La vecina

Un adolescente se debate entre la honradez que su familia le ha inculcado y la atracción por su vecina, una mujer casada.

El sofocante calor de julio confirmabaque el instituto y los exámenes eran cosa del pasado. Usualmente hubiera estado disfrutando de la playa, derrochando energía sobre las olas o descansando sobre la arena, pero no era así, aquel verano prometía ser distinto a todos los anteriores. Había algo que me agobiaba, algo que me había dejado apesadumbrado y de mal humor, mi mejor amigo pronto se marcharía a otra ciudad.

Juan y yo habíamos crecido juntos desde niños. Vivíamos en un barrio acomodado y nuestras casas quedaban francamente cerca. Estudiábamos en el mismo instituto, pero ya no íbamos juntos a clase, nos habían separado porque no parábamos de hablar. Aunque yo era el líder, Juan nunca ponía pegas a ninguna diversión otrastada. Además, competíamos en el mismo club de natación y salíamos de fiesta con el mismo grupo de amigos, estábamos todo el día juntos. Él ya había cumplido los diecisiete, a mí aún me faltaban un par de meses.

Su partida sería como separarse de un hermano que ninguno de los dos tenía, el era hijo único y yo tenía solamente una hermana pequeña. Lo que nadie sabía, ni siquiera Juan, era que había otra razón por la que yo estaba doblemente afectado. Y es que no sólo sentía la pérdida de mi amigo, si no también la partida de su madre, Irene.

Hacía tiempo que había empezado a sentirme atraído por ella, si bien no sabía realmente cuando las formas de la madre de Juan se habían transformado en los encantos de una mujer. Había cumplido recientemente los cuarenta y cinco, pero se conservaba francamente bien ya que, como ella misma decía, “llevaba a dieta toda la vida”. De manera que la madre de mi amigo compartía esa sutil incoherencia de muchas mujeres maduras y es que, aunque su cuerpo lucía como si tuviera diez o quince años menos, su rostro delataba sin piedad su verdadera edad.

Hasta los once o doce años, la madre de Juan había sido como todas las otras madres: una persona cariñosa, sonriente y afable que siempre estaba ahí, alerta en todo momento a dónde estábamos y qué hacíamos su hijo y yo. Todavía recuerdo entrañablemente su bizcocho con pepitas de chocolate. Sin embargo, todo cambió una noche de verano.

Juan me había invitado a jugar. No hacía mucho que su padre había acondicionado la pequeñabarraca de los trastos para él. A mi aquel cuartucho me daba una envidia terrible. Estaba al otro lado del patio, junto a la piscina. Ahí nos sentíamos a nuestras anchas, lo llamábamos “la guarida”. Podíamos charlar y jugar hasta muy entrada la noche, sin molestar a nadie ni que nuestros padres se preocuparan por dónde estábamos. Aquella vez, sin embargo, algo fatídico sucedió. En mitad de la noche, después de casi tres horas jugando a Mario Bros y Grand Thef Auto, sentí la vejiga a punto de explotar.

—Tengo que ir al baño —le dije.

Él estaba tanconcentrado enel videojuego que ni siquiera me miró.

— Pues ve a la casa... —contestó Juan— o mea en un rincón del jardín como hago yo.

Yo pasaba de entrar a esas horas en casa de los padres de Juan, así que salí y crucé el patio sigilosamente. Oriné junto a la valla de atrás y me dispuse a volver. Lo que pasó fue pura coincidencia. Al regresar a la cabaña, un ruido procedente del salón hizo que me detuviera en el acto.

En la penumbra distinguí el sinuoso cuerpo de una mujer, unas grandes tetas. Se trataba sin duda de la señora Irene, la madre de Juan. Estaba en el sofá y en ese preciso instante se balanceaba sobre las rodillas de don Alfonso, su marido. Sin embargo, aquello no se extendió demasiado. En seguida el padre de Juan elevó la voz y supongo que se corrió.

Entonces no sé qué demonios pasó, pero la madre de Juan se giró y la vi escudriñar tras la ventana, justo entre las sombras del jardín donde yo me había agazapado. No me quedé a averiguar si doña Irene me había descubierto, salí pitando en dirección a la guarida.

—¿Ya? —preguntó Juan sin apartar la vista de la pantalla.

—Sí.

—¿Viste luces encendidas dentro de la casa?

—No, no he visto nada —respondí ofuscado.

Rato después Juan y yo nos fuimos cada uno a su habitación. Sus padres nunca nos dejaban dormir juntos, gracias a dios, porque aquella noche sentí una urgencia insoportable entre las piernas. Tenía el pene durísimo y me abandoné a la perentoria necesidad de tocarlo. Evoqué la reciente imagen dedoña Irene, jadeando boquiabierta al compás de sus caderas. Entre las sábanas reviví el contorno de sus grandes senos suspendidos en el aire, sus pezones apuntando al techo y así fue cómo tuve el mejor orgasmo de mi corta vida. Algo había despertado dentro de mí.

Desde entonces mi interés por la madre de Juan no hizo más que crecer, incluso aunque unos días después ésta me reprendiera discretamente por haber puesto las sábanas perdidas. Ella dijo que me guardaría el secreto, pero aún así me ruboricé.

Juan era mi mejor amigo y yo había crecido siguiendo la doctrina católica. En el colegio me habían enseñado a ser honesto y bondadoso con los demás. Las maestras me habían inculcado la importancia de la familia y sabía, obviamente, que al casarse una mujer y un hombre se prometían fidelidad.

También estaba la historia de la abuela Rita, el suyo no había sido un buen matrimonio. El abuelo Saúl fue un hombre licencioso, de rumoreadas infidelidades y de malos vicios como el alcohol. Su comportamiento causó gran dolor en la abuela y en mi madre y sus hermanos. Por suerte o por desgracia todo terminó cuando el abuelo Saúl murió en un accidente de coche a causa precisamente del alcohol y la imprudencia. El viejo estaba con su amante, Eva, una de las amigas de la abuela. El abuelo murió en el acto, pero Eva se debatió durante varios días entre la vida y la muerte. Con todo, mi abuela fue a visitarla al hospital. Finalmente también falleció.

Ese trágico suceso marcó la vida mi madre, pues con sólo once años tuvo que abandonar la escuela y ponerse a trabajar. De ella tuve el amor incondicional de una madre, ella me enseñó la importancia de la amistad, del respeto mutuo y el trabajo. Mi madre solía llevarme a misa los sábados por la tarde. Me repetía sin cesar que tenía que ser una buena persona, que había que alejarse del alcohol, las drogas y las malas compañías. Decía que para ser un hombre o una mujer de bien hay que cumplir con la palabra dada, que no había cosa más sagrada que las promesas de amor, en especial si éstas se hacían ante Dios. Así era mi madre y así intentó enseñarme.

De pronto ir a la casa de Juan se convirtió para mí en una fuente de malos pensamientos. Aquel cóctel de atracción y culpabilidad resultó explosivo. En cuanto veía a su madre notaba como mi pene empezaba a crecer y ponerse duro sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo.

Tampoco yo paraba de crecer, con dieciséis años ya era tan alto como mi padre. No sólo crecía en altura, mis músculos también se desarrollaban e igual lo hacía mi polla, que por aquel entonces ya había alcanzado unos impresionantes dieciocho centímetros.

