La venganza

Durante los últimos meses Carlos ha experimentado ciertas inexplicables molestias en su salud. A su regreso de un viaje de negocios, su pareja le prepara una fiesta muy especial que cambiará su vida.

LA VENGANZA

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO: EXTRAÑO MALESTAR

Llevaba ya al menos tres o cuatro meses sintiéndome regular. Unas leves y ligeras molestias -al principio insignificantes y pasajeras, luego continuas y preocupantes, me venían afectando sin que pudiera establecer ninguna causa concreta para aquel malestar general; náuseas, sofocos, cefaleas, vértigos y mareos, se sucedían a diario sin atacar seriamente la salud, pero sin permitir tampoco que me encontrase del todo bien. No sabía cómo explicarme, además, un cierto estado de melancolía crónico que me embargaba y sumía en irreprimibles accesos de llanto a menudo. Las actividades confesables con las que, hasta entonces, nutría parte de mi tiempo y mi espíritu ( confieso con cierta inmodestia que siempre fui un "gourmet" en cuanto a la música, las lecturas, el cine, o el arte en general ) habían perdido para mí su sentido como distracción, o como manera de cultivarme. Ahora mi preocupación exclusiva consistía en estar pendiente de todas aquellas molestias, y de su procedencia. En cualquier caso, al regresar de Barcelona, donde había asistido a una convención de mi empresa, me encontraba especialmente afectado por los extraños síntomas que lastraban mi salud y mi ánimo, y francamente necesitado de unas vacaciones que, por fortuna, ya eran inminentes a pesar de que estábamos aún en marzo; sin embargo, había solicitado adelantarlas para coincidir con las de Begoña, quien no podía tomárselas en otra fecha.

Begoña era mi pareja durante los últimos tres años. Durante ese tiempo habíamos estado al borde de dejarlo en dos ocasiones. Al principio, cuando nos fuimos a vivir juntos, y seis meses atrás, hasta que comenzaron mis molestias. Imaginé que se compadecía de mi malestar, pues tras un periodo de crisis que duró cuatro o cinco semanas, en las que apenas me dirigió la palabra, volvió a ser la misma mujer encantadora que conocí al comienzo de nuestro noviazgo. Si cabe, mucho más aún. De hecho me llamaba muy a menudo al trabajo para sondear mis accesos de melancolía, que no mejoraron en absoluto durante mi estancia de cuatro días a Barcelona. Su última llamada, enigmática, fue para prometerme que, a mi llegada, me daría un placentero baño, un masaje que no olvidaría jamás, y celebraríamos una fiesta a la que llamó "la fiesta de los pijamas": para ello sólo necesitaba mi colaboración en tres cosas: no hacer preguntas, no discutir nada, y no hacer nada. Tenía que dejarme llevar. Supuse que Begoña estaba tan preocupada como yo por mis males, y que después de tantos días fuera de casa quería mimarme un poquito más de la cuenta. Se lo agradecí de todo corazón aunque, realmente, yo no me sentía ni como para dejarme llevar. En cuanto a lo de la fiesta, picó un poco mi curiosidad, pero no tanto como para insistir en saber en qué consistiría. Siendo sinceros, lo que más deseaba era hundir la cabeza en una buena almohada y despertarme un año después, ya recuperado de aquella mala racha de salud que afectaba mi vida.

