La venganza (3)

Begoña transforma a su novio para su peculiar velada. Pero lejos de lo que él podía esperar, la situación toma un giro inesperado... y terrible.

CAPÍTULO TRES

COMIENZA LA FIESTA DE LOS PIJAMAS

Al entrar en nuestro dormitorio iba totalmente desnudo y descalzo. La puerta había permanecido cerrada desde que llegué, como el resto de puertas de la casa, y observé que sobre la cama había extendida una inmensa toalla acolchada, de un color rosa bebé, como la que se utiliza para cambiar los pañales a los niños. A los pies de la cama, en la zona derecha, había un carrito con ruedas que no había visto nunca en casa. Estaba atiborrado de botes de muchas clases, colores, y marcas, y todo tipo de útiles de higiene. Al percibir mi extrañeza comentó que, efectivamente, todo aquello era nuevo, y que durante los días que había estado de viaje de negocios le habían traído muchas cosas nuevas, para mí y para ella, que había encargado tiempo atrás. Me hizo tender sobre la cama, y me pidió que esperara un poco. Oí cómo abría el grifo de la bañera, y cómo llenaba algo que me pareció un cubo, quizá de fregar. Pero regresó con una palangana que solía usar para lavar ciertas prendas a mano.

Del carrito cogió una cuchilla y unas tijeras y me ordenó, una vez más, abrirme de piernas. Al contemplar mi cara de estupor, me tranquilizó: “No te preocupes, cielo… Si eres buena y te estás muy muy quietecita, no te haré ningún daño. No te voy a cortar “eso”, al menos no todavía… a no ser que me des una razón para hacerlo. Pero procura no dármela. Ahora, ábrete bien… Vamos a depilarte un poquito tu bollete de nena…”.

Obedecí. Me imaginaba patético y miserable tumbado de espaldas, con las piernas flexionadas y abiertas, mirando al techo. Y lo era. Sin embargo podía más el temor que la vergüenza. Casi no podía respirar del miedo que sentía mientras ella untaba una fría espuma en mis genitales y, después, observándole rasurar mi pubis, la zona anal, los testículos, de reojo. Fueron veinte o treinta minutos en los que recuerdo haberme admirado un poco de cómo Begoña administraba mi pánico y mi placer, alternando las situaciones de terror con los momentos placenteros. Al terminar limpió con una esponja semiseca la zona en la que había estado trabajando, y aplicó un nuevo gel que, en lugar de aliviar la irritación que sentía, la acentuó. Después, haciéndome dar una vuelta tras otra sobre la cama, espolvoreó sobre mis glúteos y genitales abundantes polvos de talco perfumados que impregnaron la habitación con un penetrante olor de bebé. Una vez terminó con el talco, procedió a embadurnarme con capas y capas de crema que me devolvieron el placer de sus mimos. Miré el reloj de la mesita de noche. Eran ya las once. Durante tres horas, aproximadamente, había estado sometido a aquel extraño juego que no sabía dónde podría terminar, ni si quería que se terminase.

Y no había terminado en absoluto, en absoluto: acababa de empezar. Sobre mi piel irritada, tras coger un bonito bote de perfume que sin duda había adquirido para la ocasión ( Begoña sólo utilizaba agua de colonia y desodorantes ), pulverizó mis axilas, mi cuello y mis genitales. Un aroma denso, dulzón y ligeramente afrutado embargó mi sentido de olfato, embriagándome por completo: era delicioso.

  • A partir de ahora sólo usarás este perfume; se llama “Mademoiselle”… qué apropiado y lindo nombre ¿verdad?... A mí los perfumes tan intensos nunca me han gustado, pero a ti “te queda” muy bien… Es un aroma romántico, ¿no te parece? Igual te sirve para ir al trabajo que para asistir a un compromiso… Tener un perfume propio es un detalle muy propio de las chicas ¿sabes? Cuando yo era una jovencita como tú… -me dijo mientras abría el cajón de su mesita de noche, y sacaba unas cajas- tenía mi colonia preferida. De hoy en adelante no sabrás salir a la calle sin echarte unas gotitas de tu perfume favorito… Ni sin esto, claro… Mira qué monería, Mariceli… Te las compré hace unos días y estaba deseando ver cómo te quedan

