La vecina de enfrente
Tres adolescentes de 18 años viven la experiencia más inverosímil
Marcela era una mina inalcanzable. Y no lo digo sólo por lo buena que estaba. Había ciertas cualidades en ella que la hacían inconquistable. Tenía aires de grandeza. Solía mirar a los demás con cierto desdén. Y siempre se mostraba inescrutable. Además, me llevaba unos cuantos años, por no decir muchos.
La verdad que no la culpaba. Ser una mina joven y linda, en un barrio típico del conurbano, que a veces parecía estancado varias décadas en el pasado, era complicado. Los tipos ven un lindo culo y ya se quieren pasar de vivos. Y el de Marcela no era un culo lindo. Era un culo perfecto. Por eso yo siempre entendí su actitud, un tanto altanera, siempre manteniendo la distancia, y nunca dando más confianza de la absolutamente necesaria a los vecinos.
Yo vivía frente a su casa, y desde chico tuve la suerte de verla todos los días. Era muy sofisticada en comparación a las otras amas de casa del barrio. Usaba siempre anteojos de sol y se perfumaba de tal manera, que dejaba una estela deliciosa por todos los lugares por donde pasaba.
Se podría decir que crecí anhelando a esa mujer. Su imagen era recurrente a la hora de hacerme la paja. La imaginaba con esas faldas cortas, pero no diminutas, que tanto le gustaba usar. En mi cabeza, metía mano por debajo de ella y acariciaba su suculento orto. Sólo esa imagen bastaba para que mi miembro se ponga completamente duro. Imaginaba también, olfateando todo su cuerpo desnudo, emborrachándome de ese olor exquisito que siempre emanaba de ella.
Marcela era rubia, de pelo lacio, ojos marrones, piel clara. Era delgada y bajita. Su cuerpo cimbreante y ágil. De piernas torneadas, y largas, de culo macizo y profundo. Su rostro ovalado y de pómulos prominentes. La última vez que la vi ya contaba con treinta y cinco años, pero estaba idéntica a como se veía ocho años atrás, cuando llegó al barrio con su marido. En fin, Marcela era perfecta.
Con mis amigos, Pablo y Juan Carlos, nos gustaba andar en skate en la vereda de mi casa. Solíamos pasar las tardes de los fines de semana, bajo el sol, utilizando dos o tres cuadras como pista. Y en el ínterin, en algún momento, Marcela salía a hacer las compras o a cualquier otra cosa, y nos quedábamos hipnotizados mirándola. La desnudábamos con la mirada, engatusados por el sensual movimiento de sus pechos, y el provocador vaivén de las caderas. Luego charlábamos sobre lo que le haríamos en la cama.
Ellos nunca me lo dijeron, pero estoy seguro de que le dedicaban tantas pajas como yo, porque eso era lo único que podíamos hacer. Éramos mocosos obsesionados con una hembra que ni siquiera reparaba en nosotros.
Creo que nunca me saludó siquiera. Aunque yo tampoco lo hacía, porque cada vez que pasaba cerca de mí, me ponía nervioso y agachaba la cabeza.
A medida que fuimos creciendo, mis amigos y yo seguíamos consumiéndonos en fantasías con ella como protagonista. Hasta el punto en que se convirtió, para nosotros, en una especie de diosa sexual. Sin embargo, ni uno de nosotros, ni cuando ya contábamos con dieciocho años, nos animamos a dirigirle la palabra siquiera. En nuestro fuero íntimo, Marcela estaba en otra dimensión. Sólo podríamos estar con ella en la medida que usáramos nuestra imaginación. Sólo podíamos poseerla en nuestras mentes.
Me había acostumbrado a desear a esa mujer misteriosa e insondable. No lo vivía como un amor no correspondido, porque lo que sentía por ella no era un enamoramiento típico de un adolescente. Por Marcela sentía pura lujuria. Nunca soñé con ser amado por ella. En mis sueños siempre la convertía en un mero juguete con el que satisfacía todas mis morbosas fantasías. Era una diosa, pero también era un objeto. Un cuerpo lleno de orificios por donde quería entrar.
Recuerdo que lo sucedido, aquel hecho que dio vida a este relato, ocurrió al poco tiempo de terminar la escuela secundaria. Como si fuese una especie de iniciación a la adultez.