Curiosamente José Daniel, un amigo de la infancia a quien conoceremos en breve, se interesó también por mí a diario. Se produjo una rara sincronía en relación con las llamadas de Begoña, que solía cuando estaba a punto de acostarme, por lo general, y no pasaban más de cinco minutos, tras despedirnos y colgar el teléfono, cuando él me telefoneaba. Nuestras conversaciones eran poco distraídas, en primer lugar, porque nunca me había gustado charlar por teléfono durante más tiempo que el preciso para concertar una cita o interesarme, por ejemplo, por la salud de mi madre. En la oficina ya tenía bastante con mi trabajo de comercial, como para sufrir el soniquete de un teléfono también en mis horas libres. Fuera del trabajo me resultaba molesto atender llamadas. Por otro lado José Daniel, mi amigo, no era un gran conversador, y me resultaba rara su preocupación por mi salud, aunque totalmente comprensible si me atengo a lo que yo imaginaba: seguro que había hablado con Begoña, y que ella le había puesto al corriente de mis cosas. Eso me hacía sentir obligado a afrontar la inesperada rutina de sus llamadas con buena disposición, y además le debía estar agradecido por preocuparse de mi bienestar. Se me hacía raro contarle cómo había pasado el día, con quién había estado o a quién había conocido, y escuchar sus recomendaciones sobre con quién me convenía departir en mis ratos libres, o con quien ir y venir por la ciudad. Él me animaba a rehuir las reuniones con los compañeros ( ya se sabe, muchos fuman mucho, muchos beben mucho más ), y me inclinaba a frecuentar las compañías de las chicas de la empresa. No hacía falta, porque realmente me llevaba mejor con ellas que con ellos, y siempre me había sentido más a gusto conversando entre mujeres que con un grupo de varones por la simple razón de que sus conversaciones eran limitadas, repetitivas, y "planas". No es que me desagradase: es que me aburría como una ostra oir hablar de los últimos fichajes futbolísticos, de política de estado, o de las tetas de la vecina del cuarto. Y no es que con ellas las conversaciones fuesen mucho más profundas, pero al menos eran receptivas a mis puntos de vista sobre libros, música, cine o teatro –cuando el tema surgía, claro-, y compartían con agrado mis sutiles críticas al comportamiento masculino general, cuando ya estábamos en confianza, que siempre regaba con divertidas anécdotas sobre mí mismo. Por así explicarlo, con ellas podía permitirme el lujo de considerarme una especie de dando, y entre ellos no podía aspirar a otra cosa que contemplarme convertido en un perfecto cretino. Yo, por mi parte, procuraba preguntar a José Daniel sobre cómo le iban las cosas con su familia, o en el terreno del amor. Eran malas preguntas, porque acostumbraba a "tomar carrerilla" y no me dejaba mucho margen para opinar, así que intentaba ser comprensivo con sus puntos de vista y conciliar sus sueños con la realidad de forma suave. Si alguien me hubiese escuchado decir con tanto recato y casi dulzura mis "claro, sí, en eso tienes razón", mis "es lógico que tomes esa postura", o mis "sí, sí, te entiendo perfectamente", hubiera podido pensar que yo estaba hablando como una madre con su hija, o como una esposa con su marido.

Begoña insistía en que todo lo que me pasaba era producto de una depresión severa. No era improbable, porque odiaba mi trabajo y cada vez me iban peor las cosas en la oficina. Ella comentaba que me había refugiado dentro de mí, y un mes atrás se le ocurrió que debía salir más a menudo para distraerme y retomar mis contactos con las amistades; así me sugirió llamar a uno de los pocos amigos de mis "viejos tiempos" que no tenía compromiso, ni esposa, ni hijos, y que siempre estaba dispuesto a tomar unas copas. No me apetecía en absoluto verme con José Daniel porque su afición al alcohol me arrastraba, haciéndome beber más de la cuenta, y por primera vez en mi vida lo último que me planteaba era alegrarme la vida embotándome con alcohol. Begoña estuvo de acuerdo conmigo en que eso podía ser un problema para salir con José Daniel, puesto que yo había empezado a administrarme unas píldoras antidepresivas que le había recomendado un médico amigo de Begoña; así, mi natural cautela, unida a mi miedo por los efectos secundarios que pudieran provocar las pastillas al ser mezcladas con alcohol, no facilitaba aquel encuentro. Pero ella me hizo ver que existían muchas alternativas para salir sin beber, como la cerveza, el vino, o los licores sin alcohol. Por otra parte aduje, tras convenir en la posibilidad de quedar con él, José Daniel no era precisamente un hombre alegre, pero con algún esfuerzo logró limar mis reticencias iniciales hasta convencerme, recurriendo a una exaltación del valor de la amistad y de los muchos años que yo le conocía que incluso me pareció divertida. Nunca salíamos por separado, porque sostenía que las parejas deben estar el mayor tiempo posible juntas. Ese fue el motivo de nuestro primer año de broncas, ya que aunque vivía con ella no dejaba de comportarme como un soltero. Años más tarde, era ella quien me animaba a salir a mi aire sin contar con ella. Paradojas de la vida en común, supongo.

