La vecina de Julia

Ojeé entre mis cortinas. El comedor de mi vecina estaba tenuemente iluminado pero, a pesar de ello, se podía ver con claridad la escena. Gloria estaba arrodillada encima del sofá con los codos apoyados sobre el respaldo. Ofrecía su espalda y sus nalgas a un tipo de impresionante cuerpo esculpido dur

Por enésima vez aquel día, me cagué en todos los santos que conocía. “Es una bendición encontrar trabajo hoy día con las cosas como están”, dijo Carlos cuando me llamaron de mi antiguo trabajo. No era exactamente para el mismo supermercado, debería cubrir las vacaciones veraniegas en otros centros. Sabía que tenía que aceptarlo, ¡pero coño!, justo ahora que me iba a marchar al pueblecito costero de mis suegros. ”Por lo menos harás algo productivo en vez de tirarte los dos meses tomando el sol con los niños”, comentó mi simpatiquísima madre.

Cuando acepté nadie me dijo que me tocaría cubrir a la pescatera del súper. Había perdido la cuenta de cuántas tripas había limpiado aquel día. Tampoco me comentaron la peculiaridad de tener un encargado que babeaba detrás de todas las empleadas. Bueno, detrás de todas las que tenían menos de treinta años, el muy cabrón, iba con exigencias. La guinda la puso un señor gordo que se sentó junto a mí en el autobús de regreso. Comenzó empotrándome contra el cristal y continuó atacándome con armas químicas. El tipo se habría echado medio litro de pachuli.

Mi marido me mandó un mensaje justificándose por no poder recogerme en la parada del autobús. “Cojonudo. Un cuarto de hora andando bajo un bonito atardecer veraniego.la hostia”, me dije comenzando a buscar las sombras de los edificios. Llegué al portal del edificio bañada en transpiración y con una exquisita mezcla de aromas a sardinas, sudor  y colonia barata.

–¡Puertaaa! –grité golpeando el ascensor para que quien fuese que tenía la puerta abierta la cerrara.

–¡Mudanza! –gritó alguien desde lo alto.

–Hijoputas –susurré al escote de mi blusa. En aquel momento no sabía si llorar o echarme a reír como una loca. Menuda mierda de día.

Con resignación comencé a subir lentamente todos los peldaños que me llevarían hasta el ático. Diez putas alturas. Cuando iba por el cuarto, alguien comenzó a subir las escaleras con paso ágil.

–Hola mi amor –dijo Carlos cuando se colocó a mi lado en el quinto piso–. ¿qué tal el día?

–¿Qué tal el día?…, ¿que, qué tal el día?, una puta mierda. Eso es lo que ha sido mi día.

–Creo que hoy haré yo la cena –respondió mi marido tomando la delantera—. Tú pégate una duchita y te relajas.

–Pégate una duchita y te relajas… ¡capullo!

Cuando llegamos al último piso nos encontramos con la causa de que el ascensor estuviera acaparado. La que debía ser la nueva vecina, nos saludó sosteniendo dos lamparitas de noche en los brazos mientras unos operarios intentaban hacer pasar un sofá por la puerta de su piso.

Deseé con todas mis fuerzas que fuera una estúpida. Necesitaba desahogarme con alguien y aquella morenaza parecía la víctima perfecta. Pues nada de eso. Aquel día todo me tenía que salir mal. Gloria, que así era como se llamaba, era encantadora. Quizá excesivamente encantadora a juzgar por la mirada de aprobación que Carlos fijó sobre su busto. Tras la cuarta o quinta disculpa y la promesa de que le aceptaría un café, por fin, nuestra nueva vecina consintió en dejarnos entrar en nuestra propia casa.

Tras la ducha y la cena las cosas se veían de muy diferente manera. El bochorno continuaba siendo muy pesado pero la noche había aliviado considerablemente sus efectos.

–¿por qué no te preparo un mojito y nos salimos a la terraza? –propuso Carlos continuando con el acoso y derribo a mi mal humor.

