La Venganza de Diógenes

La deseaba con una fuerza obsesiva. Deseaba su cuerpo, deseaba vengar su humillación junto a la laguna,deseaba...

LA VENGANZA DE DIÓGENES

El corazón le iba a mil por hora, sentía cada latido martilleando su pecho dolorosamente, el aire que entraba en sus pulmones parecía capaz de quemarlos y tenía la garganta reseca y casi insensible. Se detuvo un momento mirando hacia atrás para recuperar el aliento. Les vio venir, quince sombras sobre la mullida alfombra de hierba que cubría el bosque en aquella época de primavera. Sin pensarlo dos veces reanudó la carrera. Las piernas le pesaban terriblemente pero no podía darse el lujo de parar otra vez, estaban demasiado cerca y si la cogían .... mejor no pensar en ello. Sólo correr. Huir. De él.

Diógenes

Diógenes llevaba siglos esperando el momento de atraparla, siempre protegida por su ejército, ágil como una gacela, diestra en el manejo de las armas; por fin tenía la oportunidad que tanto deseaba y no iba a desaprovecharla. La emboscada había sido todo un éxito, los enormes escudos pulidos reflejaron el sol con tanta intensidad que les habían cegado por completo, dispersándolos, separándolos de ella. Ahora se internaba sola en el bosque, su territorio, y no tardaría en dar con ella. Mandó en su busca al mejor escuadrón de su ejército, los mensajeros le trajeron noticias alentadoras, poco a poco la estaban rodeando, dejándola sin salida posible para huir, muy pronto sería suya.

La deseaba, la deseaba con una fuerza obsesiva. La deseaba desde que Fortran, el rey de Artrox se la entregó como pupila con tan solo trece años. La instruyó diligentemente en el manejo de las armas, por eso era tan brillante, le mostró tácticas de guerra, el poder de una buena estrategia, le enseñó a alentar a sus hombres, a dirigirlos hacia la victoria. Y día a día, la vio convertirse en una mujer fuerte, salvaje, tozuda e independiente. Y la deseó.

Diógenes, a pesar de su gran valía en la guerra, tenía un carácter irascible y rebelde, no eran pocas las veces que se había sublevado frente a su señor y rey, y este había tenido que tomar medidas contra él, ya poco importan las razones que le llevaron a auto exiliarse de Artrox y fundar su propio reino de oscuridad, terribles historias se contaban sobre los métodos de tortura que empleaba para sonsacar información al enemigo, las emboscadas que tendía a quienes osaban atravesar su bosque, y usaba para enriquecerse aún más con el botín robado. Elaboraba las más complejas intrigas para enfrentar a reinos entre sí y aprovecharse de ellos cuando ya habían caído, sin duda, tenía una mente brillante a la par que cruel.

Aquella mañana de verano se había despedido de ella, la princesa tomaba el baño ceremonial del Equinocio de Verano, un rito en el que tan sólo participaban dos de sus doncellas de más confianza, la muerte aguardaba a aquel o aquella que osara acercarse al lago mientras durara el ritual. La vio deslizarse sobre las cristalinas y calmas aguas en dirección a la orilla, su cuerpo desnudo brotó del agua derramando finos hilillos acuosos sobre su tersa piel morena, varias gotas de agua brillaban sobre sus pechos como brillantes esculpidos. Y su sexo aparecía delicadamente recortado, con un pequeño mechón de bello oscuro y rizado sombreando tan sensible zona. Él sonrió a sabiendas de que era el primer hombre que la veía de aquella guisa, la disfrutó con los ojos antes de avanzar unos pasos y presentarse ante ella.

La dama trató de cubrirse con la túnica blanca que la aguardaba, pero, nerviosa y asustada por aquella interrupción, no pudo más que colocarla frente a sí con dedos torpes y temblorosos.

No os asustéis, tan sólo he venido a despedirme, ya es hora de que abandone este lugar – dijo Diógenes arrastrando cada sílaba al hablar.

No deberías estar aquí, pudiste haberme esper...

