La venganza (4)

Begoña, secundada por Alejandro, muestra la cara más terrible de la venganza. Hay razones para ello. Sin embargo, entre tantas vejaciones, aún queda un secreto por revelar.

CAPÍTULO CUATRO

SORPRESA TRAS SORPRESA: LA VEJACIÓN

Las carcajadas que acompañaron mi entrada en el salón rompieron en mis oídos, helándome el alma. Como una enorme ola que se advierte venir cuando ya es demasiado tarde, me quedé petrificado junto a la puerta. Apenas me sostenían las piernas, las manos me temblaban, el corazón me latía, revolucionado. Lívido, traté de dar un tímido paso hacia atrás, intentando huir, sin saber a dónde. Apoyé torpemente una mano en el picaporte de la puerta, para salir de la habitación, pero no calculé bien el movimiento y la puerta cedió. Al tratar de rectificar mi posición, mi talón izquierdo tropezó con una de las zapatillas, haciéndome perder el equilibrio.

Sus risas se desbocaron salvajemente cuando caí. Su cruel regocijo me golpeó como un puñetazo en el alma desatando un borbotón de incontenible vergüenza. Desde el suelo, con la cabeza hundida casi en mi pecho, viéndome y sintiéndome ridículamente travestido, les escuchaba retorcerse del placer que les causaba verme vejado, llorando igual que una colegiala que resbala y cae en un charco, a la salida de clase, delante de un grupo de muchachos. Y lloraba. Lloraba sin poder contener las lágrimas en una pesadilla de la que no podía escapar.

Al poco, Alejandro se acercó a mí y cogiéndome del brazo, me levantó con violencia.

Por favor, Begoña… y pensar que me dejaste por este puto maricón –dijo abiertamente. Y sin dejar de zarandearme e insultarme, mientras yo sollozaba, me condujo hasta dejarme frente a ella-.

Caí desplomado en su regazo, llorando como no recordaba haberlo hecho nunca. Durante unos minutos que parecían no acabar jamás, Begoña me acarició el pelo, fingiendo consolarme, mientras Alejandro revoloteaba a nuestro alrededor haciendo fotografías, sin dejar de hacer hirientes comentarios sobre mi aspecto. Ella le reprendía como siguiendo un guión predeterminado, sin dejar de endulzar mis oídos con palabras que simulaban cariño y que, pese a ello, lograban tranquilizarme un poco. Pero el bálsamo apenas duraba unos instantes: en cuanto me representaba la realidad de la escena que estaba viviendo, la pena y la rabia por haber caído en una trampa terrible, me vencía de nuevo, provocando un nuevo y prolongado sollozo. Sorbía y moqueaba como un niño que no encontrara ningún consuelo, mientras ella me ofrecía un pañuelo tras otro. Por fin, me ayudó a incorporarme, y me hizo sentar a su lado. Tomando con su mano mi barbilla, me instó a mirarla mientras ella tomaba la palabra. Después, una vez que consiguió que mantuviera la cabeza en alto, aunque me resultaba imposible mirarle directamente a los ojos, con ternura tomó mis manos entre las suyas.

Te sientes humillada, ¿verdad Mariceli?... ¡Pobrecita… te entiendo tan bien! –exclamó con un suspiro-. Nada, absolutamente nada de lo que te ha sucedido hoy te parece justo, ¿no es cierto? –y al ver que concedía que sí, con un leve movimiento de cabeza, el tono de su voz se ensombreció-. Yo he sentido lo mismo, Mariceli… y no creas que me ha resultado agradable hacer todo esto, pero tienes que aprender, cariño, tienes que aprender a vivir con ello igual que he hecho yo. Debes sobreponerte al recuerdo de esta noche y poco a poco acostumbrarte a una situación totalmente nueva, como me ha pasado a mí

¿A ti te ha pasado algo parecido? –pregunté con un tembloroso hilo de voz-

Huy, sí… no te puedes imaginar cuánto daño, cuánto sufrimiento me has hecho padecer, ni la humillación tan grande que he sentido desde que descubrí que eras un mariquita

Mis mejillas se encendieron con un rubor insoportable. Sentí que me dolía la cara del sonrojo y, pese a ello, conseguí componer un fingido gesto de incomprensión y extrañeza que ella aplacó con un soberbio guantazo.