Aunque me había convertido en todo un muchacho, seguía quedándome a dormir de vez en cuando en casa de mi amigo. Una de esas noches, ignorando lo que la madre de Juan me había advertido, empecé a meneármela y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Aquella sí que fue una corrida en condiciones. Como sería la mancha que un par de días más tarde doña Irene se acercó a mí y me preguntó cuántas veces me había masturbado.

A partir de entonces, cogí por costumbre aguantarme las ganas de masturbarme para hacerlo el día que dormía en casa de Juan.Por extravagante que fuera, de algún modo me excitaba mucho saber que al día siguiente doña Irene vería el cerco de mi semen. Era como lo que hacen los tigres, dejar señales que atraer a las hembras. Así que, en la quietud de la noche, me envolvía la polla con las sábanas y me la meneaba hasta ponerlas perdidas de semen.

También comencé a acudir a casa de Juan antes de tiempo para verla. Solía tumbarme junto a la piscina fingiendo tomar el sol mientras esperaba a mi amigo, pero mi verdadera intención eracontemplar a Irene mientras nadaba, aunque después tuviera que ocultar mi erección. Poder ver su cuerpo deslizarse sobre la superficieera fantástico, cualquier hombre la hubiera confundido con una sirena de no ser porque las sirenas tienen cola de pez y no un culazo como el de Irene.

Esperar a mi amigo era mi únicaexcusapara estar con su madre hasta que un día la escuché tocar el piano. Eso sí que fue inspiración, en cuanto volví a casa se lo dije a mi madre y al lunes siguiente comencé las clases de piano. Sentados codo con codo en la banqueta no sólo podía verle las tetas, podía olerla e incluso sentir el roce de sus dedos sobre los míos. Lo único que no podía hacer era creerme la suerte que había tenido. Sentí remordimientos, sí, pero nunca me arrepentí de aquello.

Irene era una mujer muy atractiva. Solía llevar elpelo suelto,luciendo surizada melena. Sus lindísimos ojos azules eran el complemento ideal paraunos labios irresistibles. Era imposible no fantasear con aquella mirada oceánica haciéndote una mamada.

Sólo un par de veces la había visto con falda, tenía unas piernas bonitas. Habitualmente Irene llevaba pantalones ajustados que realzaban su maravilloso culazo. Me moría de ganas de acariciar sus sinuosas caderas y agarrarla del culo. Soñaba a veces con tomarla de la cintura y bailar con ella bien apretado.

Sin embargo, lo que me traía loco de Irene eran sus tetas. La imagen de aquella noche en que la había espiado al trasluz de la lámpara, había quedado grabada a fuego en mi mente. Cuando iba de camino a mis clases de piano, le rogaba a Dios que la madre de Juan se hubiera puesto algo con escote.

Por supuesto, ya sea por la diferencia de edad o por las advertencias de mi madre, yo siempre me comportaba como es debido. No quería que nadie descubriera la atracción que sentía por mi vecina. Creo que siempre fui prudente y reservado, al menos hasta que me enteré de que Irene se iba a marchar.

Yo era el primer sorprendido por la fuerte atracción que sentía hacia la madre de Juan. Aunque ya había salido con un par de chicas seguía siendo virgen. Por supuesto, por aquel entonces yo deseaba fervientemente acostarme con una mujer, igual que todos los demás. De hecho, había varias chicas muy desarrolladas que me turbaban. Todas ellas tenían ya un buen par de tetas y un culo que quitaba el aliento. Sin embargo, yo deseaba a Irene. Se me había metido en la cabeza que ella podríaenseñarme todo lo que un hombre debe saber sobre las mujeres. En fin, el sueño de todo adolescente.

Todo cambió hará unos seis meses cuando Juan me contó que sus padres habían decidido mudarse a otra ciudad.

—Nos vamos —dijo mi amigo— Mi padre ha encontrado un trabajo mejor y, si todo sale bien, nos mudaremos a finales de agosto.

Al escuchar a Juan se me hizo un nudo en el estómago.

Desde ese día, sentía una cosa muy rara, una tristeza vacía que parecía contagiar al mundo. Al principio, traté de concentrarme en disfrutar del verano, pero después sentí que debía aprovechar esos últimos meses junto a Irene.

Empecé a ir a casa de Juan cuando sospechaba que su madre estaba sola. Ella me recibía con la misma afabilidad de siempre, como buena vecina y madre de su mejor amigo. Yo, en cambio, empecé a mirarla diferente. Lo hacía con menos prudencia, tratando de estar muy cerca de ella, sin preocuparmepor disimular unas tremendas erecciones. Incluso me ofrecía a ayudarla a cualquier tareaintentando de conseguir tiempo a su lado,tiempo a solas.

—¿No te aburres conmigo? —me preguntó un día la madre de mi amigo.

—No, estoy aprendiendo mucho de usted.

— De veras no creoque yo sea la compañía más apropiada para una muchacho como tú —aseguró Irene.

—Pues yo sí lo creo, para mí no hay ninguna compañía mejor —la contradije del modo más galante que supe.

La cara de Irene se iluminó con una resplandeciente sonrisa y me acarició el pelo con afecto. Irene era, para mi desgracia, como una segunda madre.

Yo siempre me cuidaba de no propasarme, Irene era una mujer casada y yo demasiado joven parainmiscuirme en un matrimonio. Aunque yo deseaba tener algo conella, sabía que algo así seríanefasto para todos a nuestro alrededor.

Para bien o para mal, su compañía se fue haciendo aún más placentera a medida que llegaba el calor. Conforme el verano hacía subir la temperatura, las prendas de Irene iban haciéndose más ligeras, vaporosas y exiguas. Iban apareciendo las camisetas que dejaban intuir los encajes de sus sujetadores, faldas que dejaban ver sus muslos, las sandalias con sus deditos al aire, deditos de uñas pintadas invariablemente de rojo. Realmente, yo estaba disfrutando esos últimos días.

Una tarde, sin embargo, casi acabo con mi buena suerte. Estábamos sentados en el salón de la casa de Juan. Supuestamente yo ayudaba en los preparativos de la cena troceando verdura, aunque en realidad estaba más pendiente de la falda y los muslos de Irene. Estaba pasmado en esa esplendorosa vista, cuando…

—¡Alberto! —exclamó mi vecina— ¿Qué miras?

—¿Qué pasa? —respondí haciéndome el despistado.

—¿Qué estabas mirando? —insistió. Tenía un semblante muy serio y temí lo peor.

—Yo… bueno —traté de inventar una excusa— No miraba nada… estaba pensando en mi perro.

—Pues me parecía que me mirabas a mí —me acuso Irene.

—¿Mirarla? ¿A usted?

—Sí, a mí. Estabas mirándome el culo.

— Pero señora, yo… yo no haría eso —mentí como un bellaco.

—¿Estás seguro, Alberto Martínez?

—Por supuesto —respondí.

—No sé si creerte —dijo ella— Sois todos iguales.

Entonces, vi como Irene echaba un fugaz vistazo a mi entrepierna. Aunque yo no estaba del todo empalmado, un bulto resaltaba bajo el bolsillo izquierdo de mi pantalón. Era evidentemente que excitado.