¿Esperado? No alteza, se acabó esperar, se acabaron las órdenes. – el hombre siguió observándola con verdadera lujuria, y una idea inquietante surgió en su mente, como un rayo de sol inesperado – No, nada de despedidas, vendréis conmigo. Ya he esperado demasiado por vos.

La mujer, joven aún e inexperta, no comprendió del todo sus palabras, tan solo una idea bailaba en sus arremolinados pensamientos. No iría a ningún lugar con aquel hombre. Si bien la había entrenado sabiamente, el trato que la dedicaba era humillante y, en ocasiones, cruel. Sólo el milagroso ungüento del sanador real, había evitado que su cuerpo luciera las cicatrices causadas por aquel hombre que no le inspiraba la más mínima confianza. No iría con él.

Diógenes se había adelantado entonces con intención de llevársela a la fuerza, pero no contó con que la princesa portara su inseparable espada, también allí. La mujer, sin dudarlo, soltó la túnica deslumbrándole con su cuerpo húmedo aún, y tomó el arma con una velocidad de vértigo, la interpuso entre ambos y amenazó con matarle si no se marchaba de allí en seguida. Diógenes fingió obediencia, el tiempo justo para extraer su propia arma y encarar a la muchacha, el acero brilló entrechocando y produciendo estridentes sonidos metálicos tan sólo enmudecidos por la ingente floresta que rodeaba el lago y les mantenía aislados. Fintaban, retrocedían, atacaban, las armas se movían a velocidad de vértigo; sin ningún asomo de duda, Diógenes era el más diestro con la espada, pero aprovechaba cada estocada para rozar con sus manos el cuerpo desnudo de ella, un seno, la cintura, una nalga prieta y estas distracciones finalmente le valieron la derrota pues ella le desarmó y él tuvo que alejarse de allí humillado.

Eso ocurrió hace ocho años, esta vez, ella estaría desarmada y a su completa merced.

Kimara

Tropezó varias veces más antes de caer al suelo cuan larga era y perder el conocimiento. Lo último que cruzó su mente fue una imagen borrosa de varias figuras cerniéndose sobre ella. Lo siguiente, un olor a humedad y a sal, el frío calándole los huesos y, al abrir los ojos, perpetua oscuridad. Tenía las muñecas unidas por sendas argollas de metal, con los brazos en alto, colgando su cuerpo a varios palmos del suelo, y balanceándose lentamente por la falta de apoyo, el cuerpo le dolía y sentía los pulmones ardiendo por el esfuerzo, ya casi no tenía fuerzas para moverse, dejó caer la cabeza sobre el pecho reprimiendo un sollozo de rabia.

Kimara era la hija mayor del rey Fortran, su heredera y, por lo tanto, había sido entrenada como una guerrera, mientras su hermana era educada en el protocolo, la costura y otras artes más acordes con una dama de la nobleza. Kimara se había visto obligada a recortar sus negros rizos y a fortalecer su cuerpo para la batalla, al principio no le importó, le gustaban las armas y se llevaba bien con los soldados que luchaba bajo su mando, la respetaban y se compenetraban bien. Pero, hacía unos tres años, un hombre llegado de un lejano territorio había solicitado unirse a su ejército. No era un hombre normal, era un bárbaro, un ser proveniente de las tierras del norte, se les conocía por su fiereza en la batalla, su rebeldía, su fuerza y sus victorias, ya que jamás ningún reino había sido capaz de derrotar a uno sólo de estos hombres. A regañadientes Frotran se vio obligado a admitirle, dada la desventaja frente a Diógenes, pero nadie simpatizaba con él, excepto Kimara.

Aquel hombre no la trataba como los demás, para él ella era un igual en la batalla, no entendía de reyes ni de princesas, y no era más que una mujer como cualquier otra, pero, las demás mujeres, a diferencia de ella, eran hermosas, sus cuerpos delicados, sus mejillas se ruborizaban con una simple mirada, eran recatadas, dóciles, no como ella. Ella era una guerrera, una indomable guerrera. Y se sentía fea cada vez que él la miraba, se autoconvenció de que aquel hombre sólo permanecía a su lado por que compartían la pasión por la batalla, a menudo entrenaban juntos y Kimara disfrutaba al máximo de estos breves momentos de intimidad, a sabiendas que su padre no permitiría nada más allá con un bárbaro.