No me vuelvas a mentir, mariquita de mierda. No se te ocurra volver a hacerlo en tu vida. Alejandro, mi vida, ve al baño –y ese "mi vida" volvió a ponerme en un estado de alerta total: él se levantó con una mueca de desprecio-. En el suelo dejé olvidada una carpeta. Quería enseñársela a "Mariceli" antes, pero en el último momento cambié de planes. Ahora tú, marica, tienes cinco minutos de reloj para poner la mesa y servir la cena. Sólo para Alejandro y para mí, y a la voz de ya. Antes de acostarte te podrás tomar un gran tazón de leche caliente, pero esta noche estás castigada sin cenar por mentirosa.

Ella sabía que yo odiaba la leche perfectamente y casi me vino una arcada de asco al pensar en ello. Sabía que me daban ganas de vomitar… No obstante, como bien pude me levanté y, con una torpeza extrema, acentuada por la ropa que llevaba puesta y el terror que en ese momento sentía, me dirigí al cajón donde guardábamos los manteles. De inmediato afeó mi forma de caminar y de moverme y me exigió que lo hiciera de una forma resueltamente "afeminada" –no dijo femenina- tan exagerada como me fuese posible. Ya tendría tiempo de perfeccionar mis ademanes y mi gestualidad. Por lo pronto debía acostumbrarme a moverme, sentarme o hablar haciendo posturitas "más adecuadas y propias de un maricón como tú", sentenció. "Con el tiempo ya limaré los excesos, e iremos puliéndolos… pero de ahora en adelante, delante de mí, cuídate mucho de mostrar la más mínima actitud que me pueda parecer varonil", concluyó.

Jamás, en ninguna de mis fantasías, me había considerado un amanerado. De hecho, relativa paradoja, nunca tuve en buena consideración a los amanerados. Objetivamente, mi percepción lo ideal femenino era una sublimación de cualidades en apariencia antagónicas: pasión y armonía, sensualidad y recato, carnalidad y elegancia, sofisticación y mesura: un equilibrio de actitudes que en nada se parecía a lo que me estaba exigiendo Begoña y que, honestamente, en mí, y para mí, era impensable. Sin embargo, seguí sus

instrucciones lo mejor que supe y pude, y me vi transformado en un grotesco afeminado, grotescamente travestido, remedando grotescos modales de damisela de telenovela.

Con todo, terminé eligiendo un mantel entre varios que, en lo posible, hiciera juego con el tono de las servilletas que había traído conmigo de la cocina. Con premura, pero fijándome en que no quedara mal compuesto ni corto de ningún lado, tirando de aquí y de allá, y alisándolo hasta considerarlo perfecto volví a la cocina. Enredado entre lazos, bata y zapatillas, y sorbiendo todavía mis mocos y lágrimas al mismo tiempo que me contoneaba estúpidamente ante Begoña, me dirigí a la alacena y cogí la vajilla y los cubiertos que, rápidamente, llevé hasta la mesa, junto a la cestita con el pan, los vasos y la sopera. Por si pudiera estar sosa, regresé y me encontré a Alejandro descorchando una botella de vino blanco, con la misteriosa carpeta que había recogido del baño sobre la encimera. Una horrible mirada suya, torva y sádica, consiguió que mi miedo alcanzara cotas desconocidas para mí. "Venga, maricón, sírvenos la cena de una puta vez", fueron sus únicas palabras. Me temblaron las piernas. Me temblaron las manos cuando tomé el salero, y salí tras él, atemorizado por su desprecio y su grosería.

Ya en el salón, en cuanto él se sentó serví la cena con cuidado de que no cayera ni una sola gota de la sopera en el mantel. Estaba seguro que cualquier excusa les valdría para martirizarme de nuevo. No tenía tiempo de preocuparme por lo que estaba pasando. Sencillamente, podía más el pánico a lo que pudiera pasar. Begoña me indicó que me sentara en una silla, en el otro extremo de la mesa, en la que había puesto la carpeta que vi en el baño. Mis testículos, al sentarme sobre ellos, descompusieron mi rostro por el dolor y, como bien pude, echando un poquito mis nalgas hacia atrás, me acomodé.

