La torre izquierda
Tomando a Adita por los hombros se sentó y la obligó a arrodillarse frente a él. Por la fuerza acercó la boca a su miembro, la niña sacó la lengua y comenzó a lamer el glande.
La torre de la izquierda
La única iglesia de aquel pueblito de la Provincia de Buenos Aires se mostraba severamente asimétrica. Algunos vestigios permitían suponer que no siempre fue así.
En efecto, al frente sobre el atrio se levantaban los dos campanarios iguales, aunque uno de ellos no tenía campanas.
Por sobre el campanario derecho se veía una torre de unos doce metros en forma de pirámide truncada y rematada por una gran cruz de hierro. Ese, el derecho, era el campanario completo. Por las estrechas aberturas se podían ver las grandes esquilas que sonaban cada vez que era necesario.
En cambio el campanario de la izquierda se veía vacío. Los recursos financieros de la grey no eran abundantes, y esas enormes campanas de una aleación de bronce con otros metales, a veces preciosos, eran de costos muy elevados. Por otra parte el tamaño de la ciudad no hacía necesario un ruido inmenso para que fuera escuchado en todas partes.
Pero lo realmente distintivo del campanario izquierdo era su carencia de torre. Lo remataba un trágico muñón de ladrillos mal compuestos que delataban la existencia pretérita de una torre igual a la que lucía sobre el campanario gemelo.
Lo cierto es que cinco años atrás un rayo había impactado en la torre destruyéndola. Todos los pobladores conocían esta circunstancia y se preguntaban por qué Dios había golpeado de tan mala manera a su propia casa.
Los comunistas del pueblo ensayaban una explicación que era rechazada por los católicos, pero no se privaban de hacérsela conocer a cuanto visitante quisiera escucharla.
Dicen que por aquel tiempo era párroco el Padre Germán. Un hombre que apenas pasaba los sesenta años, alto, de complexión robusta, amante de la buena comida y de la buena bebida. Y amante de algunos otros placeres.
El Padre Germán observaba poco sus votos de castidad.
Conseguía desfogarse a menudo con algunas feligresas muy devotas y muy solteras, tan solteras ellas que ya eran solteronas. Todas superaban el medio siglo, excedidas de peso o descarnadas, blandas y de senos flácidos, culos chatos y fofos. En verdad de mujeres tenían poco más que sus vaginas, en su mayoría insulsas y dilatadas. Con el hombre de Dios habían aprendido algo del coito anal, y mucho del sexo oral, pero no cubrían las expectativas del maduro religioso.
El pobre cura deliraba con las jovencitas, que en buena cantidad asistían al templo, y con el desparpajo propio de su edad mostraban algo más de lo estrictamente necesario.
O si no mostraban era peor, porque lo insinuaban y esto hacía volar la imaginación del hombre que se ocultaba tras el sacerdote.
Todas las tardes, antes de la misa vespertina, el Padre Germán se paraba en el atrio para mirar la plaza de enfrente por la que paseaban los jóvenes del pueblo. Su vista de lince se recreaba con los vaqueros ajustados que dibujaban culos y muslos tan apetecibles. O con las remeras ajustadas y los escotes generosos denotando o exhibiendo generosas tetas.
Este ejercicio diario lo tenía a mal traer, y beneficiaba a sus maduras amantes que recibían más seguido las efusiones litúrgicas del cura.
En un atardecer, acabada la misa, el Padre Germán guardaba las vestiduras rituales y se disponía a retirarse a la vivienda anexa a la iglesia cuando lo abordó Adita.
Adita merece un párrafo exclusivo, una joven militante de la Acción Católica, sumamente devota, pero también muy bella. Un cabello largo, castaño, enmarcaba un rostro angelical de grandes ojos oscuros, nariz recta y mediana, boca generosa de abultados labios. Tetas medianas ajustadas en una remera verde de buen escote que dejaba ver el nacimiento de los preciosos senos. Cintura estrecha y caderas amplias dentro de un tejano que mostraba la belleza de un culo de tapa de revista a la vez que ajustaba dos soberbios y rotundos muslos.
Padre, necesito confesarme.
Hija, vení mañana antes de la misa.
Porfi Padre, confiéseme ahora. Mire si me muero esta noche
Ah chiquilina, vamos al confesionario.
Ya en la adusta casilla de madera, sinverse los rostros, y a través del enrejado velñado con una sutil tela negra se inició el sacramento de la reconciliación.
Ave María Purísima.- recito de memoria el cura.
Sin pecado Concebida.- respondió automáticamente la niña.
Bien hija, decime tus pecados.
Es que no me animo Padre, me da vergüenza.
Vamos que no tengo todo el tiempo, alguna mentirita.
Algo más Padre.
En misa te veo siempre, o sea que no has faltado, sigamos,¿ no le has faltado a tus padres?
No Padre, algo más.
