La venganza (5)

Tras sufrir todo tipo de vejaciones, "Mariceli" telefonea, avergonzado, a José Daniel. Sin embargo, tras otra conversación con Begoña, decide tomar la iniciativa... y quién se vengará de quién ahora...

CAPÍTULO QUINTO

LA LLAMADA: JUGANDO AL PÓQUER

Cuando iba a marcar el número de José Daniel en mi celular, Begoña me advirtió que no debía molestarlo en su celular. Debía llamarle siempre primero a su casa; si no estuviera, entonces sí podría intentarlo con el número de su móvil. Se me hizo un nudo en la garganta mientras marcaba el teléfono. Bastante duro era ya llamarle, tal y como deseaba Begoña, con voz impostada. Encima, cabía la posibilidad de que descolgaran el aparato sus hermanas. Tal vez su madre.

El auricular dio el primer tono, y elcorazón un golpe seco en mi estómago. El segundo tono llegó de inmediato. Y el tercero. Y el cuarto. Miré a Begoña como queriendo decirle "¿ves?, es demasiado tarde, no lo cogerán, no son horas…", esperando su aprobación para desistir de la llamada. Pero con una mirada fulminante me hizo comprender que insistiera.

Llegaron el quinto tono. Y el sexto. Y el séptimo.

Al octavo, la voz de Doña Herminia, su madre, sonó somnolienta y molesta al otro lado del auricular.

-Dígame –musitó. Dudé un momento. El nudo en la garganta, la obligación de impostar la voz, el temor a que me reconociera produjeron una molesta pausa que Doña Herminia cortó volviendo a preguntar quién estaba al otro lado de la línea.

-¿Está… está José Daniel en casa? –pregunté receloso de que me reconociese

-¿José Daniel?... No sé… Creo que sí, todavía… ¿De parte de quién?

-De… de Mariceli… -respondí.

-¿De Mariceli? –inquirió extrañada.

-Sí

-Ah… no me ha hablado nunca de ti… Voy a ver si está en su dormitorio… Bueno, pues mucho gusto de conocerte, Mariceli

-Encantada de conocerle, señora… y disculpe la hora… -me atreví a añadir, al tiempo que Begoña alzaba frente a mí su pulgar, en señal de aprobación por mi respuesta, esbozando una gran sonrisa en su semblante.

Al otro lado de la línea la escuché llamar a su hijo, que respondió, a lo lejos. Al parecer se estaba arreglando para salir a la calle. Me sabía su casa de memoria: dónde estaba el teléfono, dónde podía estar él. Situé la conversación en el pasillo que separaba el salón de su dormitorio. "Te llama al teléfono una tal Mariceli… ¿Quién es? ¿Una amiguita nueva?", quiso saber Doña Herminia. "¿Mariceli?... No recuerdo conocer a ninguna Mariceli", contestó José Daniel. "Seguro que la has conocido en alguna de tus juergas y ni te acuerdas de ella… ¿pero a quién se le ocurre darle el número de casa a la primera niñata que conoces? ¡Y a menudas horas te llama! ¡Ya no se respetan ni las horas de sueño!", le reprendió su mamá. "Bueno, bueno, voy a ver quién es", concluyó molesto.

Y escuché sus pasos acercarse hacia el teléfono.

Y escuché el ruido que hizo al cogerlo. Y de pronto escuché su voz preguntando quién era yo… Y de pronto, como si el nudo que sentía en la garganta se hubiera deshecho por arte de magia, respondí de carrerila.

-Disculpa que te moleste a estas horas, José Daniel, pero tenía que llamarte.

-¿Quién eres? –inquirió con evidente extrañeza-. ¿Te conozco?

-Sí… No por este nombre, claro… Me llamo… Mariceli. Y sí, sí que nos conocemos. Verás

-Tu voz… tu voz me resulta muy familiar –me interrumpió-. Ah, ah, espera… Tú debes ser "la hermanita de Begoña"… -y le oí reír abiertamente.

-…¿Có, có, cómo sabes quién soy? –pregunté tartamudeando, con un hilo de angustia.

-Ah, ¿no te ha contado nada Begoña? Esperaba mucho antes esta llamada… De hecho, iba a ir a vuestra casa ahora, como ella me dijo indicó, si a esta hora no te habías puesto en contacto… Bueno, bueno, bueno… Así que Mariceli… suena bastante cursi, la verdad… pero eso es algo que podemos cambiar

-…¿Pe-pe-pero cómo que vas a venir?