Aunque nunca coincidimos en la misma clase, ya que era un año mayor que, yo solía relacionarme más con la gente de su curso que con la del mío. Resulta curioso cuántas diferencias puede darse, en algunas etapas de la vida, por tan sólo un año de diferencia en la edad. Él me encontró simpático desde un primer momento porque despertaba un raro instinto fraternal en él; llegó a considerarme algo así como un hermano pequeño al que se veía obligado a mostrar el mundo de los mayores, y enseñarle a comportarse como tal. Por razones que ahora no vienen al caso, en los últimos tiempos nos habíamos distanciado sin que eso significara que hubiéramos perdido contacto. Total, por probar no pasaba nada, me dijo Begoña, y pese a no estar del todo seguro de que, dado mi estado, me conviniese una salida de ese tipo, tomé la iniciativa y marqué su número de teléfono. Se mostró encantado con mi llamada, y dispuestísimo a quedar, cuanto antes, para tomar unas copas y conversar sobre nuestras vidas o, como yo temía, sobre la suya en particular.

Si su carácter fuera otro, habría alcanzado los cuarenta años con un buen puñado de amigos, y sin duda muchas mujeres le encontrarían atractivo, e incluso algo más. Pero su carácter suspicaz le impedía, por lo general, mantener relaciones cordiales tanto con amigos como con las chicas. Yo era de los pocos compañeros del colegio que, después de muchos años, aún no había tenido ninguna pelea seria con él; le conocía en profundidad, y sabía reconducir las situaciones complicadas que su forma de ser provocaba, con una mezcla de condescendencia, humildad, sinceridad y firmeza bastante eficaces. En resumen, con mucha "mano izquierda". Físicamente, yo lo consideraba –además de un buen amigo- un hombre apuesto. Era bastante alto, apenas dos centímetros más bajo que yo, pero de complexión fuerte y corpulenta. No mal proporcionado, e inequívocamente viril, su peculiar personalidad estaba marcada por sus relaciones con las mujeres.

