La verdad sobre R. Crusoe. Madre e hija

Crusoe despierta con la noticia de que un bote había arribado a la isla. Creyendo que eran los de la expedición, va a buscarlos y en la playa descubre que no son ellos sino dos compatriotas, una madre y su hija. Sin saber cómo la presencia de esas bellezas trastocaría sus vidas se presenta

Todavía hoy me cuesta comprender las razones que tuvo Defoe para silenciar la llegada de dos de sus compatriotas a la isla. Sinceramente creo que ese “olvido” es una nueva muestra de su puritanismo y que consideraba poco apropiado mostrar a sus lectores que unas inglesas se subordinaran sexualmente a Viernes o que aceptaran entregarse a Crusoe y a su salvaje como esposas. Si bien podía haberlas usado para ensalzar el papel de mi antepasado al rescatarlas, creo que le resultó difícil conciliar la presencia de esas damas en su cama con la imagen de buen cristiano que deseaba mostrar en su libro. Por eso cuando leí los capítulos en los que mi pariente detallaba su llegada y la entrega de ambas tuve que recordar que hoy en día, en pleno siglo XXI, una relación así tampoco goza de las simpatías del público en general y que muchos de nosotros, hombres y mujeres de la actualidad, criticaríamos y mucho estos hechos…

Sabiendo que no debíamos esperar su vuelta antes de un mes y que lo más probable era no recibir noticias en más tiempo, nuestra vida volvió a la normalidad hasta que una mañana, mi esposa me despertó alertándome de la presencia de un bote en la playa. Vistiéndome a toda prisa, me armé y acudí a ver quién había llegado mientras ella se quedaba cuidando de nuestro retoño. Por medio del catalejo, descubrí que no era mi chalupa la que reposaba en la orilla y eso me hizo extremar las precauciones, no fuera a ser que los recién llegados fuesen enemigos. Por ello, reptando entre las matas, me acerqué a ese lugar sin revelar mi presencia y desde el borde del bosque, pude observar a dos mujeres llorando sobre la arena. Prudentemente, esperé casi una hora antes de presentarme para comprobar que esas dos eran las únicas pasajeras de la embarcación. Pasado ese tiempo y en vista que parecía no haber nadie más, me apiadé de sus lloros y cruzando la playa las saludé.

Para mi sorpresa la más joven, una rubia de largos cabellos, corrió hacia mí y lanzándose a mis brazos, me colmó de besos mientras daba gracias en perfecto inglés al señor por haber permitido que yo también me hubiese salvado.

―La señora me debe disculpar― conseguí balbucear rechazando sus mimos: ―No sé con quién me confunde, llevo en estas tierras veinte años.

―Diego, no juegues conmigo. Soy Grace, tu mujer― replicó mientras nuevamente intentaba besarme.

Asumiendo que la confusión de la pobre se debía a las penurias que sin duda habían pasado, intenté que la otra me ayudase a hacerla entrar en razón, pero entonces la más madura con cara de espanto, me preguntó si acaso no tenía un gemelo:

―Comprenda mi pregunta y disculpe a mi hija… yo misma le confundí con mi yerno.

―Mamá, es Diego. Diego Ordoñez, el conde de Salveterra, ¡mi marido! ― insistió la tal Grace sin dar su brazo a torcer.

―Señora, le insisto que no es así. Mi nombre es Robinson Crusoe y aunque soy de buena familia, no soy conde― midiendo el tono para no perturbarla aún más, repliqué.

―No voy yo a conocer al hombre con el que me casé y me hizo mujer― en plan histérico, refutó mis palabras.

La madre tratando de sosegarla, señaló mi mejilla haciéndola ver que no había cicatriz alguna en ella. Al escucharla, la joven me miró y observando el cuchillo que llevaba en mi cinturón, me lo arrebató y me dio una cuchillada diciendo:

―Es Diego.

Con la cara sangrando, descargué mi ira en ella y de un solo mamporro, la dejé tirada en la arena para acto seguido y considerándola una loca, volví con mi esposa sin hacer caso a los ruegos de su progenitora suplicando que no las dejara solas. Pero era tanto mi enojo con la zumbada de su hija que ni siquiera la oí y directamente fui a cuidarme la herida. Ya en la choza, Viernes preguntó qué había pasado al ver mi mejilla. Mientras me ponía en sus manos, le expliqué tanto que eran dos inglesas las que habían arribado a nuestras costas como el aberrante comportamiento de una de ellas. Dando por buena mi reacción y sin disculpar a la perturbada en absoluto, mi amada me rogó tras curarme el tajo que volviese por ellas y las trajese a casa.

―Piensa que si la Diosa las ha traído hasta aquí es por algo― recalcó con su habitual buen corazón.

A regañadientes, acepté siempre que ella me acompañase. Viendo que no le quedaba más remedio, tomó a John de la mano y fuimos juntos a por esas damas. Al llegar a la playa, Grace volvió a echarse en mis brazos mientras su madre, llamada Constance, nos pedía comprensión. Con la rubia todavía aferrada a mi cintura, les presenté a Viernes como mi esposa y a John como mi hijo. Demostrando no estar en sus cabales, la joven abrazó al chaval y con ternura, me soltó:

―Diego, no sabía que hubieras tenido un niño con una esclava. Pero te amo tanto, que lo querré como si fuera mío.

Ese menosprecio hacia mi señora me enojó, pero no así a ésta. Ya que, obviando el modo tan descortés con el que se refería a ella e incluso la herida de mi cara, les preguntó si tenían hambre. La perturbada dio por sentado que ella era mi esposa y por tanto madrastra de mi chaval por lo que, tomando del brazo a John, le comenzó a hacer carantoñas. El puñetero crio estaba tan alucinado con la situación que no hizo nada por evitar sus caricias mientras en mí crecía la indignación.  Por eso, no pude evitar irritarme cuando pidió al niño que le llamara mamá.

―Ya tiene madre y no necesita otra― bufé molesto.

Por el contrario, Viernes, incrementando mi estupor, susurró en mi oído que fuera más comprensivo con la inglesa.

― ¿Cómo puedes estar tan tranquila después de lo que me ha hecho? ― señalando el corte, refunfuñé.

Desternillada de risa, mi adorada replicó:

―Si el tal Diego la dejó tan impresionada que no quiere ver lo absurdo de la situación, tu verdadero problema será estar a su altura.

― ¿A su altura? ¿A qué te refieres? ― pregunté con la mosca detrás de la oreja.

Sin dejar de reír, me soltó que, como soberano de esas tierras, era mi deber el cuidar de mis súbditos, aunque eso me supusiera un gasto físico extra. Juro que me quedé petrificado al escuchar su mofa, ya que parecía estar insinuando que tendría que acostarme con ella.

― ¡Estás tan loca como ella si crees que me la voy a llevar a la cama! ― exclamé desechando la idea.

Lejos de hacerla recapacitar, mi exclamación incrementó sus risas y acercándose a mí, susurró en mi oído:

―Cariño, sabes del morbo que me da cuando sueñas con la presencia de otra mujer en nuestro lecho y ahora que es posible, ¿me vas a prohibir hacerlo realidad?

― ¡Era con Elizabeth! ― murmuré al percatarme del insano interés que la caribeña tenía por disfrutar de las caricias de una dama.

― ¿Y? – entornando los ojos replicó.

Desolado, al saber que el poco apego que tenía a las convenciones sociales de los europeos, no quise continuar discutiendo ya que con eso lo único que obtendría sería afianzar sus caprichos. Todavía estaba tratando de asimilarlo cuando llegando ante mí, la madre me rogó si era posible que se dieran un baño para quitarse la sal antes de comer. Saliendo al quite, Viernes comentó que podían dárselo en la cascada mientras yo mataba un cabrito. La madura me miró totalmente sonrojada:

― ¿No tienen otro lugar donde nadie pueda vernos?

