La transformación de Cris y Julia (I)

Dos amigas de toda la vida, con cierto temor de perder la ilusión de sentirse deseadas, se sinceran y se animan...

Por sugerencia de una lectora a quien le dedico este relato. Con el deseo de que te provoque buenas sensaciones...

Mi marido estaba de viaje como todas las semanas, entre el martes por la mañana y el jueves por la noche. Me había acostumbrado; desde que cambió de trabajo para representar una firma importante, nuestros hábitos eran ya otros. Esos tres días y dos noches solía pasarlos en casa cuando regresaba del trabajo; sola, leyendo o viendo alguna película en la televisión.

No recuerdo exactamente la fecha, pero uno de los primeros martes, Ana propuso que se convirtiera en una “noche de chicas”; desde entonces, salía con dos amigas íntimas a cenar y tomar algo. Nos retirábamos pronto, porque al día siguiente había que estar en condiciones de ir a trabajar.

El tercer o cuarto de los martes, Ana, una amiga divorciada y muy marchosa, nos propuso ir a un local de salsa donde, además, se daban clases gratuitas. Fuimos las tres: Julia, Ana y yo. Habíamos cenado temprano, así que llegamos alrededor de las diez. No había mucho ambiente, pero sí se veía en la barra a bastantes hombres, casi todos jóvenes y de aspecto caribeño. Algunas parejas bailaban con una soltura que parecían prepararse para un concurso. Nada más entrar, nos escanearon, como suele ser habitual. No vestíamos, como se dice, de rompedoras, pero sí nos habíamos arreglado: vestidos, tacones, pelo suelto...

Carnaza fresca, parecían pensar. Lo cierto es que estábamos guapas. Más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, nos conservábamos bien. No había más que darse cuenta en cómo nos miraban al entrar en algunos locales. A través de Ana, que estaba a la última, las tres teníamos aspecto de milf o cougar; esto es, maduritas apetecibles o, en el segundo caso, maduritas a la caza de jóvenes. Julia y yo estábamos casadas, eso que suele decirse “fuera de mercado”. Ya no recordábamos el tiempo que llevábamos sin salir a no ser que fuera en plan matrimonios. Tal vez por ello nos resultaba excitante y sobre todo novedoso estar sin maridos en un local así.

El aspecto de la sala era inequívocamente latino, aunque no era hortera: no había palmeras pintadas en las paredes ni nada parecido. Había una barra larga, una pista de baile que ocupaba la mayor parte del local y, a su alrededor y al fondo, mesas con sillones bajos. La luz, que era bastante clara al principio, iba atenuándose a medida que avanzabas por el local, hasta llegar a la zona de los aseos.

A los pocos minutos de pedirnos una copa, tres tipos sobre la treintena nos invitaron a bailar. Las tres aceptamos, divertidas. Hacía mucho, pero mucho tiempo que no bailaba. Era un merengue, y el tipo que me llevaba, manejaba mi cuerpo con una soltura de profesional. Me dejaba llevar y me sentía como una pluma entre sus brazos. Era fuerte y delgado, bastante alto, con una sonrisa blanquísima y unos ojos muy oscuros. Los bailes latinos propician el contacto físico de los cuerpos, pero en ningún momento me dio la impresión de que Raúl, como dijo que se llamaba mi pareja, sobrepasaba ningún límite más allá del rito convencional.

Cuando en la pista de baile me encontraba con la mirada con mis amigas, las tres sonreíamos con una sonrisa especial, nueva. Después de la tercera canción le dije a Raúl que quería descansar un poco y tomarme la copa. Me acompañó a la barra y nos sentamos en sendos taburetes altos, frente a frente.

  • ¿Cómo tú te llamas? No me dijiste tu nombre.

  • Cristina – respondí.

Nos dimos dos besos. Era buen conversador, con ese acento caribeño tan dulce, sin llegar a ser empalagoso. Era simpático y estaba seguro de gustar, aunque en ningún momento me pareció un baboso.

  • Vengo acá todos los días – dijo – porque me gusta bailar y enseñar a bailar. Aunque tú te dejas llevar de una manera que no necesitas aprender nada.

Le agradecí el cumplido. En ese momento me había terminado la copa y, cosa rara en mí, pedí otra. Raúl se pidió un chupito de ron añejo. Brindamos.

  • Hay mujeres – dijo entre risas – a las que hacer que se muevan con soltura y relajen las caderas me cuesta una eternidad.

  • Es que vosotros los lleváis en la sangre...

Julia y Ana seguían con sus bailes. Parecían inagotables. A mí los tacones me habían matado. El hecho de estar “fuera de mercado” no quiere decir que sea tonta. Raúl me miraba el escote y las piernas con un disimulo que poco a poco se hizo más descarado. ¿Qué quieren que les diga? Me gustaba sentirme atractiva. ¿A quién no?

Eso sí, en ningún momento le di pie ni me insinué en lo más mínimo para que pensara en algo que ni siquiera había pasado por mi mente.

Ana se había divorciado después de que su marido, en un auténtico momento de mala suerte, le descubrió una conversación en el teléfono. A la vuelta de tomar unas copas, Ana no había cerrado el móvil y, lo que es peor, se lo había dejado encima de la pila del cuarto de baño. Su marido, sin violar ninguna intimidad ni ninguna contraseña solo tuvo que leer. Y lo que leyó le partió en dos. Ana tenía un amante desde hacía meses, y aparte de los encuentros sexuales, de vez en cuando mantenían charlas calenturientas a través del messenger de Facebook.

Era inútil que lo negara; todo estaba ahí. Su marido, esa misma noche hizo una maleta y se fue de casa. Lo que podía haber sido un arrebato acabó en divorcio. Yo conocía la aventura de Ana por ella misma; no se sentía culpable en absoluto; “me hace sentir viva”, me decía. Incluso una vez me contó que por la tarde había follado con su amante y por la noche con su marido. “Me sentí muy golfa, y me gustó”, dijo. Ahora, una vez superados los meses de arrastrarse pidiendo perdón entre lágrimas y sollozos pero sin por ello dejar de follar con su amante, se sentía una mujer libre; sin ataduras sentimentales. Con trabajo, independiente económicamente y feliz. Pero aquellos meses fueron terribles; puedo decirlo porque me tenía al tanto de todo.

Una vez se me ocurrió decirle que si tan arrepentida estaba, por qué seguía follando con su amante. Me respondió que lo necesitaba: el sexo con él era otra cosa. La dejé por imposible. Me impresionó la entereza de su marido en no tratar siquiera de empezar de cero, como si nada hubiera pasado. No hubo escenas; simplemente, se acabó.

Raúl estaba empezando a ponerse meloso, y tuve que pararle los pies un par de veces. Primero apoyó su mano en mi rodilla, y se la retiré con la mayor naturalidad del mundo. Luego, aprovechando que el volumen de la música le obligaba a acercarse para hacerse oír, me dio un beso en la oreja. Me lo quité de encima como pude. No quería problemas. Mi vida sexual no era ninguna maravilla, pero para mí era prioritario el bienestar familiar y, conociéndome, no quería sentir remordimientos.

