La venganza de Lilka (capítulo 2 de 3)

De cómo Lilka convierte al hijo de Eduardo en su esclavo sin voluntad.

Cuando Eduardo finalmente volvió a España la vida siguió otra vez su curso.  Él y yo seguíamos hablando por chat, y cada mes me ingresaba puntualmente 1000 € en mi cuenta para mis gastos y caprichos. Pronto empezamos a hablar de matrimonio y de irme a vivir con él a España. El recuerdo de sus humillaciones me perseguía, pero gracias a su dinero podía pagar el alquiler y las medicinas de mi madre. No tenía otra opción.

Fue pasados unos meses cuando me empezó a hablar de su hijo Luís. Al principio puntualmente, pero después de forma más insistente. Luís era un chico muy simpático y listo, pero según él muy tímido y sin experiencia con las mujeres. Su deseo era que viniese unos días a San Petersburgo para (en sus propias palabras) que le hiciera un hombre. No podía dar crédito a lo que veía escrito en la pantalla… Ese cerdo no sólo iba a usarme para satisfacer sus perversiones, ¡también quería que satisficiera sexualmente a su hijo!

Al principio la idea me repugnaba. Después recapacité. Un refrán ruso dice que “el cerdo pequeño siempre va detrás del cerdo grande”. ¿No iba a ser esta mi oportunidad de hacerle pagar al cerdo pequeño todo lo que me había hecho el cerdo grande?

Accedí a las peticiones de Eduardo de acoger unos días a Luís, durante las vacaciones de navidad. En mi interior el ansia de venganza iba creciendo a medida que se acercaba el día de su llegada, pero sin llegar a tejer ningún plan en concreto. ¿Qué iba a hacerle? ¿Le torturaría? ¿Le haría pasar hambre o frío? Tenía que humillarle, eso estaba claro. Lo mismo pensé aquel día en la terminal de llegadas del aeropuerto de San Petersburgo, cuando Luís y yo nos encontramos por primera vez.

Luís resulto ser un muchacho muy guapo. Al contrario que su padre era rubio, delgadito y con los ojos azules. Nada en él hacía recordar al cerdo que me había violado. Recuerdo como en el aeropuerto Luís temblaba de frío a pesar del grueso abrigo que llevaba (por entonces estábamos a -10ºC). Sus mejillas eran pálidas y su nariz roja. Me saludo de forma muy educada, impropia de su edad, y nos dirigimos hacia el coche.

En el largo trayecto hasta casa, mientras avanzábamos a paso de tortuga entre los coches, Luís apenas dijo nada, su mirada clavada en la tormenta de nieve que se veía tras la ventanilla. Ya en casa le acomodé en la habitación de invitados (por entonces, gracias al dinero de su padre me había podido mudar a un lujoso apartamento en el centro) y le ofrecí algo improvisado para cenar. Durante toda la cena Luís no levantó la vista del plato. Se le veía incómodo, su mirada evitando la mía. Me pregunté cuál era el problema: ¿Sería quizás que Luis era un tímido patológico? ¿O era quizás que no estaba de acuerdo con el motivo de su viaje?

El día siguiente era sábado, así que lo llevé a unos grandes almacenes a comprar ropa de abrigo en condiciones (pagado por su papá) y después a dar un pequeño paseo por el centro.  Durante toda la mañana Luís tuvo hacia mí la misma actitud esquiva del día anterior. Las pocas veces que nuestros ojos se cruzaban sentía en su mirada un sentimiento hacia mí que no podía identificar con claridad. La situación empezaba a ser realmente incómoda cuando recibí un mensaje de Eduardo que me devolvió a a la realidad. “¿Qué tal va todo?”- me decía- “¿Se está comportando la fierecilla?” Era cierto: Luís estaba conmigo por un motivo muy concreto ¿por qué retrasarlo más?

Al llegar a casa decidí cambiar mi papel de anfitriona falsamente amable. La sonrisa hipócrita se borró de mi rostro y empecé a dirigirme a Luís con monosílabos y frases cortas. Le dije que se quitara el abrigo y le senté junto a mí en el sofá.