Ahora quiero que bendigas la mesa como hacía yo cuando era pequeña, para nosotros. Junta tus manos para la oración, y reza –y al ver que dudaba, mirándola con un apunte de incredulidad que corregí inmediatamente, temeroso de que pudiera acarrearme una nueva bofetada, junté las palmas de mis manos, y musité unas palabras para salir del paso. Sin duda, no le gustó ni el tono, ni el contenido, porque clavó sus ojos como si lo hubiese hecho mal a conciencia-. Pase por ser hoy, Mariceli… confío en que a partir de ahora pondrás más amor en las cosas que haces, en las cosas que dices, y en cómo las dices… -concluyó-. Bien, Alejandro, vamos a ver qué tal cocina la niña

Casi al mismo tiempo se llevaron la cuchara a la boca. Noté cómo mi estómago se retorcía, lastimero. Tenía hambre. Llevaba más de nueve horas sin probar bocado, y verles comer con gusto acentuó mi necesidad de tomar algo, pero me abstuve de hacer cualquier comentario al respecto. Simplemente, mientras les escuchaba decir algo sobre la sal, mientras se servían vino, y brindaban, hundí mi cabeza hasta casi fundir mi barbilla con el nudo del gran lazo que adornaba el cuello de la bata. Mi sufrimiento por todas las vejaciones a las que estaba siendo sometido se hacía uno con el tremendo daño que me hacía el sujetador. Sin embargo, casi ni me atrevía a respirar, ni a moverme.

Tras uno o dos interminables minutos durante los cuales nadie dijo nada, y sólo se escuchaba el sonido de las cucharas al tocar el fondo del plato, Begoña me preguntó quién me había llamado mientras cocinaba.

Le dije la verdad.

Mmmmm… fíjate qué considerado es contigo. Eso significa mucho, ¿sabes? Yo creo que le gustas, cariño… pero cuéntame, cuéntame la conversación enterita, cielo. Ya sabes que entre nosotras no debe haber ningún secreto

Pero si no ha sido nada… lo de siempre, que cómo estaba, que cómo me había ido el viaje

Yo seré quien valore si ha sido nada o ha sido algo, nena –dijo con severidad-. Así que cuéntamelo todo punto por punto, sin ahorrar ni un solo detalle: quiero saber en qué estabas pensando, qué estabas haciendo mientras hablabas con él, qué dijo él, qué dijiste tú, y sobre todo cómo fueron dichas las cosas. Dímelo con esa vocecita de chica tímida que quiero escucharte siempre. Ya –me conminó.

Así, tal y como ella me instó a hacer, con todo lujo de detalles, hablando bajito y con voz impostada, le relaté mi conversación con José Daniel, sin eludir el más nimio matiz, refiriéndole incluso cómo me había colocado uno de mis senos mientras hablaba con él, porque me hacían daño los aros del sujetador. Se mostró encantada con mis "deslices" de femineidad, pero enormemente contrariada porque no hubiese hablado con voz de chica, como ella había insistido que hiciera, al menos aquella noche. Eso le revelaba a las claras que tendría que ser más severa conmigo: le había demostrado que era incapaz de obedecer una orden pueril, por lo que quedaba sobre aviso de no fiarse de mí una pizca, ni darme un centímetro "de cuerda". Desde luego, contaba con dificultades, " pero no tan pronto" , subrayó enigmáticamente. No obstante, en cuanto terminaran de cenar, le devolvería la llamada y, delante de ella y de Alejandro, conversaría con "ese hombre tan guapo" hablando con la dulzura e ingenuidad de una muchacha que no suele hablar con chicos. Objeté, rogándole mil disculpas si decía algo inconveniente, que hubiera sido, y sería, desde mi humildísimo punto de vista, una temeridad charlar con un amigo íntimo con voz de afeminado, ya que corría el riesgo de que en dos días todos mis conocidos pensaran que yo era marica -le decía haciendo pucheritos irreprimibles-, y ni siquiera ella podía pretender que una broma de disfraces, por más elaborada que estuviese siendo, se convirtiera en un motivo de ridículo, de vejación y de humillación pública…; y que ya estaba bien, de aquella comedia… le dije derrumbándome sobre la mesa ya sollozando; y que me dolía esto, y aquello, y

¡Estoy harta, ¿me entiendes?, harta de que me repliques! ¡Harta! –gritó -. ¡Si te digo esto tú dices que aquello! ¡Si te digo que lo hagas así lo haces como te viene en gana! ¡Y eso se ha acabado! ¡Harás lo que te diga y como te diga que debes hacerlo sin rechistar, ¿entendido?! ¡Pero, claro, la culpa es mía por haberte consentido tanto! Y eso de preocuparte de qué diran… ¡¡¡qué patético!!! ¡¡¡Mírate!!! ¡¡¡Ven conmigo, mírate en el espejo y dime qué ves y qué eres!!! ¡Venga, de pie!

