La venganza del Pagafantas 1

De cómo dejé de ser un pagafantas

Capítulo I. Introducción.

Se llama pagafantas al hombre que es capaz de sacar su lado más amable y encantador para conquistar a una chica, pero que, pese a dejarse el sueldo en copas o la vida en todo tipo de galanterías, la soledad es la única que le acompaña a la cama noche tras noche mientras que la chica en realidad, solo lo ve como amigo.

Una característica común a todos los verdaderos pagafantas es que suelen ser buenas personas en manos, generalmente, de mujeres lo suficientemente egoístas para no cortar de raíz el enamoramiento de su admirador por pura comodidad material.

Tampoco pongamos toda la culpa en las féminas, ya que el pagafantas también tiene su cuota de responsabilidad, incapaz de darse cuenta cegado por su enamoramiento, de que la chica simplemente lo usa de paño de lágrimas de sus desventuras, y de llave a la zona de comodidad que le resulta de estar siempre admirada, escuchada y, por qué no decirlo, con las necesidades materiales cubiertas por su admirador. Todos hemos sido pagafantas en alguna ocasión de nuestras vidas. Y yo lo fui durante mucho tiempo.

Nunca me faltaron novias en mi etapa de juventud, pues aunque no era el más guapo del grupo, sí me encontraba por encima de la media, lo que en un entorno de gente joven me permitía estar casi siempre con novia aunque no me durasen mucho.

Y entonces, ¿porqué digo que era un pagafantas? Pues porque ir de buena persona, atento, culto, educado, comprensivo, dialogante, detallista y un sinfín más de epítetos que cualquier mujer pondría en lo más alto de su lista de ideales para un novio… en realidad eso no es lo que quieren. Esas cosas las quieren para sus pagafantas. Su osito amoroso.

— Javi, que te quiero un montón pero… creo que solo como amigos. Eres el mejor tío del mundo, y cualquier mujer sería feliz contigo...

Y así terminaban siempre mis relaciones, entonces se iban con ese chico malote que las pone un montón, que las trata como la mierda sin mirar para ellas, y de cuando en cuando vuelven contigo llorando a contarte sus penas y lo mal que se sienten por no estar enamoradas de ti como lo están de ese que saben que no las merece… hasta que el tipo vuelve a mirar en su dirección, chascar los dedos y se olvidan otra vez de su paño de lágrimas y pierden las bragas corriendo a su lado.

De este modo me fue hasta acabar la universidad. Hace tiempo de eso, si, mucho tiempo. Terminé con unas notas brillantes Derecho y Económicas. No estas carreras de hoy en día que son una mezcla descafeinada de ambas. Lo de antes, las dos carreras a puro huevo. La ventaja era que no había la chorrada sacacuartos que hay ahora de los masters. En cinco años era el licenciado en Derecho y Económicas más joven de España, lo que unido a la buena posición de mi familia en la alta sociedad de Madrid me auguraba una vida llena de oportunidades. Hice las prácticas en el bufete familiar y tras eso, un trabajo con mucho futuro en una empresa multinacional especializada en derecho marítimo.

Jornadas laborales interminables y viajes de trabajo a muchos países del mundo, sobre todo a Panamá, hicieron que el tiempo fuera pasando junto con mis ascensos en la empresa sin que tuviera tiempo a una relación estable, con lo que era uno de los solteros más codiciados de Madrid. Pero no un playboy, no, recordad que todavía era un pagafantas.

Llegué a los 40 años como subdirector de la empresa para España y el sur de Europa, y entonces entró Andrea en mi vida. Recién licenciada en periodismo, una entrevista de su periódico sobre mí fue el detonante que nos unió. Unas copas, paseos, cortejo formal… y una boda relativamente rápida.

Andrea era alta, delgada y pelirroja. 25 años y unos ojos verdes que me hacían perderme en ellos sin remedio. No tenía mucho pecho, pero sus piernas eran interminables. Tenía una hermana gemela, Susana, a la que nunca le caí bien por motivos que nunca entendí, y una madre viuda para la que hasta la boda parecía que yo era el chico perfecto para su hija, y en cuanto nos casamos pasó a hacer piña con Susana en enfrentarse a mí por todo.

