La venganza de Lilka (Capítulo 3 de 3)

De cómo Luís acaba perdiendo su condición humana y se convierte así en el perrito de Lilka.

Al día siguiente me levanté pronto, como de costumbre. La noche anterior me había masturbado varias veces pensado en todo lo sucedido, con lo que aquella mañana estaba relajada y me sentía en plena forma. Lo primero que hice fue ir de puntillas hasta el comedor, donde Luís seguía durmiendo en el sofá.

Dentro de mi plan de adiestramiento, consistente en alternar los castigos con los premios, decidí que aquella mañana Luís vería mi rostro amable. Fui a la cocina y preparé un chocolate caliente con galletas que le coloqué en el suelo junto al sofá. Luego, suavemente, le acaricié el pelo hasta que se despertó.

-¿Lilka?

Disfruté viendo la confusión en los ojos de Luís. No entendía nada. ¿Por qué estaba ahora acariciándole la misma que el día anterior le había humillado y castigado sin piedad? Vi la pregunta en sus ojos, pero no la respondí. La respuesta era evidente: porque me apetecía. Le di a Luís los buenos días y le dije que desayunara bien, que por la mañana iríamos de compras. A pesar de mi actitud conciliadora (o quizás debido a la misma) Luís no había olvidado cuál era su papel. Se puso a cuatro patas sobre la alfombra y en esa posición terminó su desayuno mientras yo le observaba sentada frente a él. Iba vestida sólo con ropa interior y una bata de seda, y me coloqué de tal forma que el chico tuviera una buena vista de mis piernas y de mis braguitas. Ese era también parte de su premio. Empecé a notar una incipiente erección cuando decidí que ya había tenido suficiente. Entré en su habitación para coger varias prendas de ropa y volví a cerrar la puerta tras de mí. Luís ni siquiera preguntó si podía entrar, o si podía coger su teléfono móvil. Ya sabía cuál iba a ser la respuesta. Tras ducharse bajo mi atenta mirada (la privacidad estaba completamente prohibida) le di la ropa para que se vistiera, si bien sustituí sus calzoncillos por unas braguitas de encaje similares a las del día anterior.

Aquella mañana acudimos a uno de los bulevares más lujosos de la ciudad. Luís iba de mi brazo, caminando con la vista clavada en el suelo. Entré en la primera tienda, de abrigos, y tras probarme varios decidí quedarme con uno especialmente caro. Cuando el dependiente me lo hubo envuelto y metido en una bolsa, le hice una señal a Luís para que lo pagara. Una especie de “¿A qué estás esperando?”.  El dependiente no se extrañó demasiado al ver a aquel chico tan joven pagando con la tarjeta de su papá. Imagino que no era la primera vez que veía algo así, aunque posiblemente sí que fuese la primera vez en que  la compra formaba parte de un proceso de adiestramiento. Al salir de la tienda le di a Luís un beso en la mejilla: “Lo has hecho muy bien. ¿Vamos a otra tienda?” Durante toda la mañana estuvimos recorriendo tiendas de ropa, de bolsos, joyerías, y hasta entré en un sex-shop, si bien Luís se quedó fuera pues no lo habrían permitido la entrada.

Al cabo de la mañana nos habríamos gastado unos 20.000 € a cargo de la tarjeta de su papá. Después de comer en un restaurante de lujo volvimos a mi apartamento para seguir con el adiestramiento.

Indiqué a Luís que se quedara en braguitas y que esperara cara a la pared. Esta vez yo también iba a arreglarme. Tras unos minutos de preparativos en mi habitación cerré la puerta tras de mí y, lentamente, me fui acercando hasta done estaba Luís.

  • Gírate.

Me encantó esa mezcla de miedo y deseo en los ojos del chico al verme. Esa tarde había sustituido mi ropa habitual por un conjunto de cuero negro que había comprado en el sex-shop: unos pantalones ceñidos y un top que resaltaba aún más mis turgentes pechos. Me había recogido mi cabellera rubia en una coleta y me había puesto unas botas de tacón alto para hacer sentir todavía más a Luís lo insignificante y miserable que era. Le pregunté si le gustaba, a lo que me respondió educadamente que sí.

  • Mira Luís, he comprado unos juguetes para ti. ¿Te gustaría ser mi perrito?

Luís asintió. Pude notar por primera vez el deseo en sus ojos. Realmente le excitaba la idea de ser mi mascota. Sentada en el sofá fui sacando de una bolsa los atrezzos que había comprado para él. Se trataba de una mascara de perrito dálmata con dos orejas caídas. Dicha máscara tapaba la nariz a modo de hocico pero dejaba al descubierto los ojos y la boca. Le coloqué evidentemente un collar de perro con una argolla, unas manoplas en forma de patas de perro para que no pudiera usar las manos y unas protecciones en codos y rodillas para gatear con más comodidad.