Tuve una aventura, sí, hace años, pero quedó en mi memoria como un agradable recuerdo sin consecuencias. A veces me masturbaba al rememorar esos momentos, pero todo había quedado ahí. También pensaba en mi ex-amante alguna vez mientras me follaba mi marido, pero solo cuando me daba cuenta de que no iba a correrme. Al evocarlo, al recordar cómo me follaba y lo desinhibida que me hacía sentir, no tardaba en alcanzar un buen orgasmo.

Se había hecho tarde, y así se lo hice saber a Julia y a Ana, que andaban de baile en baile y de pareja en pareja. Salimos juntas, tomamos un taxi y regresamos a casa. Esa noche me masturbé. Recordaba a mi antiguo amante, su torso, sus muslos, su polla…, y me excité como una perra. Me dormí enseguida, con el buen sabor de boca de una buena corrida. Eso me garantizaba una sonrisa al despertar. Que no es poco…

El miércoles me despertó mi marido, como siempre que estaba fuera, por teléfono. Estaba cariñoso y contento; me transmitió su jovialidad. Sin embargo, cuando le conté lo que había hecho la noche anterior – total, cenar con amigas y salir a bailar – no le hizo ninguna gracia y le cambió el humor. No entendía nada y así se lo dije.

Entre líneas deduje que Ana y Julia eran dos pendonas, y que no le gustaba que saliera sola con ellas. Lo primero que pensé es cómo podía saber si Julia era una pendona, y lo segundo es que cuando saliéramos el martes siguiente, no se lo contaría. Él se lo había buscado.

Me dijo que andaba mal de tiempo y colgó con una prisa inusual. Me quedé perpleja. Vale, era celoso; sin llegar a ser agobiante, pero era celoso. Mientras preparaba el café, me cepillaba los dientes, me duchaba y me vestía, no dejaba de preguntarme a santo de qué me había insinuado que Julia era una pendona. O mejor dicho, la hubiese metido en el mismo grupo que a Ana. ¿Me había perdido algo?

Tenía una confianza absoluta con Julia, pero preguntarle algo así me resultaba violento; además, cuando yo tuve mi aventura, se la conté en pleno subidón hormonal. Ella, en cambio, nunca había hablado de nada parecido, excepto algún tonteo sin consecuencias ni llegar más allá de cuatro morreos furtivos. ¿Entonces…?

Llegué a la oficina y me olvidé del asunto hasta que Ana me llamó por teléfono. Siempre lo hacía al día siguiente de haber salido, para comentar la noche.

  • Tía, el martes que viene quiero repetir… - dijo.

  • Ya vi que no te cansabas de bailar, ya.

  • Bueno, me lo pasé de maravilla. Además, la manera en que te estrechan con esas manos bailando… Es una delicia.

Yo estaba menos entusiasmada que ella, pero estuve de acuerdo.

  • Además…

Esos puntos suspensivos anunciaban algo divertido.

  • Además – añadió – había momentos en los que el contacto era tan intenso, tan corporal…

  • Vamos, que te restregaron la cebolleta – dije riendo. Había toda la confianza del mundo entre nosotras.

  • Pues sí – dijo. - Más de una vez noté una buena cebolleta animada. Sobre todo cuando me metían una pierna entre las mías.

  • Eres una cachonda, Ana – y solté una carcajada.

  • Sí, sí, lo que tú digas, pero el martes que viene no salgo de vacío.

Entró un compañero en la oficina y le dije que la llamaba luego. Colgué.

Cuando se marchó, en lugar de llamar a Ana, llamé a Julia. Estaba en paro, así que pasaba bastante tiempo sola. Se alegró de mi llamada.

  • Lo pasamos bien anoche, ¿verdad? - le pregunté.

  • Muy bien, ya sabes cuánto me gusta bailar.

  • Ya os vi, ya…

Mi llamada tenía un objetivo, pero no iba a tratarlo por teléfono, así que le pregunté qué tal si comíamos juntas. Su marido nunca comía en casa, y sus hijos tampoco. Me invitó a comer a su casa. Mi horario terminaba a las 3, así que a las tres y media ya estábamos juntas.

Había preparado unos canelones que le salen de maravilla, y cuando estábamos con los cafés, decidí entrar en materia.

  • ¿Te acuerdas de cuando tuve aquella aventura?

  • Claro. Estabas tan lozana a todas horas que no sé cómo no se dio cuenta tu marido…

  • Calla, calla; que él aún tenía que darme las gracias. Menudos polvos… Tenías ganas a todas horas…

Julia rió sinceramente.

  • ¿Y tú? - le pregunté. - Nunca me has contado nada parecido.

  • Y qué te iba a contar… ¿Inventándomelo?

  • Bueno, algo tuviste con aquel padre de una compañera de tu hijo, ¿no?

  • Las ganas tuve… - y puso una especie de mirada llena de incógnitas. - Cuatro morreos e irnos a casa con el calentón. Éramos dos cortados, dos cobardes o demasiado responsables, no sé qué pensar…

  • ¿En serio no pasasteis de ahí? - insistí.

  • Nena, ¿a qué viene ahora tanta pregunta?

Decidí hacer una maniobra de distracción.

  • Es que antes me ha llamado Ana, y me ha dicho que el martes que viene sin falta otra vez a bailar al mismo sitio…

  • No es mala idea…

  • No, claro… Pero de repente me ha hecho revivir muchas cosas…

  • A ver qué cosas…

  • Chica, me ha dicho cómo le gustaba que la estrecharan con unas manos tan fuertes, hasta que le frotaron la cebolleta en algunos momentos. Y parecía emocionada. ¡Hasta me ha dicho que el martes que viene no vuelve sola a casa!

  • Ja, ja, ja – rió sinceramente.

  • ¿Tú también notaste cebolletas?

  • Pues claro – dijo con la mayor naturalidad. - ¿Acaso tú no?

  • No, yo bailé muy poco. En la barra me puso la mano en la rodilla y luego me dio un beso en la oreja… Pero me lo quité de encima…

  • A mi marido le vino bien tanta cebolleta – volvió a reír. - Llegué a casa con ganas, y aún estaba despierto, así que…

  • Suerte la tuya – dije.

  • Bueno, mañana ya lo tienes aquí, ¿no?

  • Sí, claro, pero estoy volviendo a pensarlo…

  • ¿Darte una alegría? ¿O veinticinco? - más risas.

  • No lo sé. ¿A ti no se te pasa por la cabeza?

  • A veces me he arrepentido de no decidirme aquella vez, pero ya sabes que no soy de darle muchas vueltas a las cosas…

  • ¿Y si te surgiera sin necesidad de buscarlo?