Pero Andrea era diferente, claro. No le importaban los quince años de diferencia de edad. Encantadora, tímida pero enormemente sensual. Nuestro primer encuentro serio fue en mi coche en la sierra de Madrid. Yo tenía un chalet enorme para mí solo en Puerta de Hierro, en Majadahonda, pero curiosamente fue en mi coche la primera vez que nuestros castos besos pasaron a mayores. Salíamos de una fiesta de unos amigos y nuestra calentura pudo más que la prudencia de perder tiempo para llegar hasta mi casa, y en una pista forestal que salía de la carretera, como unos adolescentes, dimos rienda suelta a nuestra pasión.

Supongo que el alcohol tuvo algo que ver en la desinhibición de Andrea, pero el caso es que fue un polvo inolvidable. Todavía la recuerdo gimiendo y botando encima de mí, con sus firmes y duros pechos apenas temblando por el movimiento, gritándome que la empotrase contra el techo mientras lo golpeaba con fuerza con la cabeza.

Andrea gritó al correrse de una manera realmente escandalosa, lo que no puedo decir que me molestase, sino todo lo contrario. Yo tampoco me quedé atrás, y exhaustos los dos nos quedamos abrazados desnudos mientras yo admiraba como podía su perfecto cuerpo iluminado por una luna llena que, a ratos, se dejaba ver entre las nubes y los árboles que protegían un poco nuestra privacidad.

— Dios, me has dejado la cabeza hecha polvo — me dijo poniendo sus manos entre su pelo rojo como el fuego mientras los dos nos reíamos como unos niños.

Al cabo de un rato le dí la vuelta para mirar con deleite sus nalgas y su espalda perlados todavía de sudor. Brillaba como si se hubiera frotado con aceite. La levanté poco a poco por las caderas mientras mis brazos las abarcaban y mis manos descendían por sus flancos hasta su entrepierna. Suspiró audiblemente cuando mi mano se apoderó de su clítoris para masajearlo con delicadeza, mientras la otra mano regresaba a su culo duro como una roca para amasarlo con deleite. Tras un rato así y viendo que su respiración poco a poco había llegado a un punto de nuevo bastante audible y que seguía bastante mojada aún, la volví a penetrar, más despacio esta vez.

— Mmmm... AHHHHH... AHHHHHRRGGG…SIIIII… — exclamó durante el tiempo que mi pene iba entrando despacio, pero inexorablemente, dentro de su vagina. No tengo un pene pequeño precisamente, aunque tampoco no debo exagerar y desde luego nada que ver con esas monstruosidades de algunos negros que se ven en las pelis, así que lo fue sintiendo deslizarse mientras entraba poco a poco en toda su longitud.

Mientras yo empezaba a bombear despacio, su cadera se levantó aún más para facilitar la penetración, mostrando impúdicamente el agujero de su culo que fijó inmediatamente mi atención. Mis manos agarraron sus caderas para impulsarme y mis pulgares poco a poco fueron acercándose a aquella zona preciosa. En cuanto uno de mis pulgares introdujo parte de una de sus falanges en su agujero trasero dio un respingo e intentó mirar hacia atrás sin poder conseguirlo por la postura forzada que tenía y exclamó:

— Aaaaay, nooo… para, para, eso no… me va a doler…

— Tranquila, relaja…

Poco a poco, espacio, fui metiendo el pulgar en aquel fantástico culo mientras Andrea cada vez aumentaba más el volumen de sus jadeos hasta ser ella misma la que se impulsaba con fuerza hacia atrás, a golpear mi pene y mi dedo, a la vez que aquellos jadeos se convertían en auténticos gritos y se empalaba ya con violencia.

— SI… AHHH… MAS FUERTE… MAS FUERTE… SIIII… SIIIIIII…

Su orgasmo fue bestial. Yo concentrado como estaba en mirar aquella maravilla de la naturaleza no aguanté mucho más y regué de nuevo su útero con mi semen mientras me dejaba caer sobre ella y la aplastaba un poco con mi peso haciendo que tuviera que abrir aún más sus larguísimas piernas.

Puedo decir sin dudarlo que fue el mejor polvo de mi vida hasta entonces. En ese momento me vi viviendo, y envejeciendo, a su lado. Fue como una premonición, como una visión del futuro.

Estaba equivocado, claro. Ahora lo sé, pero ese es el sino del pagafantas. Creer en el amor y en el destino.

Cuatro años duró el amor. Mi trabajo me exigía cada vez más, y Andrea fue cayendo en las garras de su madre y de su hermana que malmetían continuamente contra mí. Un día, sin ninguna pista previa y sin verlo venir, Andrea me dijo que quería el divorcio.

