La Torre Negra (3)

Aelithis, la súcubo dominante, se siente dubitativa ante qué castigos aplicar a esclavas poco obedientes, y visita a una de sus Especiales en busca de inventiva.

Nota del creador: es recomendable haber leído las 2 partes anteriores para poder entender la historia al completo. Lamento el retraso entre las distintas partes, espero poder actualizar con más frecuencia.


Hay muchos rasgos de mi personalidad que pueden ser bastante evidentes. Obviamente, aparte de ser un ser sobrenatural ampliamente conocido por la mitología mundial, el ser una súcubo implica ciertas cualidades. La insaciable sed de sexo, la belleza ultraterrena, la capacidad de inspirar lujuria en los seres humanos, la bisexualidad y la inventiva en materias carnales son facetas bastante obvias de mi personalidad. La imaginación me resulta particularmente útil, ya que gracias a ella pude construir en este plano de la realidad la estructura conocida como la Torre Negra, mis dominios y mi insólito emporio de dominación y esclavitud. Sin embargo, una de mis cualidades menos conocidas es el ser tremendamente metódica. Para una Ama de mis características, el haber construido la Torre Negra sin tener ni idea de como organizar y someter sus particulares características habría sido una tarea imposible. Además, siendo como soy de naturaleza dominante, es fácil de imaginar que trate de tener todo absolutamente bajo mi control. Quizás en una mazmorra corriente, con 2 o tres esclavas o otros tantos sumisos, habría sido un juego de niños. Poseyendo más de 200 mujeres y más de 100 esclavos bajo mi control directo, de distintas nacionalidades y culturas, debería dedicar el cien por cien de mi tiempo simplemente a observar si todos los departamentos funcionan correctamente y no se cometen imprudentes indisciplinas. Por ello decidí delegar algunas dotes de mando en esclavas particularmente dotadas y de mi plena confianza, que se ocupan de administrar castigos simples y educar a las Novicias mientras yo superviso de manera global y me resta tiempo para divertirme cuanto quiero.

A veces, mi vena metódica me acarrea problemas innecesarios, a pena de preocuparme demasiado en ciertos aspectos internos intrascendentes. Mi reciente visita a la sala de Castigo IV descrita en el capítulo anterior es lo que me atormenta en estos momentos, volviendo una y otra vez a mi mente como una mosca incordiante. La despreocupada actitud de las esclavas Len y Ai sobre su declarado lesbianismo y su escasa disposición hacia sus obligaciones suponen un pequeño escollo en mi Torre, un leve problema que cualquier otra Ama habría solucionado mediante la expulsión o un severo castigo. Claro está, yo no soy una Ama normal, y no me basta con el arrepentimiento y la promesa de enmienda por parte de dos putitas asíaticas cabezotas que no saben separar la cabeza del coño de la otra. Me jacto de ser capaz de descubrir las habilidades innatas de cada una de mis esclavas, y aprovecharlas al máximo. Quizás lo que necesite sea un cambio de enfoque sobre este problema, pero tengo que reconocer que la sesión de sexo que acabo de regalarme con cuatro sumisas no me ha ayudado demasiado. Después de tomar un baño primorosamente atendida por las dos chicas destinadas a las termas, decido encaminar mis pasos a la sala V, quizás la menos frecuentada y a la vez más temida de todas los gabinetes que posee mi Torre dedicados a la investigación y práctica de la sumisión femenina.

Anteriormente os describí que una de las características que define a las salas de Castigo es que están construidas de manera que concuerdan perfectamente con la personalidad y modus operandi de la Especial que se encarga de su funcionamiento. La sala IV era un buen ejemplo: levemente iluminada por velas y candelabros, piedra húmeda en las paredes e instrumental propio de la Inquisición Medieval. Su encargada Sofía no puede estar más a juego: disciplinada, severa, adusta y capaz de inspirar miedo con sólo el sonido de sus tacones de aguja. Alta, juncal y rubia, es una dominatrix al estilo clásico, que sólo se pliega bajo mis órdenes. Desgraciadamente, está muy apegada a las viejas costumbres, y sus castigos son sencillos, rudos y eficaces. Hoy necesito algo más innovador, y la Sala de Castigo V sin duda me lo proporcionará.