  • No lo sé, de verdad.

O Julia me ocultaba algo de una manera tan perfecta que ni me daba cuenta, o era cierto que no había pasado de ahí. De esos morreos furtivos y poco más. Entonces, ¿por qué estaba al mismo nivel que Ana según mi marido?

Como no teníamos nada que hacer hasta dentro de mucho rato, le propuse que nos tomáramos un chupito. Tenía en el congelador un orujo de hierbas helado y lo sacó. Entraba tan bien que a la media hora nos habíamos tomado tres cada una y estábamos con la risa floja. Sentadas en el sofá, como dos chiquillas.

  • Entonces anoche tu marido se quedó bien… ¿Y tú…?

  • Mi marido siempre se queda bien, a veces demasiado rápido, por no decir casi siempre…

  • Vaya; pues entonces estamos más o menos…

  • ¿Sí? Siempre me había imaginado a tu marido como un buen amante…

Nada más pronunciar la frase pareció arrepentirse.

  • No sé – dijo – una se imagina cosas… ¿O acaso tú no?

  • Pues claro que me imagino. Y tengo la suerte de guardarme en la memoria algunos buenos momentos…

No sé Julia, pero yo me estaba poniendo caliente; y además, no me apetecía cambiar de tema. Serví dos chupitos más y nos los bebimos en dos tragos.

Le dije:

  • ¿A veces no te da envidia Ana? Quiero decir, ¿no te gustaría en algún momento tener la libertad que tiene ella? Vale que lo pasó mal; las dos lo sabemos, pero ahora…

Julia se estaba desinhibiendo, o eso me pareció, cuando dijo:

  • La verdad es que sí. Venga, que somos amigas y hace mucho que no nos contamos cosas.

Me quedé expectante. A ver por dónde salía…

  • Anoche, y no es la primera vez, mientras follábamos, mi cabeza estaba en otro sitio, con otro hombre…

  • ¿Se puede saber con quién?

  • Con uno de los que bailó conmigo y me hizo notar bien lo empalmado que estaba. ¿Sabes? Joder, Cris, me puso mucho sentir que era capaz de provocar eso en un hombre.

  • Pues claro. Es lo normal.

  • Además, iba bien cargadito… No me hubiera importado nada hacer una locura… Pero con éste esperando en la cama… Llegar oliendo a otro tío…

  • Haberte venido a mi casa… A mí no tienes que darme explicaciones.

  • No me lo repitas que el martes que viene te hago caso…

  • ¿Y te corriste pensando en él con tu marido dentro de ti?

  • No. Cuando él terminó, me dio el beso que me da siempre en cuanto doy tres o cuatro gemidos y se durmió. Entonces me lo hice yo sola.

  • ¿A su lado en la cama?

  • Sí. Y con su leche saliéndome. Me la esparcía por el clítoris… Un gusto…

Me gustaba la conversación y se lo dije. Me dijo que a ella también. Medio en broma medio en serio, añadió:

  • Chica, que se nos pasa el arroz. Y si aún soy capaz de ponérsela dura a un tío que está muy bien, ¿cuánto tiempo me queda?

  • No digas tonterías. Nos queda mucho a las dos…

Se había creado una intimidad muy agradable. No me apetecía callarme nada de lo que me viniera a la cabeza. Bastante me había callado ya.

  • Pues yo anoche también jugué conmigo a solas. Recordando a aquel lío que tuve…

  • Estabas tan trastornada que ni te dabas cuenta… Eras la alegría de la huerta.

Nos reímos.

  • Sí… Fue algo muy muy especial. No sabía que podía llegar a ser tan morbosa…

  • Supongo que hasta que no te ponen a prueba.

  • Claro, pero morbosa hasta el punto de hacer cosas que ni se me ocurría hacer con mi marido. Y lo mejor de todo es que se me ocurrían a mí…

Julia estaba receptiva y yo también. Le pregunté:

  • A ver, cuéntame alguna cochinada que se te haya ocurrido hacer con un amante ocasional, de esas que te da corte decirle a tu marido.

  • Hija, es que es un soso… Ni siquiera hace años, cuando follábamos más y mejor se salía de la rutina: me la comes un poquito, te lo como otro poquito y a meterla. Y siempre en la cama.

  • ¿Nunca habéis follado en otro sitio que no fuera la cama?

  • De novios, en el coche, pero solo pajas…

  • Me encantaba hacerle pajas a mi amante… - dije con una imagen muy nítida en la mente. - Cuando follar es lo normal, buscas algo especial… Y en sitios raros…

  • Joder, Cris, me vas a poner caliente. Ahora tienes que contarme…

  • Pues, a ver, espera que recuerde… Ya sabes, al estar casados los dos tampoco podíamos darnos alegrías en público… Pero en algún reservado de pub, como si fuéramos adolescentes con las hormonas desatadas…

  • ¿Le hiciste pajas en un pub?

  • Sí, y él a mí. En rincones oscuros con sillones cómodos… Y lo mejor es que por allí había parejitas de menos de 20 años a lo mismo…

  • Vaya morbazo, nena… Hum…

  • La segunda vez que quedamos en ese sitio, me llamó antes para decirme que fuera con falda y sin bragas… Solo de escucharle me puse cachonda.

  • A mí me dicen eso y me derrito. ¿Y alguna vez lo hiciste el mismo día con tu marido y con él?

  • Sí, más de uno. Por la tarde con él y por la noche en casa. Y mientras me follaba mi marido pensaba en él. Y me gustaba sentirme así de puta.

  • Ya me gustaría a mí sentirme así alguna vez.

  • Ayer, notando la polla de ese tío, ¿no te sentiste muy guarra?

  • Más que guarra, me sentí deseada… Ya sabes, sentí eso que sentimos cuando un tío se empalma con nosotras.

  • ¿Y no te propuso nada?

  • No. Creo que el anillo le frenó; además, iba con vosotras…

  • ¿Y si te lo hubiera propuesto? Por ejemplo, en el baño…

  • ¡Nena! - exclamó, pero la idea no le molestó.

  • En algún baño también lo hicimos. Y en probadores con puerta completa y cerrada por dentro…

  • Joder, Cris…

  • Menudo gusto. Eso de quedar sabiendo que vas a hacer la guarra todo lo que te apetezca. Y él lo mismo. Una falta de pudor total…

Julia se movía en el sofá. No me corté nada:

  • ¿Estás cachonda ahora?

Pareció extrañarse por la pregunta, pero al poco respondió:

  • ¿Cómo quieres que esté?

Estaba lanzada con el orujo y la conversación. Seguí:

  • Imagina que te lías con el de anoche y nadie se va a enterar… ¿Qué es lo primero que se te ocurre que haríais?

  • Frotarme mucho rato así, vestidos, sin disimulo… Notar su polla en mi vientre y sus manos en mi culo por debajo del vestido…

  • También eres morbosilla, ¿eh?