Quedé destrozado. Tonto de mí, le facilité las cosas todo lo posible pues aún estaba enamorado de ella y seguía siendo, claro está, un pagafantas. El divorcio le salió muy rentable, Se quedó con el chalet por diez años y casi la mitad de todo mi dinero en efectivo. Había abandonado su “prometedora” carrera por mí, y había que compensarle el tren de vida que iba a perder.

Mi trabajo se resintió lógicamente, y deprimido, pedí una excedencia de un año sabático para reorientar mi vida y no perjudicar a la empresa.

Pasé semanas y meses tirado en el sofá de sky de un piso de alquiler de un barrio de mala muerte en el extrarradio de Madrid donde nadie me conocía. Apenas salía al anochecer al súper del barrio para comprar comida precocinada o unas hamburguesas y alguna botella para intentar olvidar unas penas que solo hacían que aumentar. La suciedad del piso se fue haciendo evidente mientras yo acumulaba y acumulaba las bolsas de basura porque no tenía ni ganas de bajar a la calle a tirarlas.

¿Negación, ira, negociación y aceptación? Ja. Yo había saltado directamente de la negación a la aceptación, lo que no suele ser bueno pues terminas cayendo sin remedio en la depresión más absoluta. Pero saberlo no me servía de nada.

Sin afeitar, engordando una barbaridad debido a no moverme y la mierda de comida que ingería, en apenas siete meses toqué fondo. Un infarto dio con mis huesos en el hospital. Tampoco era que el ritmo de vida que había llevado hasta ese momento en el trabajo ayudase a llevar una visa saludable. Recuerdo que no me importaba morir, de hecho lo deseaba. Acabar con todo de una vez. Debo decir que mis padres estuvieron conmigo en todo momento, pero yo ni los oía. Solo quería estar solo y terminar. Lamentablemente mi cuerpo traidor se recuperó de forma milagrosa según los médicos (que eran bastante pesimistas en el momento de mi ingreso) y ya faltaba poco para el alta hospitalaria.

Y llegó el momento en que cambió mi vida. Ya no me faltaba mucho para los cincuenta, una exmujer de bandera que no llegaba a los treinta, y una puñetera casualidad redefinió mi vida.

Ricardo Sarasola, mi superior en la empresa en la que había trabajado acertó a pasar por el pasillo en el preciso momento que mi madre salía a comer y abría la puerta de mi habitación. Había ido a visitar y llevar flores a una parturienta de la empresa y no sabía de mi ingreso, así que se llevó una sorpresa tremenda. Pero vio el cielo abierto al verme allí y conversar conmigo. Tras unos primeros momentos de tanteo, y ponerse al día de mis circunstancias me planteó una petición.

— Tienes que ayudarnos Javier. Tienes que ir a Panamá y arreglar un desaguisado que tenemos con los japoneses. Firmaron los contratos contigo en su día, y es mejor que seas tú el que redactes los cambios y lleves las negociaciones. Además, por lo que he oído, un cambio de aires te sentará más que bien.

— Tengo una excedencia Ricardo, estoy enfermo y estoy fuera.

— Vale, de acuerdo, pero solo esto. Hazlo como un favor personal hacia mí. Ya me dijiste que enseguida te darán el alta. No vuelvas a la empresa hasta que no quieras, pero este acuerdo va a redefinir nuestras relaciones con los japoneses durante bastante tiempo. Tú los conoces, y a cualquier otro que mandemos se lo van a merendar. Lo sabes, y seguro que no quieres que lo que contribuiste a crear con tanto esfuerzo se pierda y los franceses se nos coman otra vez la tostada como en Egipto ¿verdad?

— Lo pensaré Ricardo, pero no te prometo nada.

Ricardo sonrió ladinamente. Esa frase mía era una claudicación en toda regla, y lo sabía.

— Bien, tendrás una cuenta a tu nombre con ingresos suficientes en nuestra sucursal de Panamá. Ya conoces aquello. Empieza de nuevo, gasta lo que quieras o lo que haga falta, pero ata esos acuerdos para unos cuantos años. Eres el mejor en esto, Javier. No lo olvides.

Asentí. Y lo primero que hice al llegar a Panamá fue irme de putas. Así empezó mi nueva vida. Tal vez tenía razón Ricardo y era un cambio de aires lo que me hacía falta, por no hablar de escapar lo más lejos posible de Madrid.

Sammy fue mi primera chica de compañía, nunca había contratado a una profesional. Visto desde ahora, creo que la elegí por su parecido físico con Andrea. No era pelirroja, sino castaña, pero su cuerpo y cara eran similares a grandes rasgos aunque bastante más joven. Su ilusión era trasladarse a Estados Unidos en cuanto ahorrase un poco de dinero.