―Mamá, ¡estamos en familia! ― replicó su hija mientras se empezaba a desnudar.

Como no podía ser de otra forma, prudentemente me di la vuelta para no observar su desnudez, ya que no quería que Constance se enfadara creyendo que aprovechaba el momento para darle un repaso. Mi niño en cambio estaba tan impresionado por los pechos de Grace que no dudó en preguntar a su madre si acaso todas las inglesas los tenían tan grandes.

―Pregunta a tu padre― respondió soltando una carcajada.

Evitando contestar, me fui al establo para seleccionar el animal que comeríamos. Estaba todavía sacrificándolo cuando de reojo observé a Viernes enseñando a las recién llegadas el modo en que podían aprovechar el torrente para bañarse, metiéndose en él.  Mi embarazo se incrementó cuando la joven vio natural el exigir a la que creía mi esclava que la ayudara. Reconozco que pensé que mi morena le iba a cantar las cuarenta, pero espantado comprobé que volvía a tomarse a guasa esa exigencia y que lejos de enfadarse, acudía a ella con una esponja de mar en las manos.

―Señora, no hace falta. Deje que sea yo quien la bañe― alcanzó a protestar la madre, consciente de la descortesía de su hija con la esposa del hombre que las había amparado.

Obviando sus reparos, mi amada salvaje contestó:

―Constance, no me importa. Piense que, a partir de hoy, las tres dormiremos con el mismo hombre y es bueno que nos vayamos conociendo.

Mi compatriota, completamente ruborizada, comentó que no sería decente que compartiéramos los cuatro la misma cama. Sé que nunca se esperó que la mujer que acababa de conocer le respondiera muerta de risa:

―Es eso, o el suelo, ya que solo tenemos una.

Interviniendo en la conversación, John comentó que si quería podía compartir con él su hamaca. La madura no pudo más que agradecer el detalle y aferrándose a esa invitación como último recurso, aceptó mientras escuchaba espantada a Grace volviendo a exigir a mi supuesta esclava que la bañara porque quería estar limpia para acudir a mis brazos.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al oír desde la fogata que, mientras comenzaba a bañar a la perturbada, Viernes insistía a la madura que en esas tierras toda mujer debía de tener un hombre y que, si no aceptaba entregarse a mí, debería elegir a alguien de su pueblo. La inglesa al oír a mi esposa enmudeció y con lágrimas en los ojos producto de sus prejuicios raciales, pidió que le diera tiempo para pensarlo. Creyendo quizás que era un juego, mi crio elevó la turbación de Constance al ofrecerse como sustituto:

―Pronto creceré y me gustaría tener una mujer con pechos tan grandes como los tuyos.

Las risas de mi esposa al oír a su retoño tranquilizaron a la cincuentona, la cual sonriendo respondió a su ofrecimiento diciendo que era demasiado vieja para ella.

―Ya tengo once años y mi abuelo dice que a los trece tendré que elegir esposa― protestó sintiéndose ya un hombre.

Enternecida con la actitud del chaval, contestó que, si llegado ese momento seguía queriéndose casar con ella, ella aceptaría muy dichosa pero que mientras tanto era mejor que la considerara como su abuela. Esa respuesta complació al enano e insistió en que se bañara con él. Doña Constance riendo se desnudó y tomando del brazo al niño, se metió al agua permitiéndome observar que la dama en cuestión mantenía un cuerpo muy atractivo al que los años no habían hecho casi mella. Recreando mi vista en los traseros de mis compatriotas, por primera vez no me pareció tan descabellada la idea de mi señora. Tratando de evitar seguir espiando y con mi virilidad más afectada de lo que me gustaría, puse el cabrito sobre las ascuas mientras, a escasos veinte metros, las tres mujeres y John se divertían bajo la cascada.

Mi amada decidió no ponérmelo fácil y conociendo mi lúbrica naturaleza, me llamó a reunirme con ellas.

―Ahora no puedo, estoy cocinando― argüí desde el fuego rechazando la tentación que sentía.

Al ver mis remilgos, mi amada arpía cambió de estrategia y susurró algo a la joven. Supe que no iba a ceder en su afán cuando escuché que Grace me pedía una toalla con la que secarse. Sabiendo que de alguna manera se habían aliado en el complot, hice oídos sordos y continué junto al cabrito. Lo que nunca esperé fue que la madre, olvidando que seguía desnuda, saliera del agua y acercándose a mí, me pidiera dónde podía encontrar algo con lo que secarse. Reconozco que tardé unos segundos en contestar al no poder retirar la mirada de sus exuberantes atributos y es que, haciendo gala de ellos, no tuvo vergüenza en exhibirlos mientras lo preguntaba. Comprendí que esa mujer se había plegado a los deseos de Viernes y que ya daba por sentado que iba a ser una de mis parejas, cuando cortado por la forma que se lucía ante mí, le pedí que se tapara y ella contestó que, si tanto me molestaba que anduviese desnuda, que trajera las toallas que me pedían.

Hundido en la miseria, entré en la choza y saqué una franela para cada una. La alianza de las féminas quedó patente cuando poniéndose en fila las tres esperaron quietas a que yo las envolviera con esas telas.

―Recuérdame que te dé una tunda cuando no estén ellas presentes― murmuré a mi salvaje.

La muy cretina sonriendo contestó en voz alta que guardara las fuerzas porque esa noche tendría que usarlas para satisfacer a mis hembras mientras llevaba una de sus manos a mi hombría. Confieso que ese manoseo me dejó paralizado. Temiendo que reaccionara violentamente Grace al observar que Viernes me tocaba, la miré, pero entonces mi desconcierto se hizo mayúsculo cuando descubrí en sus ojos una calentura sin igual.

La madre fue la única que puso orden, pero no por los motivos que yo creía y es que, al contemplar el deseo de su hija y de mi pareja, les rogó que tomasen en cuenta la presencia del crio ya que no tenía edad para contemplar a su padre mimando a unas desconocidas.

―Señora, ¡no me puedo creer que dé el visto bueno a esta locura! ― llegué a balbucear sin entender nada.

Asumí que así era y que la británica no solo aceptaba que tomase el lugar de su yerno, sino que también se incluía a ella, al contestar:

―Locura sería no seguir las costumbres de estas tierras y quedarnos sin su protección. Prefiero ser las concubinas del dueño de la isla a tener que entregar nuestros cuerpos a alguien que no conozco.

Pálido hasta decir basta, reparé en el tamaño de sus pezones y no sabiendo qué decir ni cómo actuar, preferí abstenerme de comentar nada y alejándome de la entente femenina, reclamé a John que me ayudara a sacar el cabrito de las brasas. El chaval, poco consciente del destino al que se vería abocado su progenitor, comentó que Viernes le había dicho que a partir de ese día tendría tres mamás.

No quise a contestar, pero entonces insistiendo ilusionado me preguntó cuántos hermanos pensaba darle con esas mujeres.

―Los que quiera Dios― respondí sabiéndome reo de la lujuria de esas tres…

33

Durante la comida, Grace no paró de agasajarme con sus caricias mientras mi esposa pedía a Constance que le narrara sus vidas. La británica no tuvo reparo en explicar que sus padres la habían casado muy joven con un noble que le doblaba la edad, como tampoco de que se había quedado viuda a los pocos años. Interesado por si en su relato descubría la razón del desvarío de la rubia, pregunté el nombre del difunto.

―Lord Percival Brompton – contestó.

