Diosa me liberó y ya nada me impide amaros en plenitud— con un rastro de dolor en su voz, me respondió mientras intentaba acostumbrarse a sentirme dentro.

Riendo en plan cómplice, Grace agarró su trasero y separando con las yemas las negras nalgas de nuestra esposa, sacó la lengua y se puso a agasajarla sin preguntar. Ese doble estímulo la azuzó e iniciando un suave trote sobre mí, me reveló la envidia que siempre había sentido al no poder culminar como hacían mis otras esposas. Sus palabras me recordaron a mi adorada ya muerta y las veces que me había dicho la pena que sentía por ella. Por eso, acariciando sus mejillas, comenté:

—A Viernes le hubiese encantado estar aquí.

—Lo está, esposo mío. Siento su presencia— respondió mientras aceleraba el movimiento de sus caderas.

Sabiendo que mi salvaje nos miraba desde el cielo, decidí que fuera Tana quien llevara la voz cantante la noche de su estreno y por ello permanecí quieto mientras la antigua sacerdotisa daba muestras del gozo que se iba acumulando en ella.

—Moveros, esposa mía, y disfrutad de nuestro marido— oí a la británica decir mientras en un alarde de picardía pellizcaba los pechos de la morena.

Su pobre victima chilló al sentir el duro trato, pero siguió cabalgando sobre mí con rapidez. Su entrega me hizo saber de su dicha y por ello, me permití premiarla con un suave azote, pidiendo que la hiciera caso y dirigiéndome a la rubia le exigí que me ayudara ya que debíamos ser los dos los encargados de satisfacerla.

—¡Soy vuestra! — exclamó Tana dando veracidad a mi afirmación.

Plena de felicidad, Grace obedeció y usando su lengua, se afanó en estimular más si cabe a la morena entre las piernas.  Como Tana ya estaba excitada, al sentir la boca de su amada entre sus pliegues empezó a gemir como una loca, presa de la pasión.

—Mis dos amores— sollozó.

Incrementando nuestro coordinado acoso, tiré de ella clavando hasta el fondo mi hombría mientras la rubia seguía concentrada entre sus muslos. Nuestra morena apenas podía respirar y menos moverse al verse sobrepasada y por ello tuve que azuzar su respuesta dando una nalgada en su trasero. Mi caricia terminó de desbordarla y pegando un alarido se sumergió en el gozo.

—¡Gracias por permitirme sentirme vuestra mujer! — fueron sus últimas palabras antes de caer sobre mí.

Sin compadecerme de su estado, la cambié de posición y tumbándola sobre las sabanas, volví a sumergir mi virilidad en ella. Pero al contrario que la anterior, esta vez no esperé a que se acostumbrara e imprimiendo un rápido compás a mis caderas, me lancé en busca de placer. La nueva postura hizo que mi tallo chocara con las paredes de su interior y la dicha llamó de nuevo a ser mientras Grace se apoderaba de sus negros senos.

—¡No puedo más! — se quejó agotada.

Muerta de risa, la rubia preguntó si deseaba que parasemos.

—Nunca— fue su respuesta y mirándome, me rogó que siguiera.

No me lo tuvo que repetir. Reanudando mi asalto, tomé sus piernas y las coloqué sobre mis hombros, para acto seguido martillear sin pausa su interior. El brillo de sus ojos me convenció y ya sin dudar, me lance desbocado en busca del placer. Mi insistencia elevó su excitación a niveles impensables y nuevamente presa del gozo, la escuché decir con voz entrecortada que necesitaba sentir mi esencia derramándose en ella.

—Hazlo, mi señor— desde la cama, me rogó Grace.

Aunque intenté retrasar mi claudicación, no pude y uniéndome a ella exploté bañando de semilla su angosto conducto. Al sentirlo, Tana se derrumbó y convulsionando sobre el pequeño catre, compartió gritando la alegría que sentía. Abrazándome a ella, por unos momentos, me quedé descansando absolutamente desbordado. Pero entonces llegando a nosotros, la madre de Lana exigió:

—Hacedme un lugar, la noche es fría y necesito vuestro calor.

Ni que decir tiene que le abrimos un hueco….


Acabo de publicar en AMAZON, UNA NUEVA NOVELA TOTALMENTE INÉDITA, ambientada en la Galicia de nuestros días donde las hadas, las meigas y los hombres lobo nunca han dejado de existir.

“El aullido de la loba”

Sinopsis:

Respondiendo a un llamado de su interior, Uxío Mosteiro abandona su ajetreada vida en Lyon y se traslada a la aldea donde desde tiempos inmemoriales su familia es dueña de un pazo. Su llegada a esa su tierra, el único lugar donde se considera en casa, despierta el temor ancestral que sus paisanos siente por los salvaxes. Aunque en un principio no le da importancia, considerándolo poco más que chismes la fijación que muestran asimilando a todos los de su alcurnia con esos seres mitológicos, los cambios que se producen en él le hacen ver que los hombres lobo existen y que él es uno de ellos. Sin saberlo, contrata a la nieta de una antigua cocinera de la casa y Branca resulta ser una poderosa Meiga. La hechicera se convierte en su amante y desde ese momento, tratara de convencer a su amado para que acepte que además de salvaxes, también habitan esos lugares las hadas, una de las cuales llamada Xenoveva lo reclama como su esposo. Todo se complica cuando Tereixa, una hembra de su especie, aparece por el pueblo y empiezan las muertes…