La Torre del Diablo
La torre siempre había estado ahí Un vigía siniestro a la entrada del valle. Nunca pensé que acabaría atrapada en sus entrañas...
Mi final:
Me cuesta recordar cómo es la torre por fuera. Haciendo un esfuerzo, mi mente dibuja una silueta borrosa, fantasmagórica…
Aquí en la barriga del monstruo no se tiene esa perspectiva, no se tiene ninguna. La mazmorra es un sótano circular de unos doce pies de diámetro, paredes de piedra irregular ennegrecida, humedad, mucha humedad…
Sin ventanas, una puerta de gruesa madera y peso infinito. Una tea sujeta por un soporte metálico en la pared. Arde proporcionando un poco de luz pero también consumiendo mi aire.
Ya no hay gritos ni lucha tras la puerta, sólo silencio… Horas de silencio. La antorcha se consume, inevitablemente se apaga dejándome en total oscuridad. Ya no me queda agua… Esta vez sí, esta vez voy a morir...
Tres meses antes:
Soy Beatriz… Nací aquí, en el ducado de Tajuña. No conocí a mis padres, murieron en una de las interminables guerras fronterizas. Los posaderos de Camarzana me adoptaron. Camarzana es la primera aldea del valle, lugar de paso natural. Por aquí entraron las huestes del marqués de Valterra en sus intentos de doblegar al duque. Por aquí pasa el ejército ducal cuando va a atacar el marquesado.
Me dijeron que nací en el año mil… Eso significa que hoy cumplo diecinueve. Sigo aquí, trabajando en la posada: sirvo jarras de cerveza, vasos de vino, viandas…
Sigo soltera. Los clientes me miran con lujuria todos los días, me gritan barbaridades, alguno me toca el culo al pasar. Mi padre adoptivo los mantiene a raya… siempre mantiene a raya a los borrachos, a veces tiene que usar la vara pero siempre sabe cómo controlarlos.
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Un buen día conocí a Alonso. Joven aunque mayor que yo… unos veinticinco. Simpático, zalamero, modales suaves… No me dijo ninguna burrada pero sus ojos lo decían todo. Me propuso vernos fuera de la venta. Lo hice, busqué una excusa para desaparecer, me ví con él fuera, me enseñó la gran casa de madera que acababa de hacer en el límite de la aldea. Comerciaba con caballos, le iba bien…
El mes siguiente, descubrí un mundo de placer… hicimos el amor de muchas maneras diferentes. Me penetró desde arriba… desde abajo… de lado… Me masturbó con los dedos, con la lengua… Comió mi boca, mis pezones, mi cuello… lamió mi cuerpo sin dejar una pulgada de piel.
Con el tiempo descubrí su secreto… Debí salir corriendo, no lo hice. Simplemente, los negocios no le iban tan bien. La casa, los vicios… los había pagado con el oro que había robado en un pueblo del marquesado. Fue un buen golpe pero ya no le daba para más.
Sin ser muy consciente de lo que hacía, planeé con él otro robo. La iglesia-monasterio contiene grandes tesoros. No hay que ser demasiado ambiciosos. Un collar de la imagen de la Virgen, un cáliz… pueden valer para abandonar el ducado y vivir bien un año o más en otro lugar.
Entraríamos en la sacristía, hablaríamos de planes de boda, aprovecharíamos un momento de descuido.
En vergüenza pública:
Ejecutamos el plan… Parecía haber salido bien. Ya salíamos con el botín. El fraile se dio cuenta… chilló como un mono y varios criados llegaron corriendo. Nos registraron, descubrieron el delito. Nos llevaron inmediatamente a la pared de la vergüenza. Allí nos sujetaron con grilletes alrededor del cuello. Quedamos indefensos y a la vista de todo el que pasara por el camino.
Era por la tarde… Lo que quedaba del día y toda la noche, seguimos allí, amarrados como animales. La argolla era dura, estaba oxidada. La cadena no muy larga, unida a una argolla en la parte alta de la pared… No podíamos ni sentarnos en el suelo.
