La trampa

Un expresidiario es culpado de un robo por su jefe al que admira. El desenlace...léelo y disfruta.

LA TRAMPA

-El Sr. Swartz te quiere ver

-¿No te ha dicho el motivo?

-No, pero parecía muy enfadado, sube ahora mismo.

Hans Swartz, director de la empresa en la que trabajaba desde hacía un par de meses, era un sesentón afable y grandullón que había dado la cara por mí cuando salí de la cárcel, jamás le había visto enfadado y siempre tenía unas palabras de aliento en mis primeros pasos como mozo de almacén. ¿Qué mosca le habría picado para encararse conmigo?

Miré el reloj, faltaba un cuarto de hora para la salida, así que me cambié el mono de trabajo, metí la ropa sucia en una bolsa de deporte y subí a su despacho.

Estaba atendiendo una conversación telefónica, me miró y me hizo un gesto de que entrase, a los dos minutos colgó el teléfono mientras anotaba algo en una agenda. Me clavó sus ojos azules, no había rastro de amabilidad en ellos, se frotó la barba blanca y se quitó las gafas como queriendo imprimir un tono más directo a la conversación.

-Siéntese Sanz -dijo dejando un incómodo silencio entre los dos- Sinceramente no me esperaba esto de usted.

-Pero, ¿Qué ha ocurrido?

-¡Cállese! No quiero que me interrumpa mientras hablo- me ladró con su acento alemán- jamás debí abrirle las puertas de mi empresa, ya me advirtieron.

Yo me ofendí, no era un niño al que se le podía hacer callar, a mis cuarenta y pico me molestaba esta actitud agria.

-Perdóneme, pero no sé de qué me está hablando

-Silencio Sanz, ¿o debería de llamarle ladrón?

Aquello no me lo esperaba, es cierto que había entrado en prisión por haber falseado las cuentas en la empresa en la que trabajaba. Un asunto de faldas, me enamoré de una mujer de esas que te traen problemas, era cocainómana y yo estaba colgado por sus huesos, necesitaba pasta, le daba todo lo que podía pero nunca era suficiente, al final metí las manos en la caja. Pagué con dos años de condena mi estupidez. Dos años en el infierno, cada vez que cerraba los ojos me volvían esas escenas que jamás debieron suceder, que tenía que olvidar al precio que fuese.

Tuve suerte y, en efecto, Swartz confió en mí. Yo le estaba agradecido, el trabajo era malo, la paga peor, daba igual, era libre. Empezaría de cero, desde abajo. Era un tipo listo, y tarde o temprano llegaría mi oportunidad para demostrar lo que valía. Por eso me molestaron tanto las palabras que acababa de pronunciar Swartz.

-Sí, un ladrón, un sinvergüenza y un caradura- había dicho esto gritando, se había levantado y se paseaba en torno a mí acusándome con el dedo, cerrado en su discurso- Por eso le voy a poner de patitas en la calle.

No soportaba que me gritase, que me escupiese aquellos falsos reproches. La cabeza me daba vueltas, quería hablar, pero la impotencia me ahogaba.

–Yo, no sé de qué me acusa, yo no he robado nada-repuse airado.

-No me mienta, no puedo soportar a los mentirosos. Le han acusado sus propios compañeros, una partida de ordenadores ha desaparecido, o mejor dicho, usted ha robado del almacén. Por ello irá usted donde debe estar; en la cárcel.

Se había sentado de nuevo, cogiendo el auricular para llamar a la policía, en mi cabeza había estallado la alarma. Clinck, se acabó. Mis nervios se habían roto. La bestia que creía haber dejado en el talego se abría paso para impedirlo. No iba a ir de nuevo al trullo.

De un manotazo de tiré el teléfono. El viejo alarmado se puso de pié, momento en que aproveché para tirar de su corbata haciendo que cayera sobre la mesa. La cabeza me iba a mil por hora. Cogí una grapadora y clavé su corbata sobre la mesa, ocho, nueve, diez grapas, hasta dejarla bien sujeta al escritorio.