—Echa ahí las espinacasy ve a decirle a Juan que apague la tele —ordenótajantemente.

Esa tarde me fui tan avergonzado comotriste. No volví a casa de Juan por unos días. Por suerte, mi amigo me invitó a una fiesta en su casa. Era una celebración anticipada de su cumpleaños o por la mudanza, no sé. A mí no me importaba el motivo.

Me emocionó que me invitara. Aunque yo no sabía cómo iba a reaccionar Irene, lo cierto era que necesitaba volver a verla.

Durante la fiesta todos estaban muy alegres, la música apenas podía oírse a causa de las voces y las risas de la gente. Estaba invitada toda la familia de Juan, algunos compañeros del instituto y varios vecinos del barrio. A mí me hubiera gustado estar dentro de la casa, cerca de Irene, pero estaba en el patio con mis amigos. Al contrario que yo, ellos conversaban y reían.

Irene iba y venía desde la cocina ofreciendo bebidas. A mí me hubiera encantado ayudarla, pero no me atreví a ofrecérselo. Ni siquiera me atrevía a mirarla. Sin embargo, después de un ratome pareció que ella me trataba con total normalidad. De hecho, me sonrió una de las veces que vino a ofrecernos algo de comer.

Durante toda la fiesta la madre de Juan me sirviócon deferencia, siempre atenta a mí vaso y ofreciéndome de todo. Tal vez se arrepentía de haberme echado de su cocina unos días antes, o tal vez ya no se acordaba de que yo había estado mirándole el culo. Fuera como fuera, me sentí tan aliviado que la correspondí educadamente con un pequeño halago.

—Está todo riquísimo, señora.

Después de cenar, Juan y yo nos unimos a un grupo de chicos y chicas que conversaban en el patio trasero de la casa. Yo no conocía a algunos de ellos, pero Juan sí. Todas las chicas estaban preciosas, pero las curvas de la madre de Juan no salían de mi cabeza. No podía evitar buscarla furtivamente con la mirada.

Juan aprovechó la ausencia de los adultos para alardear de una presunta conquista.

— Tener que irme justo ahora que he encontrado una chica alucinante —renegó mi amigo.

—Y por qué no la has invitado a la fiesta —preguntó Ramiro sin darle ninguna credibilidad.

—La invité —aseguró— pero… no quiso venir.

—Sí, sí… —río Ramiro.

— Y, ¿no te dio ninguna explicación? —dijo una de las chicas.

—Bueno, sí, dijo que tenía un compromiso.

— Y, ¿es de aquí? —continuó interrogándole la misma chica.

—Sí, claro. Seguro que la conoces —respondió Juan.

—Pero no nos vas a decir quién es, ¿verdad?

—No —negó Juan rotundamente.

—Pero, ¿es alta, baja, rubia, morena…?

—Es preciosa y… muy divertida.

— Danos una pista, por favor —insistió ella.

—Morena... Ojos verdes… —explicó mi amigo.

— ¡Vaya! ¡Entonces no soy yo! —rió María, que así se llamaba aquella guapa y delgada pelirroja.

—Bueno… —Juan se quedó azorado sin saber como escapar.

—Pues si es tan fantástica entonces no te lo pienses mucho.

—Es que… —Juan titubeó— Creo que sale con alguien.

— ¡Ves! —exclamó María mirando a su novio con complicidad.

—Pues sabes qué —continuó ésta— Inténtalo, ve a por ella… A lo mejor tú le gustas más.

— ¡María! —clamó otra de las chicas— ¡No ves que le van a partir la cara!

—Pues yo creo que haces bien, colega —opinó otro.

A mí me parecía increíble que mis amigos hablaran tan alegremente de ser infiel o de tratar de seducir a alguien que ya está con otra persona. Mis padres me habían inculcado el deber de comportarse de forma correcta, de ser honrado. Que yo supiera, en mi familia nunca había habido separaciones ni escándalos. Por lo tanto, no me pareció bien lo que mi amigo pensaba hacer. Sin embargo, no le dije nada, conocía a Juan y vi en sus ojos que el muy idiota se había enamorado. No obstante, no tenía nada claro que aquella chica fuera a enrollarse con mi amigo. Cuando una chica que te conoce se interesa por ti, ésta no suele buscar un revolcón si no algo serio. En cambio, cuando se te acerca una muchacha que no habías visto nunca, esa es otra historia.

— Me da igual que tenga novio, no me voy a marchar de la ciudad sin intentarlo —aseveró mi amigo.

Juan estaba envalentonado, decidido a hacer algo. Había que tener en consideración que sólo faltaban unas cuantas semanas para la mudanza y si no hacía algo nunca sabría si hubiera tenido algo con esa chica. Estaba claro que no iba a tener escrúpulos en cortejar a esa misteriosa muchacha, tuviese novio o no.

Acababa de descubrir una faceta de mi mejor amigo que no me gustaba nada. Mi madre siempre recalcaba la importancia de la fidelidad dentro de un matrimonio, y a mí eso de la lealtad me sonaba a respeto. Mi padre, en cambio, lo entendía de forma mucho más pragmática: “como me pongas los cuernos ya te puedes ir buscando donde dormir”. Por eso yo debía respetar a Irene, no porque fuera la madre de mi mejor amigo, si no porque ella estaba casada y yo no iba a ser el culpable de que don Alfonso la echara de casa.

—Cuidado, campeón. No te metas en problemas —advirtió Ramiro.

—El que no se echa al mar, no pesca ni una sardina —aseguró Juan— A veces no hay más remedio.

—Entonces, Juan —intervine al fin— ¿No crees que lo que vas a hacer está mal?

—Sí, sobre todo sisu novio se entera —se burló él.

Todos rieron la broma de mi amigo, menos yo. Creyeron que su mofa me había ofendido, pero lo cierto es que si me callé fue porque sus palabras calaron hondo en mi mente. Si él no era capaz de respetar a la novia de otro, tal vez yo debería hacer lo mismo con su madre.

Aquella noche, después de que todos los invitados se hubieran marchado, yo opté por quedarme un rato. Juan se había ido sin decirme nada, pero como su madre no me preguntó supuse que ella sí sabía dónde había ido su hijo.

—Ayúdame a recoger, anda —dijo Irenemientras apilaba vasos medio vacíos y platos sucios.

Me fastidió que ninguno de esos cretinos se hubiera acordado de mí, pero la madre de Juan se había quedado sola recogiendo, incluso su marido había desaparecido. El desorden era mucho y entre dos tardaríamos la mitad de tiempo.

A pesar de tener aspecto de cansancio Irene estaba preciosa. Lucía unas sandalias de cuña que tornaban esbeltas sus bonitas piernas. Llevaba el culo embutido en unos ajustados jeans que parecían a punto de reventar. Si de cintura para abajo iba sugerente, de cintura para arriba era puro exhibicionismo. Aquella camisa blanca con flecos en las mangas parecía confeccionada con el único propósito de enmarcar su abundante busto. Los botones superiores se hallaban en tensión por el volumen de sus tetas. Eso era siempre así, daba igual lo que se pusiera, la ropa de su talla no estaba pensada para unas tetas como las suyas.

— Me subo, cari.

