La venganza de Aracne

Relato de Carletto. Varios autores de TR hacen una incursión en el género literario del relato fantástico. El ejercicio tiene como argumento obligado una biblioteca.

LOS RELATOS FANTÁSTICOS DE LOS AUTORES DE TR.

LA BIBLIOTECA

LA VENGANZA DE ARACNE – por Carletto

Guardo un recuerdo ingrato, abochornado, de la primera vez que te vi. Yo rondaría los doce años. Eras mayor, muy mayor ante mis ojos que solo sabían distinguir entre jóvenes y viejos. Aguardaba tras una esquina, con el resto de la chiquillería, asomando la nariz de cuando en cuando. Doblaste el recodo de la Plaza, a la una y cinco, recién salida de tu trabajo en el Ayuntamiento. Ibas con un libro abierto entre las manos. Tenías un aspecto extraño, con tu cuerpo menudo y jorobado, de largas extremidades finas y gráciles, como de insecto. Ir vestida de luto no ayudaba a mitigar el parecido con una araña.

Me sudaban las manos. Quería echar a correr, dejando atrás la patulea de críos y olvidarme de la apuesta. No podía ser. Tenía que aguantar el tipo. Tenía que reírme, cachondearme de una persona a la que no había visto en mi vida. De ello dependía ser aceptado, ser admitido en el grupo de amigos y vecinos capitaneados por mi hermano. Lo hice.

¡¡Tía fea!! – te grité a la cara, sin mirarte, horrorizado de mí mismo. La palabra rebotó contra ti, contra tu jeta con gafas de culo de vaso, contra la joroba que desviaba tu columna dándote un aspecto grotesco, casi infrahumano, y me dio de lleno en el rostro haciéndomelo hervir de vergüenza.

Corrí, corrí, corrí. Intentando no acordarme de tu mirada, odiando ser el causante del ramalazo de dolor vislumbrado unas milésimas de segundo bajo los gruesos cristales de tus lentes.


Transcurrieron cuatro años de fútbol, natación y bicicleta. Crecí y crecí, y casi me planté en dieciséis años. Al comienzo de las vacaciones, ingresaron en un sanatorio a mi hermano mayor. Recuerdo el brillo febril de sus ojos, hundidos en la negrura de las cuencas, como dos cucarachas paseándose sobre su rostro harinoso. Al día siguiente, mi madre encontró entre sus cosas un libro de la Biblioteca Pública. Estaba pasado de fecha y me lo entregó para que lo devolviese yo.

La Biblioteca, situada en un ala del edificio del Ayuntamiento, estaba abierta al público tres tardes por semana. Tenía una iluminación pésima. La luz del día entraba por una claraboya, pero, cuando anochecía, la iluminación – tan vieja la instalación como el edificio – era muy deficiente. Algunas mesas disponían de flexos de luz amarillenta. Otras, nada.

Cuando te vi, encaramada sobre tu silla, estuve tentando de dar media vuelta y largarme con cajas destempladas. Pero no lo hice. Me miraste sin recelo, tras tus enormes gafas de concha – con muchísimas dioptrías - sin dar a entender que me hubieses reconocido. Respiré hondo. No sabía que redondeabas tu salario con aquellas horas extras como bibliotecaria. No quise mirarte a la cara. Miré tus manos, tan pequeñas, tan finas, tan blancas, mientras escribías – con letra grande, redonda y clara – mi número como nuevo afiliado. Al preguntarme mi nombre, al oír por primera vez tu voz, quedé anonadado, hechizado. Me repetiste la pregunta, con una voz tan ronca y sensual que hizo que se me erizaran los vellos de mi cuerpo. Hiciste un comentario sobre mi pronto cumpleaños al anotar mi fecha de nacimiento. Asentí con torpeza, mientras firmaba la ficha que me presentabas.

Durante varias horas perdí el contacto con el mundo real. Me sumergí entre las estanterías, descubriendo el olor, el tacto, la maravilla de ojear libros y más libros. Una nueva pasión nació en mí. Me entró en la sangre el vicio por la lectura, la irrefrenable necesidad de descubrir nuevos autores, nuevos temas, nuevos mundos maravillosos.

De cuando en cuando te sentía acercarte. Olía tu perfume, amalgamado con el olor de la tinta y el polvillo de libro viejo que flotaba en el aire. Me aconsejaste – ante mi sonrojada pregunta sobre libros "para adultos" – una zona de estanterías casi oculta en un rincón. Me acompañaste hasta allí, deslizando tus manos sobre los lomos de los libros, acariciándolos como una amante, regodeándote en su tacto mientras clavabas en mí tu montón de dioptrías.