Pronto los vecinos descubrieron que estábamos allí… Muchos pasaron a insultarnos, los niños a reírse… Los frailes pasaron uno a uno a escupirnos.
Y ahora vamos a morir:
Tras una noche interminable, intentando inútilmente liberarnos de los hierros, oyendo aullidos de perros peligrosamente cerca; llegó el abad. Rodeado por sus frailes se acercó a nosotros. Nos miró con desprecio. Se sabía el rey absoluto de un minúsculo reino. Había también un montón de curiosos que atendían con morbo el resultado de aquel encuentro.
Después de un rato interminable en que el orondo religioso ensayó sus mejores caras de asco, abrió la boca y bramó…
- Comienza el juicio…
¿Qué juicio? Eso fue dictar sentencia directamente… sentencia capital…
- El robo en sagrado no tiene perdón de los hombres. Rezaremos para que obtengáis el perdón del Altísimo.
Se dio la vuelta y dijo a sus subordinados:
- Preparadlo y colgad a los dos cuanto antes.
Quedamos paralizados y sin hablar. Noté una sensación muy extraña, un frío terrible que venía desde dentro a pesar del calor sofocante del sol de la mañana en verano. Noté que estaba sudando por todo el cuerpo… Mi corazón comenzó a latir fuertemente, cada vez más rápido, era como un caballo galopando dentro del pecho.
No tardaron mucho… los criados dirigidos por los frailes nos ataron fuertemente las manos a la espalda. Sólo entonces el fraile abrió los candados que cerraban los grilletes. Inmediatamente nos arrastraron hacia un árbol de la finca cercana, creo que un roble.
Uno de los frailes preparaba un par de cuerdas. Sin dudar colocó una de las sogas alrededor del cuello de Alonso. Apretó el nudo corredizo y buscó una bifurcación adecuada de las ramas, una en forma de “Y”. Hizo pasar la soga por encima y llamó a tres criados que asieron fuertemente el otro extremo. Los hombres tiraron hasta que hicieron que los pies de Alonso se levantaran levemente del suelo. Inmediatamente empezó a patalear, a retorcerse, a hacer muecas horribles intentando respirar. Ataron la cuerda al tronco y ví como moría, lentamente, horriblemente.
Siguieron conmigo… yo estaba paralizada: no podía hablar, no podía moverme. Mi corazón estaba a punto de estallar. Sentí la soga al cuello, ví como pasaban la cuerda sobre una rama.
De repente...
Cuando los verdugos iban a tirar de la cuerda, de repente, pararon. Todos oímos unos gritos que sonaban cada vez más cerca…
- Alto, alto en nombre del duque...
Todos se volvieron, y yo también como pude. Un jinete se acercaba a galope gritando. Paró delante del abad. Era un soldado. Por encima de la cota de malla llevaba una túnica roja con un gran escudo bordado. Buen caballo, buena capa, espada con adornos. No era un soldado cualquiera, era un jefe, un oficial.
- ¿Qué ocurre capitán? -dijo el abad, que parecía conocerlo-. Sólo estamos haciendo justicia con estos ladrones sacrílegos.
- No se puede condenar a muerte sin un juicio presidido por el duque, lo sabéis -respondió el militar-. Debes entregar a los criminales a la fuerza armada.
- ¿Y quién es la fuerza armada?, ¿Los que nunca aparecen cuando nos asaltan?
- Ahora mismo soy yo.
A lo lejos se veía una gran columna de soldados. Parece que se dirigían a las tierras del marqués. Es cierto, hacía tiempo que se decía, iba a haber otra guerra territorial.
- ¿Vais a la guerra capitán? -preguntó el abad-. No perdáis tiempo con esto, nosotros nos ocupamos.
- La ley es la ley -respondió-, nos la llevamos. El que cuelga del roble ya no tiene remedio.
Otros soldados llegaron al lugar. El capitán desmontó y se acercó a mí para examinar el nudo de la soga.