Ja ja, el quinto no matar, no me digas que has matado porque me reiría.
No Padre matar no.
El sexto ¿has cometido actos impuros?
Creo que sí Padre.
¿Te estuviste tocando?
Algo más Padre.
¿Sola o acompañada?
Acompañada padre.
¿Con alguna amiga?
No padre con Andrés mi novio.
A esta altura la verga del padre Germán ya daba muestras de querer erguirse y gruesas gotas de transpiración adornaban su frente.
- ¿Y con Andrés qué? ¿Te tocó?
Si Padre, y algo más.
Hija, no aguanto el calor aquí. Vamos al lado que hay aire acondicionado.
Marcharon a la vivienda parroquial donde el fresco calmó al santo varón, sentados ambos cerca de la mesa del comedor siguieron la confesión.
Algo más, algo más. ¿qué pueden haber hecho dos criaturas buenas como ustedes?
Ay Padre ayúdeme, me da mucha vergüenza.
El cura se paró y colocándose detrás de Adita le apretó una teta con su mano.
¿Te hizo así?
Algo más.
Metió una mano por el escote y, por debajo del sujetador, le acarició con devoción una teta.
¿Así?
Más.
Con algo de rudeza tomó la remera de la niña y se la quitó, también quitó el corpiño luego de desabrocharlo y se lanzó como ternero sin madre a lamer y chupar las beldades que quedaron a su vista. Con la boca chorreante de baba besó a la criatura metiendo su gruesa lengua en la boca de ella por un buen rato.
¿Te hizo así?
Algo más Padre
Totalmente desquiciado el cura la hizo poner de pie y le quitó el pantalón. La niña azorada y abrumada por el peso de sus pecados no atinaba a reaccionar. A la vista del varón, ya no tan santo, quedó la esbelta figura de Adita. Las piernas perfectas, los muslos rotundos y gráciles a un tiempo, la piel alabastrina, delicada, suave a la vista. Y, apenas oculto por una minúscula tanga, el culo más bello en cien kilómetros a la redonda. Un culo de antología, alto, erguido, redondo, duro, turgente, del tamaño justo.
Hacia él se lanzó el padre Germán, arrodillado lo acarició con ambas manos, lo amasó, lo despojó de la tanga, lo besó, lo lamió, lo chupó.
Luego giró y pasó a la concha totalmente depilada de la criatura en la que repitió el ritual de dedos, labios y lengua.
Con la mirada extraviada volvió a preguntar:
¿Te hizo así?
Algo más.- contestó la niña, con una voz extraña muy semejante al gemido de una mujer excitada.
Esto acabó con la poca cordura que le quedaba al hombre, ya no de Dios sino más bien del Demonio. Los pensamientos le remolineaban en la mente estragada por la fiebre. No creyó que Adita, tan devota, le hubiera entregado su virginidad a Andrés. Pensó más bien que lo habría aliviado con los recursos tradicionales salva virgos. Entonces se quitó sus pantalones y calzoncillos para exhibir una verga de buen tamaño, rugosa, venosa, muy caliente y totalmente erecta.
Tomando a Adita por los hombros se sentó y la obligó a arrodillarse frente a él. Por la fuerza acercó la boca a su miembro, la niña sacó la lengua y comenzó a lamer el glande, enseguida se tragó la verga entera y chupó con ganas. La pericia que demostraba convenció al sacerdote que así era como ella preservaba su virginidad, y pensó que ya llegaba al final de la confesión. Pero no pensaba perderse el placer de la sabia mamada, de modo que, con ambas manos alrededor de la cara de la chica, le continuó cogiendo la boca hasta que, con un marcado espasmo, eyaculó copiosamente dentro de la criatura que no dejó escapar nada de la esencia que le había obsequiado.
Jadeando y sin haberse repuesto del todo inquirió:
¿Te hizo eso?
Sí Padre, y algo más.
¡Carajo!, este Andrés no se alivia con nada, pensó el cura, debe ser tan caliente y rijoso como yo que ya me estoy recuperando y casi la tengo otra vez parada.
Arrastró a la niña hasta su dormitorio, la tendió en la cama y, buscando un pomo de gel lubricante, procedió a untarle el culo, con un dedo la penetraba por el ano esparciendo por el interior el gel, con la otra mano se regodeaba en el cuerpo perfecto. Al fin el destino se había acordado de él, le ofrecía una belleza totalmente sometida a su jeraquía. La angustia del pecado obnubilaba a Adita que no atinaba a reaccionar a los audaces avances del hombre de la iglesia. Ya una almohada se ubicaba bajo el vientre plano, ya una potente verga se aprestaba para invadir el precioso culito.