Me levanté como si un resorte me moviera, de inmediato, en el mismo momento que ella lo hacía. La vi venir hacia mí, encendida su cara por la cólera, y oculté mi cara para no recibir una bofetada, como esperaba. Pero esta vez no utilizó la mano para cruzarme la cara, sino para cogerme de una de las coletas que ella misma me había hecho, con tal fuerza que me pareció que me arrancaba el pelo. Fue un tirón tan inesperado, tan repentino, que me desbordó por completo. El dolor fue parecido al que cualquiera puede sufrir cuando se pilla los dedos al cerrar una puerta. Seco. Brutal.

Cogido de la coleta, me hizo moverme, zarandeándome la cabeza, dirigiéndome al pasillo.

Dándome constantes tirones y pellizcos me arrastró hasta el espejo que adornaba el vestíbulo. El espejo donde tantas veces me había mirado convertido en una hermosa mujer, cuando estaba a solas. El espejo que me había devuelto, a veces, la imagen que yo soñaba de mí mismo.

Begoña, no obstante, me obligó a verme de una forma distinta. Empotró mi cara en el cristal. Obligándome a verme, metió sus dedos casi en las cuencas de mis ojos, forzándome a abrir los párpados, mientras lloraba y lloraba, cuánto no lloré aquella noche, temblando: obligándome a verme, a mirarme. El cristal, rápidamente, se enturbió con el vaho de mi respiración, y el brillo de mis labios. y me vi: me vi por vez primera: no señora distinguida, no mujer insinuante, no recatada niña: me vi esperpento. Esperpento que gemía y gemía y gemía y gemía, indefenso, vulnerable, completamente desposeído del más mínimo ápice de autoestima.

Oí a Alejandro gritar, desde el salón: ¡¡Enséñale ya las fotografías, coño, a qué esperas!! Y a ella exigirme: ¡Quédate aquí, y no se te ocurra moverte de aquí!

¿Cómo habría de moverme? ¿A dónde iba a ir? ¡Estaba paralizado por un horror que no podía siquiera desviar hacia la puerta de la entrada! ¡Adónde iba a ir! ¿Al pasillo de un edificio donde vivían cuarenta familias? ¡Mirara adonde mirara no podía dejar de verme reflejado en aquel espejo brutal!

Begoña regresó, abriendo la carpeta mientras venía hacia mí. Y hasta el momento en que empezó a enseñarme las fotografías y los escritos que contenía, no comprendí el alcance de la venganza. Me tiró a la cara fotografías impresas que yo guardaba en el ordenador: eran fotografías de travestis, de hombres desnudos, de vestidos que buscaba en internet, de lencería. Pero no era sólo eso. Me tiró a la cara relatos en los que yo vertía mis sentimientos más íntimos: relatos como este. Me tiró a la cara montajes en los que mi cara aparecía en el cuerpo de una mujer paseando con un hombre, escaneados de revistas. Me tiró las cartas que, en mi soledad, escribía a José Daniel contándole cuánto me gustaba, como una fantasía, contándole quién era yo realmente.

Me tiró a la cara, con desprecio, todos los años de una infancia en la que deseaba ser niña. Arrastró sobre mis lágrimas, que se mezclaban con su llanto y el mío, casi cuarenta años de deseos imposibles que pisoteó, rompió, me metió en la boca para hacer que los tragara, ahogándome el corazón en mi propia vida. Me vi los labios pintados, haciendo posturitas en el baño. Me vi retratado colegiala y puta, me vi con vestidos de mi hermana y de mi madre, me vi reina, me vi fulana, me vi en todos los retratos que había coleccionado de mí desde que tuve una cámara de fotografías y un escáner, y comencé a jugar con las fotocomposiciones; me vi doblado de placer mientras un varón me tomaba; me vi señora dedicada a su marido; me vi perra, me vi paloma: me vi en todas las poses, en todas las posturas. Me vi bebé. Me vi ramera.

Cada una de las fotografías que me tiraba a la cara eran un momento de mi vida. Cada uno de los textos que me arrojaba era un momento de mi alma. Todo. Todo de mí. Absolutamente todo estaba en sus manos crispadas, saliendo de aquella carpeta.