Juanca y Pablo habían ido a casa, y como de costumbre, nos pusimos a andar en skate por la vereda. Como era domingo, el barrio estaba bastante desierto, y podíamos hacer la nuestra sin problemas.
Había cierto aire de nostalgia esa tarde, quizás porque pensábamos que pronto ya no podríamos darnos el lujo de perder el tiempo de esa manera; o tal vez intuíamos que iba a pasar algo que nos marcaría para siempre.
—¿Se enteraron? —Preguntó Junca, y sin esperar a que respondamos, agregó—: Marcela y su marido se mudan a Capital.
En ese momento no lo reconocí, pero una terrible y absurda angustia se apoderó de mí. Pero fingí normalidad.
—¿Ah sí? — dije.
Juan Carlos vivía a la vuelta de casa. Su mamá era la reina del chisme, así que seguramente la información era buena.
—Sí —aseguró Juanca— Al marido lo ascendieron y les queda más cómodo vivir allá.
Se hizo un silencio que ninguno se animó a romper por varios segundos. Yo estaba seguro de que ellos se sentían como yo. Tantos años idealizando a esa mujer, físicamente perfecta, y de un momento a otro nos enterábamos que ya no la veríamos.
Ninguna chica llamaba nuestra atención, salvo que tuviese algún parecido con Marcela, y aun así, nunca encontramos a alguien que nos calentara tanto a los tres. El ritual de verla pasar, cada vez que nos reuníamos, era parte de nuestra amistad. Y ahora todo eso iba a quedar en el pasado. Nuestra adolescencia estaba llegando a su fin, y el destino decidió una forma cruel de marcar ese momento. Después de tantos años, ella se iría y yo jamás me había animado a decirle lo hermosa que me parecía. Era una situación demasiado patética, y el hecho de que mis camaradas estuvieran en la misma posición que yo, por un lado, era un bálsamo, y por otro, nos hacía ver más patéticos aún.
Seguimos andando en skate. Cada tanto mirábamos hacia la casa de Marcela con melancolía.
Eran más o menos las seis de la tarde cuando se abrió la puerta de la casa, y ella salió a la vereda. Lucía un encantador vestido floreado, que la cubría hasta apenas encima de la rodilla. Una cinta blanca ajustaba su cintura. Tenía el pelo recogido. Su precioso rostro resplandecía bajo el sol del verano.
Lo raro fue que no se dirigió al supermercado —único lugar abierto un domingo—, sino que se cruzó de vereda y fue a nuestro encuentro.
Con los chicos nos miramos, sorprendidos.
—Hola chicos, como están — dijo Marcela.
Quedamos boquiabiertos, sin poder hablar por varios segundos. Era como si una estrella de Hollywood nos estuviera dirigiendo la palabra.
—Hola —Alcanzó a decir pablo, por suerte para todos.
—¿Les puedo pedir un favor? —preguntó.
—Sí, ¿qué necesitás? —dije yo, y maldije en silencio el bochornoso tartamudeo con que pronuncié esas palabras.
—¿Me ayudarían a mover unas cajas en mi casa?
—¡Claro! —dijimos los tres, casi al unísono.
La seguimos hasta su casa, sin poder evitar mirar su figura. La tela del vestido era fina, y cuando los rayos del sol se posaban en ella, se adivinaba la tanga blanca que llevaba debajo.
Me sentía extraño. Nunca había tenido contacto con ella y ahora entraba a su vivienda. Parecía como si estuviese entrando a un escondite secreto en el que siempre me fue negado el ingreso, y que ahora, por fin, iba a poder atravesar ese umbral impenetrable.
—Mi marido está arreglando unas cosas en el departamento nuevo, así que me dejó con todo esto sola. —dijo Marcela, como excusándose por la molestia.
En la casa solo estaban los muebles vacíos. El contenido de las alacenas, cajones y placares estaban en un montón de cajas que se encontraban al lado de la escalera.
—Sólo hay que llevarlas hasta al lado de la puerta, así mañana nos resulta más fácil cargar todo al camión de mudanzas.
—Sí, no hay problema —dijo Pablo.
—No crean que no van a tener una recompensa por este favor —dijo Marcela.
Creo que todos fantaseamos con que esas palabras tuviesen un doble sentido. Nos miramos y sonreímos.
Empezamos a cargar las cajas. La mayoría eran livianas y bien podría haberlas cargado ella, pero creo que a los tres nos importaba un bledo ese detalle. El hecho de compartir esos momentos con Marcela valía hacer cualquier tipo de tarea, por absurda que fuese.