Me encantaba salir a la terraza por la noche. A la escasa luz que llegaba a esa altura, el barrio parecía otro: más bonito, menos vulgar. Una tenue brisa comenzó a soplar. Me acomodé en una butaca aguardando a mi improvisado barman. Me había ganado disfrutar de un momento de paz en aquel día infernal.

Carlos llegó con el coctel. Tenía que reconocer que era un artista en lo de los mojitos. Una balada de Aerosmith, que escapaba del apartamento vecino, ayudó a conseguir por fin un poquito de relajación. Aunque no pudiéramos seguir la conversación que emergía a través de las ventanas de nuestra vecina, abiertas para dejar entrar el aire nocturno, se percibían tonos de voz claramente masculinos.

—¡Lástima! —dije para pinchar a mi marido–. Parece que tiene novio…

Carlos sonrió y tomó asiento en el borde de mi butaca. Colocó cariñosamente su brazo sobre mi hombro, dejando que su mano, al pasar, acariciase delicadamente mi pelo. Algunos instantes después, una sugestiva luz iluminó el dormitorio de la vecina. Entonces nos dimos cuenta de que ella había resuelto el problema de las cortinas de un modo muy expeditivo: Aún no las había puesto.

Sin mirarlo expresamente, observamos también que los dos muros de su dormitorio que nos resultaban visibles, estaban recubiertos de espejos. Resultaba difícil no verlo. El ventanal medía casi lo mismo que la estancia.

—No solo tiene un novio sino que, además, les gusta mirarse —añadió Carlos, revelando su deseo de que nosotros, algún día, nos viéramos haciéndolo.

Nuestra vecina, siguiendo el ritmo de la música, entró en su cuarto con paso lento y se quitó su blusa.

—¡Mira! ¡Vas a poder pegarte el lote! ¡Dios mío, qué tetas! La hostia, si tiene más tetas que yo. ¿Qué va a pasar cuando yo no esté? ¡Si entro en casa y tú no estás junto a la puerta esperándome, voy a adivinar inmediatamente dónde estás! –susurré al oído de mi esposo. No quería romper el ambiente tan irreal que se había iniciado en el piso vecino.

En un principio pensé que iba a cambiarse de ropa. Al poco tiempo, desanduvo el camino que había hecho. Esta vez ataviada únicamente con unas braguitas. Regresó arrastrando a su novio de la mano. Le empujó al interior con un gesto coqueto haciendo que se sentara encima de un diván. Inmovilizó sus muñecas contra el espejo y empezó a cubrir su cuello con besos furtivos.

-Hum... —murmuró Carlos—. Eso se está poniendo interesante.

Me limité a tragar saliva. Gloria besaba ahora más fogosamente el cuello, los hombros, los brazos y el torso del hombre, deslizando sus manos a lo largo de su velludo cuerpo mientras él permanecía sentado, quieto. De pronto, tiró de sus muñecas, se giró y le hizo ponerse en pie delante de ella, indicándole con un gesto de su dedo que no intentara acercársele. Por la ventana podíamos verle directamente hasta la cintura. El resto lo veíamos reflejado en los espejos. Mi vecina subió encima del diván que el hombre acababa de dejar libre y se puso a bailar mórbidamente al ritmo de la música de Scorpions.

La hija de puta, realmente, tenía unas tetas que a mí me corroían de envidia. ¿Cómo se podían tener esos melones así de altos? Carlos se había puesto rojo como un tomate. La observaba con un aire tímido pero fascinado, alternando entre mirarla directamente o fijar la vista en su imagen reflejada en alguno de los espejos.

—¡Joder!, nos va a ofrecer el espectáculo completo.

En ese momento dejó su copa en el suelo de la terraza. La mano recién liberada pronto buscó mi muslo ascendiendo rápidamente hacia zonas más íntimas.

Gloria continuaba ondulando. De vez en cuando sacaba la lengua para lamer sus voluminosas tetas provocando a su amigo. Jugueteaba con su minúscula braguita. Alzaba los lados por sus caderas dejando a la vista su rasurado coño.  Pasaba furtivamente sus dedos entre sus piernas masajeando con las yemas de estos su húmeda intimidad. Su compañero se masajeaba por encima de sus tejanos obediente y sumiso, contentándose con mirarla desde la distancia impuesta.

