La venganza del ángel

Sentí que su almejita se cerraba en una contracción como de leve tenaza...

La venganza del ángel

-Vivimos una época en que la conciencia mítica resurge cada tanto en oleadas, desde las diferentes culturas, incluso en los países con mayor nivel de tecnología y desarrollo científico, si visitan Internet verán miles de páginas dedicadas a los ángeles, por ejemplo- dijo el profesor Nielsen mientras respondía a las preguntas al término de la conferencia sobre la conciencia mítica en el mundo tecnologizado, que me dejó impresionado por la sensatez con la que encaró el tema, y porque me vi reflejado en muchas de las supersticiones y cábalas cotidianas que forman parte de mi vida. Cuando me acerqué a saludarlo tuve que forcejear un poco con el círculo de admiradores que lo rodeaba, pero debo reconocer que el viejo es humilde y memorioso, me identificó en el acto, me llamó por mi apellido aunque hacía diez años que me había contado entre sus alumnos, y me estrechó la mano con una sonrisa.

-No recuerdo su apellido- dijo –pero sí me acuerdo de usted

-Me llamo Emmanuel Swedenborg- dije, y el viejo echó una carcajada que asombró a todos, el hierático Nielsen también se reía, ¡Increíble!

-Era un teólogo sueco del siglo XVIII que decía que conocía los nombres secretos de los ángeles- explicó el viejo y los que estaban con él asintieron como si supieran de qué hablaba… la única que me miró con el entrecejo fruncido, como si estuviera tratando de reconocerme, fue una muchacha de piel trigueña y pelo negro suelto, vestida con un trajecito sastre de falda y chaqueta de color borravino, parecía muy bella, aunque usaba unos enormes anteojos de sol que le tapaban gran parte de la cara. Me encantó el culito respingón que la falda abrigaba y sus senos perfectos, como dibujados debajo de la blusa. Le pedí al viejo que me firmara el ejemplar de su libro y me fui de allí. Era viernes, mis vacaciones acababan de comenzar, tenía que armar mi equipaje, pero antes pensaba tomarme unos tragos en el bar de "Doblefeo" y acostarme con Flufly o con Patsy, o con las dos en caso de que hubiera poca clientela esa noche.

Flufly era negra, tenía la piel lustrosa de las marroquíes de la costa, era su última temporada en el bar de Doblefeo porque, según me confió en esos días, había juntado lo suficiente para irse a Nueva Jersey, donde la esperaban sus primas, y pensaba trabajar en la panadería de sus tíos y casarse y tener hijos. Patsy presumía de un pasado inglés y de tíos y primos en Gales. Ambas eran muy buenas en lo suyo. A veces pasábamos el fin de semana juntos y nos divertíamos mucho, tanto que Flufly decía que podíamos casarnos, los tres, porque su religión se lo permitía y como Patsy era atea, pues no había problema. Esa noche estaban libres las dos, así que la que me llevó a su cuarto fue una polaca que se asustó al ver la pistola Walther cp99 que saqué de mi bolso. Muchacha, los periodistas tenemos derecho a defendernos, este país es demasiado peligroso en estos días, le dije.

-Hombre gigante como tú no precisa arma, con mano golpea fuerte y no levanta más, dijo ella y eso me hizo reír. Es cierto que soy algo robusto, mido un metro noventa, fui atleta en la universidad y en el pequeño pueblo del interior al que llegué con mi madre cuando tenía diez años, todos creían que llegaría a ser un ídolo deportivo. En la capital estudié periodismo, me puse a trabajar enseguida, me casé con una abogada madrileña muy bella de la que estuve enamorado hasta los tuétanos, hasta que ella simplemente se fue a Nueva York con su mejor amiga, de la que se enamoró hasta los tuétanos, ironías de la vida, porque esa putilla de Verónica se me brindó tantas veces y yo, por ese estúpido sentido de la moral, gran capullo yo, me le negué siempre. En fin, que desde entonces paso del compromiso, prefiero pagar y hasta tener una especie de sex-card con las prostitutas del bar de "Doblefeo", ellas no mienten. La polaquita era en realidad muy bella, aunque estaba un poquito gorda, esos kilitos demás la hacían apetecible, tenía unas tetas redonditas muy blancas, pecosas y pezones casi morados, me hizo poner doble condón porque, dijo, no quería sorpresas. Fue un polvo de los buenos, lo supe porque ella intentó al principio, que yo me calentara para despacharme rápido, pero finalmente se montó sobre mí y hasta se excitó y dio un par de gritos gozosos que no me parecieron fingidos en absoluto