Inconscientemente la puse encima de mí esperando verla botar como hizo Andrea aquel día. Sus gemidos fueron incluso mayores que los de mi exmujer, pero no me los creí lógicamente, no soy del todo imbécil. Pero me sirvió para darme cuenta que la edad no perdona en el aspecto sexual, y yo ya no respondía como antes. La cada vez mayor capa de grasa de mi cintura no perdonaba, y correrme una vez era más que suficiente para apagar mi ardor. Y también me dí cuenta que unas tetas mayores que las de Andrea también me podían deleitar al mirar cómo botaban sobre mí.

En mi primera reunión con los japoneses me sucedió una cosa muy curiosa. Mi alter ego japonés era una chica muy joven. Parecía que apenas superaba la veintena. Avancé para darle la mano tras las inclinaciones de rigor y nada más acercarme retrocedió como si hubiera visto una cobra ante sus ojos y se excusó ante el desconcierto de sus acompañantes japoneses. Salió un momento y al regresar vi que sus manos iban enfundadas en unos guantes blancos finos de esos a los que son tan aficionados en Japón. Me extrañó, pero no le dí demasiada importancia, y sumergirnos en la vorágine de negociaciones sobre los cánones y regalías a pagar por las embarcaciones que cruzaban el canal y las relaciones entre los entramados financieros de nuestras empresas Off Shore de Panamá me sirvió para olvidarme de ello. Enfrascado de nuevo en el trabajo, casi sin darme cuenta llegó el final de las negociaciones. Ambas partes salimos ganando, lo que siempre es lo mejor en un buen negocio, así que decidí quedarme una semana más en Panamá para no tener que volver a Madrid.

Sammy me llevó de de copa en copa y de garito en garito durante varios días, y al final, como una sorpresa, me llevó al club más elegante y exclusivo de todo Panamá según sus palabras. Me dijo eso sí, que si alguien preguntaba, era mi novia, pues no permitían chicas de compañía en aquel sitio. Al parecer eran bastante estrictos.

Sin saber cómo, pues ya tenía varias copas de más, me metí en una timba de póker donde supongo esperaban desplumarme del poco dinero que me quedase. Mal asunto. Les había fallado el quinto jugador, así que nos estrechamos las manos y nos sentamos las cinco personas que íbamos a jugar en una habitación aparte mientras nuestras acompañantes tomaban unas copas y charlaban de forma ligera a nuestro lado. Pensé con resignación que sin duda me iba a pulir los casi cien mil euros de mi bonus por los nuevos contratos.

Pero jugué y gané. Gané sin parar. En cuanto alguien apostaba, al mirarlo me hacía una idea de sus cartas. Pero no una idea cualquiera, era como si “viese” sus cartas. Una tontería claro, pero siempre acertaba. Un poco asustado y acojonado con lo que me pudiera pasar empecé a perder conscientemente, no debía ganar tanto como para crear suspicacias. Ya se estaba haciendo tarde y entonces llegó el momento cumbre. Aposté un par de miles de dólares en la siguiente mano, y el apostante que estaba a mi izquierda decidió apostar todo lo que tenía mirándome con suficiencia. A la vez, cogiendo a su acompañante, una rubia preciosa por la muñeca, dijo:

— Todo esto y mi mujer.

Yo miré desconcertado. Sammy no era mi novia, pero me resistía a una apuesta tan disparatada. Al menos había veinticinco mil dólares en la mesa.

— ¿Perdón?

— El dinero, y un fin de semana con mi mujer, contra tu dinero y un fin de semana con la tuya, no es muy difícil de entender gallego. — dijo riéndose con suficiencia y siendo coreado por los asistentes.

Miré hacia la rubia y la vi sonriendo. Al parecer apostar a sus mujeres no era demasiado raro por aquellos lares.

— Los veo, — dijo alegre otro de los asistentes mientras empujaba el dinero al centro de la mesa y adelantaba hacia la mesa a su mujer, una atractiva hembra morena que no cumpliría ya los cuarenta pero elegantemente vestida y que sonrió con deleite. No tenía mucho que envidiar en cuanto a hermosura al resto de las presentes, pero era evidente que, aunque tenía mucha más clase que ellas, también tenía  una edad que ya no podía competir en lozanía con aquellas poco más que adolescentes.