Carlos, por su parte, había empezado a acariciarme con persistencia. Yo estaba ya muy caliente. Me sentía ligeramente incómoda por el hecho de estar observando de este modo a otra pareja, pero el espectáculo era irresistible y anulaba cualquier sentimiento de culpabilidad. Dejé que Carlos me acariciara sin ponerle trabas. Apenas era consciente de su presencia. Me limité egoístamente a gozar de las sensaciones que me provocaba. Estaba mojadísima y ardiendo. Los dedos que Carlos deslizó en mi interior dieron rápidamente con su objetivo. Con la yema de su dedo acarició un minúsculo punto en el lugar preciso de mi cuerpo que desencadenaba siempre el mismo proceso: un orgasmo escandaloso por su celeridad y potencia.

El amigo de Gloria se quitó apresuradamente los pantalones dejando ver un órgano bien erguido. En aquel momento, nuestra nueva vecina apagó la luz de su dormitorio.

Ambos exhalamos al unísono un suspiro de contrariedad, pero, con todo, mi marido tuvo el detalle de continuar hasta que gocé, algo que sucedió casi inmediatamente. Entonces me fijé en la inmensa erección que empujaba su pantalón y de la que no me había dignado ocuparme hasta entonces. ¡Un pedazo de erección! No podía dejar a mi pobre Carlitos en ese estado. Era incapaz de despreciar un regalo así. Me arrodillé delante de él e introduje casi toda su polla en mi boca. Me encanta, de verdad, regalarle ese pequeño placer. Lo hago por amor a él pero también por mí. Adoro esa impresión de plenitud que me proporciona el tener su miembro en mi boca. Yo soy entonces la verdadera dueña de la situación, si es que hay alguien que lo sea. Me puse a chupar con mi boca hambrienta deslizando mi lengua alrededor de su falo como en un beso apasionado. Como sabía que Carlos lo adoraba, prolongué su placer, haciéndolo durar. Aceleré el vaivén de mis lúbricas caricias a la vez que introducía su miembro más aún en mi boca, hasta que noté que su resistencia iba a ceder. Entonces, sosegué gradualmente mi ritmo, divirtiéndome en lamerlo, chuparlo y dejando que mi mano tomara el protagonismo. Pasado un momento, volví a introducírmelo de nuevo en la boca empezando otra vez el juego. Mis labios se cerraron alrededor de su verga cada vez más dura. a veces suaves, a veces firmes, pero sin ceder nunca en su objetivo. Finalmente, dejé que gozara y que me rociara con el fruto de mi esfuerzo. No hay nada como salir a tomar el fresco. Estaba claro que esta nueva vecina iba a proporcionarnos agradables veladas.


Unos días después, me crucé con Gloria en el ascensor. Sentí que me sonrojaba hasta las orejas sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

–¿No te importaría indicarme dónde hay una farmacia y una oficina de correos? –preguntó mostrando una enorme sonrisa de dientes blanquísimos.

–Claro, ahora cuando salgamos a la calle te lo indico –respondí sintiendo que el ascensor era demasiado pequeño para las dos, pues me comenzaba a sentir sofocada–. ¿Qué tal la mudanza?, ¿ya lo tienes todo?

–Tan solo me faltan algunas cosillas como las cortinas, aunque encuentro que así se puede disfrutar mejor de las vistas, ¿no crees?

En aquel momento dudo que pudiera estar más ruborizada. Sentía que las mejillas me ardían mientras veía cómo la sonrisa de Gloria se ensanchaba. Por mi mente cruzaron los rostros del repartidor y del técnico del ADSL frente a los cuales me había exhibido. ¿tendría yo la misma cara de pánfila?