  • Has empezado tú…

  • Sigue, ¿qué más?

  • Morrearnos de pie, frotándonos. Notar cómo se me empapan las bragas de deseo. Tocarle la polla por encima del pantalón, apretarla, magrearla bien a gusto…

  • ¿Cómo la tenía?

  • Dura, gorda. Como si llevara algo duro y gordo en el bolsillo…

  • ¿Te mojaste?

  • Sí. Me mojé, y cuando me apretó un poco contra él y mis pezones notaron su pecho, me mojé más.

  • Yo estoy húmeda ahora…

Nos reímos. Otro chupito.

  • Cris, ¿estás intentando algo?

  • No. Pero me encanta estar así hablando contigo. Estoy harta de no hablar de sexo a las claras con nadie, joder.

  • Es verdad. Yo también estoy húmeda ahora… - dijo Julia.

  • Imagina que llama ahora a la puerta un tío que te guste, ¿tontearías con él?

  • Contigo aquí no creo.

  • ¿Por qué no?

  • Cris, pues porque no me saldría, no sé…

  • Entonces tontearía yo…

Risas de las dos.

  • Le pones las tetas a dos palmos de la cara y pierden el norte… - dije. - Y más con las tuyas…

  • No te creas, que ya se caen.

  • Bah, pues como a mí. Pero siempre tuve envidia de las tuyas.

Julia se quitó la camiseta que llevaba y se quedó en sostén. Usaba una 100 y tenía un canalillo que no pasaba desapercibido.

  • ¿Tú crees? - y se desabrochó el suje.

Aparecieron dos tetazas con unos pezones en punta, sin duda por la excitación; rosados, no muy grandes.

  • Lo dicho, te envidio.

Y me quedé yo también desnuda de cintura para arriba.

  • Tampoco puedes quejarte.

  • ¿Quién se queja? Lo que pasa – añadí – es que una se da cuenta de cómo te las miran los tíos, empezando por mi marido…

  • No digas tonterías.

  • Hablo en serio, Julia. Siempre que hemos ido a la playa te ha echado ojo al sostén del bikini. Y he notado cómo se le ponía medio dura.

  • Vaya… ¡Qué sorpresa!

  • Y también me he dado cuenta de que tú le mirabas el paquete…

  • ¡Cris!

  • Que no pasa nada. Es normal hacerlo. Además, está muy bien de polla…

  • Pues yo de eso no puedo decir lo mismo. Aunque tampoco tengo con qué comparar…

  • Ya tienes al de anoche… Y supongo que salía ganando, ¿no?

  • Ya lo creo; pero sobre todo esas manos estrechándome. Dulces y fuertes…

  • Me parece – dije no del todo en broma – que el martes que viene vamos a salir las tres acompañadas después de esos bailes…

Vi cómo Julia ponía una mirada soñadora, brillante. Y cómo se le ponían más de punta los pezones. Me apetecía seguir la charla; estaba muy mosqueada con mi marido.

  • Se te han puesto los pezones duros, nena…

Se los miró y los acarició con las yemas de los dedos…

  • Antes, hace mucho, era capaz de correrme si me tocaba y lamía bien los pezones… Hace tanto de eso…

  • Me acuerdo perfectamente – dije – de un día en la playa cuando saliste del agua. La parte de arriba del bikini no tenía copa, y al estar mojada se te marcaban que daba gusto. Igual que el vello de abajo…

  • Creo que me acuerdo; cuando me di cuenta o me dijo algo mi marido, no lo recuerdo bien, me envolví en la toalla.

  • Era amarillo. Mis ojos iban de la cara de mi marido a su paquete y a tus tetas. Cuando le dije que se notaba lo empalmado que estaba se puso boca abajo. Luego, en el apartamento, nada más entrar me echó un polvo de aquí te espero…

  • ¿Insinúas que se puso así de caliente por mí?

  • No lo insinúo. Estoy segura. Igual que estoy segura de que te diste cuenta de su polla empalmada debajo del bañador… ¿Verdad que sí?

Julia me miró a los ojos, luego mis tetas, luego las suyas y por fin, dijo:

  • Pues sí. Me di cuenta de eso. Y de la misma manera que antes me has dicho que tienes envidia de mis tetas, entonces yo te envidié por tener un marido así.

  • Dime, así, ¿cómo? - me estaba poniendo cachonda de verdad.

  • Así, con esa polla, esa pecho con tanto vello, esa boca tan carnosa…

  • O sea, que te gusta…

  • Cris, yo no he dicho eso… He dicho que te envidié. Y ahora, al contarme el polvazo que echasteis al volver, te envidio más aún.

  • Fue de las últimas veces que follamos así, inesperadamente. Fuera de la cama, sin rutina.

Sabía que estaba deseando que se lo contara, pero también sabía que no me lo iba a pedir; así que dije:

  • Nada más entrar en el apartamento me abrazó por detrás, empezó a besarme el cuello y sobarme las tetas mientras se frotaba la polla en mi culo - La miraba a los ojos al contárselo. - Me quitó el pareo y me quedé en bikini y siguió frotándose en mi culo. Me daba mucho gusto. Además, ya que estamos tan sinceras te diré algo: me puso cachondísima pensar que mientras me hacía todo eso imaginaba que estaba contigo…

  • ¡Cris…! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Lo dices de verdad?

  • Claro que lo digo de verdad; además, follamos todo el rato con él detrás, como si no quisiera verme la cara. Apoyé las manos en la pared, me bajó las braguitas del bikini y me la metió así, de pie. No dejaba de tocarme las tetas. Estaba tan cachonda como él, incluso pensé en decirle si estaba pensando en ti, pero ya sabes… Corría el riesgo de meter la pata.

Mientras hablaba, Julia parecía fantasear con la idea. Y le gustaba, a juzgar por la dureza de sus pezones y por cómo apretaba los muslos.

  • Me corrí dos veces antes de que me llenara de leche. Fue la última vez que me corrí dos veces con él. Y creo que tengo que agradecértelo…

Ahora fue Julia la que sirvió los dos chupitos.

  • Dime – dije – no me voy a molestar… Después de lo que te he contado. ¿Alguna vez has pensado en él follando o haciéndote un dedo…?

Se bebió el chupito de un trago y, con el visaje que se le puso al tragar la bebida, exclamó:

  • ¡Sí!

Me excitó su sinceridad y se lo hice saber.

  • Aunque ahora ya no es como antes; por lo menos conmigo… A lo mejor con otra…

Me bebí el chupito. Se hizo un silencio que no resultaba molesto, en absoluto. Solo parecíamos pensar cada una en algo concreto.

  • ¿Qué piensas? - rompió Julia el silencio.

No había ningún motivo para decirle la verdad, así que dije:

  • Pensaba en mi marido si ahora estuviera en mi lugar, aquí, contigo, con las tetas al aire. Y tú, ¿qué pensabas?

Tardó unos segundos en responder.