  • Y ahora la colita.

El último complemento perruno era un plug anal con una cola de perro. Indiqué a Luís que se pusiera a cuatro patas, le quité las braguitas  y, tras lubricarle bien, el plug entro finalmente en su ano. Cuando el disfraz estuvo completo le hice una foto con mi móvil y se la enseñé.

  • ¿Ves? Ahora eres mi perrito.- Luís volvió a tener una erección. Realmente le excitaba verse convertido en mi mascota.- ¿Vamos a dar una vuelta perrito?

De la bolsa que traía saqué una correa que fijé a la argolla del collar y empecé a pasear con mi perrito por toda la casa. Primero lentamente, pero pronto empecé a correr un poco más rápido por el pasillo, con el muchacho arrastrándose tras de mí. Ante mi sorpresa, Luís se mostraba sorprendentemente dócil en su nuevo papel. Poco a poco fuimos entrando más en el juego: le enseñé a que ladrara, a que se subiera al sofá, a que diera la patita… todo lo cual Luís lo hacía como si fuese un auténtico perrito. En un momento dado Luís dijo que tenía que ir al baño. Había esperado ese momento. Saqué una fusta de mi bolsa y le golpeé en el trasero.

  • Los perritos no hablan. Sólo ladran.- Luís me miró con cara de sumisión y, a partir de aquel momento, nunca más volvió a dirigirme la palabra. No hacía falta. Nos entendíamos perfectamente. Tirando de la correa lo llevé al baño. Luís se fue a incorporar para orinar en el wáter cuando otro golpe de mi fusta en su costado lo mandó de nuevo al suelo.

  • No. Los perritos hacen sus cosas ahí. – Le indiqué un cajón con arena para gatos que había colocado en una esquina del baño. Luís se acercó y, levantando una pierna, empezó a orinar como hacen los perros.

  • Buen perrito…- Le acaricié la cabeza.- ¿Tiene hambre mi perrito?- Luís ladró. Le paseé hasta la cocina y coloqué en el suelo un platito para mascotas en el que puse leche y algo de comida para perros. No hizo falta explicarle nada. Luís se comió sin ayuda de las manos la comida para perros y, a lametones, se bebió la mayor parte de la leche. Al acabar me miró buscando mi aprobación. Yo se la di, limpiándole en hocico con una servilleta y dándole una rica galleta para perros.

-¿Se ha quedado con hambre mi perrito?- Luís ladró. Yo le besé en el hocico y lo llevé hasta el sofá. Coloqué una toalla y me quité mis pantalones de cuero, quedando desnuda de cintura para abajo. Me senté sobre el sofá con el trasero en el borde y con las piernas bien abiertas, mostrándole por fin mi vagina rasurada y empezándome a acariciar. Luís vio todo aquello como un buen perrito, sentado sobre sus patas traseras. Su pene empezó a ponerse erecto, pero en ningún momento hizo nada que yo no le ordenara. El momento había llegado: saqué un bote de mermelada y me unté un poco en mi vagina. Hice señales a Luís para que se acercara y me empezara a lamer. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos así. Sólo sé que debí correrme tres o cuatro veces. A pesar de que mi perrito no era un gran experto en el sexo oral, la situación me resultaba enormemente excitante. Y a él también debía resultárselo, ya que al acabar con los lametones había en la alfombra un charquito de líquido preseminal. Me fijé en que su pene estaba a punto de explotar. Luís me miraba con ojos de súplica.

  • Venga… Porque has sido un perrito bueno.

Hice ponerse a Luís a 4 patas mientras yo, debajo de él, metí mi cabeza entre sus piernas y me introduje su pene en mi boca. Quería que Luís olvidara cuanto antes que en algún momento había caminado erguido, por lo que decidí hacer que se corriera como si fuera un perro  de verdad. No tardó mucho. Pronto empezó a gemir y a expulsar unos chorritos de semen que tragué con avidez. Luís quedó tumbado sobre la alfombra y yo estuve un buen rato observándole y acariciándole. Ya no era Luís, el hijo de mi violador. Ahora era mi perrito (ya me inventaría un nombre) que obedecería mis órdenes y viviría para complacerme.

En los días posteriores Luís no volvió a hablar. Él era feliz en su papel de mascota y yo en el de dueña. Jugábamos dentro de casa: yo le tiraba la pelota, le hacía correr, le hacía buscar cosas… Y por la noche solía aliviarlo, bien con la mano o bien con la boca. Consideraba que aún era demasiado cachorro para dejar que me montara.