Eran unas braguitas blancas deliciosas, de esa clase de braguitas antiguas que llevan varios volantitos de encaje, con un lacito celeste que quedaba entre pubis y ombligo. Una joya de la lencería para un “travesti de closet”, como suele decirse, como yo, y una prenda “kitsch” para cualquier mujer de su tiempo. Me instó a ponérmelas, y aunque parecían muy ligeras me di cuenta que no eran del todo cómodas de poner, pues tenían algún componente elástico, tipo faja. Les aplicó un salvaslip, porque cualquier día “mancharía”, como cualquier chica, apuntilló. Cogiendo mis genitales con la mano, por detrás, tiró de ellos al tiempo que me pedía que me subiera las braguitas y me las ajustara bien, y cuando consideró que ya no podía retraer más “mis vergüenzas”, me instó a cerrar los piernas, que quedaron totalmente ocultas entre mis muslos y mis nalgas. Desde aquel día, dijo, mi bultito debía permanecer así, siempre escondido, y tendría que acostumbrarme a sentarme sobre él aunque a veces me doliera. Seguidamente cogió el precioso sujetador compañero, y me lo puso. Me estaba pequeño, y los aros se me clavaron alrededor del torso. Pero era exactamente lo que ella quería. Maniobró entonces con mi pecho, separándolo un poco en el interior del sostén, hasta que lo adaptó a las copas. Al poco rato, por efecto de la presión, noté como si mis pequeños pezones se hincharan. Realmente, el sujetador me quedaba tan ajustado que me cortaba la circulación: eso me hizo experimentar una mórbida sensación de que tenía ya no pecho, sino senos incipientes, y estos un peso natural.

El efecto era demoledor, frente al espejo: tenía “tetitas” de mujer, y eran totalmente creíbles, muy pequeñas, pero naturales. Mi aspecto resultaba tan verídicamente femenino, que la expresión de mi cara delató cierto dulce arrobo, que ella interpretó inmediatamente… “¿Has visto que bonita estás, verdad Mariceli? Ahora te gusta verte convertido en una chica, y con la ayuda de tu hermanita, que se va a encargar de ello, cada día que pase estarás más cerca de ser la señorita que quiero que seas… Pero démonos prisa, mi vida… Ya es tarde y tienes que cenar… Ha llegado la hora de ponerte cómoda, con tus calcetincitos, tu bonito pijama, y la bata compañera que te he comprado… Te aseguro que me ha costado un montón encontrar un conjunto tan ñoño para ti, pero ha merecido la pena el tiempo que empleé y el dinero que me ha costado…”.

Se dirigió al armario, y sacó todo lo que había mencionado, sin excepción. Era un conjunto a estrenar, al que quitó rápidamente las etiquetas. Primero me hizo poner los calcetines, advirtiéndome que dejaría para mañana “hacerme los pies”. Los calcetines eran cortitos y calados, de un blanco casi irreal, una mezcla de angorina y lana que, tras haber sufrido tanto mi piel con la cera, me encantó sentir apretados, suaves y mullidos. Tenían dibujitos de corazones de color rojo. Luego me puse el pantalón del pijama rosa, ligeramente acolchado, que era tan confortable y de una suavidad tan extrema que lo sentí casi como una caricia. Se ajustaba con un gracioso lacito de raso en la cintura. Begoña lo anudó mientras me miraba, sonriéndome… Finalmente, me puso la parte de arriba del pijama, igual de suave y confortable, que se abotonaba por detrás.

  • Tendrás que acostumbrarte a que te abroche muy a menudo, porque te compraré muchas cositas que no podrás abrocharte tú sola… De esa forma aunque te pinche, o te moleste, o no te guste, una vez que te lo haya puesto nunca podrás quitarte ni los vestidos, ni las blusas, ni los jerseicitos que tu hermana te compre.