  • Mira Luís, tu sabes por qué estás aquí ¿verdad?-  Luís asintió, bajando la vista sonrojado. Yo le insistí. -¿Por qué estás aquí Luís?- Silencio. Con una mano le levante la barbilla e hice que nuestras miradas se cruzaran. No era sólo vergüenza lo que vi en sus ojos. Y tampoco era sólo deseo. Había algo más que seguía sin poder identificar. Le di una bofetada seca, rápida, que le hizo girar la cabeza y abrir la boca con sorpresa. Se llevó su mano a la mejilla.

  • Cuando yo te pregunte tú me has de contestar. ¿Por qué has venido aquí Luís?- Mi mano levantó su mentón y nuestras miradas volvieron a cruzarse. En ese momento reconocí lo que había en su mirada: era miedo. Con un gesto rápido mi mano izquierda cruzó su otra mejilla. Esta vez la bofetada fue más fuerte, haciendo que se tambaleara en el sofá. Me volvió a mirar y el miedo en sus ojos ya era evidente.

-Para follar…- Dijo tímidamente el muchacho. Empecé a reír y le agarré del pelo. Luís se cubrió la cara para defenderse, temiendo quizás más bofetadas, pero esa no era mi intención. Suavemente, le aparté las manos de su cara y lo apoyé contra mi pecho.

-Pobrecito… ¿así que quieres follar? ¿Sí? ¿Eres virgen, verdad?- Luís asintió con la cabeza-¿Y me encuentras guapa?- Volvió a asentir. Lo separé y volvimos a mirarnos.

  • Muy bien. Vamos a follar. Pero lo que quizás no te ha dicho tu papá es que antes de follar vas a tener que obedecerme, ¿vale? Tendrás que hacer todo lo que yo te diga, ¿te parece bien?- Luís asintió. Otra bofetada cruzó su rostro y esta vez casi se cayó al suelo. Cogí su cara y la acerqué a la mía.- No. Así no. Debes decir “Sí, Lilka”. ¿De acuerdo?

  • Si, Lilka.

Entonces entendí lo que ocurría. Luís me temía. Me temía posiblemente desde meses atrás, desde mucho antes de conocerme.  Yo era su diosa, y a las diosas se las adora y se las teme a partes iguales. Mi venganza acababa de empezar. Lo primero que hice fue subir la calefacción de la casa.

  • Ahora, si quieres follar tienes que quitarte la ropa. Vamos: quédate desnudo.

Sin vacilar, Luís fue quitándose la ropa con nerviosismo, sus manos temblando mientras se desabrochaba la camisa, mientras la doblaba para guardarla pulcramente sobre una silla del comedor. Cuando hubo acabado y se dio la vuelta para mirarme sus manos cubrían sus genitales. Lentamente me levanté del sofá y me puse de pie junto a él, mis 180 cm de estatura junto a su frágil cuerpo desnudo. Le aparté las manos y pude ver su pequeño pene sin apenas pelo.

  • Vaya cosa más pequeñita que tienes ahí, ¿no te da vergüenza tenerla así de pequeña?- Luís no contestó. Otra vez le crucé la cara. Esta vez sin esperárselo en absoluto. - ¿No te he preguntado, Luís? ¿Por qué no contestas?

Luís titubeó mientras se protegía la mejilla con la mano.

  • Sí…- Otra bofetada, un golpe seco en la otra mejilla. Unas lágrimas brotaron de sus ojos.

-¿Qué se dice Luís?

  • Sí, Lilka.

Luís empezó a emitir unos pequeños gemidos mientras se cubría el rostro con las manos. Intentó oponer resistencia cuando se las separé pero fue inútil: yo era mucho más fuerte que él y lo sabía. Las lágrimas corrían por sus mejillas rojas mientras lloriqueaba como un bebé. Otra vez le abracé, apoyando su cara contra mis pechos. Luís se fue tranquilizando lentamente.