-–*

La semana continuó de mal en peor. Lo de limpiar vísceras de pescado era insufrible y además, el calor en la ciudad no paraba de aumentar. Carlos, demostrando una intuición extraña en él, decidió que necesitábamos salir a cenar fuera de casa. No es que nos pudiéramos permitir grandes lujos, pero una escapada a nuestra pizzería favorita podría ser un oasis en aquel infernal verano.

El lambrusco y la cuatro quesos obraron maravillas en mi estado de ánimo, por supuesto sin olvidarme de la agradable conversación con mi pareja. Nada de niños, ni de facturas, ni de reparaciones domésticas. La conversación derivó de una manera natural hacia nuestra nueva vecina.

–¿Crees que habrá montado todo eso sabiendo que la observábamos? –pregunté recordando lo elaborado de mis exhibiciones completamente ignoradas por mi esposo.

-¿Y cómo podría saber que estábamos en la terraza?

—¡No lo sé!... Pero, incluso desde nuestro dormitorio se podría haber visto todo sin ningún problema.

–No, no, ya lo he comprobado. Desde el comedor sí es posible pero desde el dormitorio el ángulo es muy cerrado y no se ve nada.

–Serás mamonazo. Ya sabía yo que te interesaba mucho esta función.

–Ya, claro, y a ti no te interesó en absoluto. Te quedaste completamente indiferente.

–Hombre, indiferente, indiferente… –no pude evitar esbozar una sonrisa traviesa. Carlos, comprendiéndome a la perfección, solicitó la cuenta y salimos raudos hacia nuestra casa.

Entramos en casa evitando encender luces que se pudieran observar desde el piso de enfrente. La casa, cerrada todo el día, estaba recalentada por lo que me apresuré a abrir las ventanas y la cristalera de la terraza. En esta ocasión, desde el piso de Gloria llegaba música de los Stones.

Ojeé entre mis cortinas. El comedor de mi vecina estaba tenuemente iluminado pero, a pesar de ello, se podía ver con claridad la escena. Gloria estaba arrodillada encima del sofá con los codos apoyados sobre el respaldo. Ofrecía su espalda y sus nalgas a un tipo de impresionante cuerpo esculpido durante muchas horas de gimnasio.

–¡Ven, corre! –susurré a Carlos como si mi vecina me pudiera oír.

No tardó ni un segundo en situarse junto a mí. Ambos miramos en silencio cómo aquel culturista acariciaba mimosamente la espalda de Gloria. Ella movía el culo en círculos cadenciosos invitando a su acompañante a que descendiera. Aquella inmensa mano se introdujo entre las nalgas de nuestra vecina. Un par de dedos desaparecieron bruscamente en el interior de ella, tras lo cual  abrió la boca buscando el aire que debía faltarle.

Mientras el hombre se agarraba la polla con la mano libre fue introduciendo el pulgar en el culo de la morena. En esta ocasión la penetración fue mucho más delicada. Los dedos comenzaron a moverse a diferentes ritmos, exigentes taladraban la vagina mientras el pulgar era más prudente en la penetración anal. La mano del acompañante, inmensamente grande, desaparecía por completo entre las piernas de nuestra vecina. La otra mano masturbaba lentamente una polla que desde mi ventana parecía monstruosa. Aquella manaza ni siquiera llegaba a ocultar la mitad de su longitud.

Subida sobre una silla y apoyada sobre el pretil, mi postura se asemejaba mucho a la de Gloria. Por el rabillo del ojo vi cómo Carlos se separaba de la ventana. Enseguida, sentí cómo mi vestido veraniego comenzaba a deslizarse por mis muslos en dirección hacia mi cintura. Separé los codos del alféizar permitiendo que mi chico me desnudase. Agradecí que no se anduviera con contemplaciones pues, cualquier preámbulo, estaba fuera de contexto. El sujetador no tardó en deslizarse por mis brazos hasta caer junto a las patas de la silla. Lo que no me esperaba en absoluto, es que Carlos no me quitase las braguitas. De un fuerte tirón rasgó el algodón de la prenda dejándolas medio colgadas de uno de mis muslos. El muy bruto me había hecho daño al clavarme los elásticos en el fuerte tirón pero, en aquel momento, la necesidad imperiosa de mi marido sirvió para incrementar mi libido.