En ese momento no caí en la trascendencia de sus palabras. Estaba embobado viendo mi transformación, contemplando el conjunto… La parte frontal del pijama tenía bordado un gran oso de terciopelo de color marrón, que sostenía un globo con forma de corazón, a cuyos pies había varias cajas de regalos, con sus graciosos lazos. Era un pijama de chica de trece o catorce años. Para colmo, del zapatero sacó dos enormes zapatillas rosas, de peluche, de estar por casa, que me calcé enseguida pues tenía los pies fríos de tanto andurrear por el piso descalzo. Para terminar, con una sonrisa de oreja a oreja, consciente de que lo que me iba a poner ahora me humillaría, me ofreció las mangas de una bata, también rosa, de guata, para que pasara mis brazos por ellas.

Se parecía muchísimo a las que había visto usar a mi madre en el pasado, profusamente recargadas con remates muy cursis, ya en desuso. Al margen de una larga hilera de botones frontales, que partían desde las rodillas hasta el cierre del cuello, este terminaba en un canesú y una gran lazada. Lo humillante de la situación es que ella sabía que aquella horrenda bata me gustaría, y yo era consciente de que ella me adivinaba el pensamiento: al ver aquella prenda, que imitaba un estilo años 50, lo primero que pensé fue que era “una monería”, signo inequívoco de que Begoña estaba consiguiendo lo que, acaso, pretendía: sacar mi vena más sarasa, ponerla frente a mí para que, al verme expuesto, al sacar a la luz mis gustos más sórdidos, me sintiera apabullado por el ridículo. Jamás se me hubiese ocurrido semejante expresión, ni en sueños, a mí mismo, pero por dentro no dejaba de desear ponérmela. Con un movimiento lento pasé los brazos, y me puse frente a ella. Begoña empezó a abrocharme, de arriba abajo, morosamente. Finalmente, cogió las puntas de la lazada que pasaba por debajo del canesú, cruzó una sobre otra, hizo un nudo, y compuso un lazo bien arrebujado y pomposo alrededor de mi cuello, justo por debajo de la nuez. “Es una monería, ¿verdad?” –concluyó, pellizcándome una mejilla, sonrojándome-. “Te queda moníssssima, y te hace parecer mucho más marica. Me encanta cómo te queda”.

Vestido así me condujo a su tocador, donde tras aplicarme un poquito de brillo en los labios y unas discretísimas pinceladas de colorete en las mejillas, prendió dos sencillos zarcillos de bisutería fina a los lóbulos de mis orejas. En mi muñeca derecha cerró una esclava de oro que había grabado con el nombre de “Mariceli” en una bonita caligrafía en cursiva, y la fecha del día en el que estábamos. Me fijé en que dos diminutos corazoncitos coronaban y sustituían los puntos sobre las íes. De la izquierda prendió varias pulseras.

  • ¿Has visto qué detalle tan lindo? Podrá ser que a veces uses algunas prendas y otras no. Pero esta esclava la deberás llevar siempre, sin excepción, vayas donde vayas. Incluso a la oficina, claro… -dijo con malicia- Y ahora vamos a preparar una cena ligera, mi vida. Ven. Ven conmigo

Me dirigí a la cocina, tras de ella, pero a los pocos pasos se detuvo para regañarme con dulzura. “No-no-no, Mariceli… Así no camina una mujer… Tendrás que aprender a caminar con más suavidad, cielo; y no lo hagas con la cabeza mirando hacia el suelo: yérguete, pon la espalda recta, procura juntar los brazos con el cuerpo y, por favor Mariceli, compón esas manos adecuadamente. No eres una mujer, pero sí un marica, y debes lucir modales de niña… No debes sentir vergüenza de ser amanerado, mi vida. Estoy segura de que con mi ayuda pronto todos los remilgos que tengas te parecerán totalmente naturales, y no podrás evitar tus propios ademanes”, me indicó mientras me acariciaba la mejilla.

¿Es posible imaginar algo más desangelado y ridículo que un varón adulto, totalmente lampiño, con dos coletitas mínimas y sus coleteros; discretamente maquillado con colorete, brillo en los labios; cargado de pulseritas y anillos; vestido con un conjunto de noche, a todas luces exagerado en adornos; con una bata que repelería al noventa y nueve por ciento de la población femenina en su sano juicio, caminando por casa en unas zapatillas de peluche, y procurando andar como una adolescente idiota? Procurando evitar esta dolorosa y tremenda sensación, siguiendo sus instrucciones, me condujo a la cocina.