-Vaya, por lo que veo tu fiesta sorpresa está siendo toda una sorpresa para ti… ¿todavía no te ha contado que yo estaba invitado para conocerte… bueno –corrigió- para conocerte realmente, tal y como eres, esta noche?

-No… no… no me ha dicho nada –refunfuñé con incredulidad, pero ya vencido por la evidencia de que se iba a producir aquel encuentro sin remedio.

Begoña me lanzó otra mirada agresiva. Vino hacia mí y, susurrándome al oído que a qué venía ese tono de tristeza, que cómo que no me mostraba ilusionada cuando un hombre al que le gustaba decía que iba a venir a visitarme, que me mostrara ilusionada, e impaciente, y dulce, y femenina, que

-¿Qué cuchicheos son esos… Mariceli? –dijo José Daniel

-No, nada, nada… perdóname José Daniel, por favor –me disculpé con humildad, y ya bajando el tono, como jugueteando con mi voz, continué hablando-. Es que… es que me he puesto un poquito nerviosa mientras hablaba contigo, porque… bueno… ya sabes… es la primera vez que vamos a vernos, en fin, así, como chica y chico… y… y… yyyy… me hace muchísima ilusión que vengas a verme… Begoña quería tranquilizarme.

-No debes estar nerviosa, aunque lo entiendo. Yo también lo estoy un poco porque, claro, ya debes saber… te habrán contado que

-Sí –musité comprensivo, pero como si deseara que no se hablase del tema de su recién descubierta homosexualidad-. Ya me han contado. No te preocupes. Lo comprendo. Por favor, no tardes… pero conduce despacio… Ten cuidado con el tráfico.

Alejandro y Begoña hicieron al mismo tiempo un gesto de victoria. Mi advertencia de que tuviera cuidado al conducir les había parecido un detalle perfecto. Pero la realidad es que me había salido del alma. Le conocía demasiado bien. Sabía que habría bebido alcohol esperando mi llamada. Sabía que era un perfecto conductor, y muy hábil con el volante, pero también que la bebida le hacía tomar riesgos innecesarios. Le conocía de toda la vida. Le respetaba. Mi comentario había sido totalmente sincero, aunque en aquel contexto fue tomado como un desliz muy femenino.

Quizá también lo fuera.

Conversamos todavía un poco más, y me hizo contarle como había marchado mi "fiesta". Sin entrar en detalles, y sin mencionar ninguna de las mil humillaciones que había sufrido, le relaté sucintamente cómo habían transcurrido mis últimas horas, tras regresar del viaje. Mis observaciones fueron asépticas, como en una intervención quirúrgica; me mostré, si no indiferente, en cierto modo neutral. Lo último que deseaba era que un torpe desliz de sentimentalismo provocara otra andanada de vejaciones por parte de Begoña o Alejandro. Cuando colgué el teléfono, ella me abrazó.

Dulcemente, me besó en la frente.

Venga, Mariceli… lo peor ha pasado. No nos guardes rencor. Piensa que ha sido por tu bien. Ahora estás liberada de tus remordimientos por haberme engañado, ahora puedes expresar con naturalidad tus sentimientos. Y… claro, ahora ha llegado la hora de disfrutar de verdad de tu fiesta. Venga, ven conmigo… Vamos a retocar ese maquillaje y a ponerte algo más bonito para tu cita

Ni si quiera pensé en resistirme. Es más. Encontré su proposición casi natural, sobre todo cuando entré en el cuarto de baño y contemplé mi horrible semblante, enrojecido en los pómulos por efecto de mis lágrimas, arruinado el maquillaje. Me hizo sentar y mientras me comentaba cómo esperaba que me comportase me dejé, dócilmente, pintar la cara. Después me quitó los coleteros y me cepilló el pelo, dándole volumen con cepillo y laca.