-Tú… caballeroso… delicado… buen cliente, dijo, Flufly dice tú ser novio de ella

Sonreí, todo eso forma parte de los versos de las prostitutas, nunca me los creí.

Esa madrugada me monté en mi camioneta, después de un sustancioso desayuno que incluyó café con leche, alfajores y un par de manzanas verdes.

Conduje casi siete horas por carreteras que me llevaron por montones de pueblos y ciudades que no os aburriré nombrando, hasta que llegué a un pueblo de montaña desde donde se veía un río semioculto por la neblina de finales del invierno. No suministraré nombres ni detalles geográficos que puedan permitir la identificación mía ni de la mujer con la que al día siguiente me encontré en el pueblo al que llegué, solo diré que era la misma muchacha que me había mirado de manera tan especial cuando el profesor Nielsen terminó su conferencia. Ahora vestía un conjunto de gimnasia de color azul de Prusia con vivos plateados en el cuello y en los puños, sus zapatillas deportivas eran negras con guardas doradas, cargaba una mochila roja sobre la espalda y arrastraba una maleta gris con rueditas sobre la que descansaba su cartera. La hospedería donde ambos nos alojaríamos era un viejo monasterio medieval remozado y convertido en hotel con todas las comodidades, pero sin perder los detalles de su edificación. La muchacha que me tomó los datos de registro era rubia, de ojos celestes y tenía pecas. Su trato impersonal me hizo sentir ignorado, como si fuera un objeto. La noche había arropado por completo ese bucólico paisaje y yo tenía hambre, sed, sueño y me sentía oler a chivo rancio, de modo que, apenas llegué a mi habitación, me di un baño caliente y me cambié de ropa. En el comedor me harté de carne, bebí un vino tinto que era una delicia y me fui a dormir como un monje, que al fin de cuentas estaba en un monasterio.

Era el amanecer cuando desperté, un horario desusado para mí. Como el comedor abría a las ocho, salí a caminar por el pueblo. Desde el final de la calle principal observé el largo y sinuoso sendero que descendía hacia la parte baja de las laderas, para perderse en un enorme manto verde inclinado hacia el este, y más allá la enorme cadena de picachos nevados en los que la blancura del hielo se confundía con el borde grisáceo de las nubes. Un viento frío me traspasó la garganta y cuando tomé conciencia de esa belleza imponente me sentí sobrecogido, como Dante cuando se encontró frente a los ángeles en el paraíso… y me reí de mí mismo… ¿por qué uno piensa tanto en los ángeles cuando algo lo conmueve? Descendí por la cuesta y mis pasos exploraron el sendero pedregoso desde donde se podían algunas aldehuelas perezosamente recostadas en un valle que parecía escapado de un paisaje impresionista de Corot o de Cezanne. Había perdido la noción del tiempo cuando comencé a subir la cuesta hacia el pueblo y reconozco que tuve que esforzarme para ascender a pie por ese encantador sendero. Los pájaros hacían retumbar sus gorjeos, todo era silencio y tranquilidad, me hubiera gustado ser pintor para rescatar ese colorido que se me antojaba salvaje por su intensidad. El Comedor del hotel estaba casi lleno, había una convención de un movimiento religioso, los asistentes vestían la misma camiseta con el logo del grupo y prácticamente habían copado las mesas. Caminé con mi bandeja de panecillos, quesos y embutidos, más una humeante taza de café con leche, hasta que alguien me hizo una seña desde una mesa donde había una silla disponible. Era la muchacha que estaba junto al profesor Nielsen.

-¿Ya empezó a leer el libro de su maestro de filosofía?