Pero ahora ya todo daba igual, Diógenes la había capturado y, sin duda, la utilizaría para conseguir cualquier cosa de su padre o la mataría sólo por diversión, para vengarse de su derrota frente al lago. Se mordió los labios para no gritar, no le daría esa satisfacción. La cerradura saltó a su espalda y un ruido de goznes chirriantes la ensordeció por un momento. En ese instante, se hizo la luz en la reducida celda que ocupaba.

La Venganza de Diógenes

Caminó a su alrededor deleitándose con el miedo que provocaba en ella al saberse indefensa, nunca en toda su vida lo había estado, excepto entre sus manos, cuando la vencía en combate y la obligaba a permanecer en el suelo bajo el peso de su cuerpo, en esos momentos gozaba sintiendo la firmeza de sus senos juveniles apretados contra él, y se imaginaba a sí mismo dominándola, haciéndola suya.

¿Estáis cómoda alteza? – inquirió con sorna.

Suéltame Diógenes y no tomaré represalias contra ti – se aventuró a amenazarle ella, aún a sabiendas de que toda palabra era inútil.

Veo que sigues sin aprender a tratar a tu tutor con el debido respeto – Diógenes le tomó el rostro por la barbilla y la obligó a mirarle, se aproximó aún más a ella, hasta que sus cuerpos se rozaron y frotó la mejilla barbuda contra la suave de ella.

Kimara trató de liberarse, pero su posición no era la idónea para ello y tuvo que aguantar su contacto rasposo y desagradable. Él la miró sonriendo triunfal y sacó la lengua, le lamió la mejilla lentamente, como degustándola, Kimara chilló enfurecida, pero nada pudo hacer por apartarse de su húmeda lengua.

¿No os ha gustado? – inquirió burlándose de ella y apartándose para tomar algo de una bandeja que llevaba ahí todo el tiempo, y en la que Kimara aún no había reparado.

El brillo de una daga la alertó y su cuerpo se tensó, pensó en balancearse para adquirir impulso y desarmarle de una patada, pero bien sabía ella lo inútil de su acción en tan reducido espacio, él no se lo permitiría. Contuvo el aliento cuando el frío metal se deslizó por su cuello hasta el inicio de su camisa. Con un rápido movimiento de muñeca, Diógenes desgarró la tela de arriba abajo dejando su abdomen y sus senos al descubierto. Una pequeña gota de sangre brilló cerca del ombligo.

Disculpadme, me temo que he perdido ciertos reflejos con la edad – bromeó recogiendo la sangre con la punta de su dedo y llevándosela a la boca.

Maldito bastardo – le insultó ella, presa de la ira – suéltame de inmediato o desearás no haber nacido.

Diógenes estalló en carcajadas, su risa la hería, humillándola, su arrebato de furia no contribuía más que a enardecer a Diógenes, nada de lo que dijera o hiciera cambiaría la situación, estaba en sus manos. Tembló y él lo supo. Volvió a acercarse a ella, rozó un pezón con el dedo de su mano y ella se agitó tratando de alejarse sin éxito alguno. Ensalivó el dedo y volvió a rozar el pezón dejando huellas de humedad a su alrededor, lo pellizcó haciéndole daño y extrayendo un breve grito de sus labios carnosos y enrojecidos. Siguió pellizcando y acariciando el pezón hasta que éste se puso duro y la aureola de sus senos adquirió un tono marrón más oscuro. Metió la mano por dentro de la camisa, acariciando su espalda y la empujó hacia él. Esta vez, su boca aprisionó el seno femenino y comenzó a chupar y succionar con fruición, como si tratara de extraer el alimento que le mantenía con vida. Ella se sacudió, gritó y agitó las piernas tratando de golpearle y apartarle así de ella. Pero él la ignoró esquivando con facilidad sus patadas, mientras, su mano libre aprisionaba el otro pezón y se encargaba de endurecerlo también, pronto se saciaría con el primero y su boca anhelaría absorber un segundo manjar.