  • No te enfades, por favor… Imaginaba que aquel día en la playa del que hablabas antes, nos íbamos a dar un paseo los dos por entre los pinos. Y que le apoyaba la espalda en un árbol, le sacaba la polla y se la mamaba hasta correrse en mi boca y tragármela toda…

Me rocé apenas un pezón.

  • Estoy incómoda – dije. - ¿Te molesta si me quito las bragas?

  • No. Me las quitaré yo también.

Nos quedamos con las faldas, casi enrolladas en la cintura… Julia dijo:

  • Cuando se la mamaba a mi marido, nunca quería dármela en la boca. Decía que era perderme el respeto… ¿Él se corre en tu boca?

  • Hace años que no. Eso lo hacía con mi amante… Joder, nena, qué cachondas nos hemos puesto, ¿no?

  • Sí. Y me encanta…

Se quedó un momento pensativa con una sonrisa en los labios… Tramaba algo.

  • Dispara – dije.

  • Nunca he estado con una mujer, ni me apetece la idea, pero ahora mismo no me importaría que nos hiciéramos una paja hablando y mirándonos… ¡Dios, las cosas que digo!

Me reí. Abrí las piernas y le enseñé mi coño sin perder de vista su mirada. Me metí un dedo y lo saqué brillante. Me lo chupé. Julia me imitó. Las dos teníamos vello púbico, recortado, el típico triángulo arreglado… Seguí con la conversación:

  • ¿Has fantaseado más veces con mi marido? - le pregunté.

Se acariciaba despacio los labios del coño.

-Bueno, a estas alturas, qué más da ya, ¿no? Pues sí, he fantaseado con él; y también os he imaginado follando. Y ahora que me acabas de contar el polvo del día de la playa… Joder. Qué imagen.

Las dos nos acariciábamos el coño, despacio. Nos lo mirábamos.

  • ¿Te lo follarías? - le pregunté cuando se había metido dos dedos.

  • Eres mi amiga, Cris… - dijo entre jadeos. - Eso no se hace…

  • Estamos fantaseando, Julia. ¿Te lo follarías?

La imagen de los dos follando delante de mí me puso muy caliente… Me metí dos dedos y los apreté contra mi pared vaginal.

  • He fantaseado con ello, sí. Pero de ahí a follármelo…

  • Aparte de esa mamada en la playa, ¿con qué más has fantaseado?

  • Me estoy poniendo mucho, Cris… He imaginado que follábamos en la cocina de tu casa, recogiendo los platos, mientras mi marido y tú tomabais café. Uno rápido, ya sabes…

  • No imaginaba que te pusiera tanto…

  • Mujer, va por épocas. Si lo veo, pues…, ya sabes…

Las dos estábamos frente a frente en el sofá, muy abiertas de piernas, haciéndonos una paja deliciosa. Gemí:

  • Esto que no hicimos a los catorce años, lo hacemos ahora…

  • Uf, sí… Qué gusto.

Quería ir más allá. Me ponía mucho que mi marido pusiera tan perra a Julia, la “pendona”, según él.

  • ¿Cuándo pensaste en él por última vez para calentarte?

  • El día de tu cumpleaños, hace tres o cuatro meses.

  • ¿Te hiciste una paja ese día?

  • Sí.

  • ¿Dónde?

  • En el váter de tu casa. Joder, Cris, si sigo tocándome voy a correrme enseguida…

Estaba muy caliente. Y yo también.

  • ¿Cómo te imaginas su polla?

  • Uf, nena… Por lo que pude verle alguna vez en la playa debajo del bañador, diría que es gorda, no muy larga, pero gorda…

  • Y descapullada… - Estaba imaginando en ese momento a mi marido de pie delante de nosotras desnudo y haciéndose una paja. Se lo dije.

  • Joder, Cris… Estoy muy guarra…

  • ¿Has pensado en él pajeándose imaginando que te folla?

  • Me estoy corriendo…

Se puso roja y empezó un metesaca con dos dedos en su coño. Un dedo de la otra mano la tenía en el clítoris.

  • Córrete, cariño. Disfruta…

A mí no me faltaba mucho. Seguía con su paja, sin dejar de correrse. Estaba muy obscena y muy guapa. Reprimía los gemidos cerrando la boca, como si soplara sin separar los labios. Soltó un chorrito de flujo. Poco a poco se recuperó.

  • Madre mía; ¿qué nos ha pasado?

  • Que estamos en la mejor edad para guarrear; y nos hemos desinhibido… Ahora cuéntame tú cochinadas, quiero correrme yo también.

Me miraba el coño y se esparcía por los pezones el flujo de su corrida… Yo esperaba sus palabras, deteniéndome en la mirada de golfa que se le había quedado.

  • ¿Te imaginas que el martes que viene ligamos las tres y nos vamos a tu casa o a la de Ana con tres tíos y follamos los seis en la misma cama? ¿Y que nos vamos cambiando de macho cuando nos apetece? ¿Y que nos miramos las tres mientras nos follan diciendo lo que sentimos…?

  • Me voy a correr…

  • Estoy tan guarra… - y empezó a tocarse otra vez. - Imagina que nos dicen los putísimas que somos y lo cachondas que nos pone oírlo… Y yo te digo, “mira cómo me la clava” y tú me dices “mira cómo me come el coño” y Ana dice “por fin os he emputecido, golfas…”

  • Me corro, Julia, mira cómo me corro…

Estaba muy abierta de piernas y, como ella, me follaba con dos dedos y me tocaba el clítoris. Empecé a mover el culo sin control. Se me escapó un grito y Julia dijo:

  • Me viene otro, nena…

Ahora gemíamos a la vez, con las tetas dando saltos según el movimiento de caderas. Pensar en que Julia, Ana y yo estábamos desnudas en la misma cama con tres tíos a los que habíamos puesto a cien bailando y ellos a nosotras me provocó un orgasmo salvaje. Imaginé a Julia a cuatro patas recibiendo los pollazos de uno; imaginé a Ana cabalgando a otro con las tetas locas, sin parar de dar saltos; me imaginé en medio de los cuatro mientras el otro me comía el coño. Imaginé seis bocas gimiendo, diciendo guarradas, sin pudor, sin la menor vergüenza…

  • Uf, vaya corridón, nena – dije.

  • ¿Solo uno? - rió Julia.

Estábamos encharcadas, y tendría que frotar bien el sofá para no dejar rastros. Y abrir las ventanas para que corriera el aire…

  • Madre mía – dijo Julia poniéndose las bragas.

  • Me ha encantado – dije yo haciendo lo mismo.

  • Ahora, a ver si es verdad lo del martes que viene. Ya me inventaré algo para no ir a dormir a casa y quedarme en la tuya o en la de Ana…

  • ¿Nos prometemos que no nos echaremos atrás? - dije.

  • Prometido.

  • Prometido.