Carlos imitó al joven introduciendo dos dedos de golpe en mi mojadísimo interior. En aquel momento, no tuve claro si la ausencia de un pulgar en mi culo me alivió o me frustró. Estaba desatada y dispuesta a probarlo todo.

Finalmente, el chico penetró a Gloria. Pensé que un rabo así necesariamente tenía que hacer pupita. ¡Dios, qué espectáculo! La fue introduciendo lentamente. Podía ver cada vez menos de aquella gloriosa polla pero me la imaginaba conquistando las entrañas de mi vecina. Ella no pareció estar muy de acuerdo con el ritmo porque, apoyándose en el respaldo del sofá, se empaló por completo de un brusco empujón de sus caderas.

Carlos hizo lo mismo metiéndome su herramienta hasta el fondo. Desde luego, no tenía algo ni remotamente parecido a lo de aquel muchacho, pero a mí me daba igual. Estaba ahí, detrás de mí y dentro de mi coño.

Inconscientemente, comenzamos a sincronizar nuestros movimientos con los de ellos. Las tetas de Gloria se balanceaban al ritmo frenético de las embestidas de aquel pollón gigante. La lástima es que la había metido por completo dentro de ella y apenas podía vislumbrarla cuando retrocedía para volver a atacar con saña.

El joven incrementó el ritmo de sus penetraciones y Carlos hizo lo mismo conmigo. Todo mi cuerpo se estremecía cuando el vientre de Carlos golpeaba contra mis nalgas, sincronizado con los golpeteos de aquella tableta de chocolate contra el culo de mi vecina.

Ambos hombres hicieron una pausa simultánea. Acariciaron nuestros cabellos y, acto seguido, aferraron con fuerza nuestro pelo como si fueran unas riendas. La manaza del cachas comenzó a nalguear a Gloria. Inmediatamente, sentí una palmada sobre mi glúteo derecho y luego otra sobre el izquierdo a imitación de las que recibía mi vecina.

Los ritmos del joven y de Carlos se volvieron endiablados. A cada nueva palmada sobre nuestros traseros, las estacas se clavaban con saña en nuestras ávidas entrañas.

Desde mi ventana vi cómo el joven que follaba salvajemente a Gloria apretaba con fuerza las mandíbulas. En ese mismo instante, sentí cómo la verga de mi marido comenzaba a palpitar. A cada latido le seguía una descarga de leche tibia. Escalofríos comenzaron a ascender por mi espalda hasta que se convirtieron en latigazos que me hicieron convulsionar de pies a cabeza. Carlos, con un brazo, me atrajo hacia sí besando mi cuello. En aquel momento hubiera preferido que tirara de mi cabello como una bestia en celo y que hubiera maltratado mis pezones con saña.

Apoyada sobre el pecho de mi marido, fui recuperando el ritmo cardiaco. En el comedor de la vecina se podía ver cómo ella también había sucumbido a la pasión y, desmadejada, descansaba sobre el respaldo del sofá. mientras, se podía ver cómo un hilillo de semen descendía brillante por sus muslos.

Carlos, en un alarde de estupidez, me sentó sobre el pretil y comenzó a lamer mi intimidad repleta de su propia esencia. Tuve que aferrarme con todas mis fuerzas al marco para no caer al vacío. Las guías de las ventanas correderas se clavaban dolorosamente en mis muslos, molestia, que se fue mitigando a medida que la hábil lengua profundizaba en mi interior. Un segundo orgasmo me recorrió de pies a cabeza haciendo que enredase mis dedos en los rizos de Carlos y empotrase su rostro contra mi vulva. Cuando volví en mí, la realidad me golpeó con su crudeza. Estaba sentada en una ventana a más de veinte metros del suelo sujetada con una mano del marco de esta y con la otra al pelo de mi marido. Casi me desmayé de la impresión. Adivinando mis temores, un brazo me rodeó la cintura y me atrajo hacia el interior del piso.

