La Verdad 2 (Capítulo 10)

Décimo capítulo. Viejos fantasmas.

- ¿Cómo pudiste creer que estaba enamorada de ti?

- Se suponía que el diario era tuyo.

- Pobrecito. Llegar a pensar que el perfecto cuerpo de una diosa estaba hecho para un ser tan pusilánime como tú…

- No tengo la culpa de que…

- Eres un puto pringado.

- ¡Carol! Esa lengua. Y deja de reírte.

- Y encima te crees que aún mandas.

- Soy tu padre.

- ¿Y qué? Estoy muy por encima de ti. Ya no soy esa niña a la que podías controlar. Ahora soy una mujer. La más espectacular que hayas visto nunca.

- Lo sé. Pero eso no te da derecho a…

- ¿A qué, padre?

- A insultarme.

- Pero es lo que quieres. Te encanta que te trate de esta manera.

- No es cierto.

- ¿Entonces por qué tu pollita quiere salirse de su jaulita?

- ¿Qué?

- Mira lo apretada que está dentro. Te pone cachondo.

- Es… porque llevo tiempo sin…

- Por eso besaste a la mariquita de Alex. Eres igual que ella. Os merecéis el uno al otro.

- ¡No hables así de tu hermana!

- Por lo menos ella puede usar la polla. No como tú. Tendrás que dejar que te la meta cuando folléis.

- Deja de reírte de mí.

- Cómo no voy a hacerlo. Mírate al espejo.

-

- ¿Lo ves? No puedes negarlo. Maquillada y vestida para recibir.

- ¡Es solo un disfraz!

- No niegues que te gusta.

- Esto… todo esto es…

- Y pensar que casi dejo que me folles… Estar a punto de penetrar mi jugoso y estrecho coñito virgen… Sobar mi perfecto trasero… Contemplar mis tiernas y firmes tetas…

- ¡Para! No digas nada más.

- ¿Por? Me encanta ver como sufres por mí.

- Me… duele. Cada vez más.

- Te lo mereces. Por ocultarme que le pongo tan cachonda a Paula.

- ¿Te lo ha… contado?

- Lo supe cuando nos besamos. Sentí que lo hacía con la misma pasión con la que tú me besaste. Me tiene tantas ganas como tú.

- No lo hice por…

- Me da igual.

-

- Lo que voy a hacer es ir con ella. Voy a follarme a Paula. Voy a hacerle de todo y voy a dejar que ella me lo haga también. Todo lo que tú nunca podrás.

- Pa…ra…

- Dejaré que me llene la cara de babas.

- No…

- Que muerda mis sensibles y delicados pezones.

- …hables…

- Que hunda su lengua en mi caliente y palpitante chochito.

- …más…

- Que me destroce el culo con la polla negra.

- …por…

- Entonces veremos a quién prefiere de los dos.

- …favor.

- Mientras nos miras con la pollita de Alex dentro.

- ¡Mis huevos!


Una dolorosa madrugada más, como viene siendo costumbre, repite la tarea de vaciarse de orina sentado en la taza del váter.

Aún falta una hora para que la alarma avise que hay que despertarse, pero quiere aprovecharla para descansar lo más que pueda. Anoche tardaron mucho en dormirse y el día va a ser muy largo. El calor que el cuerpo de su amante emite, por culpa también de la época del año, es demasiado como para adentrarse entre las sábanas de nuevo.

Sin despertar a la anestesiada Paula, baja a la planta de abajo vistiendo tan solo sus viejas bermudas y sus zapatillas de estar por casa. Acaba por tumbarse en el sofá del salón, no sin antes coger una fina manta con la que cubrirse.

Los minutos pasan sin encontrar la postura adecuada. O eso cree, pues son sus pensamientos los que no le dejan dormir.

- ¿Qué coño me pasó? ¿Tan salido estoy como para comerle la boca así a Alex? ¿Por qué permití que pasara todo lo que pasó? Desde un principio supe que era mala idea y no lo paré. ¿Qué le diré a Carol? ¿Cómo narices voy a arreglar lo del dinero?

Se encuentra imbuido en sus dudas cuando las pisadas descalzas de alguien bajando las escaleras le devuelven a la realidad. A través de los traslúcidos cristales de la puerta del salón, ve una figura atravesar la entrada hasta la cocina. La interminable frondosidad del cabello que posee termina de darle la pista definitiva de quién puede ser.