- Un nudo corredizo normal -dijo-. Un verdadero nudo de horca nunca vuelve atrás. Tendríamos que cortarlo. Podemos usar este cabo para llevarla presa.
El hombre hizo un nuevo nudo que fijó el círculo de cuerda. Tiró y comprobó que no se apretaba ni se aflojaba. Entonces tiró de la cuerda, no muy fuerte pero con firmeza. No me quedó más remedio que seguirlo, seguía con las manos atadas a la espalda.
El hombre me llevaba con la mano derecha, con la izquierda tomó la brida de su caballo. Lentamente llegamos a la columna. Allí encargó mi custodia a dos soldados de infantería. Tuve que ir con ellos por el camino, uno tiraba de la cuerda el otro nos seguía lanza en mano. Si yo me paraba un momento, me empujaba golpeándome con ella.
Después de caminar una hora o más, vimos la atalaya dominando el paisaje. A menos de una legua está la frontera.
Un caballo retrocede hacia la tropa a pie, es el capitán. Da instrucciones a los soldados que me conducen:
- Subid a la atalaya, entregádsela al sargento que la guarda. Que ellos la custodien hasta que la juzguen.
La atalaya… para todos en Camarzana: “La Torre del Diablo”. Nadie sabe quién la habita. ¿Son hombres o demonios? Allí me van a encerrar. Aunque tarden en juzgarme, el resultado seguramente será el mismo…
La mazmorra:
Los hombres comenzaron a ascender y a hacerme ascender por un camino pedregoso y serpenteante. La subida no fue muy larga pero sí intensa… difícil con las manos atadas. En ese momento ya no sentía las muñecas y, menos, los dedos.
Llegamos arriba, un soldado esperaba en la puerta entreabierta. Al menos era un hombre. Nos esperaba, nos habían visto desde la torre. Al llegar preguntaron por el sargento al mando. Salió otro hombre… Comentaron por un rato, que si unos iban a la guerra, los otros que sólo eran tres y que su misión era vigilar día y noche, avisar de la llegada de enemigos con una hoguera en lo alto.
Finalmente los dos soldados se fueron y me dejaron con los habitantes de la torre.
- ¿Qué haremos con ella? -dice uno de los hombres mientras me empuja hacia el interior.
- Hay una mazmorra en el sótano de la torre… Quizá no lo sabéis porque nunca se ha usado.
Entramos por el cuerpo cuadrado, la entrada es una estancia sin dividir que parece un salón. En una esquina, hay una cocina con su hogar para hacer fuego. Me llevan al otro lado. Hay escaleras que deben subir a la torre.
Bajo la escalera hay una puerta, cerrada con una gran tranca. La abren y me empujan dentro… La oscuridad es total, el olor a humedad es intenso y desagradable. Iluminan con una antorcha, gracias a eso no me caigo en los escalones que descienden.
Llegamos a una estancia circular… los cimientos de la torre. Suelo húmedo, de tierra; paredes húmedas, de piedras desiguales. No hay ventanas. Colocan la antorcha en un soporte de la pared. Bajo el soporte hay una argolla. El sargento ata el extremo de la cuerda a ella. Me obliga a sentarme sobre el suelo.
Hay un baúl justo al lado. Lo abren, mi corazón se había calmado desde que estuve con los soldados. Al ver el interior de la caja volvió a golpear como un mazo por dentro de mi pecho.
Grilletes, cadenas… para los tobillos, las muñecas, el cuello... Parecía que alguien dejó aquella colección allí para uso futuro y no había llegado el momento, hasta ahora…
- Hay remaches para cerrarlos -dijo el sargento examinando un saquito que acompañaba a la colección.
- Además hay herramientas arriba, podemos usar el hogar de la cocina como una fragua -continuó.
- No tenemos herrero -dijo el soldado.
- Yo fui herrero antes que militar -respondió el sargento.
Los dos hombres se fueron llevándose el baúl e ignorándome por completo. Oí como cerraban la gruesa puerta. Yo seguía atada de manos y sujeta por el cuello pero temiendo ser en breve inmovilizada con hierros.