–¡Joder, me sabe fatal esto de mirarles! –dije recuperando la respiración por los dos orgasmos y el pánico del último instante.

–¿Por qué? No parece que les importe mucho, sino pondrían alguna cortina o apagarían las luces.

–¡Anda! Si en alguna ocasión hasta dices cosas sensatas. Tienes toda la razón. Si a ella no le importa, no veo por qué no disfrutarlo –respondí recostándome sobre el pecho que me aguardaba.

--*

En un par de ocasiones más la vimos con el culturista aunque llegamos tarde para ver el espectáculo por completo. En la última ocasión, ambos parecían discutir y no llegaron a intimar. Ella apuntó con su dedo en dirección a la puerta y el dueño de aquel mástil que había presidido mis últimos sueños eróticos, se marchó dando un portazo. “¡Vaya mierda!”, pensé. Con otro tipo el espectáculo ya no iba a ser lo mismo.

--*

Días más tarde me encontré con Gloria en el rellano cuando regresaba de trabajar. Volvía de otro día infernal repleto de gelatinosos tentáculos de calamares, bogavantes que correteaban sobre el hielo picado y, como no, asquerosas tripas de pescado. Mi vecina tuvo que intuir mi estado de ánimo porque me invitó a pasar a su casa a tomar algo fresco.

Nos sentamos en su terraza a tomar cervezas mientras atardecía lentamente. Era una joven agradable y risueña. Trabajaba de azafata de congresos tras un par de intentonas frustradas como actriz. Por sus comentarios sobre los hombres, intuí que había salido mal parada de alguna relación amorosa y que en la actualidad, se limitaba a disfrutar libremente del sexo. Durante aquellos comentarios más íntimos, tuve mucho cuidado de no cometer ningún desliz que pudiera dejar en evidencia nuestros espionajes.

Sonó mi teléfono y Carlos me dijo que se retrasaría un poco, que yo tendría que hacer la cena. Me excusé con Gloria argumentando mis ansias por ducharme y liberarme del olor a pescado. Ella, comprensiva, me mostró su gran sonrisa la cual era contagiosa en extremo. Tras dos besos en las mejillas, me despedí hasta otra ocasión.

Aquella ducha antes de la cena era el momento más placentero de todo el día. Bueno, salvo que Gloria tuviera compañía, lo que nos garantizaba a Carlos y a mí una noche de desenfreno.

Me anudé una toalla bajo las axilas y me dirigí a la cocina. De camino escuché música procedente del apartamento de mi vecina. Cambié de rumbo yendo hacia el comedor. Cómodamente sentada en el sofá, pude observar cómo Gloria salía de nuevo a su terraza en la cual acabábamos de estar. Ella también parecía haber tomado la misma decisión que yo, pues iba cubierta tan solo por una toalla y llevaba el negro cabello completamente mojado.

A la luz del crepúsculo, su piel aún mojada brillaba con un precioso tono dorado. Se recostó lánguidamente sobre una de las tumbonas entornando sus grandes ojos negros. Retiró con lentitud la toalla que la cubría mostrando impúdicamente su desnudez.

Tenía un cuerpo soberbio. Desde luego, no era la primera vez que lo veía al natural pero verlo así, sin nadie encima de ella, me permitió apreciarlo sin prisas. Observé aquellas rocas turgentes elevarse y descender al ritmo de la pausada respiración. Pude percibir cómo sus pezones estaban puntiagudos, revelando excitación o el reciente contacto con el agua fría. Bajé la mirada envidiando aquel vientre plano como una tabla, aquellos muslos largos y torneados entre los que se ocultaban unos labios libres de vello.

Gloria estiró un brazo y tomó un pequeño botecito del suelo. Se embadurnó las manos y comenzó a masajearse el cuello. Un poco más de crema, y en esta ocasión, fueron sus tetas el objeto de las caricias. Con esmero fue extendiendo el producto por toda la superficie de aquellos gloriosos pechos. En ocasiones, se acariciaba sutilmente con las yemas de los dedos; en otras, tomaba una teta entre sus dos manos y la amasaba con determinación. Tomó cada pecho por su base y comenzó a frotar los pezones con sus pulgares. Creí percibir cómo se endurecían aún más con las atenciones recibidas.