La voz de don Alfonso me sacó de golpe de mi ensoñación. Sólo entonces me di cuenta de que tenía una considerable erección.

—Okey —respondió Irene— Termino de llenar el lavavajillas y me voy para arriba.

—Mañana tengo que trabajar —me dijo don Alfonso con resignación.

—¿Mañana es domingo? —pregunté.

—Ese es el problema de trabajar en urgencias —contestó— Siempre está abierto, muchacho, todos los días del año.

—Es cierto —reconocí.

Mientras don Alfonso seguía hablando de los inconvenientes de ser médico, me percaté por casualidad de quesu mujer me miró de reojo al pasar con varias bandejas a medio terminar. Lo que doña Irene había mirado no fue otra cosa que el considerable bulto de mi pantalón.

—En cambio ella no sale de casa —prosiguió don Alfonso en referencia a su esposa— Es ingeniera, ¿lo sabías? —aclaró.

—No —era la verdad, yo creía que la madre de mi amigo no trabajaba.

Irene regresó de la cocina sin prestar atención a la conversación que don Alfonso y yo manteníamos. Entonces vino a coger la pila de platos que yo estaba amontonando y volví a pillarla mirándome la entrepierna. Mi ego creció a la misma velocidad con la que mi miembro se endurecía bajo mis pantalones.

—Pues sí. Irene es ingeniera, hace proyectos industriales y cosas de esas… y gana más que yo —afirmó con hastío.

Entonces, don Alfonso sacó su cartera y extrajo de ella un billete que me tendió.

—Toma, por quedarte a ayudar.

Yo vacilé un segundo, pero al final agarré el dinero y le di las gracias.

Después de darle a Irene un beso don Alfonso se marchó a la cama. Irene siguió recogiendo, vaciando vasos en una jarra y apilándolos sobre una bandeja. Ahora que no estaba su marido, sus miradas se volvieron menos discretas.

A la vez que echaba las servilletas usadas en la bolsa de basura, sin darme cuenta empecé a imaginarmedesgarrando la camisa de Irene. De un fuerte tirón haría que los botones saltasen por los aires y dejaría a la vista sus…

—Gracias por venir —dijo de pronto.

—No hay de qué —respondí intentando serenarme— Para eso somos vecinos.

Estábamos muy cerca el uno del otro, podía oler su perfume.

—¿Sabes qué le pasa a Juan? —me preguntó de pronto— Últimamente está muy misterioso.

Yo dudé si traicionar o no a su hijo, pero no mucho.

—Creo que está saliendo con una chica —contesté.

—Vaya —sonrió Irene antes de levantar la bandeja y salir de nuevo en dirección al interior de la casa.

—Y tú, ¿sales con alguien? —preguntó al verme entrar en la cocina.

—No.

—¿En serio? —dudó Irene con algo de sorpresa— Pero, ¿alguien habrá que te guste?

—Eso sí —respondí pensando que quizá la madre de Juan había bebido demasiado.

Me quedé en silencio, Irene se había quedado plantada justo delante, mirándome.

—Bueno… —me azuzó— y, ¿quién es la afortunada?

Como no respondí, Irene se acercó todavía más, pero yo no me moví de donde estaba. Casi podía sentir sus senos contra mi pecho. Su boca estaba tan cerca de la mía que me faltaba el aire.

—¿Quién, Alberto? —volvió a repetir.

Yo no sabía qué hacer, no podía ni pensar.Irene continuaba mirándome fijamente, obstinada, con su agitada respiración haciendo resaltar sus formidables tetas dentro del escote. Yo no sabía cuántas copas de vino se había tomado mi vecina, pero en ese momento parecía más excitada que borracha.

—¿Quién te la pone así de dura? —inquirió aumentado la apuesta.

No hacía falta que lo dijera, yo notaba mi polla dura como el acero. Mi mente era un voraz torbellino de posibilidades. Decidíque no iba a quedarme callado como un imbécil, no sé de donde saqué el valor, pero la tomé de la cintura y acerqué mis labios a su oreja.

—Si se lo digo… —susurré— ¿me guardará el secreto?

— Por supuesto —la oí responder.

Irene se mantuvo pegada a mí con actitud seductora, aplastando sus senos contra mi pecho.

—Si se lo cuenta a alguien, tendré que castigarla.

No entiendo cómo me atreví a decir algo así, pero la reacción de Irene fue morderse el labio inferior con ojos de lujuria. Podía sentir su aliento, la mezcla del aroma a frutas y alcohol. Mi miembro dio un respingo y apunto estuvo de colarse bajo el cinturón de mi pantalón. Irene debió darse cuenta y echó una rápida mirada en esa dirección. Tenía que hacer algo, había soñado cientos de veces con una oportunidad así. El corazón se me salía del pecho.

— Es usted —musité en tono confidente— Usted me la pone así de dura.

En ese momento Irene se abalanzó sobre mí y sus labios buscaron mi boca, me deseaba tanto como yo a ella.

Los nervios se esfumaron y en su lugar la premura se apoderó de nosotros. Aquella erección me estaba matando, así que desabroché precipitadamente mi cinturón para liberarla. En cuanto me bajé la cremallera mi miembro emergió con fuerza del fondo de mis jeans. Tenía unas ganas tremendas de poseerla y mi polla ya estaba completamente preparada para hacerlo, sobresalía de mí como el cañón de un barco pirata listo para el abordaje. Irene se quedó boquiabierta contemplando mi erección a pesar de ser una mujer experimentada.

—¡Guau!

Yo agradecí el alago implícito en su exclamación. Era la primera vez que una mujer valoraba mi aptitud sexual.

—Me están dando ganas de comértela…

Irene no esperó a que le diera permiso. Se puso en cuclillas y se metió sin más mi polla en la boca. Después de todo el tiempo que ambos habíamos soñado con aquello, por fin nuestro deseo se hacía realidad. Suspiré al notar la tibieza de su boca y ella musitó con igual regocijo al comprobar el tamaño y la solidez de mi miembro. Creí que mi verga se derretiría dentro de su boca como una vela de cera.

Yo no pensaba que aquello sería tan agradable. Para mí en aquel momento no había nada más en el mundo que aquella fascinante mujer.

Irene no tardó en hacerme gemir. También ella sollozaba y se relamía de satisfacción mientras chupaba y engullía mi duropollón. Vi que se había metido una mano bajo la blusa y estrujaba sus senos, y decidí relevarla en dicha tarea. Una vez, una de mis primas me había permitido tocarle los pechos, pero los de Irene eran mucho mayores en comparación, un par de tetas como Dios manda.

El apretón de mi mano la hizo sollozar. Fue sensual sentir en mi glande los profundos gemidos que brotaban dela garganta de Irene. Tenía ganas de polla, de eso no cabía duda. La madre de Juan chupaba con fuerza yse relamíacomplacida con el sabor de mi verga.

— Gracias, Alberto… Gracias —dijo de pronto.

Yo no entendí, pero Irene volvió a meterse mi polla en la boca antes de que yo pudiese pedirle una explicación. Me di cuenta de que si a mí me gustaba aquello, ella estaba disfrutando el doble. Con una mano metida bajo sus jeans Irene se masturbaba sin dejar de devorar mi polla.