Juanca se animó a hacerle algunas preguntas. No eran muy originales, pero tanto pablo como yo estábamos contentos de saber un poco más de ella. Mejor tarde que nunca.
Así nos enteramos de que Marcela era traductora de inglés. Que estaba casada hacía nueve años. Que su marido le llevaba diez años y ella tenía treinta y cinco.
—Parece de menos —se aventuró a decir Juanca, ganándose el agradecimiento de Marcela.
Algunas de las cajas estaban abiertas. Noté, algo avergonzado, que una de ellas contenía la ropa interior de Marcela. Un montón de pequeñas prendas de distintos colores estaban mezcladas adentro. Traté de cerrarla, pero las solapas estaban metidas hacia adentro, presionadas por el montón de ropa. Cuando logré sacar una de las solapas, vi, horrorizado, cómo varias prendas caían al piso.
Una tanga negra, una bombacha blanca de encaje y un corpiño quedaron sobre la alfombra.
Me puse colorado.
—Perdón —dije.
—Tranquilo. Sólo es ropa. —dijo Marcela.
Agarró la diminuta tanga negra, con ambas manos, de sus extremos, y la estiró, como si necesitara observarla con detenimiento. Luego la dobló y la puso de nuevo en la caja. Al hacerlo rozó mi mano. Nuestras miradas se cruzaron. Entonces ella me guiñó el ojo con picardía.
Llevé la caja hasta al lado de la puerta de salida. La coloqué encima de otra. Juanca y Pablo me miraban, admirados y envidiosos a la vez. La escena que acababan de presenciar les sirvió para que se sientan con más confianza. Después de todo, Marcela demostraba ser mucho más simpática de lo que habíamos imaginado.
Yo, por mi parte, notaba cómo mi sexo luchaba por empinarse, e hice un esfuerzo sobrehumano para que mi bragueta no se convirtiese en una carpa.
Seguimos llevando las cajas de un punto a otro. No nos apresurábamos por hacerlo, porque queríamos dilatar ese momento el mayor tiempo posible. Marcela también participaba, y cada vez que se inclinaba para agarrar o dejar una caja, nos volvíamos locos viéndole el culo, o sus turgentes pechos, que se asomaban al agacharse.
—¿Quieren tomar algo? —ofreció cuando terminamos el trabajo.
—Agua estaría bien —dijo Pablo.
Fue hasta la cocina, meneando las caderas. Era una mujer con curvas, sin dejar de ser esbelta. Como si las proporciones de su cuerpo fueron hechas por un dios con una libido muy humana.
Marcela volvió con una jarra de agua y un vaso de vidrio. Mientras tomábamos el agua se paró frente a nosotros. La pierna derecha adelante, un poco flexionada. Una sonrisa irónica adornaba su precioso rostro.
—Me gustaría darles algunos pesos, pero Gerardo se olvidó de dejarme plata. Un tonto.
—No hay problema —dije yo—. De todas formas, no te cobraríamos.
—¿Y por qué no? —preguntó ella.
—Porque… Porque, sos una vecina, ¿cómo te íbamos a cobrar? —dije yo con nerviosismo.
Marcela sonrió con cierta indulgencia en su gesto.
—Y yo que pensaba que me hacían el favor porque soy linda. —dijo bromeando.
—Lo sos —contestó Pablo. Las palabras le salieron de manera espontánea. Noté que la frase fue imprevista, incluso para él. Pero fingió compostura. Sacó pecho y se puso serio. Pablo era delgado y su cara de ojos saltones le daba cierto aire de marciano. Su voz era aflautada, dándole un aspecto muy poco viril, pero en ese momento se había convertido en un macho alfa, sin miedo a nada.
Yo lo envidié por su iniciativa. Después de todo, lo más probable era que no volveríamos a ver a Marcela. Hacía bien en tirarse el lance. No había nada que perder.
—Ay gracias. — dijo Marcela.
En ese momento entendí que no iba a tener otra oportunidad de decirle las cosas en su cara. Así que, imitando a mi amigo, largué sin pensarlo mucho:
—La verdad es que todos penamos que sos le mujer más hermosa del barrio.
—¿Todos? — inquirió ella.
La mujer que antes se mostraba tan distante como la luna, ahora parecía contenta de recibir nuestros halagos.