Nunca antes me había sentido atraída o excitada por una mujer y estaba segura de no estarlo por Gloria. Pero, su desenfadada y voluptuosa actitud y su cuerpo sublime, provocaron en mí una brutal excitación. No se trataba de que tuviese ganas de tocarla ni de hacer el amor con ella. Únicamente me hacía ser consciente de mi propio cuerpo, de mi propia sensualidad y de mi sed de caricias especiales. La miraba y me imaginaba en su lugar, intercambiando mi cuerpo por el suyo para probar las caricias que ella misma se prodigaba, siendo observada mientras lo hacía. Me desnudé sin quitarle ojo de encima, sintiendo de alguna manera que ella me miraba. Mi cuerpo no se preguntaba la extrañeza de aquellas reacciones; simplemente, sentía y disfrutaba sin tener prejuicios por el objeto de su deseo o vergüenza por mi manera libertina de comportarme. Imité su postura y puse mis manos sobre mis pechos Menos firmes aunque tan grandes y acogedores como los suyos.

Entretanto, ella se había animado y sus largos dedos se enredaban ahora en el triángulo de vello que adornaba su pubis. Abrió ligeramente las piernas y sus uñas se clavaron en sus bronceados muslos. Observé las marcas que estas habían hecho en la suave piel y adiviné que semejantes señales adornarían también mis muslos.

Los dedos de su mano izquierda separaron los inflamados labios mayores de su vulva, la cual brillaba seguramente a causa de la humedad que allí se acumulaba. Lubricó con dulzura los dedos de la mano derecha lamiéndolos con deseo. En ocasiones, se introducía dos de ellos por completo; en otras, sacaba la lengua lamiendo impúdicamente toda la longitud de cada uno de estos.

Las dos manos finalmente se juntaron y emprendieron la conquista de su intimidad. Sus dedos comenzaron a moverse muy lentamente, adaptándose a la forma de su vulva la cual se adivinaba chorreante. Jugueteaban con su clítoris y la entrada resbaladiza de su propia vagina. Mis masturbaciones siempre habían sido puntuales, un desahogo rápido más físico que otra cosa. Tenía dificultades para imitar el ritmo pausado de Gloria, pues mi excitación me tenía impaciente. Estaba aprendiendo a regalarme algo más que un alivio puntual. Observaba, extasiada, las reacciones de mi cuerpo cuando lo estimulaba con dulzura y lentitud exasperante.

Ella comenzó a incrementar el ritmo, imperceptiblemente al principio, frenéticamente después. Su rostro expresaba con la mayor sinceridad del mundo lo que sentía en ese momento. Su beatífica sonrisa había dejado sitio a unas facciones crispadas. No podía dejar de observar y admirar aquella cara de concentración extrema.

De pronto se detuvo y alzó sus manos hasta colocarlas entre sus senos. Apretó con fuerza las piernas y una increíble expresión de la más profunda relajación embelleció su rostro.

Abrió por completo sus grandes ojos negros y los clavó en mí con una mirada cómplice.

No cabía la menor duda, ella sabía que me encontraría sola, pues Carlos me había llamado en su presencia. Había montado todo aquel espectáculo en mi honor. Con actitud soñadora, se giró colocándose en posición fetal, rodeándose el torso con los brazos. Con lentitud exasperante bajó sus manos hasta enterrarlas entre sus muslos. Comenzó a acariciarse de nuevo como si supiera que yo aún no había logrado llegar. Me sentía tan cerca de ella en aquel momento, que no concebía que se hubiera corrido sin esperarme. En el fondo, agradecí el segundo asalto que me daría tiempo a alcanzarla.

Comencé de nuevo a acariciarme para lograr llegar juntas a la cumbre cuando ella estuviera a punto para su segundo orgasmo. Miraba embelesada cómo se mordía el labio inferior, admirando el bronceado que los últimos rayos de sol pintaban sobre las suaves curvas de su cadera. Sentí mi vientre estremecerse ante el goce inminente.