Se le conocían tres relaciones muy serias con ellas, y al menos un gran amor platónico de juventud. En cuanto a las primeras, fueron relaciones que duraron años; con Lourdes, la última conocida, estuvo a punto de casarse. La cuestión llegó bastante lejos pero su manera de ser, una áspera combinación de severidad gestual, exceso de seriedad, parquedad en las palabras y recelos a flor de piel que su sinceridad suicida amartillaba, causaban estragos en los oídos de cualquier chica que se tropezase en su camino. Además era poco tolerante en sus relaciones. Más que "chapado a la antigua" podría decirse que, decididamente, era un hombre ultraconservador y de ideas muy fijas, de los de en casa los pantalones los llevo yo. Sin embargo, al principio su caballerosidad causaba una inmejorable impresión en las chicas que conocía. Siempre estaba dispuesto a abrirles o cerrar la puerta de su coche, a pedir las consumiciones que ellas tomaran, e incluso a pagar la cuenta aunque no andase bien de dinero; o a cederles el paso, a recogerlas en sus casas, y llevarlas y traerlas de regreso hasta la misma entrada del piso, lo que además le permitía tener excelentes relaciones con las madres de sus novias, que le consideraban un hombre atento y servicial. Y realmente era un hombre bien educado, pero también un hombre muy consentido en el seno familiar. Su padre, militar de carrera, le había transmitido la idea de que las funciones que desempeñaban los miembros de una familia debían ser inevitablemente distintas en función de su género. Por lo tanto, a los varones correspondía el sustento de las mujeres, y a estas el cuidado de la casa. Punto y final. Así, una familia compuesta por dos hombres, él y su padre, y seis mujeres –su madre, sus cuatro hermanas menores, y una señora que hacía las veces de criada o de niñera desde que él nació-, le convirtió en un hombre con serias dificultades para valerse por sí mismo. Cuando falleció su padre, José Daniel se convirtió en el rey de la casa, su familia en su servicio doméstico, y trasladar aquella situación a una relación de pareja, lo que ya resultaba bastante complicado, se agravaba con tres rasgos de adversos efectos para cualquier convivencia: era posesivo, autoritario y terriblemente celoso. Sin duda Lourdes le abandonó poco antes de que contrajeran matrimonio por esas y otras razones similares, aunque él siempre mantuvo un silencio hermético al respecto. Tardaría todavía algún tiempo en confirmar que, en efecto, fueron esos los motivos, y también los similares. Pero no sólo esos.

Cuando finalmente quedé con él para dar una vuelta tardó poco en confesarme su desesperación por encontrar o conocer una chica que le quisiera tal como era, y que deseara ser como él quería: una mujer de su casa, poco dada a las libertades que las mujeres tan duramente habían conquistado. Siempre se consideró como un caballero del Siglo Dieciocho trasladado por un accidente a una época demasiado avanzada. Y éste caballero de otra época precisaba encontrar una damisela de otra época que, en pleno Siglo Veintiuno, sencillamente, ya no existía. No obstante, él no desistía de encontrarla, y aspiraba a una "mujer-muy-mujer", como remarcaba. Una mujer que se ocupase de las cosas de casa y que se dejara mantener con los rendimientos de su trabajo: amable, servicial, dócil y enamorado hasta el tuétano de él. Y esa era, precisamente, la razón por la que le rehuía a veces, la parte de su personalidad que yo peor llevaba: su conversación monotemática. Como temía, apenas tuve ocasión de hablar de mí, de mis molestias, o de lo mal que me iban las cosas en la cama con Begoña durante las tres horas que permanecimos en el pub donde quedamos, próximo a mi apartamento. Begoña me llamó por teléfono a mi móvil hasta en tres ocasiones, para saber cómo me lo estaba pasando: mentí que muy bien.

En cuanto a mis relaciones íntimas con Begoña, que nunca habían sido muchas, simplemente, desaparecieron. En el pasado, esto nos había causado serios problemas de pareja. Ahora no pasaba una vez, cuando ella lo proponía, en que por una razón u otra no me encontrase indispuesto, o sin el menor apetito sexual. No obstante, percibí que ella ya no sólo no insistía jamás, sino que además era mucho más comprensiva conmigo en ese aspecto. Se mostraba cariñosa, comprensiva, y evitaba los reproches con dulzura. Incluso yo era consciente de que mi libido atravesaba una pésima racha. Había dejado de masturbarme paulatinamente, porque me costaba tener erecciones y, cuando lo lograba, mis erecciones eran blandas y mis eyaculaciones breves y poco placenteras: apenas "mojaba" los cleenex con los que procuraba no mancharme. Para casi colmo de la angustia que me provocaban todas aquellas señales de que algo en mi organismo funcionaba mal, detecté que perdía vello en algunas zonas de mi cuerpo, e incluso mi barba parecía crecer más débil, mientras mi cabello parecía más sano que nunca. Begoña me convenció que todos mis problemas derivaban del estrés, y concedí que pudiera estar en lo cierto. Para demostrarlo decidió que, aunque necesitaba ya un buen corte de pelo, me lo dejaría crecer durante algún tiempo, a lo que accedí porque, entre otras cosas, siempre había deseado probar a tener una melenita. Y al fin y al cabo, no tenía sentido pensar en un grave problema de salud que afectara al vello corporal de un modo distinto que a mi cabello.