Elegiste un libro al azar, abriéndolo con la alegría contenida del cazador. El hilo invisible de tu tela se enroscó en mis testículos, cuando fui leyendo aquellas maravillas obscenas que revolvieron mis entrañas y endurecieron mi virilidad. El Divino Marqués, y tantos otros, susurraron sus mensajes en cada libro que abría, llenando mi sangre y mi mente con la exquisita droga del erotismo más puro y descarnado. Al terminar la tarde, mi cuerpo marchó hacia mi casa, pero mi alma quedó prendida con tus hilos viscosos en aquel rincón sumido en la penumbra.

Fueron pasando los días y las semanas. Me acostumbré a esperarte las tardes que había Biblioteca, ansiando que abrieses la puerta de mi mundo, de nuestro mundo. Tu presencia me era necesaria. Tu figura, retorcida como un viejo olivo, me llegó a parecer lo más natural, lo más lógico. Solo me guiaba por tu voz, por tu tacto cuando me señalabas tal o cual párrafo. Hasta que un día, de improviso, me di cuenta de que – apenas te ponías junto a mí – tenía una erección.

Una tarde, casi a la hora de cerrar, escarbaba entre las estanterías buscando un libro para llevarme a casa. Antes de notar tu presencia, supe que estabas cerca por la dureza de mi miembro. Me ayudaste a elegir. Al agacharme para dejar el libro desechado, nuestros rostros quedaron frente a frente. No sé quien de los dos se acercó más, pero mi aliento se fundió con tu aliento. Al despegar nuestros labios me dijiste suavemente: ¡Felicidades! Te habías acordado: ese día cumplía dieciséis años.

Al día siguiente se desató una tormenta de verano. Ni el cielo negro, ni los gruesos goterones, ni el bramar del trueno, impidieron que fuese a veros: a ti y a los libros.

Perdí la noción del tiempo, embebido en la lectura, devorando las imágenes de cópulas imposibles. Casi me sorprendiste al ponerme una manita sobre el hombro. Me volví como una flecha, con la boca entreabierta, esperando el beso que llegó puntual. Y, con el beso, una mano minúscula, ligera como una pluma, que se posó sobre la bragueta de mi chándal, agarrándome con mano sabia mi dolorida virilidad. El beso duró dos minutos. El mismo tiempo que tardé yo en eyacular, estremecido por las caricias que hacías al frontal de mis pantalones. Fuera, el agua corría impetuosa, al igual que resbalaba muslo abajo mi caliente esperma.

Cada noche, acudías a la cita de mis sueños. y volvíamos a besarnos entre los libros, oliendo el perfume de la tinta y el polvo, y tú me tocabas, y yo terminaba – indefectiblemente – mojando a chorros mi pijama.

Perdí el apetito. Un nudo seco me impedía tomar bocado. Sentía una insatisfacción permanente que solo mitigaban mis largas horas junto a ti, entre los libros.

Huí del mundo real. Cumplía con los estudios y mantenía una relación superficial con los compañeros, con los amigos. Pero – en cuanto podía – me encerraba en mi mundo interior, con tu recuerdo y el de los libros. Nada podía la ramplona existencia cotidiana contra tales enemigos.

Esperaba – insaciable - el tiempo del gozo. Libros, libros y más libros. Y tú.

Aquella tarde estuve leyendo en la mesa, con el flexo iluminando la página. No quedaba nadie, aparte de nosotros. Fuiste apagando las lámparas de sobremesa, hasta llegar a mí. Te miraba, con los ojos enrojecidos, sin llegar a levantarme del asiento. Te arrodillaste entre mis piernas, apoyando una mano sobre mi rodilla para calmar un "tic" nervioso. Tus manecitas recorrieron mis muslos, hasta converger en la cremallera de los jeans. Al abrirla, dejaste una mano buscando mi dureza, mientras la otra la perdías en la oscuridad de tu entrepierna. Eché la cabeza hacia atrás, sin poder creer lo que me estaba sucediendo. Buscaste tu presa y la miraste a la cara, al ojo polifémico que lloraba hacía rato. Acariciaste la piel de mi glande con tu lengua de niña, abarcando con tu boquita todo el amor que te mostraba. Mis manos aletearon en el aire, sin saber donde posarse. Al final, notando ya tu nariz contra mis vellos, osé apoyarlas sobre tu espalda, presionando con infinito cuidado tu joroba.