Carlos entró en el salón en aquel preciso instante. Me observó un momento en silencio con una interrogante en el semblante. Se acercó para ver qué observaba yo con tanta intensidad, aquello que me había llevado a aquel estado. Un abultamiento en los pantalones de mi marido aprobó tácitamente la visión que yo había estado observando.

–Ven aquí cariño –dije alargando mi mano en dirección a Carlos.

Paré de acariciarme mientras esperaba que se acercase. Observé que Gloria también había visto la llegada de Carlos y aguardaba expectante la continuación. Él se arrodilló y se introdujo en la boca uno a uno todos los dedos de mis pies. Continuó besando mis piernas y mis muslos hasta llegar al volcán que tenía entre las piernas. Cuando su lengua se introdujo en mi coño, no pude reprimir un gritito. Me sentí tensa como la cuerda de un violín, lista para reventar. Gloria aceleró su ritmo. Su cabeza se movía a derecha e izquierda de manera descontrolada. Se alzó poniéndose de rodilla sobre la tumbona. La humedad de su entrepierna era claramente visible. Me volvió a mirar mientras introducía dos de sus dedos en su cálida oquedad. Agarró una de sus tetas llevándose el pezón a la boca. Mientras tanto, los dedos en su coño habían incrementado la intensidad hasta apuñalar con saña su interior. Supe que se iba a correr de un momento a otro y deseé que lo pudiéramos hacer juntas.

Me abrí aún más de piernas, colocando mi culo al borde del asiento y empujé la cabeza de Carlos para que devorara el fuego que me consumía. Agradecí la intuición de mi esposo pues no tardó en introducir dos dedos en mi interior comenzando un ritmo frenético que, junto a las succiones en mi clítoris, me llevaron a las puertas de un orgasmo brutal.

Gloria soltó su magnífica teta para dedicar ambas manos a acelerar el orgasmo que ya se le adivinaba. Me corrí de un modo tan violento que mi vientre se estremeció durante lo que me pareció una eternidad.

Gloria, temblorosa, se recostó de nuevo en la tumbona. Carlos, ansioso, se sentó mostrándome con su polla al aire, las esperanzas que albergaba. Me levanté del sofá para poder sentarme encima de él, guiarle hacia mi interior e imponerle mi ritmo. Dejé que penetrara lo más profundamente posible dentro de mí. Me quedé inmóvil mientras mis músculos vaginales masajeaban lentamente su miembro. Me dejó hacer a mí durante un rato pero, claramente, aquello no era suficiente para él.

Me alzó en vilo y me tumbó sobre el sofá. Tras colocar mis piernas sobre sus hombros, comenzó a taladrarme sin compasión. Aunque estaba extremadamente sensible, aquella brutalidad, lejos de serme dolorosa, avivó las brasas que aún ardían en mi interior.

La violencia con la que me penetraba y su rostro desencajado, lograron que llegase a un segundo orgasmo más breve que el primero pero de tanta intensidad como aquel. Mientras las olas que me habían arrasado iban deshaciéndose en la orilla, Carlos llegó al orgasmo agitando de nuevo las aguas. Acompañé la descarga de mi amante esposo con algo que pudo haber sido un coletazo del último orgasmo o una nueva réplica de baja intensidad, daba igual.

–¿Sigues pensando que no sabe nada? –preguntó Carlos bajando mis piernas y tumbándose junto a mí.

–No…

–Por cierto, la próxima vez espérame y comenzamos juntos.

–Sí claro, y compartir mi placer contigo. Vas tú listo.

No tuve que compartir mi placer con Carlos pues sus vacaciones comenzaron a los dos días y se fue al pueblecito costero de sus padres junto a nuestros hijos. Yo me quedé de Rodríguez, solita en la ciudad y fui los fines de semana. Al principio, la idea me desagradó aunque ahora no sabría decir si en mi interior no sentí cierto cosquilleo de anticipación por lo que luego pasaría. Pero eso es otra historia.