Medité un tiempo. Apostar una mujer me parecía rastrero y denigrante, aunque cierto es que ellas no lo veían como nada raro, e incluso parecía que llevaban toda la noche esperando este tipo de situación. Al parecer, era una especie de cambio de parejas para ellas.

— Tranquilo gallego, no te acongojes. Nuestras partidas suelen tener estas cosas, no vamos a sacar una navaja y hacernos los deshonrados. Mira, perder dinero nos jode como a todos, pero en cuanto salgamos por esa puerta se nos habrá olvidado, tenemos más que suficiente y esto son migajas para nosotros así que… qué podemos unos hombres como nosotros que tenemos de todo hacer para dotar a una apuesta de algo de… ¿riesgo y emoción? Pues eso. Nuestras mujeres o nuestras novias saben a lo que vienen, y te puedo asegurar que disfrutan tanto o más que nosotros de las ganancias o las pérdidas. Así que apuesta sin miedo si crees que puedes ganar… o si tienes lo que hay que tener.

Un comentario bastante clásico para picar al adversario, pensé. Mi mano era la mejor, lo sabía. Un trío de reyes contra unas dobles parejas y un trío de sietes. El resto de jugadores no tenían apenas jugada. Pero apostar una mujer era algo que me repugnaba.

— Tranquilo papi, estoy contigo — me dijo de repente Sammy con los ojos brillantes mientras me ponía una mano en el hombro. Una aprobación tácita a la apuesta. Supongo que sabía que mis contrincantes eran gente de posibles y se olía un buen negocio tanto si ganaba como si perdía. La banca siempre gana, pensé.

— Bien, lo veo también yo. — dije suspirando, tras una breve vacilación, mientras adelantaba el dinero al centro de la mesa.

— Yo paso. — dijo otro. Y noté una cierta expresión de decepción en su acompañante.

— Y yo.

— Bien, tres quedamos en la mesa. — exclamó radiante el primer apostante mientras mostraba su jugada.— Dobles parejas de ases y treses.

— ¡¡Lo supero!!— dijo mostrando su trío de sietes el otro contrincante mientras me miraba expectante.— ¡Tu turno gallego!

Dejé mis tres reyes sobre la mesa, y apenas un alzamiento de cejas fue la reacción de los presentes, aunque por dentro yo estaba temblando por lo que pasaría a continuación.

Unas carcajadas de todos y todas me hizo ver que mis temores eran infundados. Y unas miradas cómplices de las dos mujeres que había “ganado” y la decepción de las otras dos me confirmaron que era algo que se hacía habitualmente y más que repugnarlas las excitaba.

— Eres nuevo aquí gallego —me dijo suavemente uno de los perdedores—, así que te voy a aclarar un par de cosas. Te vas a llevar más de cien mil dólares en total que puedes hacer con ellos lo que te venga en gana, pero en cuento a lo demás… nada de golpes ni maltratos. Respeto total y educación, nada que ellas no quieran. ¿Entendido? — me dijo ya algo serio.

— Por supuesto — dije todavía confundido.— Sin problemas.

— Bien, eso espero gallego, eso espero. Ah, y no olvides ser generoso con ellas.

Sammy entró, ya casi al amanecer, en el fantástico ático que mi  empresa tenía en la avenida Balboa de Panamá como si fuera la reina de la casa; Tras ella, mis dos nuevas acompañantes entraron acariciándome levemente la cara cada una al pasar sonrientes delante de mí mientras les cedía el paso en la puerta, sin mostrar el más mínimo gesto de que las asombrase el lujo ni las fabulosas vistas de la bahía y la ciudad de Panamá, lo que me demostró que a su lado, yo era más bien un pobretón. Decidí que lo mejor era ocultar tanto mi situación económica como que el ático no era mío, por no hablar que Sammy ni era mi mujer ni era mi novia. Otra cuestión que me preocupaba era cómo narices iba a poder cumplir con aquellas tres hembras a mis cuarenta y siete años y bastante fondón ya. Por un momento pensé en recurrir a las clásicas pastillas azules, pero el recuerdo de mi reciente infarto me aconsejó prudencia y no hacer tonterías.

Llamé a la recepción del edificio de apartamentos y encargué un suculento y generoso desayuno para cuatro.

— Con la mayor variedad posible,— puntualicé, y al colgar, sin girarme, “vi” cómo mis tres compañeras a mis espaldas se estaban quitando lentamente la ropa sin perderme de vista. Más bien vi cómo me miraban las tres mientras se desnudaban sonrientes y se miraban de reojo. Como brevísimas fotografías a ráfagas mezcladas desde varios ángulos, sin ningún orden ni concierto, lo mismo que me había ocurrido con las cartas en el juego de póker.

