La tubería

Relato erótico gay.

LA TUBERÍA

Yo vivía en un piso alquilado allá por el 1990. El dueño ocupaba el de abajo, aunque no vivía en él. Venía de vez en cuando a hacer la limpieza.

Era, lo que se dice, un hombre apañado. Un día, mientras hacía mis pesas en el amplio baño, vi por la ventana al dueño en una escalera. Estaba pintando las paredes del patio. Con mis pesas en las manos me acerqué más a la ventana y me embobé mirando su quehacer. Pintaba con fuerza y el sudor le corría por las sienes. Entonces me percaté de que el pantalón se le bajaba por detrás, mostrando parte de la raja de su culo. Por ella corría un sudor brillante, y los pelillos que la poblaban me pusieron cachondo. Le dije: - Hola, qué hacemos, de faena, ¿no? Él me miró sin dejar de pintar y noté que sus ojos me recorrían el cuerpo lentamente de arriba abajo. Yo, a mi vez, posé los míos en la raja de su culo. Supe entonces que entre los dos había surgido la chispa del deseo.

Pasaron las semanas y yo seguía con mis ejercicios diarios. Me gustaba vestirme para ello con sólo unas calzonas amplias, por cuyos perniles, al agacharme, asomaban mis huevos, que, a decir verdad, los tengo bastante colgones. En eso estaba cuando llamaron al timbre. Era el casero. Lo recibí sudoroso, pesa en mano. Él me examinó de nuevo un momento antes de explicarme el motivo de su visita. Por lo visto, mi bañera tenía un escape que estaba arruinando el techo de su piso. Le invité a pasar y fuimos directos al baño. Nos agachamos junto a la bañera y, al hacerlo, olvidé que mis huevos solían salirse por el pernil. Lo recordé en seguida al ver sus ojos fijos en mi entrepierna mientras me estaba pidiendo un martillo y un cincel. Yo bajé la mirada y pude observar cómo mis peludos huevos colgones asomaban su longitud por el pernil derecho. Al verlo embobado, me avergoncé, y me levanté de golpe diciendo: - Ahora se los traigo. Volví con las herramientas y ya, tras lo ocurrido, mi miembro se había amorcillado. Él estaba raro, me hablaba sin mirarme, sus ojos fijos en mi paquetón. Lo dejé trabajar un rato mientras yo seguía con mis ejercicios. Al cabo, sentí que me llamaba. Había abierto un gran agujero en el lateral de la bañera. Me dijo: - Mire usted la gotera. Yo me agaché para mirar, pero el me miraba a mi. Mi pene empezaba a alterarse y comenzó a asomar el glande junto a los huevos. – Ya la veo – dije yo. Él me hablaba, pero lo que miraba era mis atributos al aire. Volví a sentir vergüenza y me puse de pie para disimular, aunque no había manera, pues el bulto bajo los calzones era más y más evidente. Como él no dejaba de mirarlo, le pregunté: - ¿Algo de beber?. – Un refresco – contestó. Y me fui a la cocina preguntándome por

qué no me lanzaba de una vez. Volví con el refresco un poco más calmado y, mientras lo bebía, no dejaba de mirarme. Yo, que soy muy pícaro me volví a agachar para enseñarle lo que a él tanto le gustaba. Se bebió la cocacola de un tirón y me fui con la botella vacía y la polla tiesa como una vara. Allí esperé su próxima llamada, que vino en seguida. Cuando entré al baño, lo vi tendido en el suelo pegado a la pared de la bañera, con un brazo metido en el agujero que había hecho. – Abra usted el grifo – me pidió. Pero, con su cuerpo en medio, yo no llegaba al maldito grifo. Tuve que poner una pierna encima del borde de la bañera, con lo cual, dejaba al aire la plenitud de mis testículos y la polla morcillona que, de nuevo, empezaba a endurecerse. - ¿Agua fría o caliente? – pregunté, y, al mirarlo, lo vi colorado mirándome entre las piernas. – Da igual – contestó. Cuando me disponía a irme de nuevo, me dijo: - Venga, toque usted la tubería. Yo lo intenté, pero, con su cuerpo en medio, no llegaba. – No llego, - le dije. – Póngase encima mío, que no me va a doler, - dijo él. Yo me quedé pasmado. Aquello era casi una declaración de amor.

Y le hice caso. Me tumbé sobre él, cara a cara, paquete con paquete. Toqué la tubería. Estaba mojada, desde luego. Igual que mi capullo, que, encima del suyo, notaba cómo crecía bajo el mío. Los dos suspirábamos, pero no reconocíamos lo que estaba pasando. Alguien debía dar el primer paso. Era tan evidente. Él fijaba sus ojos en los míos, tan cerca, mientras nuestras manos se tocaban alrededor de la tubería rota de la bañera. Mi polla me dolía, mi respiración se agitaba. Un toque de su mano en mi culo y me habría corrido como un animal.

Pero nada de eso pasó. Él era el casero, yo su inquilino. Él era casado, yo tenía novia. Se me cruzaron los cables, me invadió un absurdo sentimiento de culpa y salté de encima de su cuerpo como una serpiente, me metí en el dormitorio y cerré la puerta. Él terminó y se fue. Yo, al recordar, pienso lo estúpido que fui.