Kimara trataba de aislarse de las sensaciones que Diógenes le provocaba, era el primer hombre que la trataba de aquel modo y esto hacía de su humillación y derrota aún más insufrible. Más aún cuando pensaba en el hombre que debería estar allí con ella, en lugar de su enemigo, el hombre que ella deseaba y que ansiaba para ella, para darle aquellas nuevas sensaciones. En un principio, Kimara había pensado que Diógenes la torturaría hasta la muerte o la usaría como moneda de cambio para derrotar a su padre, sin embargo, no esperaba aquel tratamiento de un hombre como él, aquello le resultaba aún peor que un hierro incandescente en su abdomen, era humillante y la huella sería aún más profunda si sobrevivía.

Le repugnaba sentir la lengua húmeda y caliente de Diógenes sobre su pecho, pero, al tiempo, sentía un cosquilleo nuevo y extraño para ella, aunque hubiera dado todo cuanto poseía para alejarle de sí y verse liberada. Cuando Diógenes se hartó de mamar sus pechos se separó de ella y volvió a tomar la daga, aunque pareció pensárselo mejor y la depositó otra vez sobre la bandejita.

Será más divertido hacerlo con las manos ¿No crees?

No, basta, no vuelvas a tocarme, mi padre ...

Tu padre no encontrará jamás este lugar, así que hazte a la idea de que me perteneces. – le cortó él tajante, aunque sin rudeza.

Kimara se quedó muda, pero en seguida volvió a vociferar toda una serie de insultos cuando vio como Diógenes desabrochaba su cinto y, lentamente, paladeando aquel momento, deslizaba el pantalón de piel por sus torneadas piernas hasta desnudarla por completo.

Se alejó para observarla mejor, desnuda, con los jirones de la camisa colgando a su espalda, balanceándose a varios centímetros del suelo, con los brazos atados a una cadena, indefensa, totalmente indefensa y suya. Contempló la entrepierna de ella, con el bello recortado como aquella vez en el lago, la joven apretaba las piernas y se mordía los labios completamente humillada, incapaz de sostenerle la mirada, la desviaba hacia un lado, tenía las mejillas arreboladas y la respiración agitada, sin duda temblaba como un animalillo asustado, su animalillo.

Diógenes le acarició la cintura, atravesó su ombligo con un dedo largo, como si quisiera acceder a su interior por aquella cicatriz natal. Lo lamió con la punta de la lengua, deslizó su mano por el monte de Venus y presionó entre sus piernas para abrirse paso, jugando con ella, haciéndola creer que tenía alguna mínima posibilidad de resistirse a él. En ese momento alguien golpeó la puerta y un soldado uniformado penetró en la estancia cuadrándose ante él y dirigiendo fugaces miradas al cuerpo desnudo que tenía frente a sí y que hacía que su miembro cobrara vida bajo la armadura.

¡Di órdenes explícitas de no ser molestado! – bramó enfurecido por la interrupción.

Señor, alguien a atravesado los muros del castillo y no es de los nuestros – informó el soldado sin inmutarse y sin poder apartar la vista de la hembra que lucía frente a él.

Eso es imposible, nadie sería capaz de encontrar este lugar.

¿Señor?

Diógenes miró dubitativo a su presa, pero finalmente rugió molesto y se apartó de su cautiva.

Esta bien, veamos quien se cree tan hábil como para llegar hasta aquí.

Dicho esto, ambos hombres salieron de la estancia dejando sola a Kimara, que tuvo que hacer grandes esfuerzos por reprimir las lágrimas, un breve destello de esperanza se iluminó en su corazón, quizá alguien la había encontrado, esperaba que se diera prisa, tenía que salir de allí, tenía que alejarse de él.