Mientras nos acabábamos de vestir, Julia me preguntó:

  • ¿Seguro que no te ha molestado todo lo de tu marido?

  • Seguro, Julia. Me ha puesto más cachonda, de verdad.

  • Vamos a ser las más putas entre las putas – se rio.

  • Y que nos quiten lo bailao – dije yo.

  • ¡Vaya hora se ha hecho!

  • Sí; me voy pitando.

De camino a cas, todavía un poco achispada, pensaba en todo lo que había pasado esa tarde con Julia. Y en lo que todavía nos quedaba por vivir…

Entre unas cosas y otras, tuve el tiempo justo para pasarme por una tienda de lencería que había en el centro. Tenía la intención de sorprender a mi marido al día siguiente con algo especial. Llegaría tarde y cansado, con ganas de darse una ducha y acostarse y dormir, pero no estaba dispuesta a ello. Y menos aún después de saber que era objeto de deseo de Julia. Se le quitaría el mosqueo de repente, estaba segura.

Entre en la tienda y estuve mirando algo que resultara sexy pero no vulgar. En mi fuero interno pensaba que también podría ponérmelo el martes siguiente, cuando fuéramos a bailar las tres. Así que opté por algo que me gustara a mí, sin pensar en los gustos de mi marido. Mientras veía las prendas, seguía un poco chispa y sobre todo, muy caliente aún. La conversación, la experiencia de hacernos juntas una paja Julia y yo, las confesiones que me había hecho, todo junto y tan de repente, de forma tan inesperada y natural me mantenían con un agradable picor en el coño, muy dentro de él.

Cogí dos conjuntos de bragas brasileñas y sujetador, un body sin tirantes ni mangas y unas medias. Entré en un probador y me desnudé. Me miré en el espejo y vi a una mujer deseable y deseosa. Me contemplé detenidamente en el espejo, sin prisas, dándome la vuelta. Incluso me imaginé observada por alguien inconcreto, y la sensación me puso más caliente. Era absurdo que alguien me espiara, pero me dije, ¿por qué no?, y dejé una rendija de un par de centímetros en la cortina del probador.

Los conjuntos de braga y sujetador eran muy monos, pero cuando me puse el body supe que era la prenda que andaba buscando. Era de un gris claro, con aros que me levantaban los pechos y casi dejaban a la vista los pezones, de un encaje muy discreto y sexy a la vez; vamos, que se me transparentaba el vello público. Tenía dos clecs en la parte de abajo, y cuando lo tuve puesto me hice una foto ante el espejo. Luego otra asomando los pezones y, al final, una con los clecs desabrochados y el body subido, de forma que se veían perfectamente mis caderas, mi cintura y mi coño, aunque no las tetas. Me sentía traviesa y guarra; sobre todo guarra.

Miré hacia la cortina y, como era de esperar, no había nadie. Nadie que disfrutara viendo mi cuerpo y se pusiera cachondo al otro lado.

Salí y me dirigí al mostrador, donde solo había un hombre pidiendo opinión a la empleada sobre unos ligueros que tenía en la mano. Era un hombre algo más joven que yo, y parecía un poco turbado por estar comprando esa prenda.

  • Mi mujer es muy clásica, ¿sabe? - le dijo a la dependienta. - Pero creo que esto le puede gustar…

  • Yo creo que sí, además son muy elegantes – dijo la chica. - ¿No ha pensado en comprarle también unas medias?

  • Es verdad, ella siempre usa pantys, y unos ligueros sin medias…

Me estaba impacientando un poco y debió darse cuenta, porque me cedió el turno y dijo:

  • Pase, pase, todavía me faltan por elegir unas medias…

  • Gracias – le dije. Y extendí el body sobre el mostrador de modo que pudiera verlo bien.

Pareció gustarle. Es más, pareció que lo veía conmigo dentro de él, tal fue su expresión. Yo no estaba para mucha tontería, así que le dije:

  • ¿Le gusta? ¿Tal vez le podría comprar esto en lugar del liguero y las medias… Es más original – le dije.

Metí la mano por dentro y extendí la palma de modo que viera cómo se transparentaba el encaje. Llevé mis manos a la parte inferior y, desabrochando y abrochando los clecs, añadí:

  • Además, es muy práctico. Me llevo esto – le dije a la empleada.

El tipo estaba entre incómodo y excitado, y parecía tímido. Tenía algo en la punta de la lengua y no se atrevía a decirlo. Al fin, dijo:

  • Disculpe, tengo una duda… ¿Esta prenda se lleva con braguitas debajo?

La pregunta me la hizo a mí, no a la dependienta; así que le respondí yo.

  • Puede llevarse con algo debajo, pero pierde su encanto, ¿no le parece? Quiero decir, que queda menos sensual…

La cajera no sabía si guardarlo o no en la caja, y nos miraba a ambos, a la espera. El tipo tenía la expresión de quien acumula doscientas imágenes en la mente y doscientas preguntas al respecto pero no se atreve a formularlas. En ese momento, me volví juguetona de verdad, y decidí zorrear un poco.

  • ¿Tiene alguna duda más? No se preocupe, no voy a ofenderme…

  • En realidad, pensaba si esos clecs, así, sin nada que los separe del vello, no serán molestos… Quiero decir, si no se engancharán… - soltó por fin.

  • Si te los pones con cuidado, no. En cualquier caso siempre puede ponerse su mujer un pequeño salvaslip que lo separe del vello.

En ese momento noté un subidón de calor impresionante. Estaba hablando de vello púbico con un perfecto desconocido, y ambos dábamos por hecho que tanto su mujer como yo no nos rasurábamos.

  • ¿Me permite que la vea? Tiene una altura y una complexión muy parecidas a las de mi mujer… Tal vez usen la misma talla.

Me exhibí ante él mientras repasaba mis caderas, mi culo y mis tetas. Ya que no me había mirado nadie en el probador, ahora estaba encantada con el escáner que me estaba haciendo.

  • Sí, creo que será una talla más o menos igual. Y el color gris, así tan clarito, me encanta. Póngame uno igual – le dijo a la dependienta, que nos miraba como si estuviera viendo la televisión.

  • No tengo prisa, ve a por él y tráelo, al fin y al cabo – y le miré sonriendo – el señor estaba delante…

La empleada salió del mostrador y nos dejó solos. Si yo estaba excitada, él debía de estar empalmadísimo, pero no se me ocurrió mirar.

  • Ya verá como le gusta mucho – le dije.

  • Eso espero, aunque es tan tradicional, que no sé…

  • A las mujeres nos gusta la lencería, seamos tradicionales o no, ya verá como sí le gusta.

  • Ya me gustaría que ella fuese como usted, y se comprara cosas tan bonitas.

  • Todo es cuestión de empezar, ya verá. A lo mejor este es el primer paso…

Carraspeó y se metió las manos en los bolsillos. Estaba empalmado; era la prueba del algodón. Me sentía muy a gusto en una situación así. Me había observado con tanta atención que solo le faltó decirme que me lo probara. Regresó la dependienta con el body y metió cada uno de ellos en su caja.