Por supuesto –dijo en tanto me arreglaba- espero de ti un comportamiento modélico. Confío en que cuando llegue salgas, le saludes al recibirle y le ofrezcas tus mejillas para que las bese. Cuidado con eso. No he dicho que le beses tú, sino que le ofrezcas tus mejillas para que él las bese. Camina con suavidad, sin exageraciones esta vez. Siéntete a gusto contigo misma. Ofrécele algo de beber, y pregúntale si le apetece acompañar la copa con algunos dulces o frutos secos: ten en cuenta que vas a ejercer de anfitriona. Y una vez le sirvas pide permiso para sentarte junto a nosotros. Siéntate con modestia, apropiadamente. Las piernas juntas. Las manos cruzadas sobre el regazo. Recta, pero con la cabeza ligeramente inclinada. El recato no conquista el corazón de un hombre, pero le habla del tuyo. Serán el tiempo y el roce los que consigan que levantes tu velo. No te costará mucho hacerlo porque la vergüenza que sentirás te llevará a evitar su mirada constantemente. Habla cuando se dirija a ti, y no hagas ningún comentario que pueda incomodarle. Si Alejandro y él hablan de alguna cuestión, no te entremetas, salvo que pidan tu parecer. No quiero que salga nada mal… Ni tú tampoco, ¿verdad?. Estoy segura de que eres consciente de que un sólo paso en falso y, en cuanto José Daniel salga por la puerta, te costará caro: me encargaré de convertir esta noche en algo peor que una pesadilla… Estás avisada, y quien avisa no es traidor.

Pero no discutí. No comenté nada. Sólo escuché, hipnotizado, lo que ella consideraba que yo debía hacer: como intentando aprenderlo de memoria. Me condujo al dormitorio, y me ordenó que me desnudara. La obedecí sin miramientos: en primer lugar porque ya me había visto desnudo en todas las formas posibles, pero también porque temía desobedecerla. Sin prisa, cuidando mis formas y la manera de moverme, de andar por casa, para evitar la amenaza de sus crueles reprimendas. Así, comencé a desvestirme. Dejé las enormes zapatillas bien colocadas, me despojé de los calcetines que deposité en la canasta de la ropa sucia, deshice el lazo de la bata, y desabroché sus botones. Me acercó una percha para que la colgase y me indicó que la guardase en "mi antigua parte del armario".

Al abrirlo me quedé estupefacto. Al menos la mitad de la ropa que allí tenía colgada había desaparecido, siendo sustituida por otro tanto de ropa de mujer. Vi algunos vestidos, algunas blusas, rebequitas, faldas, jerseys de lana, y conjuntos de punto: incluso un abrigo de paño con el cuello y los puños de moutton en una sinfonía de colores pastel que me dejaron perplejo. No conocía esa ropa. No era de ella.

Tampoco discutí. Tampoco dije nada.

Me volví discretamente hacia Begoña y le pedí que me ayudase a desprenderme de la parte superior del pijama, que se abrochaba por la espalda, y tras desprenderme del pantaloncito doblé cuidadosamente sobre la colcha las dos piezas...

-Mañana te tendrás que probar todo eso que has visto –comentó mientras lo hacía-, y algunas cosas más. Quizá tengamos que devolver algunas prendas a la tienda y no quiero que se nos pase el tiempo de hacerlo. La dependienta me concedió hasta el martes, como mucho, para cualquier devolución, porque tu talla no es de las que sobran en las boutiques. Sin embargo, hasta entonces, prefiero que tengas tu ropa en tu antigua parte del armario hasta que no estemos seguras de que te queda bien. Para qué vas a guardarlos tú hasta entonces.

Cariacontecido por lo que oía, me dispuse a guardar el pijama bajo la almohada, como ella siempre hizo con el suyo, pero me detuvo.

  • Ah, no, no… déjalo encima de la cama. Antes de acostarte lo recoges o te lo llevaré yo misma. De hoy en adelante este no es tu dormitorio, sino el cuartito de al lado. Hice algunos cambios en tu dormitorio. Seguro que te gustarán. Y procura no olvidarlo porque te podrías llevar alguna sorpresa. Alejandro dormirá a partir de hoy conmigo, y no se te ocurra hacer ninguna pregunta, ningún comentario al respecto.

Todo aquello había ido demasiado lejos. Sí. Y era violento para mí verme de pronto confinado al pequeño cuarto contiguo al nuestro, donde tenía el ordenador que había causado mi desgracia. Por supuesto que sí. Todo aquello había sido excesivo, cruel, durísimo. Sin embargo, aquella revelación me pilló completamente desprevenido. Me acaba de enterar de que mi novia pretendía que Alejandro durmiese no sólo en mi propia casa, sino en mi propia cama. Con ella.