Thorm

El bárbaro se agachó a tiempo de esquivar una certera saeta dirigida a su cabeza y que le arrancó unos mechones rojizos de su cabello, giró sobre sí mismo para apartarse de la muralla y de las flechas que volaban hacia él. Los soldados de Diógenes le perdieron de vista y dejaron de disparar. Thorm respiró hondo con su cuchillo de caza firmemente asido en su mano izquierda y trató de recuperar el aliento. Debió imaginar que aquel viejo montón de rocas no estaba lo bastante bien asentado como para soportar su peso, de haberlo hecho, ellos nunca le habrían descubierto. Ahora ya no tenía solución, pero no por ello dejó de amonestarse.

Seguir las huellas resultó sencillo, aquella panda de inútiles engreídos ni siquiera se había molestado en ocultarlas. Encontrar la entrada secreta que disimulaba la pequeña isleta tampoco fue complicado. Pero estaba solo. Perdió de vista al resto de sus compañeros durante la escaramuza de los espejos y no tuvo tiempo de advertirles antes de lanzarse en persecución de la princesa. Él solo contra más de un millar de mercenarios bien pagados y leales a Diógenes. ¡Pero qué astuto había sido! Bárbaro estúpido, no tenía posibilidades. Aún así no iba a darse por vencido, esa opción no entraba en sus planes. Kimara le necesitaba. No dudaba de la valía de la mujer, muchas batallas había ganado luchando espalda con espalda junto a ella, pero esta vez no podría hacer gran cosa ella sola. Tenía que encontrarla y sacarla de allí.

Necios, le buscaban en el lado equivocado de la muralla. Saltó sobre un grupo de arbustos alineados junto a él y corrió como si le impulsara el mismísimo demonio. Torció a un lado y derribó a un soldado distraído, ya estaba dentro, ahora a buscar los calabozos.

¡Disparad! – gritó una voz tras él.

Thorm sintió una presión en la cabeza y luego su vista comenzó a nublarse, su cuerpo se volvió pesado y cayó tropezando con la muralla y desapareciendo barranco abajo. Sus enemigos le perdieron de vista y sonrieron satisfechos al ver caer al bárbaro. La imagen de Kimara, sudorosa, con el arma empuñada sobre su cuello y sonriéndole victoriosa, le asaltó antes de que su mente se oscureciera por completo. Era la única mujer frente a la cual no le importaba caer derrotado a pesar de que sólo lo lograra una vez. En aquella ocasión, el sol sobre sus hermosos rizos oscuros le había deslumbrado, distrayéndole la curva de sus cabellos alrededor de su rostro. Imperdonable. Luego ambos reían.

Kimara derrotada

¿Caído? – la voz le temblaba presa del llanto que pugnaba por brotar de sus ojos. No sólo acababa de morir su última esperanza de salvación, sino el hombre que amaba.

Así es – le confirmó él sin molestarse en mirarla, eligiendo su siguiente paso - ¿Qué esperabas de un bárbaro? Son estúpidos e impetuosos. Fue fácil sorprenderle y acabar con él.

Thorm... – el nombre se deslizó entre sus labios que sangraban por una pequeña herida que ella misma se había infligido al morderse. Diógenes la escuchó y se volvió hacia ella incrédulo a la par que satisfecho.

Así que tú amabas a ese necio botarate – afirmó más que inquirió. Kimara apartó la vista y frunció el ceño decidida a no darle más satisfacciones a aquel ser cruel e insensible. – Vaya con la princesita, enamorada de un bárbaro.

Diógenes se aproximó al cuerpo desnudo de Kimara y apretó los pezones con saña, pero la joven logró reprimir un grito de dolor haciendo sangrar una vez más sus labios.

Tranquila, yo te daré lo que andas buscando. – en esta ocasión mordió uno de los senos con voracidad y una lágrima se deslizó por la mejilla de la joven - ¿Por qué lloráis? ¿Acaso piensas que el bárbaro te habría tratado mejor? En el fondo seguís siendo una niña. Pero yo voy a solucionar eso. – Diógenes comenzó a reír de forma hilarante y Kimara dejó caer la cabeza derrotada. Ya nada la salvaría de la locura de aquel hombre, estaba a su merced. Sólo deseaba que acabara rápido con ella.