—Sí, todos nosotros—. Dijo Juanca. Sus mejillas regordetas se pusieron rojas.
—Bueno chicos, son muy dulces.
—¿Necesitás algo más? —Pregunté yo, dispuesto a limpiar toda la casa si me lo pedía.
—No, gracias. Como les dije, aunque no tengo dinero encima, me gustaría pagarles de alguna manera.
Los cuatro estábamos parados cerca de la puerta. Marcela nos observaba con actitud expectante. Creo que a todos se nos ocurrió un montón de formas depravadas en las que nos gustaría que nos pague el favor que le acabábamos de hacer. Juanca no pudo evitar una sonrisa retorcida. Pablo la miraba de arriba abajo, y se mordía el labio inferior.
—Les voy a pagar con un consejo…—Dijo Marcela—. Les recomiendo que cuando vean a una mujer linda, disimulen un poco. A la mayoría no les gusta los… ¿Cómo dicen ahora? Los pajeros.
Vaya balde de agua fría. Mi decepción se vio reflejada en el gesto lúgubre de mis amigos. No podía creer que después de que hiciéramos de sus empleados, nos humillara de esa manera. Después de todo, era la arrogante y altanera que siempre conocimos.
—Perdón si alguna vez te incomodamos —le dije.
—No me incomodan. Ya estoy demasiado acostumbrada a estas cosas. Lo que a veces me pregunto es… ¡Ay! creo que mejor me callo. Bueno, gracias por ayudarme chicos, en serio, y sigan mi consejo y van a tener más suerte con las chicas.
—Qué es lo que a veces te preguntás. —Exigió saber Juanca, haciéndose eco del pensamiento de todos.
Marcela meditó unos segundos. Luego hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien, se los voy a decir. A veces me pregunto… ¿Qué harían un grupo de pendejos vírgenes como ustedes con una mujer como yo?
Puso sus brazos en jarras y esperó la respuesta.
Un silencio humillante cortó el espacio como una navaja afilada.
—No somos vírgenes —Soltó Pablo, indignado.
Era una verdad a medias. Juanca sí que era virgen, y Pablo y yo habíamos tenido relaciones tres o cuatro veces. Ninguno tuvo, hasta ese momento, una pareja estable, así que teníamos muy poca experiencia.
—Es una manera de decir —dijo Marcela, quizás adivinando la verdad detrás de las engañosas palabras de Pablo—Pero son unos nenes… Mírense, ni siquiera saben qué decirme.
—Y qué querés que te digamos —inquirí yo.
—Quizás no sea cuestión de decir, sino más bien de hacer. Ahí les dejo otro consejo. Les agradezco de nuevo. Allá tienen la puerta. Hasta nunca pendejos.
Se dio vuelta y se metió por un pasillo, dejándonos solos. Me dirigí a la puerta, indignado y aturdido. Cuando la abrí para irme, me di cuenta de que Pablo y Juanca no se habían movido de donde estaban. Se susurraban algo.
—…Vos decís? —Alcancé a descifrar que decía Pablo.
—Sí, mandémonos —dijo Juanca, y luego mirándome a mí agregó—: Vamos Adri.
—¿A dónde? —Pregunté.
Me miraron como si yo no entendiese nada. Se metieron en el pasillo por donde había entrado Marcela.
Quedé sólo, aún en el umbral de la puerta. ¿Mis amigos se habían vuelto locos? Se iban a meter en tremendo quilombo si se sobrepasaban con Marcela.
Pasó un buen rato, hasta que escuché algunas palabras difusas dichas con cierta vehemencia. Por fin me decidí a ir a ver qué estaba sucediendo. Me metí por ese corredor oscuro. Muy cerquita vi una puerta abierta, y me metí en ella. Era la cocina.
Marcela estaba arrinconada, contra la pared. Pablo y Juanca estaban encima de ella. Sus manos se movían, ansiosas, acariciando sus piernas. El vestido floreado se movía cada vez que los dedos se aventuraban más, dejando la tersa piel del muslo a la vista.
No podía verle el rostro a Marcela. Pablo lo tapaba con su cabeza, mientras la besaba. Ella forcejeaba, como queriendo salirse de esa situación. Pero estaba en una esquina de la cocina, y mis dos amigos formaban una pared de cemento imposible de mover.
—¡No! —alcanzó a musitar la vecina, pero Pablo la acalló enseguida con su boca.