Estando seguro de que la intriga no va a dejar que duerma más, se levanta en busca de su hija.

-   Carol… – Avisa de su llegada justo cuando abre la puerta del lugar donde ella se encuentra.

Los brazos de ésta se encogen debido a la sorpresiva intromisión, resultando en la caída al suelo y la posterior ruptura de la taza que sostenía en su mano.

-   ¡Papá!

Sin decir nada, nuestro protagonista observa a la petrificada muchacha que, aunque acaba de despertarse, está insultantemente hermosa. La camiseta de algodón ha desaparecido para dejar paso a un vaporoso camisón. A pesar de la anchura de éste, el busto de la joven se aprieta contra la tela dibujando al frente una horizontal línea recta cuyos extremos están delimitados por los henchidos pezones.

Tan embobado está con la maravillosa figura de Carolina que no se percata de que ella le mira a él con los ojos brillantes de alguien que está a punto de romper a llorar.

-   Lo siento… Soy un desastre.

-   No pasa nada. – Se acerca hasta donde está pues a diferencia de la muchacha él sí lleva calzado. – Espera que te ayude.

Sin pensarlo dos veces, y sintiendo algún que otro crujido bajo las suelas de sus zapatillas, coge a su hija de la cintura con sus manos y la eleva a pulso hasta sentarla encima de la encimera.

-   Yo sólo quería preparar el desayuno. – Dice una vez su padre se ha separado, cruzando las piernas y estirando avergonzada el dobladillo de la parte baja del camisón.

-   Ya lo hago yo. – Se ofrece mientras agarra la escoba y el recogedor. – No te vayas a cortar.

Un incómodo silencio, salvo por los chasquidos de la loza al ser recogida, ambienta la operación.

Una vez ha terminado, limpia los restos que pueden haberse pegado en sus suelas haciendo que caigan a la papelera.

-   No te he dado los buenos días, papá. – Termina por romper la tensión con cara de estar esperando algo.

-   Buenos días, mi niña.

-   Supongo que hoy sí me merezco que me llames niña. Ni siquiera me saludas con un beso.

-   Carol…

-   Quería prepararos el desayuno para pediros perdón por lo de anoche.

-   No tienes que hacerlo.

-   No sé qué me pasó. Creo que sentí… – La preciosa rubia se da un momento para evitar la palabra “celos”. – … Envidia. Nunca me había pasado.

-   ¿Envidia de qué?

-   Ya sabes… – Sus avergonzados ojos amagan una vez más con humedecerse. - … El beso.

-   No debí hacerlo. Esto es lo que pasa cuando bebes.

-   Es que me dio muchísima rabia que… bueno, no me contaras lo que sentiste al besarme en la playa. – Confiesa. – Y luego ver cómo le comías la boca a Alex…

-   ¡Carol…!

-   ¿Qué? – Se envalentona. – Es la verdad.

-   Soy vuestro padre. – Duda si sus palabras van más dirigidas a su hija o a él mismo. – Nunca debí besaros a ninguna.

-   Pero lo deseabas, ¿no? – Le pone a prueba. – Tanto como yo.

-   Esto no está bien. – Masculla. – Todo es culpa de esas pastillas y… – sus pensamientos descienden hasta su enjaulada entrepierna. – … y de que llevo más de una semana sin follar, si es que eso…

-   ¿Más de una semana? ¡Yo llevo dieciocho años! – Eleva la voz un tanto indignada. – ¿Sabes lo que es ser la única chica de toda mi clase que aún no ha perdido la virginidad? Incluso mamá nos tuvo a mi edad.

-   Ya llegará. – Intenta calmarla. – Sólo tienes que buscar al chico adecuado. Nada más.

-   Es que ya lo tuve, este fin de semana.

-   Pero si Mauri es un cabrón.

-   Me refiero a ti, tonto.

Martín se da un respiro para amarrarse al mástil de su sensatez y no caer en ese canto de sirena. Lo que no puede negar es que la caja de pandora ya está abierta.

-   Somos padre e hija. Eso no puede suceder.

-   Sé que es… raro. Pero somos adultos.

-   Además, está Paula.

-   Me da a mí que ese no es el problema.

-   El problema es que estás bajo la influencia de los químicos. Y… cada vez que lo pienso me siento como un monstruo.

-   Entonces lo reconoces. Has pensado en ello.

-   Joder Carol… – Se agarra la cabeza. – No lo hagas más difícil.

-   Es lo que tu dijiste.