Con un escalofrío, me dí la vuelta mientras me fijaba en la mayor. Elizabeth. Lo supe inmediatamente al mirarla ante mi desconcierto. Llevaba un breve conjunto de lencería negra caro, muy caro. De La Perla. Lo sabía porque uno similar se lo había regalado yo a Andrea. Sería un 95 de copa sin artificios ni operaciones, al menos que se notasen con las transparencias. Miré entonces a la rubia a los ojos mientras ella sonreía pícaramente. Rachel. Era más joven, seguro que no llegaba a los treinta, y usaba un conjunto de encaje rosa claro bastante juvenil y atractivo. Me empezaba ya a acojonar cuando sonó el timbre del apartamento. Pensé que era demasiado rápido para ser el desayuno, pero fui a abrir la puerta y ante mí sorpresa apareció la japonesita de la reunión que apenas había abierto la boca. Con sus guantes, eso sí.

— Señor Castaño, — dijo mientras se inclinaba de una manera bastante rígida y formal.

— ¿Sí? —respondí.

— Entiendo que estaban preparados para mi presencia en las negociaciones y por eso lo enviaron a usted, pero nadie en mi compañía había filtrado mi nombre, estamos seguros. Ni siquiera estaba reseñada mi presencia en el plan de vuelo. ¿podría decirme cómo llegaron a enterarse?

El que no se estaba enterando de nada era yo. Y una conversación tan rara en la puerta del apartamento no me seducía lo más mínimo, así que sin pensar en nada le indiqué torpemente con un ademán que entrase en el ático, cosa que hizo inmediatamente para mi horror al darme cuenta que en el salón estaban tres auténticas bellezas con poco más que la ropa interior.

No se inmutó lo más mínimo al verlas, o tal vez su expresión asiática era tan hermética que no me dí cuenta si lo hacía.

— Puedo asegurarle que no sabíamos quienes integraban su comisión señorita…

Pestañeó mientras se me quedaba mirando como si fuera ella la que no entendiera nada y dudara lo que debería hacer. Entonces se inclinó ceremonialmente.

— Sato. Yumiko Sato.

Tras un momento de vacilación, frunció levemente las cejas y se apartó hacia el sofá y se quitó con decisión los guantes mientras les daba la mano a las tres mujeres que se las estrecharon estupefactas.

— Encantada de conocerlas. Y su relación con el señor Castaño es?…

Tras mirarlas unos segundos alzó las cejas incrédula y volvió a mirarme a mí.

— Vaya, increíble. Creo tendré que variar ligeramente mis planes y no voy a tener más remedio que hacerlo a lo… bruto.— dijo con una nota de diversión y de ironía en la voz.

Y para mi sorpresa empezó a quitarse la ropa hasta quedar igual que las otras mujeres. Tenía un cuerpo menudo, muy menudo. Con unos ojos grandes pero rasgadísimos, sin ropa parecía apenas una quinceañera, a lo que contribuía su nuevo peinado con dos colas de caballo a los lados. Su piel era blanca como la nieve, en contraste con aquel pelo negro como ala de cuervo. Sus pechos apenas se insinuaban bajo una finísima, ajustada y casi transparente camiseta blanca de tirantes que dejaba entrever unos breves pezones oscuros. Iba sin sujetador lógicamente, y con unas bragas rosa de Hello Kitty. Se había dejado puestos unos calcetines blancos. Yo alucinaba. Si no pensaba poder con tres, no quería ni imaginarme con cuatro. Aquello se estaba desmadrando y desde luego, estaba totalmente fuera de control.

— Bueno, — dijo Sammy riéndose —, parece que somos mayoría las chicas.

Menos mal que el servicio de cocina del edificio me sacó del apuro al llamar al timbre. Les hice un gesto rápido para que recogiesen la ropa y pasasen a una de las habitaciones del ático y yo me dirigí abrumado a abrir la puerta. Lo avanzado de la hora y el alcohol ya estaban haciéndoselo pagar a mi cuerpo, por no hablar de la edad.

La mesa quedó rápidamente instalada con todo lo que había pedido y despedí al camarero con una suculenta propina. No la habían decorado en plan romántico ni nada de eso, pero era un gran desayuno, qué narices.

La pequeña japonesa entró de regreso en el salón con decisión. Detrás de ella iban las otras tres sin abrir la boca.

— Quítate toda la ropa y siéntate en el sofá, tenemos que hablar. —me dijo.