  • Pobrecito… ¿Pero cómo me quieres follar con algo tan pequeño?¿No ves que no voy a sentir nada?- Le hablaba suavemente, susurrándole al oído mientras le acariciaba el pelo.- Pero hoy si te portas bien vas a tener tu premio. ¿Quieres que Lilka te de un premio antes de irte a dormir?- Luís asintió con la cabeza. Levanté mi mano para volver a castigarlo cuando finalmente rectificó.

-Sí Lilka.

-Muy bien- Mi mano bajo lentamente y acarició su mejilla caliente.- Pues entonces vamos a empezar. Primero el uniforme.

De un armario cogí unas braguitas de encaje y se las puse. Le quedaban bastante bien, cubriendo sin demasiado problema su pequeño pene y sus testículos casi prepuberales. Se lo hice ver y me reí. Ahora ya estaba preparado para empezar.

En cuestión de segundos tuve que improvisar un plan de adiestramiento, empezando con una serie de tareas domésticas que Luís tendría que realizar sin rechistar, vestido sólo con mis braguitas. En primer lugar le llevé a la cocina, donde había los platos de varios días sin lavar. Le indiqué que los lavara, que los secara, y que los colocara luego en la alacena. Luís llevó a cabo la tarea sin rechistar mientras yo, situada siempre detrás de él, vigilaba sus movimientos. Cuando iba a colocar el último plato, éste se le resbaló y se cayó al suelo, rompiéndose en un terrible estruendo.

  • ¡Eres imbécil!

Lo cogí del brazo y lo empecé a abofetear. Tres o cuatro golpes cruzaron su rostro hasta que pudo poner el otro brazo para defenderse. Indignada por una ira medio fingida, le indiqué dónde estaba la escoba y le ordené que recogiera los fragmentos. Cuando lo hubo hecho lo cogí del brazo y, sentándome en el sofá, lo tumbé boca abajo sobre mi regazo.

  • Tal vez así aprendas.

No opuso resistencia. Ambos sabíamos lo que debía suceder. Notaba su cuerpo infantil temblando sobre mis muslos mientras esperaba el castigo. Reconozco que alargué un poco ese momento, deleitándome en su miedo atávico. El primer cachete cayó sin avisar. Luego vinieron otro y otro más. Todos con la mano abierta, sobre sus nalgas. Estuve golpeándole  hasta que la mano me empezó a doler. Sus nalgas eran para entonces de una tonalidad roja brillante, y Luís, boca abajo,  lloraba desconsoladamente. Le tiré del pelo y le dije que por su culpa ahora me dolía la mano. Que si estaba orgulloso. Me miró con los ojos llenos de lágrimas y los mocos corriendo por su rostro. Sin embargo, me fijé en algo que me llamó la atención: mientras le castigaba su pene había tenido una tremenda erección, la cual salía de forma evidente por debajo de sus braguitas. Se lo hice ver para que se avergonzara y, cogiéndole del pelo, lo arrastré hasta una esquina donde le ordené que se sentara cara a la pared para reflexionar.

Mientras Luís estaba así sentado aproveché para sentarme yo también un rato. Me notaba mojada. De hecho, decidí bajarme los pantalones y empecé a masturbarme con la mano que no me dolía. Los golpes que le había propinado y los gemidos de Luís desde la esquina me excitaban tanto que al poco tiempo tuve un intenso orgasmo que silencié para que él no se percatara. Me quedé un rato en el sofá, descansando mientras oía los cada vez más apagados gemidos del chico.

Pasó una media hora hasta que decidí levantar el castigo. En todo ese tiempo ni había dicho nada ni había hecho el más mínimo amago de darse la vuelta: tal era el miedo que debía sentir hacia mí. Le pregunté si había reflexionado. Con su cara manchada de mocos y lágrimas me dijo que sí. Le di una bofetada suave para que recordara quién mandaba aquí y proseguí con el plan de adiestramiento. Durante el resto de la tarde el chico estuvo limpiando el suelo de rodillas, pasando el plumero por los muebles, regando las pantas… En un primer momento yo iba detrás de él, indicándole cómo debía hacerse, pero al cabo de un rato me senté en un sofá para observarlo desde allí mientras leía una revista.