-Naturalmente –continuó- no me opondré a que José Daniel y tú bueno… tengáis también cierto grado de intimidad. No eres precisamente una jovencita, y aunque estoy convencida de que José Daniel se comportará contigo como un caballero, no deja de ser un varón que espera ciertas cosas de ti, con ciertos impulsos que, si eres lista, sabrás sobrellevar. Te conoce, bueno, ahora va a empezar a conocerte de verdad… tú también le conoces, y, claro, ahora comenzarás a conocerle muuuucho mejor… Pero cuidado. Mucho cuidado, Mariceli. Aunque vayas a vivir como una mujer en el futuro, recuerda qué eres realmente ahora mismo: un mariquita. Y nada atractivo, te lo aseguro, en este momento. Asume cuanto antes que no vas a encontrar muchos hombres como él en la vida. Te acepta como eres. Procura asumirlo, comprenderlo, y en la medida de tus posibilidades, disfrutarlo. Como fácilmente podrás entender, después de todo lo que he descubierto de ti, después de todo lo que he visto y leído, nuestra relación de pareja ha dejado de existir. Durante algún tiempo mantendremos las apariencias ante nuestras familias y amigos. Tenemos que preparar la transición con delicadeza y tranquilidad, eso sí, bajo mi más estricta supervisión. Entretanto podrás vivir con Alejandro y conmigo… no obstante, eso no durará eternamente. Hemos hecho algunos planes de futuro donde tu novio y tú no tenéis cabida. Necesitaremos también nuestra intimidad… y vosotros la vuestra… pero en vuestra casa.

La lógica de Begoña me pareció aplastante. Nuestra relación había terminado. No podía seguir, y no podía seguir por demasiados motivos. No sólo porque había descubierto mi secreto mejor escondido, que justamente podía considerar, por mi falta de sinceridad, un engaño tan grave como una infidelidad con otra mujer: seguramente más grave aún, y desde luego, para ella, más humillante. No sólo porque, además, tenía razón. Sobre todo en aquel momento, mientras la oía hablar al desvestirme de aquellas prendas, pensaba que tras todas las vejaciones que yo había padecido era ya imposible recomponer el rompecabezas de nuestra situación. Ella me había degradado hasta tal punto que el puzzle no tenía sentido: faltaban ya demasiadas piezas y, ni forzando las que pudieran quedar en la caja con esa cotidiana resina de cariño, de respeto al otro, de admiración velada hacia la pareja que la convivencia nunca termina de desgastar del todo, volverían a juntarse. No existía pegamento bastante fuerte en todo el mundo que lograse unirlas. Ni siquiera a martillazos.

Y no obstante, hallé en mi interior el raro don de la entereza para enfrentarme a la realidad. Lo demás, eso de echarme de mi propia casa, eran pamplinas. Ya se vería. Y encontré todavía algo más impredecible en mí. Cierto grado de orgullo. Un incomprensible orgullo de ser quien y como era, con independencia de todos mis sufrimientos aquella noche, y de enfrentarme en clara desventaja a tres personas que resultaron ser auténticos desconocidos para mí: el antiguo novio de Begoña, un sádico; ella, una mujer envilecida por la venganza; y José Daniel una especie de pervertido, no por su recién descubierta homosexualidad, sino por la forma en que se manifestaba.

Era cierto, sí, me gustaba vestirme de chica. Y sí, durante toda mi vida en mi alma alentaba fantasías de serlo. Y qué. ¿Era un delito? ¿No existen mil fantasías y deseos más extraños que ese? Además, no era un deseo tan terrible: no dañaba a nadie, excepto a mí en cualquier caso. Quizá veinticinco años no abundasen ejemplos como el mío, o sí, y se ocultasen más porque las consecuencias eran terribles. ¿Pero ahora? ¿En pleno Siglo XXI? ¡Si encima no era algo que hubiese ocultado totalmente! ¡Si al menos todas las mujeres con las que intimé conocían en parte mis anhelos! Al fin y al cabo yo había sido siempre así. Ellos no.

Las cartas de una baraja marcada estaban sobre la mesa. Tenían todos los triunfos y querían jugar fuerte aquel retorcido póquer. Yo carecía de naipes para ligar siquiera una mano discreta, pero restaba una última jugada. Una última bala ya se vería destinada a quién. Un buen farol no era suficiente para salvar la partida, pero estaba dispuesto a asumir el riesgo.