Hablar era lo que menos tenía en mente al ver a aquellas cuatro mujeres casi desnudas y tan diferentes a mi disposición; sobre todo porque el puntito alegre que me había puesto la bebida de la noche aún me infundía algo de atrevimiento inconsciente. Aunque supiera de sobra que no podría con las cuatro, mis ojos se estaban dando una buena ración de hembra, así que obedecí y me quité la ropa dejándome caer en el centro de un sofá enorme en medio del salón. Yumiko se quitó también la poca ropa que le quedaba y se recostó a mi lado. Realmente tenía un pecho apenas incipiente, pero sus pezones parecían pitones de toro de lo abultados que estaban, casi tenían la longitud de una de mis falanges. Entre sus piernas, unos pocos pelos negros,  sorprendentemente lisos, resaltaban con el blanco alabastrino de su piel. Parecía que aquella cría iba a tomar el mando de la situación, cosa que no me agradaba demasiado, pero decidí dejarle la iniciativa y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

— Tú y tú —dijo señalando a las dos mujeres panameñas que había “ganado”—, venid aquí. Y tú, dijo señalando a Sammy, ya sabes lo que tienes que hacer.

Al parecer habían hablado mientras se instalaba la mesa del desayuno, pues Sammy asintió y se empezó a vestir rápidamente y, para mi estupefacción, antes de que me pudiera dar cuenta ya había salido del ático cerrando la puerta tras de sí.

Rachel levantó voluptuosamente los brazos y se soltó el pelo rubio moviendo hacia los lados la cabeza con fuerza para deshacer el peinado y extenderlo. Entonces se arrodilló sonriente frente a mi, abriéndome un poco las piernas para tener fácil acceso y hacerme una mamada con bastante suavidad. En cuanto a Elizabeth, tomó su lugar justo al lado entrando entre las piernas abiertas que la japonesa había extendido.

— Sin prisa, tenemos mucho tiempo. Y haceros unos dedos, quiero ver cómo disfrutáis también vosotras — ordenó mientras desplazaba su mirada hacia mí. — No tienes ni idea de lo que está pasando ¿verdad?

— Pues… ¿me están haciendo una mamada? —dije con ironía.

Yumiko sonrió de medio lado. Una mueca sarcástica que no casaba mucho con aquella carita de ángel adolescente que tenía.

— Dame la mano. Y tranquilo, para nada soy una adolescente, no tengas reparos…

Lo hice, y en cuanto toqué su piel pareció como si mil hormigas subieran por mi brazo a toda velocidad. La solté de golpe, pero me volvió a tomar con fuerza la mano.

Voces, pensamientos inconexos, un sinfín de sensaciones de asaltaron de repente. Mis dedos entrando entre… ¿mis piernas? Respiré profundamente intentando calmarme  y que me bajase el maldito punto del alcohol que me hacía ver cosas raras mientras con el paso de los minutos nuestras dos compañeras empezaban a respirar dificultosamente, tanto por sus jadeos como por tener sus bocas ocupadas y no recibir todo el aire que quisieran.

— Más. Piensa con calma. Céntrate en lo que tú sientes y deja lo otro al margen. Piensa con calma qué quieres que haga con su boca, cómo quieres que hunda sus dedos, qué sientes, cómo disfrutas, piensa en cómo lo está haciendo ella…— susurró Yumiko.

Lo hice, y en pocos instantes la rubia emitió un berrido mientras retiraba su boca y se caía para atrás casi en el límite del paroxismo con sus manos metidas al máximo con toda la fuerza de la que era capaz dentro de su coño y convulsionando sin parar en medio de un orgasmo que me dejó atónito.

— ARRGGHH… AHHHH…

Indudablemente era una representación, tenía que ser una representación, pensaba yo mientras veía como de su boca abierta para poder respirar salía su lengua junto abundante saliva. Era como una desmadrada peli porno de un director salido.

Rachel aulló con fuerza mientras se encogía en el suelo entre fuertes estertores para quedarse quieta al cabo de unos momentos con sus ojos en blanco. Su pelo alborotado cayendo a mechones por su cara y su boca abierta y su lengua fuera eran ciertamente excitantes.

— ¡¡Sigue!! —exclamó mi compañera de sofá sin piedad, lo que hizo que Rachel se arrodillase de nuevo de golpe con un gemido y se volviera a abalanzar sobre mi polla que estaba dura como hacía mucho tiempo que no la había sentido engulléndola de nuevo hasta que noté la campanilla de la garganta.

