La vecina
Una ventana abierta y todo lo que puedo ofrecer
Aquella noche no podía dormir. La verdad es que ni siquiera le daba la más mínima oportunidad al sueño para que hiciera mella en mí. La noche era bastante calurosa, y la sola idea de abandonar la terraza para meterme en el dormitorio la hacía aún más. Así que seguía allí, devorando inexorablemente cada minuto de la noche y acercándome cada vez más a un nuevo día.
Siempre me ha gustado la imagen multicolor de una ciudad cuando la luz del sol deja de iluminarlo todo y son otras luces, las de las bombillas, las que se encargan de ello. Especialmente me han llamado la atención aquellas ventanas abiertas, que te permiten formar parte de ellas desde la distancia.
Sin embargo, esa noche me había fijado repetidas veces en una que llevaba encendida bastante tiempo, pero por delante de la cual no acertaba a pasar nadie. Quizá eso me llamara la atención y me hiciera estar más atento que al resto de las luces, porque realmente el trozo de estancia que dejaba ver no era especialmente grande, ni era especialmente llamativo por nada. Eso o quizás la casualidad o el destino... ¡maravilloso destino¡
Al cabo de un rato, ante mis ojos y por aquel hueco iluminado apareció la silueta de una mujer que, a simple vista y a pesar de la distancia, se me antojó muy atractiva, más influido quizá por la suavidad de sus movimientos y por cierta aura de sensualidad que la envolvía.
Se movía por una habitación que parecía ser la cocina, aunque solo tenía a la vista el hueco que dejaba una puerta abierta y era más reconocible por el lavadero que la precedía, que por la propia habitación. Una cortina tapaba un gran ventanal junto a esa puerta.
La segunda vez que cruzó por delante de la puerta, la luz era más directa sobre ella y me hizo correr a la habitación donde guardo los prismáticos, puesto que me pareció ver que estaba en ropa interior.
Es normal que en noches tan calurosas la forma más cómoda de estar en casa sea inversamente proporcional a la cantidad de ropa que se lleva puesta, y además no es extraño conjugar este hecho con tener las ventanas abiertas. Digo esto porque no fue en sí el hecho de que estuviera en ropa interior lo que me llevó a buscar los prismáticos, sino poder ver de cerca el erotismo que esa mujer parecía derrochar.
Estaba tan impaciente por comprobar si era tan hermosa como parecía, que esa misma impaciencia me hizo ser imprudente, ya que cuando regresaba no tuve la precaución de apagar la luz, con lo cual era tan visible para ella como lo había sido ella para mí.
Y así pareció ser, porque cuando pudo enfocarla a través de mis lentes, no sé si la casualidad o el reflejo de alguna luz en los cristales, hizo que sus ojos se cruzaran con los míos.
Como no quiero faltar a la verdad, no fue precisamente en sus ojos en los primero que reparé. Toda la sensualidad que parecía tener se elevó a la enésima potencia cuando la pude contemplar de cerca. Derrochaba erotismo y sensualidad por todos los poros de su piel.
Llevaba puesta la ropa interior más sexy que yo había visto nunca y parecía estar hecha para ella. El sujetador no le cubría el pecho, tan solo se limitaba a acariciarlo desde abajo, como si dos suaves manos los sujetaran desde la base para resaltar aun más su esplendor, dejando a mi vista unos pezones grandes y perfectamente dibujados que invitaban a todo. Las braguitas tampoco eran excesivamente grandes y parecía que tan solo se mantenían pegadas al cuerpo por dos delgadas cintas negras que parecían anudarse a cada lado, mientras que por detrás dejaban perfectamente a la vista dos rotundos glúteos desnudos.
En ese momento mi corazón, que instantes antes galopaba como un caballo desbocado, se paralizó cuando sus ojos se cruzaron con los míos, y a pesar de la distancia que nos separaba, reconocí que había descubierto mi presencia. En un solo segundo me quedé helado y sentí un calor abrasador. Aquel maravilloso espectáculo estaba a punto de desaparecer por mi imprudencia.
Sin dejar de mirar en mi dirección se acercó a la ventana, pero ante mi atónita mirada, en lugar de cerrar la puerta que me permitía contemplarla, se acercó a la ventana, la abrió de par en par y descorrió la cortina que cubría el enorme ventanal.
Ante mis ojos apareció, entonces, toda la cocina, desde un extremo al otro, quedando ante mis ojos todos los movimientos que realizaba por la estancia, y pude comprobar la belleza de su cuerpo en movimiento. Ella siguió atareada, imagino que recogiendo la cocina, sin dejar de dirigirme de vez en cuando alguna mirada.
Debía tener calor porque agitaba sus manos como queriendo hacerse aire con ellas. En ese momento abrió el grifo, llenó sus pequeñas manos con agua y, muy despacio, fue humedeciéndose la nuca, el cuello, hasta bajar hasta el pecho, donde las palmas de sus manos acariciaba sus pezones de tal manera que éstos parecían querer saltar de su piel de erectos que estaban. Ella seguía acariciándoselos con agua, pellizcándoselos entre los dedos, mientras el agua iba deslizándose por su vientre.
Se dirigió entonces a la puerta de la habitación, la cerró, dejando ante mi vista un perfecto escaparate blanco, sobre el que su piel y su ropa interior resaltaba como una montaña en el horizonte. Abrió el frigorífico y, al momento, sacó una cubitera de hielo que yo habría derretido con tan solo tocarla. Cogió un cubito de hielo en cada mano, y comenzó a chuparlo muy despacio, dejando que las gotas resbalaran por su barbilla y por su cuello. Después siguió haciéndose caricias frías por los hombros y por sus pechos, hasta rodear sus pezones, haciendo círculos concéntricos hasta aplastarlos con el hielo. Yo me imaginaba chupando y mordiendo esos pezones duros y fríos.