Swartz farfullaba insultos ahogados en alemán mientras intentaba soltarse. Era un tipo fuerte, no debía darle la menor oportunidad. Salté sobre el escritorio y me situé a su espalda golpeándole varias veces en los riñones. El dolor hizo que aflojara la presión de sus brazos, era lo que buscaba, le llevé los brazos a la espalda y con un rollo de precinto le amarré las muñecas, continué dándole vueltas hasta estar seguro de que no se podía soltar.

El viejo se asfixiaba por la tensión que ejercía la corbata en su grueso cuello de toro.

-Suélteme, eso no hará más que estropear más las cosas –balbucía con un hilo de voz mientras su rostro se enrojecía- Por favor, no puedo respirar.

Yo no quería que esa res de ciento diez kilos de peso y un metro ochenta y tantos se quedase tieso, así que buscando entre los cajones encontré unas tijeras y liberé su garganta de un tijeretazo.

-Cabrón, esa corbata vale más que lo que te pago cada mes -dijo tras dar unas bocanadas de aire.

-Ahora el que vas a estar calladito eres tú, abuelito –dije mientras buscaba entre las prendas de mi bolsa, encontré unos calcetines sucios. El viejo se iba a poner a gritar de un momento a otro, tenía que actuar rápido. Le agarré por la nariz hasta que abrió la boca, sabía lo que se le venía encima y sacudía la cabeza. Le metí un calcetín de deporte sudado en la boca, le empujé con los dedos hasta que quedó totalmente dentro, con el rollo de precinto me aseguré que no lo escupiría.

-Mmmh, mmmh – se quejaba mientras quería incorporarse de la mesa en la que tenía medio cuerpo tendido. De un puñetazo en la espalda le convencí de que no era buena idea.

Me asomé por las lamas de la persiana para ver si quedaba alguien en la oficina. Estaba desierta, tenía una hora por delante hasta que llegase el personal de limpieza. Me senté a recuperar el aliento, tenía que serenarme. El viejo me miraba con sus ojillos implorantes, a pesar del aire acondicionado sudaba a mares, su pelo corto y casi blanco de puro rubio estaba empapado. Se había convencido de la imposibilidad de gritar y yacía mansamente sobre el escritorio. En la estancia sólo se escuchaba nuestras respiraciones agitadas.

Saqué un cigarrillo, tenía que recuperar el aliento, volver a ser yo mismo, pero la bestia que habitada dentro de mí, se reía: "Quieres ir a la cárcel imbécil, pues deja que yo me encargue del trabaja sucio". Intentaba revelarme, recuperar el control. Imposible, mi lado oscuro se había adueñado de la situación, había sido él quien me había sacado de las dificultades en mi época de presidiario. Él quien le había abierto las venas a aquel tipo que me había querido violar al poco de ingresar, él quien me había convertido en un chulo de la prisión, quien me había aficionado a reventarle el culo a los reclusos que se habían puesto en mi camino.

-"Descansa"- me susurraba- "déjame las riendas, yo sé lo que tengo que hacer". Y mi yo, racional se abandonó imposibilitado de vencer a la bestia.

Rodeé de nuevo la mesa y me coloqué a sus espaldas, él intentaba girar la cabeza para controlar mis movimientos, le di un fuerte azote en el culo para que volviera la vista al frente. Gruñó.

-Me has tratado como si fuera un delincuente, sin posibilidad de defenderme, de escuchar mis argumentos, de explicar mi inocencia. Ahora te voy a dar unos cuantos motivos para darte la razón.

Le acaricié las nalgas poderosas, mientras se revolvía al contacto de mis manos. Cogí las tijeras y le corté la camisa hasta dejarlo desnudo de medio cuerpo. El cabrón tenía un cuerpo tonificado por el deporte. Un fino bello blanco cubría sus hombros y parte de la espalda. Rodeé su cintura con mis brazos hasta dar con el cinturón, que le quité suavemente, haciendo más largo su miedo. Le desabroché los pantalones y los dejé caer hasta sus tobillos. El viejo vestía bien, se notaba su poder adquisitivo. De una patada separé sus piernas gruesas y peludas y metí la mano entre ellas hasta captar sus genitales.