Para reactivar mi libido, su relación con mis fantasías íntimas cambió como de la noche al día y, en vez de rechazarlas como antes, u obviarlas como una simple rareza de mi carácter, tomó la iniciativa. Debo explicar ahora que desde niño siempre me había gustado travestirme, y de hecho lo hacía puntualmente, a escondidas. Es una larga historia, que acaso cuente más adelante. En cualquier caso, al verme ante el espejo transformado en mujer, disfrutaba un extraño estado de inspiración, excitación y sosiego incomparable con casi cualquier placer que yo conociese de la vida. Desgraciadamente, mis aptitudes para el maquillaje eran nulas, por lo que los resultados de mi caracterización solían ser pésimos. Si alguien me hubiese descubierto, me hubiera considerado sin ningún género de duda un ridículo, patético, y lamentable maricón. Pese a ello, imaginar que era una niña, o una joven, o una mujer adulta y vestirme en consonancia a ello, suponía para mí una especie de oasis en el centro del vasto desierto de una vida árida y carente de sentido. Lo había ocultado hasta que conocí a mi primera "novia" de verdad, Elisa, con quien llegué a compartir algunos aspectos de mis sueños; era una chica rubia, muy bien parecida pero demasiado bajita en comparación con mi altura, con un gusto en el vestir ligeramente infantil para la edad en que la conocí, y los tres años que salimos juntos. Sin duda, no poca gente la tachaba de cursi, o de ñoña, pero precisamente eso a mí me encantaba. Pero hasta que conocí a Begoña, mucho tiempo después, no di pasos más concretos. Con ella llegué a sincerarme respecto a mis ensueños seguramente más allá de lo necesario. Por así decirlo, sólo a ella le permití asomarse al borde del precipicio. Hasta ese punto sin retorno en que toda persona se vuelve vulnerable como un bebé.

Ella, naturalmente, no compartía mi debilidad, lo que yo entendía perfectamente. En su lugar, habría sentido aversión. Aún así, yo procuraba recordárselo, y lo sugería de forma habitual mediante comentarios cómplices o guiños que sólo ella y yo comprendíamos. No obstante, en los tres años y pico que llevábamos viviendo juntos sólo me había ayudado a realizar mi fantasía en un par de esporádicas y poco satisfactorias ocasiones: casi cuarenta años de ensoñaciones obsesivas eran muchos, y mi verdadero yo anhelaba ir mucho más allá de lo que ella imaginaba.

Sin embargo, al acentuarse mi disfunción eréctil, Begoña retomó aquellos devaneos míos con el travestismo. Al principio no iba demasiado lejos. Cuando yo "fallaba" en la cama, ella recurría a ponerme braguitas y sujetador, y me llamaba por un nombre de mujer que no me desagradaba: Mariceli, contracción de María Mariceli, un nombre que, de tan cursi como me parecía, me encantaba. Me susurraba al oído historias en las que yo era una niña buena que se había portado muy bien, y a la que su mami iba a comprar un lindo vestido de frunces, que estrenaría el domingo, o una adolescente a la que habían invitado a su primera fiesta y tenía que arreglarse para la ocasión, con sus primeros tacones… No niego que sus cuentos poseyeran una relativa eficacia. De hecho, al comienzo, logró alguna erección que me permitió "cumplir" con ella, aunque apenas eyaculara. Realmente, durante el inicio de lo que llamábamos mi "depresión", alcanzar un orgasmo requería de toda mi concentración hasta que, llegado el momento, tuve que fingirlos tanto como ella fingía no darse cuenta. Nuestro mutuo engaño duró.