Fue entonces cuando descubrí que su marido había sido el borrachín que me vendió la joya que permitió pagar con su venta mi marcha de Inglaterra e incapaz de reconocer mi participación en su ruina, comprendí que de una forma extraña nuestro señor me daba la oportunidad de resarcir mi pecado acogiéndolas. Demostrando lo mucho que me conocía, Viernes preguntó el motivo de mi palidez. Al explicárselo en voz baja para que no me escuchara su viuda, concluyó sin rastro de celos:

―La Diosa ha cerrado el círculo haciéndote responsable de ellas. Si antes me movía la curiosidad de saber qué sentiría al compartirte, ahora sé que las trajo aquí para que juntos formáramos una familia.

A regañadientes acepté su postura, pero dada la precaria salud mental de la hija pedí que se abstuviese de comentárselo a las recién llegadas.

―Piensa que, aunque Grace me vea como su Diego, no lo soy y por tanto ¡sigue casada!

Tratando de desviar la conversación y que las dos nobles no se enteraran de los deseos de la salvaje, insistí en qué la madre me siguiera contando el resto de sus vidas y sobre todo cómo habían llegado a la isla. Cuando Lady Constance retomó el relato y nos dijo que tras pasar unos años muy justos de dinero la fortuna había llamado a su puerta cuando, al conocer a su hija, el conde de Salveterra había quedado prendado y le propuso matrimonio.

―Mamá, ¿por qué se lo cuentas eso? Diego lo sabe de primera mano― protestó la aludida.

Haciendo como si fuera así, guiñándome un ojo, la noble respondió que era a Viernes a la que se lo contaba y prosiguió:

―Apenas se casaron y dado que la mayoría de sus posesiones estaban en Brasil, mi yerno decidió que nos embarcáramos hacía esas tierras.

Grace creyó oportuno añadir mientras me tomaba de la mano:

― ¡Qué felices fuimos durante el viaje! ¿Verdad amor mío?

Incapaz de contrariar a la perturbada, no hice intento alguno de rechazarla mientras seguía interesado la narración de la señora:

―Acabábamos de dejar la isla de Trinidad cuando el vigía descubrió que un buque corsario en el horizonte e intentando huir. Sabiéndolo, Diego dio orden de dirigirnos hacia esta zona esperando que los vientos imperantes aquí nos permitieran escapar.

Si como me imaginaba iban en un galeón, me pareció absurdo esa medida al ser más lento que su enemigo, pero no dije nada y continué callado mientras Constance nos explicaba que en cuanto anocheció, el tal Diego mandó arriar un bote donde las embarcó para a continuación y cambiando de rumbo, dirigirse hacia el enemigo. Mi opinión sobre ese sujeto cambió al reconocer que no estaba huyendo sino haciendo tiempo para, al amparo de la noche, poner a salvo a las mujeres antes de entrar en combate.

«Se nota que es un hombre de principios», me dije sin conocer el resultado de la refriega.

En un intento de evitar que su hija lo oyera, bajó la voz mientras continuaba diciendo:

―Creímos que todo iba a ir bien cuando en la primera andanada los nuestros desarbolaron a los piratas, pero…. entonces y sin previo aviso, el navío de mi yerno explotó.

Como hombre de mar comprendí que algún proyectil había impactado en la santabárbara haciendo volar toda la pólvora allí acumulada, pero me abstuve de manifestarlo al escuchar que Grace decía cayendo postrada a mis pies:

―Diego, te juro que pensamos que habías muerto y por eso no te esperamos.

El dolor de la muchacha me impresionó al aferrarse a mí y no reconocer que era viuda. Por ello, no vi nada de malo cuando Viernes la abrazó y menos que acariciándola, intentase calmarla.

―Tranquila, estás a salvo.

La madre en cambio era consciente de todo y por eso, susurrando volvió a pedir que tuviésemos piedad de la joven y no la hiciéramos sufrir contándole la verdad. Comprendiendo sus temores, juré que le daría tiempo para recobrarse. Lady Constance malinterpretó mis palabras y creyendo que me refería a que esperaría a que se recuperara antes de hacerla mía, se ofreció a ser ella quien me satisficiera mis deseos:

―Señora, en los años que he vivido, ¡nunca he forzado a una mujer! ― exclamé indignado al entender lo humillante que debía ser para ella hacer semejante oferta.

―Pero entonces… ¿quién va a cuidarnos? ― echándose a llorar, preguntó.

Aclarando mi postura, respondí que daba lo mismo lo que les hubiese dicho Viernes al respecto y que, como buen cristiano, jamás las dejaría desamparadas. Respirando aliviada, la mujer me dio las gracias mientras insistía en que, si cambiaba de opinión, fuera ella y no su hija, el objeto de mi lujuria. Al no pasarme inadvertido que no le era indiferente y que se sentía atraída por mí, contesté:

―Como ya le he manifestado, no pienso forzar a ninguna de las dos y solo las aceptaré cuando voluntariamente acudan a mis brazos.

Supe que la idea de retozar conmigo no le era repulsiva y que bastaría un pequeño empujón para que cayera cuando con las mejillas coloradas me soltó que nunca podía hacerlo por la vergüenza que le daba el qué pudiera pensar Viernes de ella si llegaba a nuestra cama pidiendo caricias.

―Te acogería encantada― respondí muerto de risa: ―Lleva deseando comerte entera desde que te conoció.

Al escuchar esa burrada, en vez de escandalizarse, con los pechos floreciendo bajo sus ropas, musitó si acaso eso significaba que de entregarse a mí también tendrían que hacerlo a mi esposa. Recordando el interés de mi amada en probar las delicias de Lesbos, contesté:

―Viernes y yo somos uno. Si alguna de las dos busca mi calor debe saber que también encontrará el suyo.

El tamaño que adquirieron sus areolas le traicionaron haciéndome conocedor que, aunque jamás había pensado en tener una fémina entre sus piernas, era algo que le atraía y por eso cuando contestó que ese comportamiento era indigno de una dama, riendo señalé:

―Señora, lo sé. Por eso tómese el tiempo que necesite, pero piense que esto no es Londres y que los prejuicios sociales aquí no existen. En esta isla, ¡no tiene por qué pasar frío!

Involuntariamente, la cincuentona cerró las rodillas en un intento de apaciguar el incendio que amenazaba con achicharrar su interior al saber que mi oferta era sincera y por eso no pude más que soltar una carcajada cuando venciendo su timidez, preguntó si al terminar de comer podía acompañarla a dar una vuelta por mi reino. Viernes entrando en la conversación, nos hizo ver que había estado atenta al responder por mí que sí y que si durante el paseo, necesitaba algo no dudara en pedírmelo. Ni a Constance ni a mí nos resultó ajeno que implícitamente la morena nos estaba dando permiso para retozar y por ello, con las mejillas coloradas, la británica dijo que, llegado el caso, así lo haría.

Como no podía ser de otra manera, mi hombría despertó bajo el bombacho con la perspectiva de disfrutar de los besos de mi compatriota y abriendo una botella de ron, busqué aliviar la sequedad de mi garganta mientras esperaba el paseo. Algo parecido le ocurrió a ella y señalando su vaso, me rogó que lo llenara. Aunque beber no fuera algo habitual en ella, Viernes también extendió el suyo mientras preguntaba a Grace si no quería. La joven, digna heredera de su padre, no rechazó la invitación y me rogó que a ella se lo rellenara hasta el borde porque quería proponernos algo.  Sin saber qué iba a decirnos, serví el licor.

Ya con el vaso en las manos, la rubia se levantó:

―Diego, como estamos en una isla y no hay posibilidad de abandonarla, he pensado que dado que Viernes es tu esclava y yo tu esposa no es lógico que mi madre sea la única mujer sin un hombre que la ame y por eso quiero que pienses si podrías darle también a ella tu amor.

―Hija, ¿harías eso por mí? ― preguntó la aludida olvidando que yo no era Diego.