No podía ya replicar a nada.

Me había descubierto.

Y en ese momento lo comprendí todo. Su rabia, su dolor, su crueldad, las vejaciones: cómo no entenderla, cuando –y tanto que la quería- la engañaba. No con otra. No con otro. No con nadie. La engañaba conmigo. Cómo no entenderla. Incluso, cuántas veces soñé que descubría la verdad; pero cuando la verdad llegó, el daño era tanto que no había reparación posible. Begoña se estaba tomando una venganza merecidísima… ¿Pero cómo, cómo habían llegado a su poder aquellas fotografías, aquellos relatos, aquellas cartas?

Pocos días más tarde lo supe. Fue Alejandro. Un día debí olvidar la nueva contraseña del ordenador, apuntada en una hoja sobre mi escritorio, que había creado para defenderlo mejor de un posible acceso indeseado. Acumulaba tantos secretos en la memoria del aparato que no me bastaba ya un nombre de chica en clave, por más cursi que fuera, para protegerlos. Begoña lo encontró, pero no sabía muy bien qué hacer con la contraseña, porque desconocía prácticamente todo del funcionamiento de un ordenador. No obstante, llevaba muchos meses ya sospechando que, en aquel en el interior de ese "trasto" que no sabía manejar, había algo más que trabajo y ocio. Pero Alejandro sí sabía, como yo sabía que quedaban de vez en cuando. A mí me parecía normal. Habían sido novios. No se llevaban mal. Yo también quedaba, de vez en cuando, con antiguas amigas. Sin embargo, no pude jamás imaginar que Begoña le contara, precisamente a él, nuestros problemas en la cama. Lo hizo.

Fue Alejandro quien se brindó a entrar en mi ordenador.

El resto, ya es sabido.

Regreso a la ciudad el viernes, ya entrada la tarde, extenuado por tantos días fuera de casa, perdidos en reuniones, almuerzos de trabajo, y salidas nocturnas. Regreso de un viaje de negocios. Además del trajín del viaje y mis molestias, en las que empiezo a sospechar una enfermedad, no sé cuál, que está cambiando de algún modo mi cuerpo y mi forma de sentirlo, llevo un día horrible: horrible por los desplazamientos y las horas de espera en el aeropuerto, horrible por el vuelo, horrible de angustias y mareos, horrible por un misterioso punzamiento, constante, en mis pequeños pezones… horrible por todo. Llego a casa, muy fatigado, sobre las ocho de la tarde.

En tan sólo tres horas, mi vida se viene de golpe abajo. Descubierto en mis secretos más íntimos y mimados, desnudo como si el más mínimo pensamiento hubiera quedado expuesto ante una multitud, travestido por mi propia pareja de una forma grotesca, y amenazado con hacer llegar a todos mis conocidos y familiares tanto las fotografías, como las cartas, como los fotomontajes en los que me veía transformado en una verdadera mujer, Begoña me fuerza a llamar por teléfono a José Daniel. Él también lo sabía todo, me participó. ¿No me había extrañado que me llamase últimamente tanto por teléfono?

Todo formaba parte de su venganza.

¿No sabía que el motivo por el cual ninguna de las relaciones que mantenía José Carlos con mujeres prosperaba? Estúpido mariquita… José Daniel sería muy macho, muy viril, muy lo que yo quisiera, pero lo que de verdad le gustaban eran los chicos. También lo sabía, no hacía demasiado, gracias a Alejandro.

¡Venga, ahora mismo coge el teléfono y marca su número de teléfono, y llámale! –gritó, tirándome una vez más de la coleta, pero en dirección al sillón de la salita, en el que me arrojó-. ¡Pero con la voz más afeminada y modesta que puedas! ¡De hoy en adelante se acabó eso de las conversaciones breves que decías no entender! ¡Tendrás mucho que contarle cada día durante media hora de reloj! A ver si termina saliendo de verdad la mujer que llevas dentro

Y así fue como empezó a suceder el verdadero principio de mi vida. De golpe. Con dolor. Totalmente distinto a como lo imaginaba en mis fantasías más osadas. A la fuerza. Vil, pero justamente, conocí el sabor de una venganza atroz. Así fue como, chantajeado, descubierto, y humillado, tomé el teléfono y llamé a José Daniel.