Nada más abrir la puerta y entrar comenzó a sacar varios utensilios de los armarios, y algo de comer, mientras yo me quedaba absorto contemplando mi reflejo en la ventana de la cocina. Pese a que cabía la posibilidad de que alguien me viera, se produjo un giro en mi carácter. Sí, es cierto, mis pezones me dolían mucho más que nunca. Pero la situación no terminaba de desagradarme

  • Bueno, mariquita. Ya está todo listo. He pensado que podías hacer unas espinacas a la crema… Ahí tienes las espinacas, que descongelé esta mañana, los ajos, el aceite… y para la bechamel la harina, la leche, la mantequilla, la nuez moscada y la pimienta. También he sacado unos huevos para que cubras la mezcla y se cuajen

  • Pep… pero, Begoña –acerté a replicar con voz atiplada-. Yo no sé cocinar

  • Ya lo sé, “peque”… -dijo con una sonrisa-. Y ha llegado el momento de que aprendas. Esto y cuántas cosas más… Hasta hoy yo me encargaba de la compra, de la cocina, de la lavadora, de la secadora, de la plancha… Sin embargo, de hoy en adelante, y con independencia de nuestra “fiesta de los pijamas” eso va a cambiar totalmente. Estoy deseando de que lleguen nuestras vacaciones, porque las vamos a dedicar enteritas, aunque no sólo a eso –musitó cambiando a un tono más bajo y cómplice, guiñándome un ojo- a enseñarte a hacer todas esas cosas. Venga, cielo… no seas miedosa con la cocina. Ya verás qué sencillo es todo y cómo te gustará preparar comiditas.

  • Sí, pero… pero “hermanita”… no podré hacer todas esas cosas cuando esté trabajando… no tengo tiempo…

  • repliqué sinceramente preocupado.

  • Pues tendrás que encontrarlo, Mariceli, como lo encuentran todas las chicas y todas las mujeres. Es una cuestión de organización, pero no tienes porqué estar preocupado. Yo me encargaré de enseñarte a organizar bien tu tiempo. Creo que es muy importante acostumbrarte a pensar de una forma distinta. Antes, cuando eras “pequeña”, te portabas de una manera demasiado cómoda y egoísta. ¿Sabes? Desde que somos pequeñas nuestras madres nos enseñan a desvivimos por facilitar la vida de los hombres, ya sean padres o hermanos, a sacrificar gran parte de nuestro tiempo para hacerles la vida más agradable y sencilla… somos así… y tú también serás así. No querrás que tu marido ande yendo todos los días a casa de su madre para que ella le prepare la comida, ¿verdad?... Porque tú querrás casarte con un hombre algún día, supongo… –y en ese momento su voz realizó un quiebro inesperado, lleno de picardía cargado de un repelente e intenso deje de sarcasmo-… porque a ti te gustan los chicos, ¿no es cierto, mariquita? Y José Daniel es un hombre muy, pero que muy atractivo… haríais una pareja preciosa.

Aquellas preguntas, y aquellos comentarios, me pillaron por sorpresa. Lo que ya era difícil, habida cuenta de todo lo que había ocurrido hasta el momento. No estaba seguro de si hablaba en serio, o en broma. Pero la duda, en mí, ya podía considerarse significativa… La sugerencia de que José Daniel y yo podíamos ser pareja pinzó algo en mi interior, poniéndome inmediatamente en guardia ya que, al margen de mis devaneos con el travestismo, lo cierto es que a veces fantaseaba con la idea de mantener una relación íntima con un hombre. Por supuesto, no me consideraba homosexual, sino más bien “bi”…. Esta nueva fantasía formaba parte de una subdivisión más dentro de mi casi ilimitada capacidad para fantasear con el sexo: travestismo, dominación, bondage… casi cualquier “perversión respecto al modo”, como la calificaría algún psiquiatra, tenía en mí cabida: realmente asomarse a mi interior, incluso a mí mismo, producía vértigo. Una subdivisión más con la que aprendí a convivir, o con la que me engañaba pensando que había aprendido a convivir, y que sólo volcaba en el ordenador; al principio, escribiendo historias imposibles para mi propia complacencia; conforme fui aprendiendo a manejarme mejor, a través de chats en internet; o escribiendo relatos que jamás terminaba.