―Por supuesto, mamá. Llevas años pidiendo a Dios que alguien te quiera.

Desternillada de risa, mi amada salvaje luciendo como si realmente fuese de mi propiedad comentó:

―Amo, recuerde lo que dice la Diosa.

― ¿Qué dice? – quiso saber mi puñetero muchacho que hasta entonces había permanecido al margen

Con un cabreo de narices, exclamé:

― ¡Qué todas las mujeres están locas!...

Tras la comida, llegó el paseo. Pero, para desesperación de Lady Constance, tanto Grace, como mi hijo y la salvaje quisieron acompañarnos. Teniendo que apaciguar los deseos que me había manifestado tuvo que aceptar que se nos unieran y todos juntos salimos de la empalizada. Como para ella, educada en la campiña inglesa, la exuberancia del trópico era algo nuevo, no paró de preguntar impresionada por lo que veía. Satisfecha por el interés que mostraba, Viernes actuando de Cicerón se dedicó a explicar a la noble qué uso le dábamos a cada planta, si los frutos eran comestibles e incluso que en la isla no existían más animales peligrosos que un par de especies de víboras.  Aproveché que hablaba de la coralillo, una serpiente de pequeño tamaño pero letal veneno, para señalar que existía una todavía más dañina.

― ¿Cuál? ― extrañada preguntó mi amada.

Muerto de risa, contesté:

―Las mujeres.

Todavía no sé por qué, pero el único que se rio fue ¡John!

Llevábamos media hora recorriendo la zona cuando desde una loma reparamos en la presencia de un bote en una cala. Al fijarme con más detalle, me percaté que era muy semejante al que las nobles había usado y pensando en que podía haber algún sobreviviente del galeón, quise que volvieran a la seguridad de la casa mientras me cercioraba que no fuera un enemigo. Viernes se negó de plano, señalando que ella era mejor que yo en el manejo de las armas. Sin nada que oponer a ello, le cedí el mosquetón mientras desenvainaba mi espada y extremando nuestro celo, bajamos a la playa y fui yo quien me acerqué.

Al hacerlo, me encontré con un anciano moribundo custodiando un cadáver tapado con una lona. El viejo al verme llegar comenzó a llorar preguntándome en portugués si había llegado al cielo o por el contrario si estaba en el infierno.

―Señor, no desespere. Sigue vivo― respondí usando su mismo idioma.

―Pero, don Diego, no es posible. Yo lo vi morir y salvé su cuerpo para enterrarlo cristianamente― sollozó el buen hombre.

Si de por sí, me impactó que me llamara como al marido de Grace, más aún saber que eran sus restos los que se mantenían ocultos y por eso cuando llegó su mujer al lado de la barca, no quise que se acercara. Para mi pasmo, la joven al ver el anciano lo reconoció como el secretario que había servido a su marido desde bien crio.

― ¡Manuel! ― exclamó mientras intentaba cerrar la herida de su costado en sus brazos.

―Lady Grace― consiguió este balbucear antes de exhalar su último aliento.

Obviando el dolor de la muchacha, pudo más la curiosidad que la prudencia y levantando la lona, me enfrenté a un espejo y es que el cuerpo que descubrí parecía el mío. Mi propio hijo al verlo se quedó boquiabierto y solo cuando se hubo recuperado consiguió preguntar si el muerto era mi gemelo.  No supe qué contestar ya que si no llega a ser imposible yo mismo me lo hubiese preguntado dada la semejanza. Viernes fue la única en reaccionar y con lágrimas en los ojos, me rogó que había que dar sepultura a los dos fallecidos. Fue entonces cuando Grace cayó en el muerto y alternando las miradas entre don Diego y yo, se le cayó el velo que nublaba su entendimiento y comprendió por fin que yo no era su marido.

Viendo que su madre y mi amada la consolaban, me puse en acción.

―Vuelve a la casa y trae una pala― pedí a John mientras trasladaba los dos cuerpos hasta el borde del boque donde pensaba escavar sus tumbas.

El chaval no dudó en obedecer y corriendo fue a cumplir mis deseos.

«No puede ser», seguí martirizándome al no poder asimilar todavía que no me uniera parentesco alguno con el fallecido.

Algo semejante, le ocurría a Viernes que aprovechando que Lady Grace se había calmado, se acercó a donde yo estaba comentando que habíamos sido injustos con la cría, ya que ella misma me hubiese confundido con don Diego:

―Robin. Por alguna razón, la diosa nos la ha puesto en nuestro camino para que la cuidemos. Además de ser la hija del hombre al que estafaste, es la viuda de tu igual.

No pude contradecirla, dado que la única explicación que conseguía encontrar era que el altísimo me estaba poniendo a prueba. Por ello cuando mi hijo volvió con la pala, me puse a cavar en silencio mientras meditaba el qué hacer.

―Grace, debemos enterrarlos― en voz baja, señalé sin gana alguna de perturbar su duelo al ver que seguía postrada frente a su marido.

Tanta era su angustia, que creo que ni siquiera me oyó y por eso, tuvo que ser su madre la que insistiera pidiendo sino su permiso:

―Hija, ha llegado la hora de dar sepultura a Diego y a Manuel.

Aceptando su muerte, la rubia me rogó que fuera yo quien lo hiciera pidiéndome perdón por el tajo que en su locura me había dado. Haciéndole ver que no tenía nada que perdonar, con la ayuda del niño, metí a los dos hombres en la improvisada tumba y acto seguido, cerré con tierra ese capítulo de su vida mientras ella no dejaba de llorar desconsolada.

Lady Constance esperó a que diera la última palada para empezar a orar por sus almas. Acabado ese responso y cuando ya nos disponíamos a volver a nuestra morada, John descubrió en el fondo del bote un pequeño arcón. Al abrirlo, Viernes se encontró con que el secretario había conseguido salvar del naufragio la fortuna de su señor y sabiendo que por derecho pertenecía a Grace, me rogó que la transportara hasta la casa. Sin nada que objetar, obedecí mientras pensaba en la inutilidad de ese acto si no conseguíamos salir de la isla…

34

Consternado con el dolor de la rubia, esa noche no quise incrementarlo exigiendo un lugar en la cama y sin que nadie me lo tuviera que pedir, colocando dos hamacas, mi hijo y yo dormimos al exterior mientras las tres mujeres descansaban en la choza. Mi poca costumbre con ese instrumento tan usual en el trópico me hizo despertar al alba y con los huesos molidos, preferí levantarme e iniciar mis labores diarias cuando el sol apenas se elevaba por el horizonte. De forma que ya había ordeñado las cabras cuando Viernes acudió a mí y me comentó que la chavala se había pasado llorando toda la noche y que era conveniente dejar que siguiera durmiendo. Sin nada que oponer a ello, me disponía a regar los campos cuando, del interior de nuestra humilde morada, salió Lady Constance totalmente desnuda.

Al reparar en su desnudez y mientras intentaba retirar los ojos de sus curvas, protestando pregunté porque no se había vestido:

―Por el mismo motivo que su esposa anda desnuda. He comprendido que no tiene sentido hacerlo cuando es más cómodo así― contestó dejándome con la palabra en la boca y del brazo de mi amada, se fue a desayunar.

Mientras la veía marchar, no pude más que recrear la mirada en su estupendo trasero y es que a pesar de sus años, tenía unas nalgas dignas de ser mordisqueadas. Mi calentura no le pasó inadvertida a la morena que tan bien me conocía y decidida a hacerme sufrir, incrementó la misma llevando una de sus manos al pandero que admiraba. Aun sabiendo que lo hacía para molestarme, no por ello pude dejar de observar que la madura no rechazaba esa caricia y que incluso parecía gustarle.