-Está en mi maleta, pero aún no le he tocado, y mire usted, mientras caminaba por el sendero al final de esta calle pensé en los ángeles y me reí de mí

-Tal vez se reía con usted y no de usted- sugirió ella.

-Tal vez- acepté –en realidad pensé en cómo se debe haber sobrecogido Dante al ver a los ángeles en el Paraíso, lo vi una vez en un libro, era un grabado de

-Sé cual es ese grabado, es de Gustave Doré, y es sobrecogedor.

Permanecimos en silencio un momento. Sus ojos pardos claros tenían un brillo extraño, como de alguien que estuviera triste, pero era en realidad muy bonita, y en algún momento me pareció conocerla de alguna parte, aunque mi memoria para los rostros siempre había sido muy mala.

-Su columna no habla sobre ángeles precisamente- dijo ella. Eso significaba que esta mujer sabía cosas sobre mí, leía mis textos, sabía quien era yo y yo apenas la recordaba de haberla visto el día anterior al final de una conferencia. Calculé que tendría veintiocho años, no vi rastros de anillo de boda o de compromiso en su dedo anular, de hecho no había adornos en ella, ni siquiera un par de aretes.

-¿Cómo se llama usted?

-Puede llamarme Ángel- dijo con una sonrisa, así me llaman mis amigos, y su amigo el profesor Nielsen.

-¿Usted trabaja con él?

-Ocasionalmente, pero se supone que estamos en viaje de descanso, no es bueno hablar de trabajo, oh, antes que se me olvide, esta tarde hay una excursión a caballo por los senderos del cerro que está al sur del monasterio, si no le molesta mi osadía, considérese invitado, salimos a las dos y regresamos a las cinco. De su cartera sacó un volante y lo puso en mi bandeja. Se puso de pie, vi su pantalón negro ajustado y el contorno de una tanga que se entraba en esas carnes. Su andar era ágil, tenía una elegancia felina que daba una sensación de fortaleza animal y desafiante, no era muy alta, pero su forma de moverse me despertó una oleada de deseo.

A las dos de la tarde se juntó en una explanada el grupo de excursionistas, dos parejas amigas, hombres y mujeres de alrededor de cuarenta años, vestidos con ropas de montar, un par de muchachos de aspecto huraño y un guía que nos dio todas las recomendaciones del mundo, sobre todo a mí que parecía ser el único jinete bisoño.

Ángel se había puesto un pantalón de loneta que imaginé que tuvo que lubricar para que le cupiera, un abrigo de algodón del mismo color azul, una gorra de equitación y un pañuelo de cuello. Traía una mochila pequeña a la espalda y una fusta de metal brilloso. El guía nos llevó por senderos que eran como la antesala del paraíso. En algún momento Ángel se retrasó un poco, yo tiré de la rienda de mi caballo para esperarla, el grupo se alejó y cuando ella me alcanzó tomó por un recodo de la sierra desde donde se veía la cadena montañosa más espectacular que yo recuerde, sobre la ladera se asentaba un bosquecillo de coníferas, abetos y cipreses, un rumor de pájaros y aromas de hierba húmeda, y una mezcla de verdes y ocres que deleitaba los ojos completaban el concierto de un momento perfecto. Recordé una frase de Goethe: "Minuto, eres bello… detente". Como si hubiera leído mi pensamiento, Ángel se detuvo en ese momento, desmontó del caballo y se sentó junto a un árbol. La luz del sol que se filtraba entre las hojas le daba un aspecto bonito a su rostro enrojecido por el esfuerzo, algunas gotitas de sudor perlaban su frente. De su mochila sacó un termito y bebió un largo trago.

-¿Tiene sed señor Fontán?- preguntó. Respondí que no, pero inmediatamente caí en la cuenta de que ese era mi apellido materno, ¿cómo podía ella saberlo?

-Sé muchas cosas de usted, su esposa lo dejó para irse con otra mujer, usted casi no hace vida social, tiene pocos amigos y sus visitas al "Genserico" son frecuentes… ¿quiere saber más de usted mismo?

No supe qué responder. La sonrisa burlona de esa mujer me desarmó por completo.

-¿Qué clase de Ángel es usted?