El hombre volvió a deslizar una mano entre sus piernas encontrando la resistencia de la mujer, incapaz aún de dejarse ir hasta aquel punto. Chascó la lengua molesto y se volvió para coger un par de cuerdas de la bandeja, ató una de ellas al tobillo derecho y el otro extremo a una pequeña anilla clavada a la pared, separando de este modo su pierna a la fuerza. Igual hizo con el tobillo izquierdo dejando totalmente expuesto y accesible el sexo de ella. Kimara profería imprecaciones y quejas presa de la desdicha. Pero él ya no la oía, sólo veía su cuerpo torneado, de músculos flexibles y piel suave y morena. Los labios vaginales hinchados, sonrosados, ocultos por un cabello corto y encrespado que apenas los cubría. Los separó con una mano en busca del clítoris y comenzó a masajearlo arrebatándole gemidos incontenibles, lo pellizcó y luego descendió un poco más en busca de la entrada aún sellada de su sexo. Introdujo un dedo y presionó un poco constatando que ella era virgen aún. Sonrió complacido.

Kimara le vio alejarse tras ella y salir un instante de la celda, suspiró tratando de renovar sus fuerzas, consciente de que aquello aún no había concluido. Un segundo después Diógenes regresaba portando la espada de ella en la mano y con los ojos velados por una locura peligrosa.

Me venciste una vez, con esta misma arma – le dijo él – Me humillaste. – Parecía terroríficamente sereno y la joven se asustó mucho al ver la expresión de sus ojos, había perdido el juicio por completo – Es hora de devolverte el favor con tu propia arma.

Sin mediar otra palabra, Diógenes situó la empuñadura en la entrada de la vagina y presionó hacia arriba con brusquedad, penetrando a la mujer con el frío y duro metal. Los gritos de Kimara llenaron la sala y las lágrimas empaparon sus ojos y su rostro que adquirió una expresión desencajada de dolor, al sentirse desagarrada con semejante violencia. Su mente apenas comenzó a asimilar el dolor, cuando el hombre agitó el arma en su interior, penetrándola con ella una y otra vez, en un distorsionado remedo del acto sexual.

¡¡No!! ¡¡Basta ya por favor!! ¡¡No sigas!!¡¡Nooooo!! – el dolor que sentía iba más allá de cualquier otro que hubiera podido experimentar a lo largo de los años, la habían herido en numerosas ocasiones durante la batalla, una vez estuvo a punto de morir por una flecha que se incrustó muy cerca de su corazón, pero nada era comparable a aquello, la desgarraba por dentro, hacía caer las pocas defensas que quedaban en pie y no tenía escapatoria posible. Sentía calientes las entrañas, pero el metal que la violaba era frío.

Finalmente, Diógenes extrajo la espada, manchada de fluido y sangre y la dejó caer rápidamente, mientras sus dedos ya se deslizaban en la húmeda y cálida cueva de ella penetrándola con violencia, estaba tratando de incrustarle el puño entero, pero no lo lograba. Furioso por aquella derrota la golpeó en el estómago dejándola sin aliento, ella lloraba ya sin poder contenerse y sus sollozos le ponían enfermo.

¡Silencio Zorra! – le gritó abofeteándola y haciéndole un corte en la mejilla con el anillo que llevaba en el dedo y que comenzó a sangrar en seguida. - ¡Ahora te enseñaré como lo hace un hombre!

Dicho esto, Diógenes comenzó a desabrochar los pantalones torpemente debido a su histérico carácter. Estaba apunto de lograrlo cuando la puerta se abrió de golpe y se encontró con una daga adornando su frente. Kimara abrió los ojos sorprendida y le vio caer sin vida frente a ella. Las cuerdas que anudaban sus piernas se soltaron y unos brazos firmes la sostuvieron al tiempo que liberaban sus muñecas.

La princesa cayó sobre su salvador, desmadejada, débil y confusa. Se dejó vestir por una camisa demasiado grande para ella, de piel clara y blanda que abrió un surco en las tinieblas de su mente.