«¿A que juegan?», me pregunté al asumir que se habían confabulado durante la noche.

Esa sensación se volvió en certidumbre cuando vi a la morena poniendo un plátano en la boca de la noble y a ésta mordiéndolo con una sonrisa llena de sensualidad como si fuera mi hombría la que devoraba. Reconozco que estuve a un tris de despojarme del pantalón y decir que si querían jugar podían hacerlo con mi tallo, pero no me atreví no fuera a ser que mi hijo o Grace me pillaran haciéndolo. Por lo que anotando en mi libreta ese nuevo agravio, las dejé desayunando y más afectado de lo que debería estar, me fui a regar los campos.

Llevaba un par de horas entre los trigales cuando vi que Grace se acercaba y dejando de lado lo que estaba haciendo, acudí a ver si necesitaba algo. A pesar de su tristeza, la joven me preguntó qué labores podía ella desempeñar para pagar su estancia entre nosotros. Impresionado de que olvidando su dolor no quisiera ser una carga, le pedí que me ayudara con el riego.

―Es lo menos que puedo hacer por ti― cogiendo la azada, respondió.

Que esa dama pasara por encima de su alcurnia y se rebajara a trabajar con las manos, era algo que no esperaba y por eso mientras de reojo la veía abrir el surco, no pude evitar el observarla como mujer. Y es que, a pesar de sus voluminosas ropas, eran evidentes sus encantos.

«En Inglaterra, no tardaría en conseguir marido», me dije mientras recreaba mi espíritu admirando su agilidad con el uso de ese instrumento agrícola.

Por ello no tardé en reparar en que, debido al esfuerzo, el sudor había hecho su aparición en su rostro y que la joven queriendo paliar su calor, se había desabotonado la blusa, poniendo de manifiesto el profundo canalillo que discurría entre sus senos. A pesar de mis intentos, me quedé con los ojos fijos en esa tentación mientras me imaginaba aferrándome a los bellos atributos que la formaban. Grace no tardó en darse cuenta y totalmente colorada, me pidió que no siguiera haciéndolo ya que todavía le resultaba imposible no pensar en mí como su marido:

―Cuando me miras, siento que es Diego el que lo hace y eso me llena de estupor― declaró mientras bajo su vestido dos pequeños montículos certificaban que le excitaba el sentirse admirada por mí.

―Perdone, lady Grace. No fue esa mi intención― respondí abochornado por el poco tacto que había mostrado, pero también secretamente complacido al saber que esa rubia no podía evitar sentirse atraída por mí.

―Sé que no es su culpa y que solo sigue los mandatos de nuestro señor― refutando mis palabras comentó.

De haber sabido su respuesta, nunca le hubiese preguntando a qué mandatos se refería, porque al hacérsela no se turbó y contestó:

―Su señora me hizo ver que no podía ser casualidad que mi esposo y usted fueseis iguales… ― musitó: …como tampoco nuestra llegada a la isla. Ahora sé que nuestro señor me mandaba un mensaje.

Pálido como una lápida, pregunté qué mensaje.

―Que la vida sigue y que si Dios le ha puesto en mi camino es porque ve en usted al sustituto de mi difunto marido.

Acongojado hasta decir basta por la burda manipulación de mi señora, respondí que interpretar los signos del altísimo no era mi labor y que, por tanto, debía de olvidar ese asunto y centrarse en recuperar el ánimo.

―Viernes ya me anticipó que, en su bondad, eso diría. Por eso desde ahora quiero que sepa que estoy de acuerdo con ella y… que sé usted es mi destino y yo el suyo― respondió con tono tan dulce que a punto estuve de abrazarla.

Afortunadamente, en ese preciso instante, llegó John avisando que era la hora de comer y que su madre se enfadaría si la comida se quedaba fría. Agradecido, pedí a la joven que nos acompañara. Dejando la azada y sin importarle la presencia de mi retoño, pasó su mano por la cintura diciendo:

―Ojalá, los hijos que me des sean tan guapos como él.

Mientras sentía que hasta el último de mis vellos se erizaba, escuché la carcajada del diablillo preguntando a la rubia si podía llamarla “mamá Grace”.

―Claro, cariño. Siempre que me permitas a mí llamarte hijo.

Molesto por la traición de mi propia carne confabulándose con el sector femenino, aceleré mis pasos dejándolos atrás. Mi ánimo se hundió aún más al llegar tras la empalizada y es que al verme, las dos mujeres que se habían quedado ahí se lanzaron a mis brazos cubriéndome de besos como si ambas fuesen mis señoras. Mi desamparo alcanzó límites insospechados cuando sin mostrar embarazo alguno la joven se echó a reír viendo el color de mis mejillas:

―Como ya sabe, su esposa no pone inconveniente en compartirlo y por ello, quiero señalar nuevamente que mi deseo es que usted sustituya a mi marido.

Impactado de que, habiendo recuperado la cordura, siguiese insistiendo en lo mismo, musité:

― No sabes lo que me pides, piense que es muy joven y que algún día podrá volver a nuestra patria.

Su rostro se iluminó al notar que no la rechazaba de plano y en plan meloso, se abrazó a mí:

―Si nuestro señor ha querido que formemos una familia, quienes somos para rechazar su designio. Amado mío, ¡debemos hacerle caso!

Continuaba debatiéndome entre lo que me dictaba la razón y lo que opinaba el traidor de entre mis piernas cuando vi llegar a Viernes portando el baúl donde yo guardaba las joyas que había salvado del naufragio en compañía de Lady Constance.

― ¿Qué haces? ― pregunté al ver que lo abría y se ponía a repartir su contenido entre todas ellas.

Riendo, respondió:

―Ajuarear a tus tres novias o no quieres que estén guapas cuando se casen contigo.

Con una desfachatez que me dejó completamente descolocado, la madura añadió:

―Le hecho ver a su señora que no es decente que una mujer se entregue a un hombre sin estar casada y como esta noche, nos entregaremos a usted, espero que no nos haga pasar la vergüenza de hacer uso de nosotras sin pasar por la vicaría.

―Pero… señoras, aunque obviáramos que la poligamia no es algo que acepte la Iglesia, no tenemos a un pastor que nos case.

Desternillada con mi actitud recelosa, Grace replicó:

―En caso de urgencia, cualquier persona puede oficiarla – y girándose hacia John preguntó si quería ser él quien nos casara.

Mi hijo sintiéndose importante aceptó y sin darme tiempo a reaccionar, comenzó la improvisada ceremonia. Viendo que nada podía hacer por evitar ese casamiento, solo se me ocurrió postergar el mismo diciendo que antes debíamos comer para que la comida no se quedase fría. Muertas de risa, mis tres novias aceptaron mi sugerencia y poniendo la mesa, comenzaron a comentar entre ellas lo felices que me harían mientras yo por mi parte me daba por vencido.

Ni decir tiene que esas arpías con la colaboración inestimable de mi chaval se dedicaron a torturarme poniendo en cuestión mi capacidad de calmar las necesidades de tres mujeres tan ardientes como ellas.

―Lady Constance, cuando mi padre sea viejo y ya no pueda mimarla, no se preocupe. Yo seré ya hombre y podré ocupar su lugar― el endemoniado chiquillo señaló mirando embelesado los pechos de la dama.

Ésta, lejos de molestarle esa proposición, se mostró encantada y haciéndole una carantoña, le sugirió que antes de pensar en eso debía comer y así crecer tan fuerte como su viejo. Las risas de las otras dos me dejaron claro mi destino y murmurando, elevé una plegaria al altísimo para que al madurar mi chaval se olvidara de la fijación que sentía por la delantera de la madura.

Tal y como desgraciadamente me había anticipado, al terminar de comer, mi traicionero hijo vio llegado el momento de dictar mi condena y levantándose como haría un pastor, preguntó a su madre si aceptaba como esposas a Grace y a Constance dando por hecho que estaba ya casada conmigo.