De pronto,trató de tragársela entera. Fue increíble, no pude evitar un quejido de sorpresa. Pensé que la muy loca se iba a atragantar, pero no fue así, Irene se la sacó de golpe y tomó aire con urgencia.

Continuómamandoapasionadamente, sus gemidos se entremezclaban con los groseros sonidos que hacía al chupar. Aquella mujer me estaba dejando la polla pulida y resplandeciente de saliva.

Volvió a intentar tragársela varias veces más y eso me hizo suponer que estaba acostumbrada a poder hacerlo. Sin embargo,en su último intento Irene acabó dando una tremenda arcada cuando mi glande resbaló inesperadamente hacia dentro y se le coló enla garganta.

— Vaya —sollozó limpiándose las lágrimas cuando dejó de toser.

Aunque todavía parecía apurada Irene me hizo cogerle la cabeza con las manos. Yo pensé que deseaba que fuese yo quien la forzara a tragar mi rabo. La mera idea me pareció demencial. Sin embargo Irene me puso las manos en la cintura, envainó mi sable entre sus labios y comenzó a moverme adelante y atrás. Lo que ella quería era que le follase la boca mientras ella se masturbaba.

La imposición de Irene me encendió mástodavía, debía mantener la calma. Enredé mis dedos en su abundante melena y emprendí un sutil vaivén en su boca. No quería atosigarla, pero mis movimientos se fueron haciendo paulatinamente más amplios. La madre de Juan segregaba tanta saliva que su boca empezó a producir ruidos obscenos, sonidos impropios de una mujer educada.

¡Chus! ¡Chus! ¡Chus! ¡Chus!

Era inaudito, aquella elegante señora parecía gozar con una buena polla como cualquierputa de internet. De hecho, seguía masturbándose y daba señales de estar a punto de alcanzar el clímax.

No pude contenerme más y empecé a follarla sin miramientos, yo también estaba a punto de explotar. Al final bastó con imaginarme su boca rebosando espermapara que un intenso fervor se apoderase de mí. Tras un breve himpás de tensión, mi polla se estremecióarrojando un violento chorro de esperma contra el fondo de su garganta.

—¡Og! —sollozó Irene.

La oí regodearse tras cada espasmo de mi polla y me sentí orgullosode hacerla tan feliz. Irene debió tragarse todo mi semen pues continuó chupando insaciablemente. Me sentí en la gloria más absoluta.

Es curioso, porque apenas unos segundos más tarde casi no me tenía en pie. Sólo entonces me fije en la expresión de Irene. Aún conservaba mi polla en la boca, pero mantenía los ojos cerrados y respiraba de forma apurada. Juraría que ella también había tenido un orgasmo.

Cuando abrió los ojos su expresión era risueña.Con una última y sonora chupada dejó salir mi miembro de su boca.

—¿Te ha gustado? —me preguntó.

—A usted que le parece —los rescoldos de mi orgasmo aún humeaban.

Mirándome, Irene volvió a chupar mi miembro entumecido y derrotado. Sin embargo, lo único que sentí entonces fue un dolor tan atroz que me hizo extraer mi pene precipitadamente de su boca. Traviesa, Irene sonrió, lo había hecho adrede.

Cuando nos recompusimos, Irene se quedó mirándome visiblemente emocionada. Yo no entendía qué ocurría, pero justo en ese momento se escuchó la puerta. Irene me dijo que me sentara en el sofá y salió de allí como una exhalación. Segundos después Juan entró al salón.

—¿Qué haces aquí todavía? —dijo sin saludar.

—Llevo media hora esperándote, imbécil —dije con enojo.

— Venga, vámonos.

—¿A dónde?

—¡Dónde va a ser! ¡A tú casa! —afirmó.

—¿A mi casa? —pregunté desconcertado.

—Sí, a tu casa —insistió él guiñándome un ojo.

—Ya es tarde, Juan —arguyó su madre desde la puerta del pasillo.

— ¡Mamá, dormiré en su casa! —protestóél.

—Bueno —dijo ésta tras un segundo de duda— Pero llévate el teléfono.

— Claro, mamá —contestó mi amigo— Voy a mi habitación un momento —dijo saliendo precipitadamente del salón.

Irene se acercó y nos miramos en silencio.

—Alberto, no puedes contarle a nadie lo que hemos hecho —me advirtió solemne.

—No se preocupe, señora.

—Gracias.

—Gracias a usted —la corregí de inmediato.

Irene volvió a sonreír y puso con ternura una mano en mi mejilla.

—Buenas noches —se despidió visiblemente emocionada.

—Buenas noches, señora.

Juan no durmió en mi casa, aquello había sido una excusa para poder ir a otro lugar. Según me contóhabía quedado en un hotel con su misteriosa amiga.

—Deséame suerte —dijo visiblemente nervioso.

—Ten cuidado, tío —le exhorté— Al final conseguirás irte de aquí con un ojo morado de recuerdo.

— Sabes, Alberto… —dijo poniéndose trascendental— mi padre dice que “los cobardes no ganan nunca”.

Aquella estúpidafrase resonó en mi cabeza.

Transcurrieron varios díassin que ocurrieranada anormal. La madre de Juan y yo nos mirábamos de forma furtiva, pero ninguno de los dos se atrevió a hacer o decir nada al respecto de lo ocurrido. Yo me sentía amedrentado, don Alfonso era un hombre eminente y respetado por todo el mundo y Juan era mi mejor amigo. Ninguno de los dos se merecía lo que había pasado y menos todavía lo que yo deseaba que pasara. Aunque no estuviera bien, deseaba fervientemente tener una aventura con Irene, la mujer de don Alfonso y madre de mi amigo.

Lo que no sabía era cómo hacer para volver a estar a solas con ella. Incluso tras lo sucedido yo me sentía incapaz de hablar con Irene, de decirle cuanto la deseaba y hacerle algún tipo de proposición.

Por otra parte, mi amigo Juan andaba muy distraído, siempre callado y pendiente del móvil. Tuve que insistir e insistir para que confesara haberse acostado con la chica misteriosa. Ella le había exigido que mantuviera su relación en secreto, pues tenía una relación estable con otro chico. Juan le había prometido que jamás la delataría y, por lo que a mí respecta, mi amigo cumplió su palabra y nunca pronunció su nombre. Otra cosa es que yo lo averiguara.

En efecto, una tarde que habíamos quedado en la piscina Juan apareció más sonriente y contento de lo normal. Supuse de inmediato que mi amigo acababa de estar con su amante. Yo nunca tuve la intención de sonsacarle el nombre de su amante, pero entonces Juan se colocó delante de mí en la puerta de acceso y de pronto vi aquel largo cabello pelirrojo en su espalda. Me quedé tan atontado que olvidé que estaba haciendo.

—¡Venga, tío! —me urgió Juan desde el otro lado.

No respondí, aún seguía aturdido cuando pasé la tarjeta por el lector.

—Se vuelve una salvaje —le oí comentar cuando tomábamos el sol después del primer y refrescante chapuzón.

—Es increíble, Alberto —prosiguió— Con esa carita de mosquita muerta, ¡Buah, tío! Si tú vieras como se la come… ¡Dios, me vuelve loco!

— ¡Cállate, joder! —le increpé— No ves que me das envidia.