-   ¿El qué?

-   Sé que desde que llegó Paula a casa he cambiado. Podrá ser por culpa de las pastillas o quizá es que empiezo a ser quien soy de verdad. Pero lo que por fin entiendo es lo que siento y lo que hago sentir a los demás.

-   ¿De qué hablas?

-   Es como cuando se me acercaban mis compañeros en la fiesta de fin de curso. O cómo me miran los hombres por la calle. Justo como lo haces tú. El mismo impulso que te hizo entrar en el baño del centro comercial.

-   …

-   Antes nadie se fijaba en mí. Ahora que lo hacen, sé que para ellos soy sólo un pedazo de carne al que echar mano. Soy la misma que siempre, la chica lista del instituto. Sólo que más atrevida. Pero tú eres el único que me ve de ambas formas. El hombre que, pase lo que pase y, haga lo que haga, siempre me va a amar.

-   Carol…

-   Tú me lo dijiste: “encuentra a alguien que te quiera.” Pues aquí estás.

-   Se supone… me refería…

-   Anoche lo pensé mucho y ya me da igual. Está decidido.

-   No lo digas. – Aunque hace rato que la erección apretaba placenteramente la polla de Martín, ahora es cuando empieza a doler.

-   Te regalo mi virginidad. – Sentencia mientras descruza las piernas. – Quiero que seas el primero. – Las abre. – Será nuestro secreto. – Usa las manos para subir el vuelo del camisón hasta la cintura. – Enséñame a amar, papá.

Las piernas de Martín le traicionan. Cae de rodillas delante de la perfecta anatomía de su retoño, con su cara a escasos centímetros delante del desnudo coñito depilado de Carolina.

Aprovechando que el tiempo parece haberse parado, se deleita observando esos abultados labios. La pureza que demuestra la tierna rajita a estrenar es una oda al erotismo. Sin mácula alguna, pero hambriento de polla. Deseoso de ser perforado, como demuestra la cantidad de jugos que emanan del mismo.

El subconsciente de nuestro protagonista hace que levante la cabeza para pedir permiso con la mirada a su hermosa acompañante. El hecho de estar mordiéndose un lateral del carnoso labio inferior no impide a la espectacular rubia sonreírle, de esa manera que se ha convertido en tan característica, desde las alturas.

Martín devuelve la vista al frente. Posa sus manos sobre los muslos de ella y comienza a moverlos, arrastrándolos por su piel hacia sus esquivas y apetitosas tetas, a la vez que echa su cabeza hacia adelante.

-   ¿¡Qué haces!? – Exclama Carolina al tiempo que le aparta bajándose el camisón y cerrando las piernas.

-   … – La cara de Martín solo refleja estupefacción.

-   Ahora no. ¡Podría vernos alguien!

La muchacha aprovecha que se ha quedado mudo para bajar de la encimera y, quedándose de pie, agacharse hasta colocar su bellísimo rostro delante del de su padre.

Los sentidos de Martín sólo le permiten ser consciente de dos cosas. La primera es la congestión en sus deseosos genitales. La otra, el sedoso tacto con el que, la catarata que forman los dorados cabellos de su hija, rodea su cara.

-   Espero que sea más pronto que tarde. – Continúa la rubia. – Si es por mí, mañana mismo. Pero tú y yo nos vamos a quedar a solas un día de estos. Y entonces…

Entonces es cuando, echándose hacia adelante, sella el acuerdo con un tórrido, húmedo e incitante beso en su boca, mientras roza sus inflamados pezones en las clavículas de nuestro protagonista.

-   Voy a ver si despierto al resto para disculparme. – Comunica tras dar por terminado el provocativo acto y se levanta para después ordenarle. – Tú ve preparando el desayuno.


Después de desayunar, Martín aprovecha que las dos duchas que hay en la casa están ocupadas para ir a hablar con Alexandra a su cuarto.

-   ¿Se puede? – Pregunta, llamando a la puerta que ya está abierta.

-   Sí, claro. – Invita mientras sostiene su antigua ropa de chico. – Aunque tenía pensado cambiarme ya.

-   Hay tiempo. – Asegura para luego apoyarse en la cama. – ¿Puedes sentarte un momento conmigo?

-   ¿Qué quieres? – Le dice, ocupando un sitio a su lado, aunque ya sabe la respuesta.

-   Tengo que… Tenemos que aclarar algunas cosas.

-   Tú dirás.