―En nombre de la Diosa, hago saber que a partir de ahora soy la esposa de Grace, de Constance y de mi amado Robinson – respondió haciéndome ver que no solo unía su destino a mí sino también al de esas dos mujeres.

Siguiendo la fórmula que había usado mi adorada, preguntó a Grace si aceptaba. La joven no tuvo empacho en decir que sí a todo, aunque eso significara casarse con su madre. Es más, tras jurarnos fidelidad, esperó con interés que decía la madura. Lady Constance no la defraudó y únicamente se atrevió a añadir que, dada su edad, se comprometía a considerar como suyos los hijos que pudiesen tener sus dos esposas.

A pesar de lo aberrante que me resultaba esa unión, pudo más la atracción que sentía por ellas y dándome por derrotado, respondí afirmativamente cuando John me preguntó si accedía a casarme con ellas. Supe que mi destino estaba sellado cuando, lanzándome sobre mí, tanto Grace como Constance compitieron entre ellas por mis besos mientras Viernes reía satisfecha.

―Mamá, también eres su esposa… ¿por qué no las besas? ― preguntó mi retoño al ver que se mantenía al margen.

Extrañamente, la madura fue la primera en reaccionar y tomando de la cintura a la salvaje, buscó sus besos. Mi amada se derritió al sentir sus labios y respondiendo con una pasión indescriptible, introdujo por primera vez su lengua en la boca de la fémina mientras tomaba posesión de su trasero con las manos. La inglesa nunca se esperó ser objeto de ese agasajo, pero en vez de rechazarlo instintivamente comenzó a restregarse contra ella confesando que hacía casi dos décadas que nadie la amaba carnalmente. Para una persona como Viernes poco propensa a las limitaciones impuestas por la sociedad que Constance no hubiese sustituido al difunto le resultó difícil de creer. Por ello y mientras seguía manoseándola, preguntó por la razón de que siendo como parecía tan ardiente no se hubiera unido a otro hombre o a otra mujer.

―Tenía que cuidar de mi niña― suspiró al tiempo que trataba de asimilar el gozo que sentía al ser tocada de esa forma por alguien de su mismo sexo.

Viendo que disfrutaba con sus mimos, la morena sonrió:

― ¿Y eso qué tiene que ver? Podías haberte buscado una pareja que te ayudara en su crianza con la que además aliviar tus penas.

Muerta de vergüenza al escuchar de los labios de la mujer que tenía apetencias sexuales cuando jamás se había atrevido a reconocerlo en su fuero interno, sollozó:

―No entiendes. En mi país, una viuda es casi una muerta, alguien a quien nadie corteja.

― ¡Menudos imbéciles son los ingleses! En mi pueblo, los hombres hubiesen hecho cola para conseguir tu favor― pellizcando uno de los senos de su nueva esposa, respondió: ― ¡Tienes suerte que ni Robinson ni yo seamos tan pazguatos!

Su hija, apoyando las palabras de la morena, comentó:

―Mamá, aquí ya tienes que disimular. Sé desde hace años lo que haces por la noche y como usas los dedos para sustituir para consolarte. Cuando tengas ganas de ser amada solo tienes que llamar a nuestro marido y él acudirá raudo a tus brazos.

Estaba a punto de confirmar ese extremo cuando, adelantándose y muerta de risa, Viernes añadió­:

―No tienes que pedírselo solo a él cuando me tienes a mí. No sabes las ganas que tengo de disfrutar de tus cántaros, esposa mía.

Apoyando sus palabras y haciendo alarde de su natural lujuria, la morena comenzó a desanudar el corpiño de la madura.

― El niño está presente― protestó todavía pudorosa.

Coincidiendo con ella, no quise aumentar su turbación y por eso, riendo pedí al enano que me sustituyera con las cabras y que esa tarde fuera él quién las ordeñara. Refunfuñando, John no se atrevió a contrariarme y cogiendo el cubo donde depositaría la leche, se fue al establo.  Al contemplar que se marchaba, Constance dejó de debatirse y contra lo que se suponía que debía hacer una dama, ya sin recato alguno, se empezó a desnudar mientras nos pedía que no nos riéramos de ella por ser una vieja.

―Mamá, ¡de vieja nada! ¡Eres preciosa! ― exclamó Grace molesta al notar cómo se menospreciaba.

Absorta mirando los atributos que su nueva esposa acababa de liberar, Viernes no pudo apoyarla y por ello tuve que ser yo quien lo hiciera, tomando uno entre mis manos:

―Más quisieran muchas jóvenes tener algo así.

Reaccionando, la caribeña acercó la boca y abriendo sus labios, se introdujo la rosada tentación mientras su hija reía:

―Lo ves mamá, ¡tienes unos pechos irresistibles!

Grace nunca se esperó que, aprovechando el momento, me pusiera tras ella para acto seguido y llevando las manos a su escote, metiera los dedos en él sacando unos de los suyos.

―Tú tampoco andas mal de delantera, zorrita― comenté mientras daba un primer lametazo a su pezón.

El profundo gemido que brotó de su garganta me hizo ver que esa rubia era al menos tan ardiente como su progenitora e impulsado por la lujuria que creía entre mis pantalones, desgarré sus ropas. Tras reponerse de la sorpresa, la chavala se lanzó sobre mí rogando que santificara nuestro matrimonio. Azuzado por sus ruegos, terminé de desnudarla mientras Viernes disfrutaba de los senos de su madre.

―Eres un bombón― impresionado por su belleza, murmuré al oído de la rubia.

Ese piropo, tras tanta penuria, desmoronó a la joven viuda y con lágrimas en los ojos, volvió a pedirme que la hiciera mía. Por un momento, estuve a punto de ceder ante sus ruegos, pero cayendo en la importancia que tiene una primera vez decidí que ambas merecían ser tomadas en la cama y no allí. Por eso, reteniendo mis ganas, la tomé de la mano y le pedí que me acompañara. Al darse cuenta hacía donde la llevaba, Grace se dio la vuelta y sonriendo, comentó a las otras dos mujeres que nos siguieran.

―Cariño, mi hija tiene razón― susurró lady Constance a la morena.

Al advertir que Viernes no le hacía caso y seguía mamando de sus pechos, tuvo que repetírselo asegurando que en la cama la tendría al completo. Para mi salvaje, la promesa fue suficiente al recordar lo que le había contado sobre la forma en que mis anteriores parejas habían disfrutado entre ellas y por eso, sacando de su boca esos manjares, acudió rauda a nuestro lecho. Como el caballero que soy, esperé que entraran ellas cediéndoles el paso y viendo que se acomodaban en la cama, quise unirme a ellas. Pero entonces, muerta de risa, Constance lo impidió diciendo:

―Llevo demasiado tiempo sin ver un hombre desnudo y quiero disfrutarlo.

Comprendí que deseaba contemplar cómo me quitaba la ropa y un tanto cortado por hacerlo ante tres damas, intenté darme prisa.

―Despacio, mi amor. Yo también quiero disfrutar de mi viejito― desde las sábanas, insistió su hija con desparpajo.

Que mencionara nuestra diferencia de edad, me hizo dudar. Asumiendo que, a pesar de conservarme bien para mis casi cincuenta años, no tenía el cuerpo de un hombre de veinte, quise protestar y si no lo hice fue porque Constance salió en mi defensa, recordándole que tenía la edad de su difunto y solo cinco años menos que ella.

―Sigue siendo un viejo― hurgando en la herida, mi amada salvaje comentó: ―A mí me lleva más de quince.

Como gato panza arriba, me revolví hacia ella diciendo:

―Nunca te has quejado de mi desempeño.