Subí la apuesta.

Ya sin aquel odioso sujetador que me constreñía mis infantiles pechos, sentí un enorme alivio. Me los toqué con suavidad. Estaban adormecidos por la presión. Los noté distintos. Noté cómo la sangre volvía a fluir con normalidad, haciendo que mis pezones me doliesen un poco, de nuevo. Pero esa mórbida sensación de tener pechos desarrollados no fue tan placentera como la de deshacerme aquella prenda que tanto envidiaba a las mujeres, y que aquel día me pareció un aborrecible instrumento de tortura. Finalmente, me bajé la braguitas. Mi pene estaba totalmente fláccido.

¿Qué me aconsejas que me ponga ahora, Begoña? –inquirí con toda la intención del verbo "aconsejar", en aquel contexto-.

Resulta un poco chocante tu pregunta, Mariceli… Te pondrás lo que yo te diga. Espera.

Fue a abrir uno de los cajones de su tocador, de donde sacó unas medias de color blanco pulquérrimo, y algo que se parecía a una faja de tubo, de una sola pieza, con cierta sobrecarga de puntillas en la zona del pecho, en el mismo color, desconcertantemente blanco. Nunca había visto una faja que se pareciese tanto a un corsette. Tenía hasta ligas. Vi de refilón la cremallera y los corchetes con los que se cerraba por la parte delantera. Decidido a ser malicioso le pregunté si debía aplicarme o no un salvaslip. Y cómo. Con cara de extrañeza ante la cuestión planteada, y sin decir palabra, como molesta por haber olvidado algo de importancia, buscó uno. "Por supuesto que sí", dijo. Ella misma calculó dónde debía quedar, retiró los protectores del adhesivo, y se lo aplicó.

Begoña, por favor –dije con voz declaradamente afeminada-, ¿te podría pedir un favor? Me da un poquito de vergüenza pedirlo, pero me gustaría

Me miró de arriba a abajo

Bueno, depende de cual

Me gustaría… no parecerle demasiado cursi a José Daniel en nuestra primera cita… no sé… que eligieras para mí, si fuese posible, si has comprado alguna, una blusa que bueno… me gustaría que José Daniel viese que también voy "vestida por dentro", no sé… que resaltase mi femineidad

¡Vaya! –exclamó entre divertida y preocupada: bien, el farol funcionaba- ¡Esta sí que es buena…! Precisamente saqué de la tienda una preciosa para una ocasión como esta… Pero si no te queda bien, o tu maquillaje arruinara el cuello... Bueno, tendrás mucho que explicarle a la dependienta que me atendió, si quieres devolverla. La blusa es carísima.

Por supuesto, querida -y fui mordaz con el adjetivo: percibí que no le agradó-. Al fin y al cabo es un capricho mío… pero seguro que tú has elegido la talla adecuada

Ahora su gesto me revelaría una suerte de incredulidad salpicada de enojo, y le rogué con interesada modestia que me ayudase a enfundarme aquella faja. Cualquier cosa antes que descubrir mis cartas. Y cualquier cosa antes que ganarme su castigo. Ya había padecido suficientes.

Mis piernas pasaron bien, pero al llegar a los muslos noté que los elásticos me cortaban la circulación. No obstante, con naturalidad, me enfundé la faja justo hasta encima de las caderas sin aparentar molestia alguna, contoneándome grácilmente ante ella, para que la prenda pasara al mismo tiempo que, con la otra mano, acomodaba mi pene y testículos hacia adentro. Confieso que, cuando lo logré, retrayendo mis órganos entre la cara interna de mis muslos, me sentí más cómodo que con las braguitas. La presión que ejercía la faja en mis genitales, ocultando su abultamiento, me satisfizo. De ahí no se moverían. Cómodo no era, desde luego, pero sí más que la prenda que había llevado puesta hasta aquel momento. Aparentaba no tener nada en esa zona de mi cuerpo. Nada.

El resto fue más complicado. Subí la faja tratando de ajustar a mis hombros los tirantes, hasta conseguirlo. Pero eso añadió molestias a la situación de mis genitales, aplastándolos aún más: la faja era elástica, pero era una faja: y difícil de llevar. Begoña se sonrió. No pasó por alto mis dificultades.