La puerta de dicha sala es un portón corredizo de metal totalmente aislado, de manera que no escapa absolutamente ningún sonido con respecto a la actividad, a veces frenética, que se desarrolla dentro. Una vez traspaso el umbral, no puedo evitar esbozar una sonrisa. Como siempre, el interior está inmaculadamente limpio, con azulejos blancos y azules y una atmósfera que a cualquier humano le recordaría a un hospital. Incluso se percibe un leve aroma a desinfectante mezclado con otro olor más sutil que sólo yo puedo percibir: el particular perfume de feromonas que desprende una mujer totalmente aterrorizada. Jennifer, la esclava Especial que se encarga de este Gabinete, posee una gran inteligencia, con un toque perverso que me resulta de gran utilidad en muchas ocasiones. Ha resultado ser una de las adquisiciones más interesantes que he hecho nunca para mi Torre, a pesar de ser una incorporación bastante reciente según mis estándares temporales. La recluté en Los Angeles, allá por 1960, casi por casualidad. Jennifer era una ratita de biblioteca de 25 años recién licenciada en dos ingenierías técnicas y que empezaba a interesarse por el aún incipiente mundo de la informática. Reconozco que me sorprendió sobremanera que ese brillante cerebrito se escondiera en un metro sesenta de melena corta y morena, pechos firmes y altivos, trasero respingón y unas gafitas alargadas de metal que me dieron mucho morbo. Resultó una presa sin mucha complicación, y descubrí que a su edad todavía era virgen, ya que los estudios la habían convertido en una joven extremadamente tímida en materia sexual. Como suele ocurrir con los humanos que desvirgo, una vez me prueban desean más desesperadamente, por lo que me la llevé a mis dominios bastante preocupada por como encajaría en la atmósfera de lujuria, sumisión y disciplina que impera en la Torre Negra. Debo decir que a ella, la eterna juventud, siglos de sexo desenfrenado y milenios de servidumbre hacia mí eran un concepto que le resultaba de lo más atrayente, tanto en la faceta carnal como en la científica. No me decepcionó lo más mínimo. Demostró unas dotes de obediencia más que destacables, y la pasión reprimida durante tantos años se liberó como un manantial dedicando todos sus esfuerzos en aprender todas las técnicas habidas y por haber para dar placer a ambos sexos mediante su cuerpo. Las largas sesiones de disciplinas y entrenamientos tornearon su figura hasta convertirla en todo un bombón listo para complacerme, y durante diez años se convirtió en una de mis preferidas en el lecho. Ella misma me confesó que el día que la ascendí a Especial fue el más feliz de su vida, junto a la noche en la que le robé la virginidad.

En su Sala de Castigo, Jennifer trabaja completamente aislada en sus aficiones favoritas, que son inventar nuevos tormentos, penitencias y aparatos de disciplina para las esclavas no tan obedientes como deberían. He de añadir que, con gran deleite por mi parte, también ha inventado algunos de los aparatos de placer más exóticos, sofisticados y excitantes que he podido probar jamás. Todavía recuerdo con asombro aquella modificación que realizó de un simple aparato de gimnasia pasiva por electroestimulación, que transformó en una completa serie de adhesivos cableados que se colocaban estratégicamente en piernas, muslos, pechos, abdomen, brazos y espalda. Con ellos era capaz desde excitar a una mujer mediante suaves cosquilleos hasta llevarla al borde del orgasmo repetidas veces, como torturarla sin piedad mediante voltajes cuidadosamente calculados sin llegar nunca a lastimar órganos o la piel. Jennifer reconoce que disfruta enormemente con el proceso de creación y prueba de sus inventos, no tanto la pobre esclava que hay asignada permanentemente a la Sala V para uso y disfrute de Jennifer. La infeliz de llama Tanya, es de origen ruso y no sé porqué, pero sospecho que Jennifer la escogió precisamente por su nacionalidad cuando en ella todavía estaba bastante arraigado los sentimientos de la Guerra Fría. Desde mi punto de vista puede que Tanya sea una infeliz, pero ella ha terminado convirtiéndose en la que probablemente sea la masoquista con más resistencia que he conocido en mi larga vida; ha aceptado plenamente su papel en mi Torre y soporta sus torturas con una mezcla de dolor y placer cada vez más intensa.