— Con calma. —le dijo a Rachel, luego me miró y se dirigió a mí— si piensas tan fuerte le harás daño. Mira a la mía.

Cierto era que la morena Elizabeth trabajaba con ahínco con la cabeza hundida entre las blancas piernas de Yumiko moviendo frenéticamente los dedos incrustados bajo sus bragas, y que sus gemidos y su respiración alterada anunciaban casi un inminente orgasmo. La mancha de humedad en las bragas era más que evidente ya.

— “Casi” es la palabra —indicó la japonesa con ironía.— no tienes que acabar con ella en unos minutos, tenemos todo el fin de semana ¿no? Piensa en cómo hacerle el amor a una dama… despacio… “doucement”… y sobre todo, no te corras tú. —me advirtió de repente con algo de dureza mientras me miraba.

— ¿Qué?

— Vamos a estar aquí encerrados todo el fin de semana, no vas a poder con las cuatro, tenlo por seguro, —me dijo con ironía— así que solo tienes que correrte para mí. Ellas solo están para trabajar para nosotros.

— No entiendo.

— No hace falta por ahora que entiendas nada, solo cierra los ojos, piensa en tus sensaciones y las de Rachel, deja pasar el tiempo y hablaremos. Hablaremos mucho, casi tanto como pensabas follar —me dijo riéndose— y de aquí saldrá un hombre nuevo. Tenlo también por seguro.

Sorprendentemente le hice caso. Pasamos casi un par de horas disfrutando de aquellas dos mujeres que a pesar del “casi” que decía Yumiko se corrieron al menos cuatro o cinco veces, cada vez más ruidosas y más cansadas, jadeando sin parar y con la voz totalmente ronca, pero sin separar sus bocas de nuestro sexo como si aquello fuera lo único importante para ellas, hasta que el ruido de la puerta al abrirse llamó mi atención. Sammy regresaba sonriente y con las cosas que al parecer había comprado. Con su altura y su sonrisa parecía la reencarnación de Julia Roberts volviendo de Rodeo Drive cargada de bolsas.

Yumiko sonrió y dijo:

— Correros ahora las dos, y fuerte, muuuuy fuerte…

Fue como la primera vez de Rachel. Las dos se cayeron hacia atrás, desfallecidas entre aullidos y jadeos. Boqueando, buscando aire como si les faltase, y con sus manos hincadas todo lo posible en su vagina o apretando sus pechos con fuerza hasta marcarlos con las líneas rojas de sus dedos mientras gritaban roncamente. Yo estaba estupefacto.

Yumiko se levantó de repente, y antes de que yo pudiera enterarme de nada ya se había puesto sobre mí con sus rodillas a cada lado de mis caderas y se había dejado caer de golpe sobre mi polla que había entrado con una facilidad pasmosa gracias a lo lubricadas por la saliva que estaban tanto mi pene como su vagina.

— Y ahora mírame a mí —me dijo.

Los labios de su vagina apretaron mi polla como nunca lo había sentido. Apretaban y soltaban, apretaban y soltaban mientras subía y bajaba con frenesí. Aquella cría parecía tener músculos donde no debería tenerlos.

— ¡¡Mirame!! —exclamó gritando de nuevo y yo lo hice.

Fue un chispazo. Una explosión que me engulló sin quemarme, pero desde luego abrasándome y haciendo que todo mi cuerpo se tensase en un orgasmo interminable que hacía como si todo mi ser se fuera junto con la simiente que expulsaba en unos chorros que yo mismo sentía cómo entraban en el cuerpo de aquella menuda mujer. Dios, era como si la estuviera regando con una manguera en vez de corriéndome. Tenía la sensación que aquella cría me estaba secando, absorbiendo toda mi vida.

— Tranquilo —me dijo con la respiración agitada— tranquilo, sigue… sigue… sigueee… mmm… MMMM…

Al mismo tiempo, y por primera vez, noté como ella jadeaba, emitiendo unos agudos grititos apenas audibles con la boca cerrada y se tensaba sobre mí apretando con su pelvis contra mis caderas y exprimiendo mi polla hasta hacerme sentir casi dolor mientras me apretaba con fuerza con brazos y piernas a la vez que cerraba con fuerza los párpados.

Al cabo de unos instantes, en cuanto normalizó un poco su respiración, abrió los ojos y me dijo sonriente:

— Fin del primer asalto, Javier San. Ahora vamos a comer todos para recuperar fuerzas y luego, tú y yo, vamos a hablar…