-   ¿Has hablado con tu hermana?

-   Sí, no ha hecho falta decirnos mucho. Siempre ha sido más… impulsiva que yo.

-   Siento mucho lo que pasó anoche.

-   Ya…

-   Llevo tiempo con la cabeza hecha un lío. Los problemas del concesionario, que Paula esté viviendo con nosotros, que tu hermana haya estado en el hospital,… Debes entender que no era yo.

-   … – La cara de Alexandra es de resignación.

-   No debí hacerlo. Así que te pido disculpas.

-   Disculpas aceptadas. – Se gira para evitar verle. – Ahora márchate. Voy a cambiarme.

Martín se levanta en dirección al pasillo. Agarra el pomo, se toma unos segundos y, en vez de salir de ahí de manera sensata, cierra la puerta con él aún dentro.

-   Cuando… bueno. Cuando saliste del armario, si es así como lo llamáis, te pregunté si había alguna cosa más que quisieras contarme. – Pausa su interlocución para ver si hay alguna respuesta, totalmente en vano. – Si lo hay, este es el momento.

-   No tengo nada que decirte.

-   Alex… – Se gira hacia ella. – Fui yo quien cogió tu diario.

-   ¡¿Tú…?!

-   Sí, yo. – Eleva la voz para no ser interrumpido. – Lo hice porque pensaba que era de Carol. El pasado miércoles la vi con las pastillas. Luego me lo encontré y lo leí porque estaba preocupado por ella. Pensaba que eran anticonceptivos.

-   ¡Aunque fuesen para el dolor de cabeza! ¿Quién te da derecho?

-   Lo sé, lo sé. Y me siento fatal.

-   Así que lo sabes.

-   Sí.

-   Ya da igual. Cuando Paula entró en tu vida tuve que elegir. Si liberar mi verdadero yo o enrarecer la relación con todos declarándome. Si supieras las ganas que tenía de ser yo la que se fuese de viaje a solas contigo… Pero no dejas de ser mi padre y eso me hizo decidir. Además, ¿cómo voy a competir…? – Corta su retórica a la mitad.

-   Lo siento. Ojalá hubiese algo que…

-   ¡Calla! Ni se te ocurra terminar esa frase.

-   Está bien. Me voy ya.

-   Antes de que lo hagas, que sepas que he guardado las pastillas en mi maleta. Si vamos a vivir fuera, no me las vas a poder administrar.

-   Puedo dártelas cuando vengas por las mañanas.

-   ¿Es que no te he demostrado ya lo madura que soy?

-   Está bien. Confío en ti.

-   Gracias.

-   Voy a imprimir los billetes. – Busca una excusa para marcharse. – Nos vemos abajo.

-   No tardo.


Después de estacionar el coche azul en una de las plazas libres del aparcamiento de la estación, los cuatro acceden al tren de alta velocidad para el viaje hasta la capital.

Han reservado los billetes con tan poca antelación que ni siquiera pueden viajar los cuatro juntos. Paula y Martín se sientan en el lado izquierdo del vagón, unas filas más atrás que los gemelos, sentados en la derecha.

-   ¿En qué piensas? – Pregunta Paula a su acompañante, el cual se encuentra distraído observando las dos rubias cabezas en la distancia.

-   Nada.

-   ¿Es por lo que pasó anoche?

-   La he cagado.

-   ¿Ahora entiendes lo que dije de que nos tenías a todas loquitas?

-   ¿Qué voy a hacer?

-   Sentarte, abrocharte el cinturón y disfrutar del viaje.

-   Me refería a…

-   Y yo también. – La sonrisa de la morena no puede ser más amplia.

-   ¿En serio no te parece mal todo esto?

-   Entiendo que para alguien que no ha crecido entre, bueno, gente muy abierta en temas de sexo, puede ser chocante. Pero el incesto es una parafilia muy común.

-   Es de locos. Y baja la voz, por favor.

-   Todos están con los auriculares.

-   ¿Y tú por qué no te pones celosa?

-   Todo lo contrario. Me pone… cachonda.

-   Ya sé que eres bisexual y que Carol es muy atractiva, pero…

-   ¿Qué?

-   Hablando de algo hipotéticamente imposible: ¿y si nos encontrases un día… ya sabes, juntos?

-   Que me pondría tan perra que parecería haber roto aguas.

-   ¿En serio?

-   Martín, me encanta lo prohibido.

-   ¿A qué te refieres?