Una descarga eléctrica recorrió tu cuerpo. Un alarido de salvaje placer convulsionó tu persona, haciendo que me sorbieses hasta el alma con tu boca trasformada en ventosa. Nos derramamos a la vez, con el orgasmo rebotando de uno al otro, como una pelota de ping-pong. Me cantaste el "Cumpleaños Feliz" con la voz rota, con el aliento oliéndote a semen y menta.

Aquello era imposible. Imparable. Me habías inoculado un veneno, una sustancia que paralizaba todo mi cuerpo, que me tenía sumergido en laxitud permanente en la que solo el sexo parecía latir con vida propia. Cerraba los ojos y allí estabas, inclinada, lamiéndome con ansia carnívora, exprimiendo mis vesículas como si tu vida dependiese de mi esperma. Y tu tela de araña me envolvía más y más, hasta ahogarme, hasta hacerme despertar – una y otra vez – sofocado y tembloroso, chillando de miedo y placer, licuándome en un orgasmo sin fin.

Un día, al intentar levantarme, no pude. Caí, vencido, contra la almohada, sumergido en un sopor enfermizo. Así estuve varios días. La fiebre siguió poblando mi sueño de sombras que acechaban. Libros encuadernados en piel humana, con gruesos goterones de semen chorreando de sus páginas. Imágenes lúbricas, de una lujuria fuera de toda medida. Seres arácnidos, de largas y gráciles patas, que me susurraban con voz sensual todo tipo de proposiciones sexuales.

Bañado en sudor, aprovechando un descuido de quien me cuidaba, me vestí de cualquier forma y corrí hacia la Biblioteca, hacia ti, hacia mi destino.

Te tembló la voz al saludarme. Yo, en un arranque de lucidez, te supliqué por mi vida, aunque la dureza de mi miembro, que había respondido al estímulo de tu voz y tu perfume, te gritaba todo lo contrario. Apoyaste tu mano sobre la mía, en un amago de despedida. Casi era noche cerrada. Te acompañé mientras apagabas las luces, quedando la sala iluminada solamente con la claraboya.

Cerraste la puerta con llave. Tus manos me despojaron de la ropa por completo. Quisiste acariciar mi cuerpo, mientras te salía el alma por la boca. Me hiciste tenderme en el suelo fresco, esperando la llegada de tu carne. Desnudaste tu sexo bajo las faldas. Dejaste tus gafas sobre la mesa, avanzando a tientas hasta mí. Tu peso no era peso. Eras nube, eras plumón. Rompiste tu virginidad, una vez más, con mi falo erecto, empalándote tu misma, ajena al dolor que te lamía. Entré en ti, en tu cuerpo de niña, que se abría para mí por primera y última vez. Me aposenté en tus entrañas, cada vez más hondo. Notaba el balanceo de tu cuerpo, el rumor de placer que crecía en tu garganta.

Abrí los ojos para verte, para retener en mi mente tu imagen de mujer enamorada, ofrecida, doliente y gozosa.

El rayo de luna, penetraba a través del cristal polvoriento de la claraboya y daba directamente en tu rostro. La luz reverberaba en tu mirada. Parecías tener multitud de ojos. Acercaste tu boca a la mía, formando un pico con tus labios. Tus brazos me envolvieron, impidiéndome cualquier movimiento. Tus piernas se enroscaron en las mías. Estaba a tu merced. Un gozo insoportable retorció en mis riñones, inundó mis testículos y salió a borbotones, dejándome vacío, hueco, seco como un hueso

Sin llegar a desalojarme de tu interior, comenzaste nuevamente a moverte, oprimiendo tu vientre contra el mío, como si quisieses comerme con tu vagina. Y te ofrendé mi vida una y otra vez, incesantemente, hasta que se agotó el esperma y brotó la sangre.


En el sanatorio paseábamos como autómatas, como ancianos imposibilitados. Arrastrando los pies salíamos al jardín, huyendo del sol y buscando la penumbra. Éramos varios, cada vez más y más. Adolescentes agostados, marchitos sin apenas haber florecido su virilidad. Con sonrisa bobalicona te buscábamos entre las matas. Con un gruñido de placer te rodeábamos, codo con codo, mirada con mirada. Te observábamos sobre tu tela, acercándote a tu nueva presa sujeta con hilos viscosos. Y yo miraba los ojos febriles de mi hermano, de mi vecino, de mi amigo, sabiendo que su palidez era la mía, que su excitación era la mía. Y todos, como un solo hombre, escarbando con mano trémula bajo nuestros pijamas, te ofrendábamos – una vez más – lo que más deseabas, lo que más querías, lo que te habías propuesto eliminar de nuestro pueblo y de tu recuerdo: nuestra vida.

© Carletto - 2005