No mentía. Si bien no hacía mucho tiempo de mi encuentro con su madre, el muy cabrón hablaba como si follara todos los días con María, pues esa era la chica misteriosa, la más charlatana de nuestras compañeras de clase, la delgada, pálida y pelirroja María.

—¿No te dan remordimientos? —le pregunté sin desvelar que sabía con quién se estaba acostando— Esa chica tiene novio, tu mismo lo dijiste. ¿Qué te parecería si alguien intentara ligarse a tu madre?

—Bueno, no sé. Cada unotiene que defender lo suyo —atinó a contestar mi amigo.

Su respuesta me dejó pensativo. No es que compartiera aquella justificación banal e irreflexiva de lo que estaba haciendo. Puede que María estuviera en cierto modo enamorada de él y no me extrañaba tampoco que a Juan le gustase nuestra esbelta y singular amiga, pero eso no era excusa para ponerle los cuernos al pobre Santi. Por una parte, yo sabía que el suyo era un comportamiento egoísta e insensato, pero por otra, esa misma forma de pensar de mi amigo me daba a mí vía libre con su madre.

—Ella dice que yo siempre le he gustado y que, como me voy, no quería quedarse con las ganas de tenerme, aunque sea a escondidas.

Unos días más tarde.

¡Pííí! ¡Pííí!

El fuerte bocinazo me hizo dar un brinco para alejarme de la calzada, pero entonces vi como el vehículo se detenía justo a mi lado.

—¡Siento haberte asustado! —exclamó una voz femenina procedente del coche.

Una mano, llena de pulseras resplandecientes, emergió de la ventanilla lateral del coche y me hizo una seña para que me acercara.

—Lo siento, Alberto —dijo la voz— ¿Estás bien?

Me aproximé al coche lo justo para poder echar un vistazo al interior. Vi dos largas piernas femeninas, una cascada de cabellos oscuros, un largo collar de perlas y una mirada alegre enmarcada en unas pestañas prácticamente infinitas.

—Perdóname, no sabía que sonaba tan fuerte —susurró Irene en referencia al claxon de su pequeño automóvil.

—No pasa nada, señora —dije exaltado al ver que era ella.

Me envolvió una dulcísima nube de perfume y de pronto la puerta del pasajero se entreabrió.

—¿Te llevo? —me ofreció.

—Eh... claro, gracias.

Una vez dentro del coche le dije a la madre de Juan que iba a la biblioteca para sacar una película que había reservado. Irene conocía el camino, pues al parecer era una ávida lectora de novelas históricas y de intriga. De hecho, no tuvo ningún reparo en reconocer que había estado leyendo en el porche de casa mientras esperaba a verme salir.

—Alberto, mi marido ha organizado una escapada con sus amigos este fin de semana. Se van a una casa perdida en medio de la sierra —renegó Irene— Dice que subirán una montaña… Sí, será si la resaca no se lo impide.

Yo la escuchaba sin prestar demasiada atención, doña perfume irresistible estaba guapísima. A pesar de la edad, Irene seguía siendo una mujer muy hermosa que se cuidaba y maquillaba sus facciones con estilo. Pómulos empolvados, cejas arregladas, labios perfilados y esa fina barbilla que daba ganas de morder. Aquella mañana se había puesto una falda marrón salpicada de florecillas que se revolvían con cada movimiento de sus piernas. Llevaba además una camiseta negra muy ceñida que ensalzaba sus voluptuosos encantos, como no podía ser de otra manera.

Entonces Irene me hizo aquella proposición. Quería que ese fin de semana pasáramos una noche juntos.

—Alberto, no tienes que venir si no quieres.

—Claro que quiero —afirmé.

—Es que, no sé. Tu eres muy joven, quizá me esté equivocando.

—Pues entonces quiero equivocarme —dije para zanjar la cuestión.

—Eres un buen chico —respondió agradecida— Por cierto, tengo que preguntarte una cosa y quiero que me digas la verdad.

—Claro, lo que sea, ¿qué quiere saber?

—¿Eres virgen? —inquirió a bocajarro.

Me quedé un poco sorprendido por aquella pregunta tan simple y a la vez tan embarazosa.

—Sí, señora. Aún soy virgen —contesté algo afligido por mi retraso frente a algunos de mis amigos, entre ellos su propio hijo.

—No te preocupes, muchacho —dijo amorosamente— En cierto modo hasta yo sigo siendo virgen.

Al salir de clase pasé a comprar limones, manzanas, naranjas y peras. El hermano mayor de Ramiro se encargó de conseguirme el vino. Por lo que me cobró el muy mezquino podría comprarse una botella de Ginebra ese fin de semana. Cogí de casa jamón serrano del bueno, queso semicurado y un bote de aceitunas para acompañar la bebida que pensaba preparar. Siguiendo una receta de internet preparé un vino con frutas y le agregué un chorrito de ron. Yo sabía que a Irene le gustaba esa bebida, me lo había dicho su hijo.

—Hola —me saludó— Juan no está.

—Lo sé —le dije con la boca reseca a causa de los nervios— Puedo pasar.

—Claro, pasa —dijo Irene.

Al entrar en su casa me preguntó qué llevaba en las bolsas. “La cena” le dije, así que nos fuimos hacia el salón comedor. De camino le expliqué que fueselo que fuese lo que Juan le hubiera dicho, su hijo esa noche iba a dormir en el Hotel NH y en muy buena compañía. Yo supuse que Irene me preguntaría con quién, pero no fue así.

Irene se había puesto un bonito vestido de rayas verticales de multitud de colores. Aquella prenda se amoldó a sus caderas cuando Irene se inclinó para extender el mantel sobre la mesa baja del salón. En la parte superior del vestido un gran escote en forma de picocontenía sus senos.

—¿Te gusta? —me preguntó con zalamería mientras se atusaba un mechón de pelo.

—Mucho.

—Me alegro —anunció con una gran sonrisa— Es nuevo.

—Seguro que me gusta más el regalo que el envoltorio —añadí con picardía.

Al oírla reír expiré aliviado. Mis nervios se habían esfumado.

—Como pronto se marchará le he traído un detalle. Lo he preparado yo mismo —aquella frase la había ensayado una docena de veces.

—Muchas gracias —dijo alegre.

Irene retiró el envoltorio de la jarra y me miró sorpresa.

—Es vino con frutas —aclaré y, antes que dijera nada, fui a por unos vasos.

—Es mi bebida favorita, ¿como demonios…?

Yo me encogí de hombros a modo de respuesta.

— Bueno, vamos a probarlo —dijo ella— Seguro que estará rico.

Lo probamos e Irene gesticuló complacida.

—Traje algo para acompañar el vino —agregué.

Sin esperar a que respondiera, empecé a emplatar el queso, el jamón y las aceitunas. Irene se quedó mirándome sin dar crédito y, rendida a mi resuelta muestra de iniciativa, disfrutó de su sorpresa.

Pusimos la cena sobre la mesa baja, nos sentamos en el sofá y empezamos a conversar. Yo empecé a contar anécdotas del colegio en las que su hijo y yo nos habíamos visto envueltos de una u otra manera. Sus risas me animaron a seguir narrando toda clase de travesuras y ocurrencias propias de muchachos. También ella me contó alguna que otra confidencia sobre Juan. Disfrutábamos de la conversación, de los trocitos de queso y el vino. Irene estaba cada vez más risueña y sin pensarlo dos veces me arrimé y la cogí de la mano.