  • ¿Se lo envuelvo para regalo? - le preguntó.

  • Si a la señora no le importa… Parecía tener prisa…

A la señora lo que le importaba era lo caliente que se sentía en ese instante.

  • No, no me importa en absoluto.

La empleada lo envolvió, le puso un lazo y una pegatina con un corazón y lo metió en una bolsa de plástico. Le pagó con tarjeta y me dijo:

  • Muchas gracias por su amabilidad. Me ha resuelto un problema.

El problema me lo vas a resolver luego, pensé.

  • De nada, ha sido un placer – le brindé la mejor de mis sonrisas y le dije: - por cierto, me llamo Cris.

  • Yo Alberto, encantado.

Cuando fue a darme la mano me adelanté y le di dos besos.

Me apresuré en pagar para poder salir juntos de la tienda. Estaba claro que el tal Alberto estaba cortado y, como mucho, al llegar a su casa se haría una paja pensando en mí. Tenía bien estudiado mi cuerpo. En la acera, le dije:

  • Alberto, puedo tutearte, ¿verdad? ¿Te apetece que nos tomemos un café? Tengo todavía un rato…

  • Claro, Cris – le había salvado la vida con mi propuesta.

Muy cerca de allí había un café al estilo bohemio, con una planta superior con bancos corridos y mesas de mármol. Le llevé allí. Me daba la sensación de estar seduciendo a un chaval de veinte años.

Entramos al café y subimos el tramo de escaleras. Subí delante esperando ofrecerle una buena vista de mis piernas. Incluso de un poco más arriba. No había nadie y nos sentamos en una esquina, donde el banco hacía una L. Ante nosotros, una mesa redonda de mármol con una lamparilla encendida. La luz era muy tenue.

Subió el camarero y pedimos dos cortados. Cuando regresó con ellos y se fue, miré a Alberto a los ojos: los tenía negros, muy brillantes, y ahora que parecía ya relajado su expresión era muy agradable, con su nariz recta y sus labios bastante carnosos. Dimos un sorbo al cortado, rocé su pierna con mi rodilla un par de veces haciéndome la despistada buscando el teléfono en el bolso, cuando recordé las fotos que me había hecho en el probador.

“Serás puta...”, me dije. Y me gustó la sensación.

  • Alberto, ¿si te enseño algo no te molestarás? - le pregunté con el teléfono en la mano.

  • No. Claro que no…

  • Es que, ¿sabes qué…? - y mantuve los puntos suspensivos mirando el teléfono.

Ahora fue él quien acercó su rodilla a mi muslo… Ya estaba pensando en lo que tenía que pensar, por fin, me dije. Abrí el álbum de fotos y vi las tres que me había hecho. Las tres eran una bomba para un tipo cuya mujer, según sus palabras, era “tradicional”. Se las iba a enseñar, en orden de guarrería ascendente. Así que abrí la primera y le dije:

  • Mira, así es como sienta el body – y le puse el teléfono en la mano, sin separarla demasiado pronto.

Puso la misma cara que si estuviera viendo un catálogo de lencería, solo que la modelo estaba a su lado. Abrió los ojos desmesuradamente y luego, un detalle que me encantó, con dos dedos amplió la imagen. Primero al vello púbico y poco a poco fue subiendo hasta mi cuello, sin perder detalle.

  • ¿Me queda bien? - le pregunté rozando mi muslo en su rodilla.

“Putón”, me dije.

  • Te queda de maravilla – contestó sin saber si debía seguir mirando la foto o mirarme directamente a mí.

  • Pasa a la siguiente – le dije. Mi mano se apoyó en su muslo, sin disimulo.

  • Guau, Cris – dijo.

  • Si ayudas un poquito a tu mujer, enseguida le saltarán los pezones.

Su mano se puso encima de la mía y la apretó. Me quede expectante. Se acercó un poco a mí y nuestros muslos entraron en contacto. Me subí un poco la falda, que tenía vuelo, y separé las piernas.

  • Hay otra más – le dije.

La pasó con un dedo y se quedó mirando mi coño como si fuese el primer coño que veía en este mundo.

  • Si abres los clecs, ya ves lo que pasa… - le dije, y mi mano subió por su muslo. No noté nada, así que tenía la polla del otro lado. - ¿Me esperas un segundo? Tengo que ir al baño… No seas malo y no te vayas con mi teléfono…

  • Jamás me iría de aquí sin ti – respondió.

Fui al baño, me miré al espejo, volví a llamarme puta y volví a sentir el mismo placer. Entré en un compartimento y me quité las bragas; las olí. Olían a hembra. Salí y regresé a la mesa. Antes de sentarme, me quedé frente a él y me subí la falda por delante.

  • Mira, este es el de la foto pero al natural…

Y vaya que si lo miró. Me lo folló con los ojos.

  • Cris… - dijo – esto no me pasa todos los días… Mira cómo estoy – y se cogió la polla por encima del pantalón, apretándola para que se marcara bien.

  • Hum… Yo tampoco hago esto todos los días. Digamos que tengo el día tonto…

Tenía una polla tan apetitosa… Así, solo intuyendo su volumen, me ponía muy perra. Me senté, y dando una palmada en el banco le indiqué que se sentara a este lado de mí. Se puso de pie y tenía una tienda de campaña que no pude dejar de mirar hasta que se sentó.

  • Entonces, ¿te gusta el body? - le pregunté.

Su respuesta fue meterme la mano entre los muslos y besarme el cuello. Se me hizo el coño gaseosa. Me dejé hacer… Mira por dónde, iba a tener mi sesión infidelidad antes de lo previsto. Después de tanto tiempo. Besaba bien; no resultaba baboso, y me lamía el cuello y los lóbulos de la orejas con ganas, pero sin ansia.

Estiré el brazo hasta agarrar su rabo con mi mano. Se lo apreté y reaccionó con un suspiro delicioso en mi oreja que bajó directamente a mi coño. Me separé de su cara para mirarle a los ojos. No le solté la polla, al contrario, se la apretaba moviendo mi mano sobre el tronco.

  • Me gusta tu polla – le dije.

Su mano se deslizó muslos arriba, como si anduviera con los dedos, cuyas yemas me provocaban escalofríos. Separé más las piernas; seguíamos mirándonos. Cuando llegó a rozar mi vello, jugó un momento con él. Estaba tan húmeda que su dedo entro hasta el fondo enseguida. Mi mano estaba encantada con ese pedazo de rabo en su poder. Fue Alberto quien rompió el silencio sin dejar de follarme con su dedo, muy despacio:

  • Y ahora – gimió levemente - ¿qué hacemos?

  • ¿No estás a gusto? - le pregunté sin soltar su polla.

  • Estoy en la gloria – y antes de acabar su frase me metió un segundo dedo. - Pero quiero más. ¿Tú no?