Segura de retomar la iniciativa en nuestra particular mano de damas al póquer, se situó frente a mí. Dudé de mi farol. Quizá había fracasado. Begoña iba a por un trío, y yo no tenía nada más que arrojar la toalla, o arriesgarme a caer desde un precipicio. Pensé que, incluso, se sentía excitada con lo que sucedería a continuación: pareja de ases y damas, mínimo, conjeturé. Insinuándose ante mí con el encanto de una inocencia fingida, cogió la cremallera de la faja entre sus dedos pulgar e índice, ayudándose del corazón, y la subió con violencia, no sin apuros, en ocasiones dando tirones, hasta su tope. Mis costillas flotantes se apretaron contra mí, obligándome a inspirar y exhalar de forma distinta, más breve. Pero cedieron.

Un nuevo y fuerte tirón de Begoña, con pausados forcejeos que modelaban mi torso conforme a la figura de la faja, me abrazó a la prenda. Abrochar los corchetes a las presillas casi fue un juego de niños para ella, ya mi figura domada. Cuando fijó el último, sus manos escudriñaron en el interior de las copas, y asiendo mis pechitos de varón con fuerza, tirando de ellos hacia arriba, los acomodó en ellas. De nuevo aquella presión. De nuevo esa sensación de que mis pechos eran senos. De nuevo mis pezones irritados.

Para ponerme las medias tuve que sentarme en la cama. Sentía mis genitales instalados en el hueco de mis nalgas y, para evitar el daño, me incliné hacia delante. Aquella endemoniada faja me forzaba a moverme con una lentitud exasperante. Mas, concienciado de que no abandonaría la partida tan pronto, venciendo mis muchas molestias enfundado en el corsette, vestí mis piernas demoradamente con las medias, con sumo cuidado de no hacerme una rasa en ellas, y me levanté. Ajusté el clip de las ligas a las medias. Subí la apuesta.

Dónde estaba la blusa.

Era preciosa. De ligero y blanco popelin inmaculado, con canesú de tres capas en el cuello y puños siguiendo el mismo juego. Begoña me hizo pasar los brazos por las mangas. Le ofrecí mi espalda para que la abotonara sin demasiadas complicaciones. Cerró también los puños.

Me quedaba algo ceñida y corta. Pero perfecta. Y le dio rabia. Le dio rabia de que me separara de ella y me dirigiese al espejo, limitados mis movimientos por la severa corsetería que llevaba puesta pero, además, con fruición. Gustándome en el caminar. Y ya, gustándome ante el espejo, cuando comenté: "Me queda monísssssima", y que había acertado en la talla. Casi oí rechinar sus dientes cuando le comenté lo bien que se transparentaban las puntillas de la faja alrededor de mis senos, que no sería necesario devolverla a la tienda y cuánto le agradecía el regalo. Estoy seguro de que pensó en quitármela. No pudo. Sonó el acerado y desagradable timbre del portero automático del portal. El corazón me dio un vuelco. Alejandro gritó desde el salón que él abriría.

José Daniel había llegado.

Entonces "ambas" dudamos de nuestro juego.

Como si Begoña hubiera cambiado repentinamente de opinión, o hubiese desistido de su plan de juego, rebuscó en "mi parte del armario" hasta descolgar una falda escocesa de lana a la manera de las colegialas, pero larga y con mucho vuelo, tableada, de cuadros negros listeados por dos tonos de verde, sobre fondo aguamarina; en suma, una falda nada insinuante. Todo lo contrario. Era bastante fea. Sin embargo, no dejé de alabarle el gusto, precipitamente. Me pareció lindíssssima y, rápidamente, me conminó a que me la pusiera. Apenas lo hice, remetí la blusa como bien pude, cerré el botón de la orilla derecha de la falda, y subí la cremallera. Ella se apresuró a componer adecuadamente la caída de la blusa, pasó un un discreto cinturón por las trabillas, y me lo ciñó de tal modo que mi cintura, dócilmente, cobró una forma tan femenina que "ambas" nos sorprendimos frente al espejo.