Descubro a Jennifer en una estancia lateral de la Sala V, inclinada sobre un sillón de dentista en el que está amarrada y amordazada de manera concienzuda Tanya. En cuanto percibe mi presencia, Jennifer se arrodilla, inclina la cabeza y abre sus piernas, en el habitual gesto de sumisión que se les enseña nada más ponerles el collar a las esclavas. Le indico con un gesto que puede levantarse mientras sonrío sin disimulo. Lleva puesto un arnés de tiras de cuero negro que talla perfectamente su menuda figura y realza sus bustos, así como mantiene en su sitio un nada pequeño consolador introducido profundamente por su recto; pero por encima viste una impoluta bata blanca. Científica una vez, científica hasta el final, supongo.

"Relájate, esclava. Hoy necesito más tus habilidades mentales que las físicas".

"Como vos deseéis, mi Señora. ¿En qué puedo serviros?".

"Has despertado mi curiosidad. ¿En qué andas metida ahora mismo para no oír los pasos de tu Ama hasta que la tienes justo detrás tuya?".

"Lamento mi falta de atención, mi Señora. En estos momentos estaba poniendo en práctica una idea que tuve anoche mientras Tanya me realizaba una limpieza de bajos con su lengua. Recordé que una de las torturas preferidas en la Francia de los siglos XIII y XIV era el sebo hirviente de buey o carnero, que se untaba en las espaldas y miembros de los interrogados provocando horrorosas quemaduras controladas. En los herejes que se negaban a arrepentirse se puso de moda durante un tiempo untarse no en los miembros, sino en los párpados".

"Jennifer, no me estarás diciendo que estás escaldando viva a Tanya porque te pusieras a repasar historia..."

"Ni por asomo, mi Señora. Sé perfectamente que Vos no deseáis ver a vuestras esclavas llenas de llagas y excoriaciones, y a mí también me resultan desagradables a la vista y el tacto. La teoría era buena, pero había que refinarla un poco. Además, esas temperaturas matan los nervios, son más eficaces como amenaza que en uso real. El sebo es poco tratable, ya que funde a 180 grados y algo tan caliente provoca quemaduras instantáneas en la piel humana. El agua tampoco sirve, pues a cien grados quema y baja de temperatura demasiado rápido como para resultar realmente molesta. Ahora mismo estoy experimentando con una mezcla al 75% de aceite de linaza y 25% de palma que es mejor conductor térmico. Si se calienta exactamente a 85 grados Celsius y se mantiene en esa temperatura, tenemos un fluido de lo más conveniente. Untuoso y de color pardo, es lo bastante fluido como para extenderse con una brocha y lo bastante espeso como para quedarse sobre la piel una vez untado. Provoca una sensación de quemazón e irritación muy molesta y bastante dolorosa, pero ni quema la piel ni crea ampollas. Sus efectos secundarios son un enrojecimiento de la piel en ronchas muy similares a una quemadura por el sol, que permanecen durante una semana y que recuerda constantemente el castigo recibido".

"Muy bien, Jennifer. Muy pero que muy bien. Simple, práctico, sutilmente refinado. Me gusta".

Ella inclina la cabeza y me hace una reverencia. Sé por el rubor de sus mejillas y la humedad de sus muslos que, de no estar yo presente todavía, se lanzaría velozmente a por el vibrador más grande que haya inventado y se masturbaria furiosamente con él durante horas y horas. Con mis esclavas mejor educadas y entrenadas, bastan unas palabras bien elegidas por mi parte para hacerlas llegar al orgasmo sin mover yo un solo dedo.