Desternillada de risa, la muy zorra replicó:

―Eso era porque no tenía a nadie con quien compararte, pero viendo a mis dos esposas me he dado cuenta de lo marchito que estás.

Su menosprecio hacia mí llevaba implícito un halago hacia la mayor de los presentes y reaccionando al mismo, Constance sonrió mientras le preguntaba si realmente consideraba que era una mujer atractiva.

―Como dice nuestro hombre, las dos sois unos bombones.

No hizo falta nada más y girándose hacía ella, la británica se acercó a la morena:

―Bésame, mi adorado bizcochito.

Cediendo a la tentación de sus labios, Viernes la besó con una pasión desorbitada metiendo su lengua en la boca de la británica. Que la besara como en nuestra patria está solamente reservada a los hombres, aguijoneó a la madura y replicando con pasión, le pidió que la amara.  La morena no se hizo rogar y deslizándose por el cuerpo de su nueva esposa, se dedicó a agasajar los exuberantes atributos que le ofrecía.

―Mi amor, tengo frio― en plan meloso, murmuró Grace viendo que todavía no me había despojado del pantalón.

Totalmente ruborizado al sentir su mirada, me lo quité dejándome todavía puesto el calzón. Al observar el bulto que lucía bajo dicha prenda, la endemoniada chavala insistió en que me terminara de desnudarme mientras me provocaba pellizcándose un seno:

―Tu esposita desea sentir tu calor.

Su descaro terminó de despertar mi hombría y por eso al dejar caer el calzón, ya se mostraba en todo su esplendor. Mi seguridad creció cuando Grace confirmó su agrado con el tamaño que lucía, comentando en plan pícaro que dudaba que le cupiera ese trabuco.

―Si no te cabe, haré que te entre― respondí mientras me acercaba.

La poca aptitud de su antiguo marido en esas lides me quedó clara cuando actuando como había aprendido me recibió con las piernas abiertas de par en par.

―Hazme tuya.

Sonriendo, obvié su ruego y colocándome a su lado, la besé intensificando con ello su necesidad por sentirse mía.

―Mi señor― suspiró al sentir mis yemas recorriendo su piel.

―Mi lady― respondí cerrando su boca con mis labios mientras de reojo veía a Viernes saboreando el tesoro de Constance.

Los gemidos de su madre aumentaron más si cabe la calentura de la joven y por eso cuando nada más notar mi lengua deslizándose por su cuello comenzó a gimotear presa del deseo.

―Te necesito― suspiró al sentir que me ponía a lamer uno de sus pechos.

La perfección de esos juveniles senos me entretuvo unos minutos y mientras me recreaba mamando de ellos, observé a la salvaje devorando el néctar de la madura.

― ¡Dios mío! ¿Qué me haces? ― sollozó al experimentar quizás por vez primera la acción de una lengua mimando su feminidad.

Viernes, por su parte, tampoco entendía las sensaciones que estaba sintiendo al saborear su esencia y apenas la escuchó, al estar concentrada en repetir en la madura las mismas cosas que le entusiasmaban de mí cuando me sumergía entre sus piernas. Viendo que me llevaba la delantera, bajé por el torso de la rubia dejando un húmedo surco hasta llegar a las puertas de la hacienda que me pedía visitar.

―Robín, por favor― mordiéndose los labios, lloriqueó.

Desdeñando sus quejas, fui lentamente cercando a mi enemigo mientras entre sus tropas crecía el mismo pavor que en las de su madre con esa experiencia, pero en el caso de Grace su derrota llegó anticipadamente y sin siquiera haber posado mi lengua en su entrepierna, el placer llamó a su puerta derribándola.

― ¡Me enloquece lo que me estás haciendo! ― chilló mientras su cuerpo colapsaba.

Como si fuera algo contagioso, Constance la imitó y balbuceando discretamente su gozo, presionó con sus manos la cabeza de Viernes en un intento de alargarlo. Aunque no hacía falta, ese posesivo gesto provocó aún más a la morena e incapaz de contenerse, llevando las manos hasta los pechos de su compañera de mimos se los pellizcó mientras seguía torturando el botón que escondía la madura con sus dientes. Ese triple estímulo terminó de desarbolar a la inglesa y girándose sobre la cama, buscó descubrir de primera mano si también ella era capaz de gratificar de esa forma a esa atractiva salvaje.

―Cómeme― rugió la caribeña al notar la intrépida lengua de la madura conquistando sus pliegues.

Al escuchar su grito, Grace creyó que iba dirigido a ella y atrayéndola, la besó. Viernes no solo respondió a su beso con pasión, sino que, alargando las manos, se apoderó de los rosados pezones de la chavala y retorciéndoselos suavemente, me preguntó que esperaba para poseer a esa monada.

― ¡Eso! ¡A qué esperas! ¡Tómame ya!― sintiéndose apoyada rugió la condenada chavala.

Lo imperativo de su tono me indignó y olvidando toda prudencia, le di la vuelta y poniéndola a cuatro patas sobre la cama, hundí mi estoque en ella.

― ¡Por fin soy la señora Crusoe! ― aulló satisfecha a pesar de la violencia de mi estocada.

Sin darla tiempo a acostumbrarse, moviendo las caderas, comencé a acuchillarla y solo gracias a la humedad que la envolvía, no desgarré su interior con mis empellones.

―¡Lo tienes enorme! ¡Viejito mío! ― encantada declaró al notar como la llenaba por completo.

Aunque sabía que lo hacía para molestarme, no por ello pude dejar de indignarme y exteriorizando mi frustración en forma de sonoro azote sobre su trasero, le ordené moverse. Al retumbar la nalgada en la choza, tanto Viernes como Constance se quedaron paralizadas pensando en que me había pasado, pero entonces soltando una carcajada Grace les hizo ver que era exactamente eso lo que buscaba al provocarme.

―Vamos anciano, ¡márcame el ritmo! ― chilló demostrando lo mucho que le había gustado esa rudeza.

Desternillada al ver el comportamiento de la joven, Viernes tiró de su melena obligándola a agacharse entre sus piernas y habiéndola hecho posar la boca en sus pliegues con tono exigente le ordenó que la satisficiera.

―Ahora mismo, mi dueña y señora― contestó con tono alegre, demostrando que, a pesar de haber sido criada entre algodones, no le molestaba ser mandada.

― ¿Y yo que hago? ― sintiéndose desplazada Constance preguntó.

― ¿Tú? ― dudó antes de contestar: ― ¡Muerde mis pezones! ¡Putita mía!

Extrañándome ese lenguaje en ella, no dije nada al advertir que el único efecto visible en la noble era la sonrisa de su cara mientras la obedecía y sin otra cosa que hacer, me concentré en la jovencita que tenía ensartada:

―Muévete criatura o tendré que obligarte― exagerando un enfado que no sentía, rugí.

―Me moveré siempre que me sigas castigando― restregando su pandero contra mí, comentó.

Que me retara mientras se comportaba sumisamente ante Viernes, me molestó y desbocado, me lancé al galope usándola como montura. El brutal compás de mis caderas, lejos de calmar su rebeldía, la incrementó y mofándose de mi desempeño, me preguntó si era todo lo que sabía hacer. Lleno de ira, recordé que una noche Xuri me había comentado que entre las esclavas se comentaba el placer que sentían las mujeres si se las impedía respirar mientras eran poseídas. Aunque en ese momento me pareció un desatino ponerla en práctica, viendo la actitud de la rubita decidí que nada perdía por probar y llevando mis manos hasta su cuello, apreté al tiempo que maximizaba la velocidad de mis embestidas.