Entonces vi cómo Juanca metía sus manos muy adentro. Pensé, escandalizado, que estaba penetrándola con sus dedos. Sin embargo, enseguida retiró la mano, y vi que en ella sostenía la tanguita blanca de Marcela.
Hasta ese momento, ninguno había reparado en mi presencia. Me preguntaba si debía poner un alto a aquella situación, o si simplemente debería irme, y no tener nada que ver con esa locura. Pero mi sexo me indicaba otra cosa. Se había puesto duro como el hierro.
— Pendejos pajeros —dijo Marcela cuando su boca quedó de nuevo libre.
A pesar de su tono, no vi verdadera indignación en su semblante. De hecho, noté cómo debajo del vestido se marcaban unos pezones puntiagudos.
Juanca hizo un bollo con la tanga, y acto seguido, se lo metió en la boca. Ella, para mi sorpresa, la había abierto para recibir su prenda íntima.
La actitud ambigua de Marcela me estaba volviendo loco. De repente, las dos opciones que me había planteado antes (parar esa locura o huir) se desvanecían en mi mente. En ese momento lo único que mandaba en mi persona era la poderosa erección de mi verga.
Me acerqué a ellos. Marcela abrió los ojos al verme. Pablo, que había empezado a masajear los pechos de la vecina, se hizo a un costado para hacerme lugar. Agarré su rostro por la barbilla. Un pedazo de tela blanca sobresalía de su boca, y un hilo de baba chorreaba por su mentón. Le saqué la tanga y la tiré al piso. Me miró, intrigada. Le comí la boca de un beso. Sentí cómo su lengua experta masajeaba la mía, que entraba, rauda, en ella. Deslicé mis manos por sus caderas, y las metí por debajo del vestido. Sentí cómo las manos de mis amigos se ensañaban con sus muslos, y sobre todo, con su prieto culo. Me uní al festín. Mis manos se movían, enloquecidas, sobre eso glúteos de ensueño. Besé su cuello y sentí su perfume, más intenso que nuca.
Marcela ya no se mostraba reticente en absoluto. Mis amigos, a su vez, ya no forcejeaban para mantenerla en su sitio. La vecina se dio media vuelta, dándonos la espalda, y apoyó las manos contra la pared.
—Dale, primero vos —concedió Pablo a juan Carlos, indicándole que sea el primero en disfrutarla.
A mí no me molestaba quedarme en el último turno. Aunque sabía que para cuando me tocara, estaría tan excitado que no duraría mucho. Reconocía que, debido a mi miedo, merecía ese lugar.
Juanca le levantó el vestido. Pablo y yo vimos, fascinados, el culo que tantas veces habíamos visto en nuestra vida, pero esta vez completamente desnudo. Nunca olvidaré el lunar que tenía en la nalga derecha.
Juanca se arrodilló y le dio un beso negro. Me coloqué en un lugar ideal para ver la escena de cerca. La lengua fue directa a su objetivo, sin molestarse en lamer el voluptuoso culo. Vi cómo Juanca, babeante, enterraba esa extremidad blandengue en el culo de Marcela. Hacía rápidos movimientos sobre el anillo de carne, y algunos milímetros se metieron adentro. Le comía el culo sin asco, mientras manoseaba los glúteos.
Pablo y yo mirábamos todo, mientras nos acariciábamos nuestros respectivos miembros por encima del pantalón.
Juanca se desvistió y mostró una verga que nos sorprendió a todos. Era gruesa y larga, y la iba a estrenar con la mujer de sus sueños.
Marcela abrió las piernas, y Juanca se la metió. Pareció fallar a su objetivo en el primer movimiento, y en el segundo también. Marcela agarró el tronco del chico inexperto y lo ayudó a encontrar su destino. Gimió al recibir el sexo joven de mi amigo.
Él la agarró de las caderas y empezó a entrar una y otra vez en ella. Como era de esperar, en cuestión de unos pocos minutos había acabado. Como si no supiese donde descargarse, había largado la eyaculación contra la pared.
—Vengan, síganme —dijo Marcela.
Así lo hicimos. Yo iba detrás de ella, y aproveché para manosearle el culo.
Entramos en su habitación. Se quitó el vestido, quedando completamente desnuda. Recién en ese momento me di cuenta de que no llevaba corpiño.
—Seguí vos —le dije a Pablo.
—Pueden venir los dos juntos si quieren —dijo Marcela—. Si vieron alguna película porno, se les ocurrirá una buena idea.