—Pondré algo de música —anunció soltando mi mano como si le hubiera dado un chispazo.

Irene se levantó, cogió su teléfono y en los altavoces del salón empezó a sonar una conocida canción. Después de dejar el teléfono junto al televisor empezó a girar sobre sí misma, Irene bailaba con gran sensualidad.

—¿Te gusta bailar? —me preguntó sin dejar de mover sus caderas.

—Me encanta.

—Pues ven. Baila conmigo —me invitó tendiéndome ambas manos.

Nos pusimos a bailar en medio del amplio salón. Lo hice lo mejor que pude, aunque para ser sinceros me costaba seguirle el ritmo. Era increíble verla bailar con tanta soltura sobre aquellas altas sandalias.Irene me estaba demostrando que aunque yo era más joven, también era mucho más torpe que ella. La natación había ensanchado y fortalecido mi espalda, me había convertido en un muchacho alto y corpulento y, aún así me costaba contener el girar de sus caderas. Hicimos un descanso que ella aprovechó para beber de su copa de vino, pero en cuanto empezó a sonar la siguiente canción Irene volvió a echarse en mis brazos.

Nuestra forma de bailar se fue volviendo cada vez más erótica. Irenepegó su cuerpo a mí y mi mano pasó de su cintura a agarrarla del culo. Me miró con fiereza y, en contrapartida, clavó sus largas uñas en mi hombro. Sin decir ni una sola palabra los dos dejamos de bailar y comenzamos a besarnos. Caímos sofocados y felices sobre el sofá. Irene se sirvió otra copa de vino y, después, se tendió y colocó sus tobillos sobre mis rodillas. Yo pensaba que estaba un poco borracha, pero…

—Alberto, ¿por qué crees que te invité? —preguntó maliciosa.

Me infundí coraje y respondí con sinceridad.

—Porque te gusta mi... compañía —dije al azar.

—¿Tu compañía? —repitió burlona.

La madre de Juan dobló sus piernas y se inclinó hacia mí. Entonces me acarició el pecho con los dedos y acercando su boca a mi oído…

—Me gusta muchísimo tu compañía —ronroneó— pero lo que quiero es que me folles.

Después de soltar aquella barbaridad Irene sonrió mirándome a los ojos. No sé de dónde saqué el valor, pero de pronto mis labios tocaron los suyos y supe que mi sueño iba a hacerse realidad.

—Vamos, Alberto… Bésame de verdad.

Así lo hice, incluso mordí sus labios con desesperación. Si bien aquella mujer era mucho más resuelta y versada que yo, traté de estar a la altura. Mientras su lengua se revolvía en mi boca, agarré con fuerza uno de sus senos e Irene dio un respingo de placer.

— ¡Cabrón! Me tienes en celo como una perra —rabió entre dientes mientras, por detrás de su espalda, se bajaba la cremallera del vestido.

—Siempre con esa forma de mirarme… con ese bulto en los pantalones y llenándome las sábanas de semen —protestó Irene desquiciada.

Irene deslizó el vestido sobre sus hombros y se desabrochó el sujetador. Sus tetas eran aún más opulentas, blancas y perfectas de lo que yo había imaginado. Entonces extendió la mano y asió mi erección.

—Por fin vas a ser mío —afirmó finalmente con sumo frenesí.

Irene sobó mi miembro sobre la tela de los jeans.

—Déjame verlas —la interrumpí.

La madre de Juan se irguiópara lucir su hermoso par de melones. No pude resistir semejante escaparate y me lancé de inmediato a chuparle los pezones.

— ¡Um! —gimió exaltada.

Abrí la boca y lamí sus grandes tetas como si fueran dos enormes bolas de helado. Irene volvió a suspirar completamente entregada a mis chupetones y besos. Aquel sí era un verdadero banquete, el sumun del gourmet más exquisito. Yo seguí comiéndole las tetas mientras ella me sobaba el rabo con lascivia, así hasta que por fin se decidió a quitarme el pantalón.

— ¡Vamos! —ordenóponiéndose en pie.

—¿A dónde? —pregunté sin entender aquel nuevo capricho.

Me deshice de mi camiseta Levi’s para estar completamente desnudo. Entonces Irene se aproximó, me agarró la polla y le dio dos enérgicas sacudidas.

—Al despacho —explicó— Mi marido no permite que pase nadie, pero sé dónde guarda la llave.

—No será peligroso —dudé algo inquieto.

—Sí, pero quiero que me folles ahí, sobre suescritorio.

Irene me tomó de la mano y subimos las escaleras. Una vez en el pasillo de arriba se detuvo y, tras hurgar detrás de uno de los radiadores, extrajo una pequeña llave. Me la mostró sonriente y echó a andar hacia la única puerta cerrada.

Irene encendió la luz. Sobre la alfombra, un enorme escritorio de madera de nogal dominaba la sala. Detrás, una gran silla de cuero negro se antojaba tan cara como mullida. Mi adorada vecina entró en la sobria estancia y yo la seguí con la polla más tiesa que el mástil de un velero. Había varias estanterías atestadas de libros, portafolios y archivadores. En los exiguos espacios disponibles había colgadas pinturas abstractas, entre ellas sobresalía el gran cuadro de detrás del escritorio.

A medio camino Irene hizo una parada para despojarse de la última prenda que le quedaba, las bragas. Las sandalias no se las quitó en ningún momento. La madre de Juan se alzó y, separando los brazos, dio una vuelta sobre sí misma para mostrarme todos sus encantos.

—Imponente… —mi madura y voluptuosa vecina me había dejado sin palabras.

Irene era una mujer hecha y derecha, y sus curvas daban vértigo. De pecho abundante y abdomen casi plano, la estrechez de su cintura daba paso a unas amplias y poderosas caderas. Su opulento y redondo trasero se asentaba sobre dos piernas firmes e impecablemente torneadas.

Irene notó el deseo en mi cuerpo, fácil, dado el vigor de mi erección. Entonces se puso en cuclillas delante de mí tal y como ya había hecho dos semanas atrás.

—¡Qué maravilla! —susurró extasiada— Cada vez me gusta más tu polla.

—¿Más que la de tu marido? —inquirí con maldad.

Irene pasó un dedo a lo largo de mi erección, subiendo lentamente por el grueso tronco hasta llegar a la henchida punta del glande.

— Por supuesto —afirmó— A él hace tiempo que no se le pone así, por lo menos conmigo —añadió con retintín.

— ¿Qué quieres decir?

— Qué ingenuo eres —dijo negando con la cabeza— Los hombres necesitáis distracciones, aventuras...

Sus dedos agarraron mi sexo con firmeza, moviéndose arriba y abajo sin ñoñerías. Me la puso como una roca y, en cuanto note la calidez de su boca, eché la cabeza hacia atrás de puro gozo. No podía entender que un hombre andara flirteando por ahí teniendo a una mujer como ella.