  • Venga, nena… ¿a qué esperas? Ve echando el aceite mientras picas los ajos, y sofríelos… Ayyyyy –se quejó-. ¡Cuántas cosas tengo que enseñarte todavía, Mariceli! Pero estoy segura de que dentro de poco podrás hacer una “Vichyssoise”, y unas empanadas de bonito, y unas pastas al mismo tiempo que me describes un vestido que quieres que te compre, y atiendes una llamada de José Daniel… ¡No sólo debes preocuparte de hacer lo que estés haciendo! ¡Debes ser capaz de hacer varias cosas a la vez, querido! Pero tendremos que ir poquito a poco. Por ahora, ten el libro de recetas y ve preparando la comida. En condiciones normales no tendrías que tardar más de media hora, pero tómate el tiempo que necesites. Procura no mancharte porque después tendrías que lavar la ropa, antes de acostarte. Y por supuesto, evita ensuciar la cocina, porque quiero que parezca que nadie ha estado en ella. Cuando termines con todo, pon la mesa y sirve la cena. Yo te estaré esperando en el salón. Hasta ahora, cielo. Y no pongas esa carita de pena, Araceli. Disfruta. Imagínate que hoy viene José Daniel a cenar con nosotras y ponle mucho amor. Verás cómo te sale riquísima. Ah, una cosa… no entres al salón hasta que yo te llame. Cerraré la puerta. Tengo una sorpresa para ti que te va a encantar, y no quiero que descubrirla hasta que no llegue el momento. ¿De acuerdo?

“De acuerdo”, asentí. Y así, sin dejarme otra opción que la de preparar un plato que no sabía ni cómo empezar, con un libro de recetas abierto por la página de la crema que debía elaborar, me dejó en la cocina, cerrada la puerta, sumido en el desconcierto y turbado por la idea de que Begoña pudiera conocer más de mí de lo que yo imaginaba. La representación en mi mente de aquella posibilidad, sencillamente, me horrorizaba. Oí cómo también cerraba tras de ella la puerta del salón, y al poco rato, el sonido de la música que había elegido para nuestra velada de “hermanas”.

Y la idea de que ella supiera de más, llegó a agobiarme por momentos. No dejaba de darle vueltas en mi cabeza a sus comentarios sobre José Daniel. Por otra parte, los aros del sujetador se me estaban clavando ya demasiado hondo en la carne, y toda la ropa que llevaba puesta comenzó a parecerme incomodísima. Una cosa es tener una fantasía, y otra muy distinta realizarla. Mientras cocinaba, no paraba de ajustarme las prendas que llevaba puestas. Me tiraba un poco del sujetador, me recolocaba los genitales entre las piernas, los calcetincitos calados se me caían y tenía que subirlos a cada minuto, la lazada del cuello de la bata se me venía encima constantemente, estorbándome para todo

Me sentía estúpido, ridículo, cansado, y a punto de arrojar la toalla después de treinta minutos cocinando, mirando cada dos por tres el dichoso libro de recetas para no equivocarme, envuelto en un montón de ropa absurda, cada vez más arrepentido de haberme dejado dominar por mis ridículas fantasías y por las estúpidas exigencias de mi pareja, y a punto de pedirle a Begoña que terminásemos con aquel juego, que tan lejos había ido cuando, en ese preciso momento, me llamó José Daniel al teléfono.

  • Hola, ¿qué tal estás? –preguntó.

  • Ah, hola José Daniel… bien… aquí estoy intentando preparar la cena.

  • Vaya… ¿y qué estás cocinando?

  • Unas espinacas a la crema

  • Mmmmm… -oí relamerse-. Eso suena estupendo. No sabía que supieras hacer platos tan elaborados.

  • Ya, ya… ni yo tampoco, la verdad –repuse algo aburrido, mientras intentaba colocar mejor uno de mis diminutos senos-. Es una larga historia de contar, pero ya estoy terminando. De todos modos no es tan elaborado como parece. Es una receta relativamente sencilla.

  • En fin, cuéntame, ¿qué tal te ha ido el viaje de regreso? ¿Fue todo bien? ¿Han mejorado algo tus molestias?