Su cuerpo se movía sinuosamente sobre la pared de azulejos blancos. No paraba de rozarse ni de mover las piernas como queriendo contraer los muslos. Me imaginaba su clítoris saltando entre sus piernas, como llamándola a gritos.
Ella pareció oír esa llamada, porque sus manos se dirigieron hacia su coño, primero a través del tanga, que iba mojando con las gotas que dejaba escapar el hielo, como constancia del calor imposible de sofocar que emanaba de su sexo. Después sus manos se perdieron bajo el encaje negro que no paraba de moverse, mientras sus ojos daban muestras del placer que estaba sintiendo con el frío roce.
Cuando llegaron los trozos de hielo con la intención de acallar su clítoris todavía tenían cierto tamaño, así que al sacar las manos sin ellos supuse que no habían hecho otra cosa que guardarlos en su cálida raja para que ellos mismos se deshicieran, mientras sus manos de dirigieron de nuevo al frigorífico.
Cuando lo cerró no podía dar crédito a mis ojos. No era más hielo lo que había sacado. Era algo bastante más grande y alargado, de color verde. Me pareció un pepino, y era de un tamaño más que considerable. Se acercó al grifo, lo enjuagó, y comenzó a chuparlo suavemente, acariciándole la punta con la lengua, y recorriéndolo después de principio a fin con los labios entreabiertos, mientras seguía dirigiéndome de vez en cuando alguna mirada, como queriendo tener constancia de que no se me escapaba nada, salvo alguna gota de vez en cuando.
No podía creer que aquello me estuviera pasando a mí. Mientras ella no paraba de chuparlo yo no podía hacer otra cosa que masturbarme, y prácticamente igualaba el tamaño del pepino, que saltaba desde su boca hasta las tetas y, cómo no, hasta el tanga que ella separaba para poder acariciarse directamente el clítoris. Seguía moviéndose sensualmente al ritmo que su cuerpo le pedía, mientras su cara denotó que estaba haciendo algo mas que acariciar su clítoris. El pepino poco a poco la iba penetrando mientras ella abría la boca y mordisqueaba sus labios entre sus dientes.
Así comenzó una serie de movimientos con los que iba metiéndoselo cada vez un poco más. Cuando tuvo un buen trozo dentro lo sacó, se lo llevó a la boca y lo chupó como si de un manjar delicioso se tratara. Mientras lo chupaba, sus dedos no dejaban de juguetear con su coño. Yo sentí que estaba presenciando una orgía de sensaciones y placeres, tanto de ella como míos, por poder asistir a un espectáculo como ese.
En ese momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre. Imaginé que era su marido porque ni él se asombró en absoluto de encontrársela así, ni ella intentó disimular ni un ápice su conducta. Más bien lo contrario. Ella lo miraba mientras chupaba el pepino intentando transmitir qué quería de él.
Yo temí que él no estuviera de acuerdo con que aquél espectáculo fuera retransmitido a través de aquella cristalera para todo aquel que quisiera mirar; y ella también debió pensarlo porque antes de aceptar la invitación que su marido le hacía inclinándole la cabeza hacia abajo, ella le vendó los ojos con una servilleta.
Una vez aislado visualmente su marido, ella dio rienda suelta a su pasión, y comenzó a comerle la polla con unas ganas que no sé cómo no se corrió a la quinta embestida que aquella mujer hacía sobre el miembro de su marido. Ella seguía comiéndosela mientras sus manos fueron liberando su sexo de las ataduras que lo escondían tras el encaje negro, y cuando estuvo desnudo, siguió acariciándoselo mientras se metía más de un dedo por su raja que debía estar a cien grados de temperatura.
De pronto se puso de pié, dejándome ver su sexo perfectamente dibujado sobre aquella blanca pared, colocó uno de sus pies sobre una silla, dejando bajo ella un arco perfecto donde su marido se colocó y comenzó a comerle el coño, sin dejar ni un centímetro sin recorrer con su lengua, mientras ella seguía dispuesta a no darle descanso a sus pezones, que iban saltando entre sus dedos mientras sus ojos luchaban por mantenerse abiertos.
A juzgar por la expresión de su cara el placer que estaba sintiendo era extremo, por lo que sentó a su marido en la silla frente a la ventana, y ella se sentó a horcajadas sobre él, de espaldas a su marido, con lo que se aseguraba que yo seguí siendo espectador de primera fila.
El sexo de su marido la penetró con una suavidad casi irreal, mientras ella se movía de una manera tan sensual que yo pensaba que no llegaría entero a ver el momento final, dado lo mojado que estaba. Controlaba cada movimiento como si concentrara en su cuerpo toda la sabiduría oriental del sexo, variando el ritmo, la profundidad de la penetración a su antojo, sintiendo todo el placer que un cuerpo puede soportar. Pero lo mejor era ver la expresión de su cara mientras el placer la invadía profundamente, mientras seguía buscándome con la mirada.
De pronto el ritmo comenzó a subir y su rostro a reflejar cierta tensión contenida mientras su boca se abría cada vez más y yo me esforzaba por imaginar sus gritos. Cuando hubo terminado se agachó y empezó a comérsela de nuevo a su marido, esta vez mucho más suave, limpiando con su lengua cada rastro de semen y flujos, relamiéndose de auténtico placer, un placer logrado por ella y retransmitido para mí con cada movimiento y con cada mirada.