Thorm...

Shhh! Tranquilazos, ya estáis a salvo, os sacaré de aquí. – Kimara rompió a llorar de nuevo tratando de cubrir su maltrecho cuerpo, incapaz de mirarle a la cara, aliviada, sin embargo, por que él siguiera con vida, avergonzada de que la viera en aquel humillante estado.

Thorm había visto la espada manchada de sangre, su cuerpo desnudo colgado indecentemente del techo, la ira le invadió por completo y no pudo evitar acabar con el causante de aquella situación, ahora la sentía temblar en sus brazos, jamás había estado tan indefensa y él se sentía incapaz de consolarla, estúpido por no saber que hacer o decir para recuperarla. Se limitó a abrazarla estrechándola contra su pecho hasta que ella se calmó sollozando débilmente. Si aquellas ramas no hubieran amortiguado su caída... si el arquero hubiera sido más diestro... él estaría muerto y ella, Thorm no se atrevía a pensar en ello, se le partía el alma sólo de verla en aquel estado, si hubiera llegado más tarde... La ayudó a ponerse en pie, pero sus piernas no la sostuvieron y casi cayó de nuevo al suelo. La sangre seguía manando de su entrepierna y él se percató en seguida y la recogió con dulzura.

Dejad que os alivie – le susurró al oído mientras le acariciaba el cabello corto. La separó de sí para mirarla a la cara y ella se cubrió el rostro con las manos.

No me mires, así no, ahora no – suplicó con un hilo de voz.

No os escondáis, no habéis hecho nada malo y ese bastardo ya tuvo su merecido – ella negó con la cabeza – Vamos, dejadme ver esos bonitos ojos.

No te burles, él ya lo ha hecho por lo dos – gimió golpeándole el pecho desnudo enfurecida, con los puños cerrados. Él la retuvo con una sola mano, sujetando sus muñecas.

No me burlo, sois hermosa – ella le contempló con incredulidad y el comprendió, comprendió lo que hacía años sospechaba.

Ahí donde la veía, fuerte y segura de sí misma, liderando un ejército, tomando decisiones arriesgadas e importantes en milésimas de segundo, en realidad no era más que una chiquilla que se sentía inferior frente a las demás. Jamás un vestido cubrió su piel, no lucía joya alguna, y no cuidaba su cuerpo como el resto de doncellas, pálidos cadáveres que se desmayaban al más mínimo soplo de aire.

Te amo – Kimara dejó de retorcerse entre sus manos para mirarle sin entender, la barbilla le temblaba presa de un nuevo llanto, pero ya no le quedaban lágrimas. Incapaz de expresar con palabras lo que sentía con el corazón, Thorm la atrajo hacia sí y la besó con pasión, lamiendo la sangre de sus labios con la punta de la lengua y calmando a la vez su sed y la de ella.

El ruido de los mercenarios buscándole le alertó y se apresuró a tomarla en brazos y alejarla de allí tan rápido como pudo. Unas horas más tarde ambos se encontraban en un claro cerca de una pequeña laguna, sus cuerpos desnudos flotaban en las tranquilas aguas saciándose el uno al otro. Las caricias de él aliviaban el maltrecho cuerpo de ella, los besos calmaron el agudo dolor de sus entrañas y su lengua fue como un bálsamo para la herida causada por la metálica empuñadura que se había alojado en su sexo. Thorm no tenía prisa, se tomó su tiempo para curar las heridas y ganarse la confianza de la mujer, mimó su cuerpo y calmó su corazón hasta que por fin, bajo la anhelante mirada de ella, su miembro erecto la penetró con dulzura, esta vez el dolor fue muy distinto, era cálido y picante, y ella deseaba que no se detuviera, se abrazó a él cabalgando sobre su pene y apretándole contra sí hasta que ambos se fundieron en un delicioso orgasmo, uno que ella jamás olvidaría. Uno, pero no el último que tendrían a lo largo de su vida, libres de la amenaza de Diógenes. Dueños, al fin, de su destino.

FIN