Protestó, le apreté los testículos hasta que entendió que debía quedarse quieto. El cabrón estaba bien armado. Con las tijeras corté los slips que debían valer un huevo también. Palpé sus nalgas velludas con cuidado hasta acercarme a su raja, volvió a removerse nervioso, le di un par de trallazos con el cinturón, de nuevo se aplacó dócil. Me gustaba, volví a acariciar el bello de sus nalgas que se oscurecía al acercarse al orto.

Quería disfrutar del momento, de un mueble sobre el que había unas fotos de su mujer y sus dos hijas cogí una tabaquera, saqué un habano enfundado en un tubo de aluminio y lo encendí con el mechero de su escritorio. Me senté en su sillón retirándome un par de palmos para observar el espectáculo del hermoso trasero del director.

El sabía que estaba detrás, contemplándole, eso le ponía nervioso, pero no se atrevía a removerse por temor a que le azotara de nuevo.

-Tienes un buen culo, te lo han perforado alguna vez –reí. Había decidido follármelo, pero antes quería hacerle sufrir un rato.

En las nalgas se habían mostrado las marcas de los correazos, debían picarle lo suyo pues intentaba frotarselas con las manos atadas. Cogí el tubo de aluminio y me lo metí en la boca, lo ensalivé y separándole las nalgas le apunté en el agujero rosado. Se quejó, le volví a palmear el culo hasta que se calló. Presioné la punta del tubo hasta alojárselo dentro, más fácilmente de lo que en un principio pensé.

-Vaya, esto sí que es una sorpresa, veo que ya te han usado antes.

Le dejé el tubo casi adentro y me retiré a contemplar mi obra. Era evidente que el objeto intruso le molestaba y movía los músculos de las nalgas intentando acomodarse. Las contracciones no conseguían liberarlo del objeto. De repente se me ocurrió una idea, le saqué el tubo de golpe produciéndole un dolor que le hizo tensar todos los músculos del cuerpo. Desenrosqué una estilográfica dejando únicamente el tubo abierto por los dos lados y se lo introduje de nuevo en el ano.

-¿Quieres fumar? Sé que te mueres por un cigarrillo- dije aspirando una bocanada del habano soplando el humo a través del tubo. Al momento las contracciones del recto hicieron que salieran perfectas volutas de humo.

-Esto hay que inmortalizarlo.

Busqué hasta encontrar una cámara digital y me dispuse a fotografiarle. Le tomé fotos desde todas las perspectivas posibles mientras él gruñía su desaprobación.

-Vamos, sonríe. No querrás que los accionistas de la compañía te vean con esa cara de pocos amigos, sin duda hará que bajen las acciones.

En ese momento comprendió lo que me proponía, con el esfuerzo que le proporcionó la desesperación consiguió erguirse, revolverse y encararse a mí. Le di un par de bofetadas que le hicieron sentarse en el escritorio hundiéndose el tubo en sus intestinos.

-Todavía no he acabado contigo abuelete- dije tumbándole de nuevo en la mesa. Esta vez busqué en mi bolsa un rollo de cuerda, se lo até alrededor del cuello con holgura suficiente para no ahorcarle y el otro extremo lo até a las patas de la mesa. De esa forma no podría intentar levantarse de nuevo.

-Has sido un chico malo, y no me queda más remedio que castigar tu actitud.

Doblé su propia correa en dos y comencé a azotarle las nalgas. Se retorcía por el dolor, pero yo seguía implacable en el correctivo, los correazos llenaban el despacho interrumpidos únicamente por sus gemidos. Perdí la noción del tiempo, no sé cuantos azotes le había propinado, pero habían sido bastantes a juzgar por las marcas que le cruzaban el culo y los muslos.

Swartz lloraba como un niño, ver a un hombre de su edad y calibre llorar me produjo una calentón inesperado. Solté el cinturón y me acerqué hasta su rostro. Estaba bañado de lágrimas y sudor, le besé con rabia animal, lamiendo el hermoso y maduro rostro, mordisqueé sus orejas y los pliegues de la nuca. Me había puesto a cien.