Mi mente valoraba muchas posibilidades, pero ninguna de ella era llevármelo a casa. Por la ventana vi que ya había anochecido. Le dije:

  • ¿Has venido en coche?

  • Sí. Hace muchos años que no lo hago en un coche – la idea le excitó tanto que sus dedos me follaban con un descaro absoluto.

  • Yo también hace muchos años. ¿No te espera tu mujer?

  • Hostia – exclamó, y sus dedos se pararon, aunque afortunadamente no los sacó. Miró la hora. Parecía pensar. - ¿A ti no te espera nadie?

Negué con la cabeza.

  • Dame un minuto.

Se puso de pie sin darse cuenta del pollón que marcaba. Menos mal que era su única espectadora. Sacó el teléfono de la americana y llamó. La sarta de mentiras que pronunció era más o menos verosímil, pero pensé que a su mujer en ningún momento se le pasaría por la cabeza que la mano que sujetaba su teléfono estaba mojada con mi coño.

  • No, antes de las doce no creo que llegue. Te quiero.

Y colgó. Regresó a mi lado, acercó su boca a la mía y los dos sacamos las lenguas a la vez. Besaba bien, tocaba bien, tenía coche, no le esperaban hasta dentro de varias horas… ¡Qué puta eres!, volví a pensar con mi lengua enroscada a la suya.

Decidimos salir por separado y reunirnos en el párking donde tenía el coche. Mientras caminaba tras él, sin bragas y caliente como si tuviera quince años, pensaba en todo lo que me estaba ocurriendo desde hacía unas horas. Llegué a la conclusión de que en pocas horas se había producido una erupción de morbo que llevaba aletargada durante años. Sentía mis pezones duros al contacto con el sujetador, y se me endurecían más al imaginar la lengua, los labios y los dientes de Alberto jugando con ellos. Bajé al párking con el ascensor. Alberto me esperaba junto a la máquina validadora, con un tíquet en la mano. Le miré la entrepierna y aún se podía apreciar un bulto, aunque nada que ver con la tranca que había tocado antes.

Conducía con mi mano apoyada en su verga, que ya estaba otra vez como una piedra. Cuando estábamos en las afueras buscando un sitio tranquilo para follarnos con ganas, apoyé los dos pies en la guantera y me subí la falda con las piernas abiertas. Le di a chupar dos dedos y me los metí en el coño. Alberto tenía un ojo en mi asiento y el otro en las calles. Encontramos una especie de solar sin iluminación y paró el coche. Quitó el contacto, apagó las luces y nos abrazamos.

  • Me siento como si tuviera dieciocho años – dijo entre jadeos. Me había quitado el suéter y yo le había ayudado a desabrochar mi sostén. Me comió los pezones como si fuera la primera vez que lo hacía. Me dejaba hacer, pero tenía ganas de sentir su polla en mi mano, en mi boca…

  • Espera – dije. - Vamos al asiento trasero.

  • Es que… - dijo y me invitó a que mirara.

Joder. Dos sillitas de niño pequeño. Vaya tela. Me removí en mi asiento y me quedé de rodillas, con la cara de su lado. Le desabroché el cinturón y le bajé la bragueta. Levantó el culo y pude bajarle los pantalones y los slips. Su mano derecha me hacía un dedo maravilloso. Le besé el rabo y se lo mordisqueé durante un momento. Le besé el vientre. Sus dedos me iban a provocar una buena corrida. Levanté la cabeza y, antes de meterle la lengua en la boca, le dije:

  • Voy a correrme, ¿vale?

Me morreó con pasión, y sus dedos trabajaban de maravilla. Me separé de su boca para mirarle a los ojos mientras me corría. Le dije:

  • Me corro, Alberto, qué paja más rica me estás haciendo. Me corro, me corro, me corro…

Fue una delicia; así como estaba, con el culo en pompa del lado de la ventanilla y mis tetas colgando…

  • Voy a comerte la polla.

Le bajé el slip lo justo para que salieran despedida la verga y tras ella, los huevos. Le escupí y se la descapullé con la mano. Me metí el capullo en la boca y empecé a succionar. Noté que su vientre temblaba, igual que sus muslos. Sin esperarlo, sentí un chorro de leche que me llegó a la garganta, y luego otro, y otro… Alberto gruñía y decía “joder” y “hostia”… No pensé que acabaría tan rápido. Me tragué la leche y me incorporé. Le miré.

  • Lo siento – dijo. - Hace más de quince años que no me comen la polla. No he tenido tiempo ni de avisarte.

Era un niño pidiendo perdón. La verga que hacía menos de un minuto podría haber partido una nuez, ahora era un pequeño colgajo.

  • Pensé que me follarías – dije. - Aún tenemos tiempo…, ¿no?

Su cara lo dijo todo. No necesitaba palabras. Se había corrido en la boca de una hembra, había vivido una aventura de esas que solo ocurren en las malas películas para pajilleros, y ahora regresaba a la realidad. No dije nada. Me senté, me puse el cinturón. Miraba todo el tiempo al frente.

Alberto se subió los pantalones, trató de decir algo que no llegó a pronunciar y arrancó el coche. Ya estaba; había dado con un gilipollas. Ahora solo pensaría en las dos sillitas de sus hijos y su tradicional mujer. Ya tenía una buena historia para pajearse a gusto. Al fin y al cabo, pensé, se ha comportado como lo que es, un capullo al que le toca la lotería y se gasta todo el premio de golpe. Sin pensar en nada. Se había corrido y fin de la historia.

Por un momento en lugar de lo puta que me sentía hacía unos minutos, me deprimí. Enseguida pensé, “no seas imbécil; has jugado, te lo has pasado bien; te has corrido… Y encima sabes que en cualquier momento ese capullo se va a pajear recordándote, o va a pensar en ti cuando se folle a su mujer. Ya está. Fin.”

En todo el trayecto solo hablé para decirle en qué esquina quería que me dejara. Como conocía el sitio, ni siquiera tuvo que hablar. Pensé: “como me diga que le huela para ver si huele a otra, le pego una hostia”. Ni eso.

Me dejó en la esquina, abrí la puerta y salí. Mientras andaba, supe que me estaba observando, porque el coche no arrancó. Desaparecí y llegué a casa. Miré el reloj y eran las diez y media. A ver qué le decía a su mujer. La tradicional.

Me di una ducha, cené una tontería y me acosté desnuda. Antes de dormirme, mandé un whatsapp al grupo que teníamos Ana, Julia y yo con las fotos del body.

Julia respondió, “¿para el martes?”

Ana respondió, “joder, nena, estás buenorra pero buenorra”.

Les respondí: “lo estrenaré mañana con mi marido y el martes me lo pondré para guarrear con vosotras”.

Ana escribió: “Ya me ha dicho Julia la promesa que os habéis hecho. Como tiene que ser”.

Y me dormí.