A la hora de cenar la casa estaba reluciente. Le llevé del brazo y fuimos repasando cada uno de los rincones que había limpiado. Realmente se había esmerado y se lo hice saber: “Buen chico. Eres una putita obediente”. Le pregunté si tenía hambre y me dijo que sí. Entonces saqué de la nevera unos ingredientes sencillos y le dije que preparara unos bocadillos para cenar.

Me puse a ver la tele sentada en la mesa del comedor mientras oía cómo desde la cocina Luís preparaba la cena. Al cabo de un rato Luís acudió con dos platos que colocó sobre la mesa, tal como estábamos sentados el día anterior. Eso me enfureció. Le pregunté quién le había dado permiso para sentarse conmigo en la mesa. Me levanté de mi sitio y, mientras con una mano cogía a Luís del brazo con la otra cogí su plato y se lo dejé en el suelo, en la esquina donde antes le había castigado cara a la pared. Le dije que ese iba a ser su sitio a partir de ahora. Luís no rechistó. Se comió en silencio su cena y, cuando hubimos terminado, recogió nuestros platos y se fue a la cocina a fregar mientras yo seguía mirando mi programa favorito en la tele.

Al volver de fregar los platos Luís se puso de pie junto a mí, como esperando la siguiente tarea. No se atrevía a hablar. Después de estar un rato ignorándole apagué la tele y me puse de pie frente a él. Su cabeza a la altura de mis pechos. Noté como su corazón se aceleraba. Me excitaba aquello: notar su miedo ante lo desconocido, el no saber qué le esperaba a continuación. Pero la experiencia con su padre me había enseñado que la humillación prolongada deja de ser dolorosa. Luís por fin tendría su premio. Me senté en el sofá y le indiqué que se arrodillara frente a mí sobre la alfombra. Me quité los zapatos y los calcetines y le acerqué un pie hasta colocarlo sobre su cara. Le ordené que lo lamiera, y Luís empezó a hacerlo como si llevase todo el día esperando aquel momento. Con fruición. Esmerándose en pasar su lengua entre mis dedos. Pronto pude comprobar como otra vez su pene erecto asomaba por debajo de las braguitas.

-Luís, ¿tu papá te había pasado fotos mías, verdad? ¿Verdad que en España te tocabas pensando en mi?

-Sí, Lilka.- Aparté mi pie de su rostro.

  • Pues ahora, Luís, vas a hacerte una paja. No, no te quites las braguitas, te la puedes hacer así.- De rodillas frente a mí, Luís empezó a subir y bajar su prepucio con dos dedos. Primero lentamente, esperando quizás alguna reprimenda por no hacerlo bien. Pero yo no hice nada: sólo le miraba. Poco a poco sus movimientos se fueron haciendo más rápidos y, bajo mi atenta supervisión, pronto llegó el orgasmo y unos chorros de semen mancharon el parqué. Luís se quedó donde estaba, mirándome como avergonzado. Esperando órdenes quizás. Se las di.

  • Bueno, pensarás limpiarlo, ¿no?

No hizo falta que le dijera cómo. Luís se agacho a cuatro patas y, con la lengua, empezó a lamer su leche del suelo hasta que éste quedó completamente limpio. Yo le acaricié el pelo.

  • Buen chico… ¿nos vamos a dormir?- Luís asintió. Se puso de pie dirigiéndose a su habitación cuando le cogí del brazo para pararlo. Me levanté y le indiqué que se tumbara en el sofá. -No, no, no... Tu hoy duermes aquí.

Mientras Luís se hacía un ovillo en el sofá fui a su habitación y la cerré con llave con todas sus cosas dentro. No quería que pudiera llegar a pensar que tendría ningún tipo privacidad ni de comodidad mientras estuviera conmigo.

Debía entender que no había vuelta atrás en su proceso de adiestramiento.