  • Bueno, me he dado un baño reparador y aunque las molestias siguen ahí, sobre todo estoy cansadíssssima… -y justo al terminar de responderle, caí en la cuenta de que el tono que había empleado, la manera de decirlo, y el género en el que me había expresado, suponían un desliz. Tenía que ser más precavido. O estar más atento. O qué se yo

  • ¿Cansadísssima? –inquirió desde el otro lado del aparato.

  • Eh, perdona José Daniel, ya no sé ni lo que me digo –qué imbécil soy, me dije para mí mismo, mordiéndome el labio inferior.

  • Cansadíssssima y cocinando… si tu voz fuese distinta, quién sabe, podrías invitarme a cenar… Una cena íntima ya sabes… tú y yo a solas, unas velas encendidas, una botella de champagne… y luego podría darte un masaje –sugirió, burlándose de mí, misteriosamente.

  • Por favor, José Daniel, no seas tonto –repliqué con una imprevista sonrisita, que me pareció una suerte de concesión femenina que, unida al anterior desliz no prometía nada bueno. Había llegado el momento de cortar aquella conversación que no conducía a ninguna parte y, además, las espinacas estaban listas-. Perdona que sea tan brusco pero tengo que dejarte antes de que se me pasen demasiado las espinacas. Mañana te llamo, ¿vale?

  • De acuerdo entonces. Espero tu llamada, “guapa”

La bromita de decirme guapa me resultó excesiva, pero no tuve tiempo de enojarme porque escuché a Begoña llamarme. Contesté que ya estaba casi lista la cena, y que me disponía a poner la mesa, lo que hice siguiendo el guión del juego. O ya en mi papel, inconscientemente. Quiero decir que me movía por la casa como Begoña me había pedido que hiciese, como si fuera realmente una mujer; saqué mantel y servilletas de los cajones, cubiertos y vasos de los armarios, como tantas veces le había visto hacerlo a ella, sobre un carrito de servir. Probé la crema con cuidado de no quemarme los labios con un cucharón. La encontré un poco sosa, la rectifiqué de sal, y abrí los huevos hasta que se cuajaron un poco. En una cestita de mimbre, que cubrí con una coqueta servilleta, dispuse un poco de pan, y finalmente vertí la crema en una sopera, que tapé. En un gesto de ironía por mi parte, como queriendo decir “soy mucho más marica de lo que te puedas imaginar”, o algún extravagante y retorcido pensamiento similar, elegí un pequeño ramito de margaritas del jarrón que alegraba nuestra cocina, para disponerlo después en un pequeño búcaro, que situaría en el carrito junto al resto de las cosas. Así las cosas, abrí la puerta de la cocina, y con la voz más afeminada que pude le pregunté si podía servir ya la cena. Me pidió que esperara sólo un momento. Me pareció oir que se movía en el interior del salón, pero no me preocupé demasiado. Me ajusté bien las braguitas, los calcetines, recoloqué un poco mis pechos en el interior del sujetador… ¡y cómo me dolían ya las costuras, totalmente clavadas en mi carne!, y coloqué el carrito frente a la puerta como si fuese una criada que aguarda la orden de la dueña de la casa para servir a sus invitados.

“¡Ya puedes pasar, Mariceli!”, dijo. Golpeé la puerta con mis nudillos discretamente. El tintineo de las pulseras en mi muñeca me resultó extraño. Su voz me llamó, invitándome a pasar, y entorné con prudencia la puerta, al tiempo que empujaba el carrito. Estaba, como siempre, en su sofá, al fondo a la derecha según se accede al salón, y cuando iba a pasar al interior se levantó dando un salto mientras gritaba: “¡¡¡¡EMPIEZA LA FIESTA!!!!”

Del lado izquierdo del comedor saltó un flash, que me deslumbró. El corazón me dio un vuelco. Tras ese flash había alguien. Cuando me sobrepuse al susto, me embargó el pánico. Detrás del fogonazo de una cámara fotográfica había un hombre al que no había visto jamás… ¿o sí? ¡ Sí ! ¡¡¡¡ Síííííí !!!! Era Alejandro… el antiguo novio de Begoña.