De pronto, como si yo fuera la muñeca con la que una niña juega, entendí algo interesante. Begoña estaba preocupada por mi aspecto. No debía parecerle tan mal, pero tampoco tan bien. Entendí que de una singular forma, de repente, se había olvidado de quiénes éramos, de quiénes fuimos, y sólo me veía como una compañera de piso a la que ayuda a estar atractiva para una cita, y se preocupa de su apariencia. Y por otro lado, yo mismo había olvidado cuanto sucedió aquella noche. Sentí pudor: la blusa era demasiado transparente. Begoña probó a echarme sobre los hombros un suave echarpe que, sin mediar palabras, a "ninguna" desestimamos. Dio en la clave con una linda torera de gruesa lana blanca, que se abrochaba con un solo botón al cuello. Arregló el canesú de la blusa para que este quedase bien colocado. Por efecto de las pequeñas hombreras, y de mis propios hombros, esta se abría hacia los lados dejando entrever en el centro de la pechera los ribetes de mi lencería, pero recatando al mismo tiempo mis diminutos senos que, no obstante, resaltaban sobre la torera, respingones, esbozando una sutil curvatura de adolescente.

Escuchamos de nuevo el timbre. Esta vez era la puerta de nuestro piso. Escuchamos cómo Alejandro la abría, y las palabras de ambos, entrecortadas, saludándose en el pasillo. Escuchamos el murmullo de nuestra respiración entrecortada. Y nos miramos. Y nos adivinamos: "nos" faltaba algo.

Mecánicamente ella fue a buscar los zapatos. Tenían medio tacón. Yo ya era bastante "alta" como para usar tacones de aguja. Muy sencillos en su aspecto, pero no del todo anacrónicos con respecto a mi forma de vestir, me los calcé sin gran dificultad y me retiré un poco del espejo para valorar mi aspecto. Begoña y yo quedamos eclipsadas, ante el espejo, mirándonos de nuevo con desconcierto. Desde luego yo aparentaba ser una mujer rara. O diferente. Ni femenina, ni masculina, ni andrógina. Distinta.

No hubiese salido del dormitorio por nada en el mundo. Me sentía bien. Por primera vez me sentía verdaderamente bien. Casi inspirado. Hasta el punto que sufrí un vahído que me obligó a sentarme de nuevo al pie de la cama. Me gustaba. Yo me gustaba a mí mismo. Me gustaba sentir mis pechos. Me gustaba sentir vestidas mis piernas con aquellas medias. Me gustaba sentir la presión de los tacones en mis talones, víctimas de mi propio peso. Me gustaba sentirme ceñido, encorsetado. Me gustaba el tacto de la blusa sobre mi torso, y el ligero picor que producía sobre él la gruesa lana de la torera. Me gustaba lucir aquella falda, aunque no fuese bonita. No hubiese salido del dormitorio por nada en el mundo, pero me repuse. Tuve miedo de enfrentarme a José Daniel, así vestido, al mismo tiempo que sentí la necesidad de que me viera. Por eso me repuse. Realidad y partida de póquer, pregunté a Begoña qué tal me veía.

  • La verdad, Mariceli… estás guapísima… aniñada, pero elegante; demasiado clásica, casi excesiva, pero especial. Intrigantemente mona

Y no pude resistir la tentación.

Doblé la apuesta.

-Gracias, Begoña… Pero démonos prisa, por favor… Mi prentendiente ha llegado y no quiero hacerme de rogar. Es nuestra primera cita.

Toda la relativa tranquilidad con la que se había comportado hasta entonces desapareció de súbito. Su autodominio. Su conciencia de controlar la situación. Me levanté, volví a mirarme en el espejo con dulce arrobo, y remedé algunas posturas femeninas ante él, corrigiendo ese ademán, la caída del canesú, mi cabello, gustándome otra vez, alisando aquí, retocando allá, pensativa.

Intrigada por mi actitud, se interesó por lo que corría por mi cabeza.

-Ay no sé –repuse afectadamente-. Pensaba en un bolso

-¿En un bolso?... ¿Para qué?

-Bueno, Begoña… Supongo que también hoy es una noche muy especial para ti… para Alejandro… Quizá prefiráis estar solos… Y a lo mejor José Daniel quiere decirme algo íntimo, ay no sé, quizá quiera pedirme que salgamos juntos… cómo imaginar… y salir a la calle, sin un bolso

Indignada por mi atrevimiento me cogió del brazo, y me arrastró de mala manera fuera del dormitorio. Me hizo daño al hacerlo.

Desde luego esta noche, ni se te ocurra pensar en eso. Esto no es ninguna broma, maricón, y te juro que te arrepentirás de haberlo pensado siquiera –replicó con la cara encendida por la ira.

Había igualado su juego. Mi farol había surtido efecto.

Pero cuál.