El cura se colocó en la mejor posición, apoyó el glande en el ano y presionó con suavidad. El anillo se resistió un tanto, la presión aumentó hasta que logró vencer y la robusta poronga inició su camino glorioso, la adolescente gemía y lanzaba pequeños gritos, no se sabe si de dolor o de placer, probablemente ambas cosas se juntaban. Tanto morbo, tanta caricia habían logrado calentar a la niña que pronto dejó de sentir dolor y se concentró en el goce que le daba esa estaca clavada en su recto. El instrumento del religioso era, sin duda, más grande que el de su novio, y el varón de Satán sabía emplearlo a la perfección. El buen Padre se veía compensado por los tantos años de tener que coger con las viejas beatas, quería quitarse el sabor a carne amarga que impregnaba su tranca hundiéndola en la carne dulce y joven que se le brindaba.
Los dos se movían como poseídos por el ángel de la lujuria, al comienzo en un suave y acompasado vaivén, luego cada vez con más velocidad y más violencia, la verga describía una breve parábola entrando y saliendo en un recorrido de unos diez centímetros. Gemían y gritaban a un tiempo. No hablaban, lo extraño de las circunstancias los inhibían para decir lo que de verdad pensaban y sentían. Quizás la traducción de lo que callaban fuera esta, pero sólo quizás:
¡ Que hermoso culito mi nena, cómo me estrangulás la verga!
¡Ay papi que pija deliciosa, me estás partiendo el orto, pero dame más, no pares porfi!
Así pendeja, dejame que te apriete las tetas.
Este polvo por el culo debe ser santo, por eso me hacés gozar así.
La cabalgó como si se fuera a acabar el mundo y llegara el Apocalipsis. Se resistía a eyacular para que el placer no concluyera, pero la carne es débil y volvió a soltar su semen como si fuera su primera vez en la vida.
Como si le hubiese pasado por encima un camión cargado de troncos se derumbó sobre la joven feligresa, debió esperar un buen rato a que se normalizara su respiración para preguntar:
¿Te hizo eso?
Sí Padre, y algo más.
¡Qué más? ¡decilo de una buena vez!
Es que me da mucha vergüenza Padre, ayúdeme usted que ha sido tan bueno.
Esto barrió con el último indicio de cordura que pudiese haber conservado el prelado. Salió de sobre la niña, se acostó a su vera y se adueñó del escultural cuerpo.
Esta foto la muestra el Secretario General de un sindicato anarquista del pueblo, dice que es Adita en ese tiempo. El carácter apócrifo es evidente, pero de ser verdadera justifica la perdición del Padre Germán y hasta del mismísimo Papa.
Sigamos, magreaba las carnes prietas a gusto y paladar, culo, piernas, tetas, todo era objeto de una concienzuda serie de caricias eróticas, el buen (o mal) hombre buscaba que se le parara pronto, su boca alternaba la boca de ella con la concha, el culito y las tetas. Se concentró en la concha, tomó el inflamado clítoris entre sus labios y le obsequió una comida espectacular que arrancó muchos gemidos y gritos de parte de la joven.
Cuano el cura tanteó su poronga y la sintió en su mejor forma abrió las piernas de Adita y se ubicó entre ellas lanza en ristre.
Despacio Padre que usted la tiene muy grande.
Con la delicadeza con que se trata a una custodia el glande rozó los labios mayores para entreabrirlos y seguir su anhelado viaje, la verga fue penetrando lentamente con gran placer para los dos oficiantes de este rito tan original como antiguo y repetido.
No había rastros de himen, Andrés no había fallado en el menester desvirgatorio. El Padre Germán se tranquilizó, su pecado no era tan grave. La niña no era una primicia y merecía que la cogiera un adulto hecho y derecho.
El mete y saca se iba acelerando a medida que crecía la pasión de los contendientes. La concha era muy estrecha y contenía a la perfección la poronga sacerdotal que gozaba a mares en tan ajustada cárcel.
Otra vez la fisiología traicionó al cura que hubiera querido permanecer cogiendo varios años sin parar, sintió una oleada de semen que pujaba desde lo profundo de sus cojones. La pregunta que hizo esta vez no tenía nada que ver con la confesión.
Me vengo. ¿Acabo adentro?
Sííí Padre, tomo píldoras.
Un alarido salvaje del cura marcó su eyaculación entre los gritos de placer de la joven.
Y nuevamente la pausa necesaria para retomar el aliento. El cura ya curado de espanto y sin saber que nueva sorpresa le depararía el destino se atrevió a formular la pregunta de rigor:
¿Te hizo lo mismo que te hice yo?
Sí padre, y algo más.
El venerable sacerdote sintió que el techo de la habitación se le derrumbaba encima.
Ya no te puedo ayudar más. A la mierda con la vergüenza y decime que carajo más te hizo.
Ay Padre, no me hable así, Andrés me contagió el SIDA.
La reputa madre que los parió a los dos. Que se caiga la torre de la iglesia.
En ese momento estalló el rayo que mutiló la torre izquierda.
Al menos esta es la versión de los comunistas, anarquistas y librepensadores de ese pueblo.
SERGIO