La presión que ejercí sobre su garganta no solo le impidió respirar sino también quejarse y pataleando quiso zafarse de mi acoso. No permitiéndose, seguí asfixiándola sin dejar de cabalgar. Con la cara congestionada por la ausencia de aire, dos lágrimas surcaron sus mejillas mientras, luchando denodadamente por su vida, intentaba aspirar.

―Robin, ¡quieto! ¡La vas a matar! – me alertó Viernes al verla con las venas hinchadas y totalmente morada.

―Calla, ¡sé lo que hago! ― respondí acelerando más si cabe el ritmo de mi alocado galope.

La confianza que me tenía la hizo mantenerse al margen, pero no así a su madre. Constance, creyendo que la quería asesinar, ya tenía preparadas sus garras para hundírmelas en la cara cuando de improviso y de una forma bestial, el cuerpo de su hija comenzó a temblar. Viendo que había llegado el momento, la solté y la primera bocanada de aire hizo el resto. Cayendo sobre las sábanas, Grace colapsó y empezó a babear mientras un glorioso orgasmo se hacía fuerte en su cerebro.

― ¡Me estás matando! ― chilló sin darse cuenta que ya no la tenía empalada: ― ¡Por favor! ¡Apiádate de mí!

Viendo el tamaño de su gozo, las dos mujeres se me quedaron mirando y al percatarse de que mi tallo seguía inhiesto, compitieron entre ellas por él. La primera en apoderarse fue la inglesa que impulsada por tantos años sin atenciones masculinas no se lo pensó y saltando a horcajadas, se incrustó mi ariete hasta el fondo.

―Ya no me acordaba― gritó deslumbrada al volver a sentir en su interior la virilidad de un hombre.

Su poca costumbre me quedó de manifiesto por la estrechez de su conducto y por ello le di tiempo a acostumbrarse. Sintiendo que le había hecho trampas, Viernes no permitió ni que tomara aire antes de llegar ante ella y con los dedos atosigar la feminidad de la madura, torturando su escondido botón.

―Cuanto antes goces, antes llegará mi turno― mordiendo uno de sus turgentes pechos, la apremió.

―Vamos, mamá. ¡Disfruta de nuestro macho! ― ya recuperada, Grace exclamó mientras, tomando desprevenida a la morena, se apoderaba de sus senos.

Viendo a su retoño agarrada a los pechos de la mujer mientras ella era empalada, se sintió en la gloria y dando gracias, me azuzó a disfrutar de ella.

―No hace falta que me lo pidas, zorrita. Aunque no quisieras, pensaba hacerlo― susurré en su oreja un segundo antes de morderla.

― ¡Más respeto! Caballero. No soy una zorrita, ¡soy un zorrón! ― dijo, tras alzarse, dejándose caer.

El chapoteo que escuchaba cada vez que me usaba como montura me hizo comprender que mi salvaje no había conseguido saciar sus carencias al devorar su esencia y por ello, tomando prestados sus glúteos con las manos, le insinué que tenía solo unos minutos para ordeñarme y que si no lo conseguía haría uso de su entrada posterior.

―Nuestro esposo es un pervertido de la peor especie― sin disimular su alegría comentó a Viernes: ―Pero no sabe que yo soy peor y que siempre he deseado que alguien me estrenara de esa forma.

― ¡Mamá! ― ruborizada, exclamó su retoño al hacerla sin querer partícipe de su interés por esa forma de amor.

Sin dejar de disfrutar de mi herramienta, se giró hacía Grace diciendo:

―No me creo que se espanta con mi capricho la misma que hace unos segundos imploraba pidiendo una paliza.

La muchacha se ruborizó al escuchar el rapapolvo y admitiendo en parte su error, me rogó que satisficiera las oscuras apetencias de la guarra que tenía por madre.

―No niego ser una guarra, ¡pero tú me superas con creces! ― chilló al notar que el gozo amenazaba con desbordarla.

Para entonces, el que realmente necesitaba desahogar era yo y por eso pasando por alto las rencillas de mis nuevas esposas, decidí ir a lo mío. Por ello, cambiando de posición, tumbé a Constance en la cama y pasando sus piernas por mis hombros, busqué la liberación. Al obligarla con esa postura a mantenerse totalmente abierta, mi virilidad penetró aún más profundamente en la británica. Sintiendo que esas cuchilladas eran lo que había ansiado desde que se quedó viuda, la madura se dejó llevar y exteriorizando el placer que sentía con un penetrante gemido, se rindió pidiendo abiertamente que siguiera empotrándola.

―Dale duro, esposo mío― llevando sus dedos a los pezones de Viernes, me rogó: ―Hazla llegar al mismo placer donde me llevaste.

Observando que tenía Constance la cabeza apoyada en la almohada, Viernes lo aprovechó para colocarse debajo mientras ponía la feminidad en su boca.

―Hazme gozar mientras me ocupo de tu hija― la salvaje ordenó mientras besaba a la rubita cogiéndola del pelo.

Lady Constance no pudo ni quiso desobedecer a la morena y siguiendo lo que había aprendido, sacando la lengua, se puso a lamer con decisión el manjar que le ofrecía. A Grace le pasó parecido, deseando complacer a la que consideraba su dueña, se derritió con sus besos y murmurando en su oído, le pidió si podía ser ella quién esa noche disfrutara entre sus piernas.

― ¡Ésta y las del resto de tu vida! ― gritó mi adorada al sentir que, demostrando unos celos nada maternales, la otra le había mordido en la entrepierna.

Aunque supe desde ese instante que tarde o temprano tendría que intervenir para calmar las rencillas de esas dos, no dije nada ya que yo mismo no sabía cómo resolver el tema de su parentesco. Afortunadamente, Viernes no estaba educada en el anglicanismo y por tanto para ella no era ningún tabú que fueran madre e hija. Sabiendo que había que poner freno a las británicas y a pesar que a una la tenía ensartada, las tomó del pelo para a continuación y actuando en también en mi nombre, pegándoles sendos tortazos, les soltó:

―Estamos cansados de que no os deis cuenta de que nos da igual que una haya engendrado a la otra. Para nosotros, sois iguales y hasta que no lo entendáis, ya os podéis olvidar de compartir nuestras caricias. Si antes no os hemos necesitado para ser felices, ahora tampoco.

Impresionadas por la autoridad que manaba de ella, se quedaron mudas mientras intentaban conciliar lo aprendido desde niñas con la realidad que tendrían que afrontar para ser nuestras.  Sabiendo que no tardarían en ceder, la morena me miró y viendo que mi tallo seguía firme, me rogó que la tomara…


Acabo de publicar en AMAZON, UNA NUEVA NOVELA TOTALMENTE INÉDITA, ambientada en la Galicia de nuestros días donde las hadas, las meigas y los hombres lobo nunca han dejado de existir.

“El aullido de la loba”

Sinopsis:

Respondiendo a un llamado de su interior, Uxío Mosteiro abandona su ajetreada vida en Lyon y se traslada a la aldea donde desde tiempos inmemoriales su familia es dueña de un pazo. Su llegada a esa su tierra, el único lugar donde se considera en casa, despierta el temor ancestral que sus paisanos siente por los salvaxes. Aunque en un principio no le da importancia, considerándolo poco más que chismes la fijación que muestran asimilando a todos los de su alcurnia con esos seres mitológicos, los cambios que se producen en él le hacen ver que los hombres lobo existen y que él es uno de ellos. Sin saberlo, contrata a la nieta de una antigua cocinera de la casa y Branca resulta ser una poderosa Meiga. La hechicera se convierte en su amante y desde ese momento, tratara de convencer a su amado para que acepte que además de salvaxes, también habitan esos lugares las hadas, una de las cuales llamada Xenoveva lo reclama como su esposo. Todo se complica cuando Tereixa, una hembra de su especie, aparece por el pueblo y empiezan las muertes…