Se tiró a la cama y se abrió de piernas. Estaba completamente depilada, y su sexo era de un precioso color rosado.
Pablo y yo nos desnudamos.
—¿Te la querés coger o querés que te la chupe? —me preguntó mi amigo.
—Quiero que me la chupe —dije.
—Okey —contestó.
Pablo jugó un rato con sus tetas, mordiéndolas y succionándolas. Luego vi cómo las estrujaba con violencia mientras hacía el primer movimiento pélvico. Yo me subí a la cama y me arrodillé muy cerca de la cara de Marcela.
Ella giró la cabeza, mientras recibía las embestidas de pablo, y se encontró con mi impaciente pija a pocos centímetros de sus labios. Abrió la boca. Yo hice un movimiento, y en un instante sentí su endiablada lengua masajeándome el glande. La sensación era dolorosamente excitante.
Me agarró del tronco y empezó a pajearme, mientras seguía chupándola, a la vez que Pablo seguía cogiéndola.
Era tan hábil, que se dio cuenta del momento justo en que me venía. Me pajeó con mayor vehemencia y mi inexperta verga pronto escupió toda la leche en su cara. El semen se resbalaba por sus labios. Ella sacó la lengua y se tomó el líquido viscoso.
Enseguida Pablo eyaculó en su ombligo.
Lo que nos faltaba en experiencia nos sobraba en vitalidad. Enseguida fuimos por la segunda vuelta. Esta vez cambiando los papeles. Yo conocí el calor de su sexo, mientras Juanca se la metía en la boca. Pablo se acercó por el otro costado, y Marcela tuvo la gentileza de no dejarlo con las ganas, y utilizó las manos para satisfacerlo.
El olor a sexo llenó cada rincón de esa habitación. Marcela gozaba sin disimulo cada vez que nos metíamos por algunos de sus orificios.
Llegando al final, exhausta, se puso boca abajo y nosotros nos turnamos para hacerle lo único que nos faltaba: un buen anal. Nuestros sexos, incluso el de Juanca, se metían con extraña facilidad en ese orificio. Las tres eyaculaciones terminaron en sus nalgas, convirtiéndose en una sola masa espesa.
Ya se estaba haciendo de noche.
—Ahí tienen algo para contarles a sus nietos —dijo Marcela desde la cama—. Una linda historia que sólo ocurre algunas veces en la vida.
Nos acompañó, desnuda y repleta de nuestro semen hasta la salida. Aunque no se asomó a abrir la puerta. La saludamos con un beso.
Jamás volvimos a verla.
Muchas veces nos reunimos a especular sobre qué carajos fue lo que había sucedido. Tal vez estaba loca, solía decir Juanca. Pablo se inclinaba a pensar que era una ninfómana. Yo imaginaba que simplemente quería hacer algo diferente antes de irse a vivir a un lugar lejano. Quizás era infeliz en su matrimonio. A lo mejor era la venganza por muchas infidelidades del marido. Hubo decenas de hipótesis. Algunas nos daban gracia. Otras, un poco de miedo. Pero nunca supimos la verdad.
Yo decidí que los motivos ya no importaban. Simplemente debía guardar lo sucedido, como uno de los recuerdos más felices de mi vida. Y así lo hice.
Dos días después
C.A.B.A
Marcela se cubrió el cuerpo desnudo con la fina sábana que había comprado para estrenar en su nuevo hogar. Néstor salió del baño. Es un hombre bajito y canoso, pero con una mirada oscura y penetrante.
Se metió a la cama con su esposa. Ella extendió la mano y le acarició el pecho peludo.
—¿Querés que te cuente? —preguntó Marcela.
—Veo que te fue bien —dijo Néstor.
—Me dio un poco de miedo al principio —dijo Marcela. Su mano bajó lentamente.
—Ya lo sé, pero sabía que iba a salir todo bien.
—Pensé que no se iban animar —Agregó ella—. Pero después se me vinieron al humo.
Masajeó el tronco de su marido, encontrándolo totalmente flácido. Sabía que no se pararía con simples masajes. Sólo había una cosa que podía empinar el sexo de Néstor.
—Pero tenías razón, fue una experiencia única.
—Contame todo —dijo Néstor.
Ella acercó los labios a la oreja de su marido, y le susurró todo lo que había experimentado, sintiendo cómo el miembro se endurecía más y más.
Fin