-   A todo lo que la sociedad vea con malos ojos, o incluso cosas consideradas ilegales.

-   Joder. ¿Tú has hecho…?

-   Alguna que otra, sí. Pero no todo lo que me gustaría.

-   ¿Qué cosas?

-   Créeme que en los próximos días te vas a dar cuenta de lo que soy capaz. En cuanto lleguemos a la capital no olvides comprar la cizalla de una vez. Y ahora déjame descansar. No he dormido nada.

-   …


Carolina y Martín ven cómo sus dos acompañantes entran en la sede central del banco en el que Alexandra, disfrazada de su antiguo yo y con su mochila a la espalda, tiene la cuenta donde el dinero está ingresado. Junto a ella va Paula, que ha decidido acompañarla para utilizar la influencia de su familia en caso de que los empleados del mismo pongan alguna pega para retirar esa importante suma de dinero.

-   ¿Por qué no me invitas a un café ahí enfrente? Todavía estoy algo dormida. – Propone la bella rubia.

-   Claro. Así matamos el tiempo. – Accede su padre.

Arrastran las maletas de las tres chicas hasta el lugar para sentarse en una de las mesas de la terraza y pedir la bebida al camarero.

Mientras remueve su humeante taza, a Martín no se le escapa el hecho de que están a solas otra vez y vuelven a él las palabras de su hija. Ella viste un viejo peto vaquero con las perneras recortadas y una camiseta. Incluso las gafas han vuelto a adornar su hermosa y chata naricita.

Es un atuendo que Martín ya le ha visto puesto en varias ocasiones, pero las nuevas curvas de su anatomía se resisten al austero aspecto que pretende proyectar. El trozo rectangular de tela vaquera que va delante, sujeto por los tirantes del peto, no es suficientemente grande como para ocultar la mayor parte de los grandiosos pechos de la chica.

-   Papá. – Llama la atención a su embelesado padre.

-   Dime, hija.

-   Acabo de darme cuenta de una cosa.

-   ¿De qué?

-   Ya sé por qué no querías que hiciese topless.

-   Ya te lo dije…

-   Es porque tenías miedo de que te gustase demasiado verme.

-   Carol… otra vez con lo mismo…

-   No, no. – Extiende su mano hasta coger, con actitud comprensiva, la de su padre. – Te entiendo. Yo también tuve mis dudas. Pero ahora soy honesta conmigo misma… y contigo. ¿Por qué no pruebas a serlo también tú?

-   Es que lo soy. Creo que un padre y una hija…

-   No es la primera vez que lo haces.

-   ¿El qué?

-   Mirarme las tetas.

-   ¡Joder!

-   Te he pillado ya tantas veces que he perdido la cuenta.

-   Yo… lo siento.

-   ¿Por qué? Yo no. Me gusta.

-   Está mal.

-   ¿Amar a tus seres queridos está mal?

-   Ya sabes que no es eso.

-   Yo soy feliz siendo sincera conmigo misma. Paula es feliz siendo sincera consigo misma. Y qué te voy a contar de Alex.

-   …

-   ¿No vas a decir nada?

-   No puedo.

-   No pasa nada. Ya te dije que decías más con tus silencios que con tus palabras.

-   …

-   Por cierto, antes de que se me olvide. – Abandona la mano de su padre para coger un papel doblado del bolsillo. – Sé que me prometiste que iríamos juntos, pero no voy a poder. – Asegura mientras lo desenvuelve. – El autobús saldrá dentro de poco más de una hora y a mí no me va a dar tiempo, pero…

-   ¿El piso? – Observa, una vez desplegado, que se trata del recorte de periódico del incendio.

-   Sí.

-   ¿Qué quieres que haga con él?

-   Quiero que vayas tú, por favor. Ya sabes lo importante que es para mí.

-   ¿Y qué hago una vez allí?

-   No sé. Cuando hablemos esta noche puedes contarme si el lugar está cambiado…, si vive alguien…, si está abandonado…

-   De acuerdo. – Accede mientras vuelve a doblar el papel para guardárselo. – Lo haré.

-   Gracias, papá.

El tiempo transcurre entre sorbo y sorbo de café hasta que el resto de integrantes de la expedición llega a su lado.

-   Estáis aquí. – Manifiesta Paula.

-   ¿Por qué no acercáis dos sillas más? – Ofrece Martín. – Tenemos tiempo, ¿no?