Dejé que Irene se saciara, tenía claro que a ella le gustaba mamarme la polla y esa noche no había prisas. La madre de Juan disfrutaba saboreando, chupando y jugando con mi pollón. Era sobrecogedor verla lamer todo el tronco para después engullirlo. Irene conseguía hacerme volar, pero yo decidí cortar aquello antes de que fuese demasiado tarde.

La tomé del brazo e hice que se sentara sobre la brillante superficie.Irene tiró de un manotazo la lapicera y el tapete y se tendió boca arriba. Me ofreció su sexo apoyando los talones de sus bonitas sandalias sobre el borde del escritorio. Sus labios mayores resplandecían y su hinchado clítoris asomaba en el centro de aquel lujurioso espectáculo.

—Vamos —me instó.

¡Ya lo creo que fui! Besé sus pies, sus pantorrillas, sus muslos. Lamí su vientre, su ombligo y luego empecé a comerle el coño con entusiasmo. El sexo de Irene sabía a mar, pero era tan húmedo y cálido como un invernadero.

Estaba demasiado excitada, no tardo ni un minuto en alcanzar su primer clímax. Fue fantástico ver como le temblaban las piernas y la manera en que su cuerpo se retorció de placer.

—Fóllame —suplicó.

La besé, busqué su lengua y compartimosel sabor de su sexo. Casualmente, mi erección quedó rozando la pringosa entrada de su vagina. Deseaba poseerla, había soñado infinidad de veces con ese momento, pero en mi fantasías había algo distinto, ella estaba siempre en otra postura.

—¡Ey! —protestó cuando sin previo aviso tiré de sus caderas e hice que todo su cuerpo girase hacia un lado.

Irene quedó postrada boca abajo, con los pies en el suelo y el culo en pompa. “Ahora, sí”, me dije a mi mismo. Aquellas sandalias de cuña hacían que cada músculo de sus piernas estuviera firme y que su grupa se irguiera con poderío.

Tomé mi polla y acomodé la redondeada punta sobre la estrecha entrada. Resultaba inverosímil que mi virilidadcupiera en esa pringosa rendija. Irónicamente, me sorprendió lo fácil que fue, la penetré sin ninguna dificultad.

—¡Oooh! —la oí suspirar.

Cuando la tuve toda dentro de ella hice una pausa. Quería deleitarme, sentir cada matiz de la mujer a la que acababa de entregar mi virginidad.

Luego empecé a moverme intentando contener mi calentura y una extraña sensación de urgencia. La penetraba entrando y saliendo lentamente. No tardó en empezar a gemir.

Irene se volvió a mirarme, parecía conmocionada. Obviamente su placer era tan inmenso como lo era mi rabo en ese momento.

—¡Dios! —exclamó cual fervorosa cristiana.

Paseé mis labios por su espalda, le lamí el cuello y la besé en la nuca. Empecé a acariciar con ambas manos las curvas de su sagrada feminidad y fui haciéndola mía.

— Irene, hace tanto tiempo que te deseo que… No me lo creo —confesé.

—Pues creételo, porque me estás follando de maravilla —dijo ella.

Nos besamos con lascivia, con las bocas abiertas como bestias felices. Embestida tras embestida mi mente fue cargándose de sensualidad, se me nublaba el pensamiento por momentos. Mi instinto me pedía que acelerara, que la follara, pero yo sabía que debía darle tiempo. Yo quería pasear a Irene por el precipicio antes hacerla caer.

Sin duda todo terminaría siendo un puro caos animal. La urgencia y el desenfreno eran inevitables, pero yo quería retrasar ese momento, gozar de aquella fascinante mujer. De alguna forma mi cuerpo sabía lo que debía hacer y, así continué durante varios minutos más, arrancando los gemidos de Irene con ese lento pero enérgico vaivén.

Al final, Irene cerró las piernas con fuerza y todo su hermoso cuerpo se estremeció. Tras un breve himpás de duda seguí follándola e Irene no tardó en volver a temblar de pies a cabeza.

Cuando al fin me detuve la vi abrir los ojos. Irene me miró con devoción, jadeando y con la miradadescompuesta por el placer.

—¿Quién te ha enseñado, muchacho? —resopló la madre de mi amigo.

—Nadie.

— Fóllame —suplicó— Quiero sentir como te corres dentro de mí.

Eso era justo lo que necesitaba oír. Mis manos sujetaron sus caderas y mi polla empezó a entrar y salir de su sexo a toda máquina.Yo sabía que no aguantaría aquel endiablado ritmo por mucho tiempo. En cuanto el cuerpo deIrene se ovilló con un nuevo orgasmo ya no pude más. Tiré con todas mis fuerzas de sus caderas, aplastando mi pubis contra su trasero. Se la clave hasta los ovarios.

— ¡Sí! ¡Sí! —vociferó.

Era alucinante, uno tras otro fui lanzando borbotones de semen en lo más hondo de aquella diosa. Fue apoteótico, creí que no iba a parar de eyacular. Como no sería aquella corrida que rato después, una vez salí de ella, un hilo de esperma manó de su sexo y cayó sobre la alfombra del despacho.

Me quedé de pie en medio del despacho de don Alfonso, contemplando a su mujer tendida sobré el escritorio. En ese momento fui consciente lo que acababa de hacer, me la había follado. Ya no era virgen.

Al volverse, Irene miró mi entrepierna y sonrió. De la puntita de mi sexo empezaba a escurrir una gotita transparente.

—Ha sido alucinante —me felicitó.

Irene caminó contoneando sus caderas y cuando estuvo delante de mí se acuclilló de nuevo. Atrapó la punta de mi polla entre sus labios y la chupó como un caramelo hasta que no quedó ni una gota de semen dentro de mí.

— Entonces, ¿querrás repetir? —pregunté burlón.

—Por supuesto —aseguró Irene poniéndose de nuevo en pie— Lo repetiremos antes de la mudanza y si alguna vez vas a visitarnos, también.

—¿Me dejarás…? —me arrepentí de lo que iba a decir, pero ya era demasiado tarde, así que terminé la pregunta— ¿me dejarás por detrás?

De pronto Irene sonrió comprendiendo el pecaminoso significado de mis palabras.

—Alberto, a partir de hoy tu serás mi hombre y yo… yo seré tu zorra. Puedes hacerme lo que quieras, con una sola condición.

—¿Cual?

—Que me hagas gozar —Irene se mordió el labio de pura lujuria— ¿No te acuerdas? El otro día me follaste la boca… Me pone cachondísima que me den unos buenos azotes, si he sido mala y también que me follen por el culo de vez en cuando, pero sólo si me hacen gozar.

—Por supuesto —aseguré preocupado.

Irene me beso con afecto y para tranquilizarme, susurró…

—No te preocupes, yo te enseñaré.

Irene hizo que me replanteara las lecciones de moral de mi madre y la abuela. Tal fue así que aquella noche gocé con ella dos veces más antes de quedarme profundamente dormido.

Irene logró que esa fuera de largo la mejor noche de mi vida. Gracias a ella aprendí las primeras lecciones prácticas sobre el amor y a comportarme siempre como ese buen amante que todo hombre debe aspirar a ser.

Todo habría sido perfecto de no ser por aquel brusco despertar.

—¡¡¡Mamá, ya estoy en casa!!!

Me pasé tres horas en aquel maldito armario.

Este relato es una adaptación de "La mudanza" escrito por Adanedhel.