-No se preocupe, no trabajo para ningún Charlie- dijo riendo y, con una velocidad de jinete de película, montó en su caballo y salió al galope, como si quisiera perderme. La seguí como pude, mi habilidad para montar era nula, no tardé en desorientarme y en pocos minutos estuve perdido en ese paisaje de montaña. Opté por hacer lo único que podía ayudarme, dejar que el caballo regresara solo, y funcionó. Llegué al hotel cuando ya era de noche. Un empleado se llevó al animal y yo me dirigí a mi habitación. Me sentía vejado y humillado. Si esa maldita loca se me cruzaba le hubiera dado una patada en… cuando llegué a mi habitación encontré sobre mi cama una vieja foto del colegio donde cursé mi bachillerato, era una copia, muy bien retocada con fotoshop en la que las caras estaban cuidadosamente borradas y habían sido reemplazadas por emoticones. La puse sobre la mesita de luz pero cuando abrí la gaveta para buscar la pistola encontré más hojas con imágenes impresas, ángeles desnudos, dibujos de la diosa Némesis, una tarjeta de reserva con el número de una mesa del comedor, y una pequeña cartulina con un curioso collage: la foto de una calle, dos manos, una apuntaba hacia arriba y la otra hacia abajo, un nombre: Giuseppe Roncalli, una pistola mágnum 357 y una barra de chocolate. Me di una ducha y comencé a preparar mis maletas, decidí que me iría de allí de inmediato. En ese momento sonó el teléfono.

-Señor Fontán, le debo una disculpa, mi caballo se encabritó y me perdí entre los cerros, he llegado hace cinco minutos, no sabe cuán abochornada estoy, ¿puedo pasar a su habitación para hablar con usted?

-Claro- dije y colgué. Me metí en la ducha y me vestí con ropa de abrigo. Estaba buscando la pistola en mi maleta cuando tocaron a la puerta. Supuse que sería Ángel y decidí que no le diría nada de lo que encontré en la habitación. Al abrir me encontré con una mujer hermosísima, vestida con un conjunto de pantalón de lamé y blusa de la misma tela, pañuelo de seda al cuello. Yo estaba al borde de un shock. Ella festejó mi perfume, me habló de cenar y después ir a bailar a un lugar que conocía en un pueblo vecino, hay un grupo que toca música de los ochenta, dijo, hasta se puede escuchar una buena versión de Tunnel of love, dijo y tarareó unos compases del tema de Bruce Springsteen que me enloquecía cuando estaba en cuarto de bachillerato y