-   Sí. Acabo de hablar con mi padre. Está llegando al centro de acogida. Allí nos reuniremos con él y su amigo. Ya tienen los papeles preparados.

-   ¿Está lejos?

-   A dos manzanas. – Asegura la morena.

-   Voy al servicio a cambiarme. – Avisa Alexandra. – Parece mentira, pero se me hace raro estar vestida así. Y pensar que hace dos días lo llevaba puesto…

-   Ten cuidado cuando saques la ropa de la mochila. – Previene Paula burlona. – No se te vayan a caer los billetes a la taza.

-   Tranquila. – Declara alejándose mientras le enseña la lengua. – Ahora vuelvo.

-   ¿Y el resto del dinero? – Pregunta curiosa Carolina.

-   En la maleta de Paula. – Contesta su padre.

-   Tengo que reconocer que todavía me da un poco de vértigo todo esto. – Confiesa la hermosa rubia.

-   ¿Por? Si es como ir de campamento. – Afirma su amiga.

-   Ya.

-   Va a ser estupendo. – La risueña morena desenfoca su mirada ante las posibilidades. – Poder hacer lo que nos dé la gana.

-   Y también matricularnos en la universidad. – Añade Carolina.

-   ¿El qué? – Pregunta distraída volviendo en sí.

-   Nuestro objetivo principal.

-   Claro. – Corrobora mientras retira un rebelde mechón de pelo del bello rostro de su amiga. – Es como si ya lo tuviera al alcance de la mano.


Martín comprueba otra vez, mirando al billete de vuelta, que el tren no sale hasta dentro de dos horas. Así que tiene tiempo de sobra.

El plan ha salido como estaba previsto. Después de llegar al centro de acogida, y de un par de chascarrillos por parte de Santiago a la hora de darle los setenta mil a su conocido, las chicas se han despedido de él. Luego, junto a otros siete muchachos de diferentes razas y nacionalidades han subido al autobús rumbo al que será su nuevo hogar los próximos meses.

Más tarde ha aprovechado para sumergirse en los recuerdos que las calles de la capital le evocan de su infancia. Ha comido en un local que solía frecuentar y se ha dado una vuelta por las tiendas del centro, aprovechando para comprar la cizalla que tanto le ha costado introducir en la mochila de Alexandra, junto a la ropa descartada de la muchacha.

Vuelve a guardar el billete en su cartera y sustituye con ésta el recorte de periódico que se encuentra en su bolsillo.

Despliega el papel para corroborar que el edificio que tiene enfrente es el de la foto.

- Ahí vamos.

Según cruza la calle puede comprobar que la pintura de la fachada ha sido sustituida, aunque mantiene intacta la forma.

Aprovecha que la puerta ha sido abierta por un vecino para colarse dentro mientras se saludan amablemente.

Espera a quedarse completamente solo para echar un curioso vistazo al buzón del Ático dúplex donde se supone que vivieron sus falsos padres. “Familia Castillo” puede leerse.

- ¡Vaya! Qué curioso. Parece que se vendió.

Sabiendo que Carolina no se va a conformar con un apellido, toma el ascensor hasta la última planta. Una vez allí, llama al timbre de la antigua casa de sus supuestos falsos padres.

Después de unos segundos de espera, aparece tras la puerta un fornido y joven mulato de casi dos metros de altura, con mirada de pocos amigos, que le increpa sin saludarle.

-   Todavía es pronto. – Se expresa en un perfecto castellano. – No se recibe a nadie hasta dentro de media hora.

-   Lo siento. – Se disculpa nuestro protagonista, alterado por la robusta e intimidante apariencia del extraño. – Verá… le parecerá raro, pero…

-   Cariño, ¿quién es? – Se puede oír una voz de mujer desde el interior. – Da igual. Que pase. Así acabamos antes.

Una voz femenina que, aunque un tono más grave de lo que Martín recuerda, le es increíblemente familiar.

Raudo, sin tardar más de un segundo tras apartarse el mulato, accede al interior del recibidor para averiguar si la dueña de las palabras que acaba de oír es quien cree que es.

Sus pupilas no pueden ensancharse más de lo que ahora las tiene. Reacción comprensible cuando te encuentras delante de un fantasma.

-   Martín, eres tú. – Reconoce ella sonriente. – Has tardado mucho.

-   No puede ser verdad. – Suelta las sílabas al mismo ritmo que su desbocado corazón palpita en su pecho. – ¡María!