"Sin embargo, estoy buscando otro tipo de material. Algo más... hiriente" y paso a relatarle el problema de las escalas asiáticas. Ella asiente, se dirige a uno de los armarios de la habitación contigua y extrae un elaborado guante de cuero negro que llega hasta más arriba del codo, con hebillas en muñeca y antebrazo y unos curiosos agujeritos de metal donde deberían estar situadas las uñas. Jennifer se lo pone con parsimonia, gira de manera rápida su muñeca enguantada y lentamente de las yemas de los dedos del artefacto aparecen cinco finísimas agujas de quince centímetros de largo.

"Está diseñado de manera que permite una total libertad de movimientos para la muñeca y las articulaciones de los dedos. Cada aguja puede retraerse dentro del guante para su limpieza y desinfección automática en menos de dos segundos, o bien separarse con una presión del dedo y quedar clavada en el paciente. Cada aguja puede ir limpia o bañada en distintas soluciones de diversos efectos. Se pueden bañar en disoluciones de pimienta, de extracto de ortiga, de ácido acético al 5%, de agua salada o de afrodisíaco con distintos márgenes. Si después de clavarla sin retirarla se gira 90 grados, la aguja conducirá una ligera descarga eléctrica, directa hasta la punta. Si se gira hasta los 180 grados, el voltaje aumenta al triple. Cada dedo puede actuar de manera independiente o en conjunto con otros. Permite un uso continuado de 8 horas antes de tener que recargar la batería incorporada, pero como soy previsora, tengo otros dos modelos listos para ser usados".

Sin duda, esta era mi chica. Jennifer sabía perfectamente que soy una verdadera maestra en el uso de las agujas y la acupuntura tanto en cuerpos femeninos como en masculinos. Gracias a ella, soy capaz de hacer que un hombre retenga su eyaculación y erección durante más de tres días de cópula sin descanso. Soy capaz de hacer que una muchacha tenga diez orgasmos seguidos sin desvirgarla. Puedo inutilizar durante horas los nervios que controlan los brazos y las piernas, para a continuación disfrutar del cuerpo paralizado a mi gusto sin que pueda hacer nada para evitarlo. Este aparatito construido a mi medida me va a proporcionar tal sesión con esas dos rebeldes asiáticas que ninguna de las tres podrá olvidar en mucho tiempo. Ya estoy recreando la escena en mi mente. Una de ellas estará atada en cruz, encima de una mesa y la amordazaré con una gagball con agujeros, de tal manera que pueda emitir gritos pero no pueda articular palabras coherentes. La otra estará cerca, también amordazada pero con los ojos vendados, y lo único que podrá percibir son los gemidos de su amorcito mientras trabajo con ella, sin poder averiguar qué le estoy haciendo, o qué le espera a ella después. En algunos casos, la imaginación desbocada y el terror pueden crear cosas mucho más horribles de las que físicamente pueden realizarse. Me siento genuinamente complacida por la inventiva de mi esclava.

"Excelente, Jennifer, excelente. Un trabajo impecable, como siempre. Tu Ama está muy complacida contigo".

Jennifer apenas puede contener los ríos de flujo vaginal que corren entre sus piernas y amenazan con empapar el suelo. Musita algo sobre que no debería alabarla ya que no posee ingenio suficiente ni trabaja lo bastante, pero apenas se la entiende por su excitación y los temblores que la poseen. Es hora de que retome mis obligaciones para con La Torre, así que debo irme. Me vuelvo hacia la esclava Tanya, todavía atada en el sillón de dentista y olvidada por completo durante mi visita.

"Tanya, te ordeno esta noche una tarea, y la cumplirás o te mandaré directa a los potros de humillación para que mis esclavos descarguen el contenido de sus doloridos huevos dentro de ti durante un año entero. Estas son mis órdenes: cuando Jennifer termine contigo y te desate, le prepararás una buena cena y un buen baño. Luego, la acompañarás al lecho y usando sólo la lengua en su clítoris, harás que se corra diez veces, una detrás de otra".

Me encamino hacia la puerta acompañada por el sonido de mis botas y antes de salir, vuelvo mi cabeza un instante y añado:

"Cuando acabes con sus diez orgasmos... haz que se corra otras diez veces, pero usando tu lengua en su culo".

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