No pude comer mucho, mi cabeza estaba ocupada por las imágenes de las hojas que habían dejado en mi cuarto. Ángel me llevó en su auto, un Audi rojo bermellón propio de una ejecutiva de película americana. El bar tenía una pequeña pista circular bajo un juego de luces tenues, la orquesta en verdad tocaba temas de los ochenta, y aceptaba pedidos, bailamos algunas piezas y después nos sentamos a tomar un trago, pero yo no lograba concentrarme en la conversación, la voz de Ángel me distraía todo el tiempo hasta que, casi a las dos de la mañana, salimos de ese lugar y regresamos al hotel. Ella me pidió que condujera yo. Al doblar una de las tantas curvas sacó de su bolso un estuche de cosméticos y comenzó a retocarse el maquillaje. Puso un compacto de Alejandro Sanz y permaneció en silencio hasta que llegamos a la hospedería. La acompañé a la puerta de su habitación y la dejé allí, mi mente estaba en otra parte, en el maldito acertijo que un loquito me había dejado sobre la cama. Me había quitado la ropa para irme a dormir, después de darles vueltas y vueltas a las imágenes. Sonó el teléfono y la voz de Ángel me dio las buenas noches y me deseó dulces sueños, cuídese, señor Fontán, en este monasterio no hay fantasmas, sólo ángeles, pero algunos son ángeles vengadores, dijo… y colgó. Volví al closet a buscar la maleta para sacar la pistola, pero en ese momento se abrió la puerta de la habitación y Ángel entró, envuelta en un camisón de satén blanco, lo dejó caer y quedó vestida solo con un hilo dental finísimo, transparente, y un collar de terciopelo azul oscuro que resaltaba en su cuello blanquísimo, sus senos parecían dos frutas jugosas de ámbar, sonrió, cerró los ojos y se dejó tomar por mis brazos, la besé, la apreté contra mi cuerpo y su piel de durazno entibiado por el fuego me encendió latidos en la sangre, su lengüita sabía a caramelo de menta, dejé que mi lengua viajara por su vientre, mordí el elástico de su hilo dental, ella se dio vuelta y sus glúteos redondos me invitaron a más mordiscos, besé su espalda y ascendí lentamente hacia su cuello, le mordí las orejas y sentí su mano en mi vientre, entonces ella se dio vuelta y me quitó el slip del que pugnaba por salir mi virilidad, me hizo acostar boca arriba y dejó que su cabello me acariciara el pecho, lo hizo bajar hasta mi bastón de carne, se agachó y lo tomó entre sus senos, me frotó con movimientos lentos varias veces, hasta que por fin, después de esa adorable tortura se empaló y comenzó a moverse despacito mientras mis yemas se entretenían en sus pezones y todo yo parecía ser un simple instrumento de su propio placer, pero después acercó sus pezones a mi boca, se irguió y comenzó a moverse como si galopara igual que en el bosque esa misma tarde, a medida que aumentaba el ritmo de sus embates tomaba aire y gemía con una vocecita aguda, como de niña, sentí que su almejita se cerraba en una contracción como de leve tenaza, se dio cuenta de que yo la estaba esperando y apresuró sus embates, abrió la boca para tragar aire, gritó, y entonces me dejé ganar por un orgasmo que sólo tuve una vez… ella se acostó sobre mi pecho y después me dio un largo beso, canturreó en perfecto inglés

And I been riding on a ghost train where the cars they scream and slam And I dont know where I'll be tonight but I'd always tell you where I am…(Y he montado en el tren fantasma, en el que los vagones chirrían y chocan, y no sé dónde estaré esta noche, pero te aseguro que te lo haré saber). Era la parte final de la primera estrofa de Túnel of love, de Bruce Springsteen, la habíamos escuchado y bailado en el bar al que habíamos ido un rato antes, volví a pensar en las imágenes de las hojas de papel… el colegio… la pistola mágnum 357… la calle… el apellido italiano… Roncalli… ella se dio vuelta y sentí su culito redondo y respingón contra mi pelvis, Roncalli… mi mente se iluminó de pronto… Roncalli… Montini… eran apellidos de dos papas, Eugenio Montini era Pablo VI… Roncalli… Diablos, exclamé y me senté en la cama

-¿Ya te diste cuenta, Fernando Montero Fontán?

-Giuseppe Roncalli es Juan XXIII, mágnum 357, no, es Juan XXIII 358

-Ajá… juanveintitrés trescincuentayocho… repitió ella

-Ahí vivía mi amiga Laura Cecilia… yo

-¿Tú qué, Fontán?

-Yo la amaba, ella me entendía, ella era gorda y en el curso había dos hijas de puta que se reían de ella, de su sensibilidad, de su suavidad, de su… pero yo

Entonces tuve una corazonada, le quité el collar de terciopelo, levanté su pelo y vi el triángulo de lunares en el centro de su nuca… casi me desmayo de la sorpresa

-¿Por qué no me reconociste? ¿No llevas registro de las mujeres con las que te acuestas, verdad Gorila?

-Pero, es imposible… tartamudeé

Entonces ella se puso de pie y desfiló para mí, desnuda como estaba. Era ella, nadie tenía ese triángulo de lunares en la nuca.

-¿No me vas a preguntar cómo hice para transformarme tanto?- dijo y giró para dejarme ver el cuerpo magnífico que ahora tenía.