Me senté de nuevo en su sillón, lo acerqué y manipulé su orto, la paliza le había dejado laxo y sumiso, no se opuso a que mis dedos penetraran su agujero, saqué como pude el tubo que tenía incrustado y acerqué mi cara a sus nalgas. Besé con deleite el relieve que los correazos habían dejado en ellas, aspiré el aroma fresco de su culo, lamí el rosado agujero, ahora abierto por la manipulación. Sus huevos pendían gordos entre sus piernas cubiertos de un fino bello. Los cogí con la mano acariciándolos. La sorpresa me asaltó. Su polla había cogido vigor y se alzaba por debajo de la mesa. Después de todo lo estaba disfrutando.

Separé todo lo que pude las dos nalgas e introduje mi lengua en su agujero. De una quietud inicial pasó a culear buscando su placer. Pero yo debía continuar con mi plan, le hice nuevas fotos de su verga inflamada, del agujero abierto, incluso llegué a meterle el puro que se consumía sobre la mesa dentro del orto, haciendo más fotos.

Había llegado el momento. Me bajé los pantalones y saqué mi miembro que ya pedía guerra. Escupí en su agujero y le metí los veinte centímetros de golpe. El dolor le crispó las manos, alzó la robusta cabeza con un gemido ahogado por la mordaza, los músculos del culo se apretaron haciendo más estrecho su paso. La estrechez me puso más cachondo y comencé a cabalgarle ansioso, con dureza. Sin respeto a las canas, me lo estaba follando como a una puta de carretera.

Swartz, yacía vencido sobre el escritorio, las mejillas arreboladas por el sufrimiento mezclado con el placer. Me lo había follado. Volví a fotografiarle, empalado todavía por mi verga, su rostro sereno sobre los papeles del escritorio, su ano dilatado manando el torrente de mi semen, sus manos quietas, dulces y relajadas atadas todavía.

Solté las cuerdas que le ataban al escritorio y le senté sobre su sillón. Dejó la cabeza caer sobre el respaldo. Su pecho cubierto de largo vello se movía acompasado por su respiración. Las tetillas rosadas se mostraban duras, el abdomen oscurecido por el vello húmedo se hinchaba por la respiración. Su miembro continuaba erecto. Un hilo de semen se derramaba sobre sus pesadas bolas que descansaban sobre el asiento. No pude resistirme a continuar con las fotos.

Le abofeteé suavemente para que volviera en sí, le quité la mordaza y corté el precinto que le ataba las muñecas. Se quedó quieto, mirándome con aquellos ojos azules. Sereno, sin odio, resignado a su destino de esclavo sumiso. Cogió un trozo de camisa del suelo y cubrió pudoroso.

-¿Qué vas a hacer con esas fotos? –dijo al cabo de unos instantes, con la mirada baja y lleno de vergüenza.

-Me has acusado de robo, me tengo que defender.

-No solo eres un ladrón, también un mal nacido hijo de perra. Sólo un criminal puede hacer lo que tu me has…-de nuevo la vergüenza le impidió acabar la frase- No puedo ni aceptarte en mi empresa, ni dejar de denunciarte.

En ese momento supe que estaba diciendo la verdad, aquel tipo creía que yo había cometido el robo. No se trataba de una estratagema para endosarme el marrón. Se lo creía a pie juntillas, y por más que le dijera no iba a creerme. Así que decidí continuar por la única salida que me dejaba.

-Escucha viejo marica, soy yo quien no quiere trabajar aquí, pero no me voy a marchar con las manos vacías. Pónle tu mismo precio a las fotos, mañana por la tarde te llamaré al móvil, si quieres recuperarlas vas a venir con la pasta, solo. Si me tiendes una trampa colgaré las fotos en la página web de la empresa, las enviaré a la prensa y te hundiré conmigo. Si por el contrario me cuentas todo lo que sabes, te prometo que entregaré las fotos y daremos con el que ha cometido el robo. Lo dejo en tus manos.

Dejé a Swartz sentado en su sillón, desnudo. Tenía que darme prisa, que desaparecer antes de que el viejo saliera de su estupor y llamase a la policía. Con la esperanza de que ese hombre creyera en mí, que supiera que aunque era un cabrón, decía la verdad. Y sobre todo tenía que vengarme del que me había metido en todo esto.

H.Swartz director ejecutivo de Data Records Enterprises