Al final de la semana, el día antes de su programada vuelta a España, Eduardo se impacientó. Su hijo no contestaba a sus llamadas y me mandaba mensajes preguntándome si todo iba bien. Le dije que sí, y le propuse que el día siguiente por la mañana habláramos por Skype.

Para la sesión de Skype volví a ponerme mi traje de cuero negro de adiestradora. Cuando Eudardo me vio su cara se transformó por el vicio. Me dijo que ya no recordaba lo guapa que era y lo mucho que deseaba volver a estar conmigo. No fue hasta pasado un rato cuando se interesó por Luís, y me preguntó si le podía ver. Yo me disculpé.

  • Ay, lo siento, pero Luís ya no está.- Eduardo se molestó y empezó a ponerse nervioso.- Pero si quieres te puedo enseñar a mi perrito.

Fui con el iPad hasta un rincón del comedor y ahí, dentro de una jaula suficientemente grande, estaba durmiendo el que antes había sido su hijo Luís. Le enfoqué de cerca para que no tuviera dudas, pero quité el volumen para que sus gritos de odio no le molestaran. Luís llevaba la máscara, el collar, las pezuñas y las protecciones en los codos y rodillas. Lentamente abrí la jaula y le desperté. Mi perrito se desperezó y miró al señor que gritaba en silencio al otro lado de la pantalla. No pareció reconocerlo. Fijé la correa al collar de Luís, que salió dócilmente de su jaula y se dispuso a hacer sus necesidades en el cajón de arena. Luego le conduje hasta la cocina y le puse su desayuno en su plato preferido, que se comió sin dejar ni las migajas. Todo eso pudo verlo su padre, que seguía gritando, insultándome y amenazándome en silencio.

  • ¿Has visto? Tu hijo ya no está, pero tengo un perrito muy guapo. ¿Quieres ver qué más sabe hacer mi perrito?

Cogí a Luís y lo llevé hasta la alfombra del comedor. Después coloqué el iPad de forma que Eduardo pudiese ver bien todo lo que hacíamos y, tras prepararme, me coloqué detrás de Luís. Noté que Eduardo reconoció el “strap-on” que llevaba puesto. Era el mismo que me había hecho ponerme para follarle meses antes. Era el mismo que iba a usar ahora para follarme a su hijo. Al otro lado de la pantalla la cara de aquel señor parecía estar a punto de explotar, pero con el volumen apagado, desde nuestro cálido comedor lo único que se oía era la respiración de mi perrito y el sonido de los copos de nieve contra los cristales. Puse un poco de lubricante y empecé a introducir mi strap en el ano de Luís. Evidentemente esta no era la primera vez que lo hacía. En los días anteriores había ido introduciéndolo poco a poco hasta estar segura de que no le causaba daño. Una vez estuve dentro empecé a bombear con mi pelvis adelante y atrás. Primero lentamente, luego cada vez más rápido. La respiración de mi perrito se fue acelerando cada vez más y su pene, inicialmente flácido, fue ganando cada vez más turgencia. Aunque desde mi posición no podía verlo, sabía exactamente lo que estaba sucediendo pues ya lo había experimentado los días anteriores: primero el pene que se ponía turgente, después la respiración que se conviertía en gemidos, tras eso el líquido preseminal goteando sobre la alfombra al ritmo de mis embestidas, mi perrito que ponía los ojos en blanco… y finalmente un gran orgasmo y mi perrito que pierde las fuerzas y cae redondo sobre la alfombra. Así sucedió. La diferencia es que esta vez yo también me corrí, gracias al roce del strap contra mi clítoris y al inenarrable placer que me suponía ver a Eduardo llorando en la pantalla de mi iPad.

-Buen perrito.

Cuando los dos hubimos acabado le quité la correa y dejé que se echara a dormir un rato sobre la alfombra manchada de semen. Al otro lado de la pantalla Eduardo había cortado la conexión. Era posible que en ese momento estuviera llamando ya a la policía, pero eso no me preocupaba en absoluto. Pronto descubriría que en los días anteriores había vaciado su cuenta corriente y que me disponía a mudarme a otro lugar de Rusia, quizás con otra identidad, donde yo y mi perrito pudiésemos vivir en paz el resto de nuestros días gracias a su dinero.

Ahora, mientras escribo esto, yo y Sasha (así se llama mi perrito) vivimos felices en un pueblo perdido de la estepa, donde ambos somos felices el uno junto al otro.