-Fue simple, un by-pass gástrico, un par de cirugías para quitar piel sobrante, mucha gimnasia, dieta estricta, vaginoplastia mi amor… dijo sonriente mientras movía su pelvis hacia delante para lucir su sexo depilado… soy el triunfo de un cirujano que se animó a hacer todo lo que le pedí que hiciera

Miré su cara y noté que ahí también había modificaciones, la nariz más respingada, sin el puente que yo tenía en mi memoria, el cuello ahora delgado, el pelo negro que ella insistía en teñir de rubio

Como Marly y Chábelis le hacían la vida imposible, llegaron a convencer al curso para que la eligieran reina de la elegancia, yo que era el galán de la clase decidí darle a Laura Cecilia una venganza, les hice creer a las dos que iría a la fiesta de graduación con ellas, es decir, mientras ellas hacían planes yo les hacía creer que sí, aunque nunca les di una respuesta concreta, finalmente, unos días antes del baile, fui a casa de Laura Cecilia y la invité a que fuera mi pareja, insistí, la convencí, y no solo eso, bailé con ella el vals de graduación, le regalé un casete de Bruce Springsteen que tenía la canción Tunnel of love y, confieso que algo borracho, esa noche la llevé a un motel y le hice el amor, y su piel era tan suave, y ella fue tan tierna que tuve dos orgasmos increíbles. No fue ese el único encuentro sexual que tuvimos con Laura Cecilia, eso duró hasta el fin de las vacaciones, y solo terminó cuando ambos elegimos universidades y carreras distintas. Ella juró que se vengaría de todos. ¿También de mí? Le pregunté una vez. Mi venganza de ti será la más terrible, ya verás que será la venganza del ángel, porque tú fuiste para mí como un ángel y esa es la venganza que mereces, dijo riendo. Pasaron más de diez años hasta aquel episodio de la conferencia del profesor Nielsen.

Ahora, cada vez que le pido que ejecute su venganza, Laura Cecilia viene a buscarme o me cita en los lugares más insólitos, una vez en un museo, una vez en el cementerio, una vez se disfrazó de hombre, y su disfraz fue tan bueno que engañó a toda la gente de la oficina donde trabajo, y las mujeres se asombraron al ver el piquito que nos dimos.

Una vez su venganza fue demasiado dulce, me puso una venda de seda negra y me hizo recorrerla con la boca, tenía la cara llena de miel, el cuello embebido en dulce de piña, había chocolate en sus pezones y todo su pubis estaba embarrado con merengue y glassé real, pero cuando mi lengua se detuvo en su sexo estaba lleno de chocolate, entonces comencé a acariciar su cuevita trasera con el dedo empapado en saliva primero y de sus propios fluidos después, ella se movió despacito para que el dedo la penetrara, mi lengua siguió explorando ese chochito empapado y agridulce, atrapé su botoncito con la lengua, metí la lengua hasta el final en esa conchita hambrienta y solo la quité cuando la oí gemir y su culito se abría y se cerraba sobre mi pulgar, eso en vez de calmarla pareció despertarle las ganas de poseerme, me llenó el pene de miel y me torturó con su lengua todo cuanto pudo, cada vez que me sentía gemir me soltaba unos segundos y después volvía a la carga, hasta que finalmente no me soltó hasta que toda mi leche se mezcló con la miel con que me había empapado el pene, fue un orgasmo tan intenso que creí que me desmayaría. Desde que Laura Cecilia apareció de nuevo en mi vida solo espero el momento de sus venganzas, como ahora, cuando está lloviendo sobre el paisaje de montaña al que hemos regresado después de unos meses, Laura se entretiene con sus pilates en el centro de la habitación mientras yo me distraigo con Tom y Jerry que juegan a matarse en la pantalla, Laura respira vigorosamente y salta hacia delante y hacia atrás, después vendrá su rutina de abdominales y lagartijas, su piel sudorosa brilla y el sudor traspasa su ropa de gimnasia. No sé de dónde saca tanta energía. Me mira y me hace ese mohín graciosísimo que me derrite, se quita la ropa, camina desnuda y sudorosa hacia la ducha, me tira su tanga transpirada, se mete al yacuzzi y la sigo, siento el cosquilleo de las burbujas y su mano que me enjabona el vientre, Laura me da un beso y su lengua me devuelve a la vida y después se monta sobre mi cuello mientras su chochito que huele a jabón me invita a disfrutar de su miel natural y salobre.