Los grilletes:
Como temía, al poco tiempo volvió el soldado a buscarme. Cortó la cuerda que rodeaba mi cuello pero no la que sujetaba mis manos. Me agarró fuertemente por un codo y me arrastró fuera de la mazmorra. Llegamos de nuevo al salón y me condujo al hogar. Allí esperaba el sargento.
- Siéntala en el suelo, los pies hacia mí -dijo.
El soldado obedeció, no sólo me obligó a sentarme sino que me sujetó firmemente, una mano en mi antebrazo, con el otro brazo rodeó mi cuello, sin apretar pero era suficiente para mantenerme rendida.
El sargento me quitó las alpargatas que todavía calzaba. Cogió un par de grilletes que tenía preparado. La cadena entre las dos argollas tintineaba de manera siniestra. Colocó la primera argolla en mi tobillo derecho. Mi corazón pateaba mi pecho desde dentro como un potro enloquecido. Ví como calentaba un remache en el hogar. Lo colocó en el cierre del grillete con pinzas, usó un martillo para introducirlo hasta el fondo. En ese momento noté como la argolla de hierro subía de temperatura hasta casi quemarme. El hombre usó unas pinzas enormes para aplastar la cabeza caliente del remache, no contento con eso remató el trabajo con un par de martillazos. Acabó enfriando la obra volcando un cazo de agua sobre el remache. Inmediatamente una humareda de vapor caliente ascendió ante mí. Fue un poco molesto para mi vista pero alivió el calor que sentía en el tobillo. Comprendía a medias lo que estaba sucediendo, la argolla estaba soldada, no había candado ni llave, era para siempre…
El sargento continuó con el segundo grillete, idéntico proceso. Con el segundo chorro de vapor, mi corazón dejó de latir rápido. Casi me pareció que había dejado de latir, comportamiento consecuente porque estaba ya muerta en vida. Al pasar el vapor, noté mis ojos húmedos. Intenté evitarlo pero empecé a llorar descontroladamente.
- Suéltale las manos -dijo el sargento.
El otro hombre cortó la cuerda de mis manos. ¡¡¡Ahhh!!! ¡Qué alivio! Masajeé las muñecas como pude, me enjugué las lágrimas como pude.
- Déjame un momento las manitas, muchacha -me dijo el sargento.
Extendí las manos, él rodeó mis muñecas con sus manos.
- Lo suponía, de momento, tienes suerte.
- ¿No hay grilletes para esas manos tan pequeñas? -preguntó el otro soldado.
- No -respondió el sargento, yo no podía hablar, tenía un nudo en la garganta y no creo que me contestaran.
- Pero, también tiene los pies pequeños.
- Los grillos más pequeños sirven, la forma de pie y tobillo es diferente. Pero para manos no vale ninguno, hasta con los más pequeños podría escurrirse. Este material lo dejaron por si algún soldado o campesino se rebelaba, no esperábamos muchachitas ladronas.
- Un prisionero con las manos libres es peligroso, aunque sea mujer.
- Sí, ya veo que mide casi cinco pies y debe pesar cuatro arrobas. Espero que no te ataque cuando le lleves las sobras de tu comida -dijo sarcástico el sargento.
- Vuelta a la mazmorra -remató mirándome fijamente.
Yo misma me levanté con dificultad. Caminé con mayor dificultad. Los grilletes molestan en los tobillos, pesan al levantar cada pie y pesa más caminar arrastrando la cadena. Los pasos tienen que ser cortos, la cadena deja separar los pies unas veinte pulgadas como máximo. Es difícil andar. Correr es imposible. El siniestro ruido metálico de los eslabones me acompañó todo el camino.
El soldado me seguía… era un hombre feo, peludo, no muy aseado. Al menos no me había mirado con lujuria ni dicho ninguna burrada. El sargento es más atractivo, mayor que yo, puede estar en la treintena. Tiene el rostro duro de los que han estado en la guerra: la piel como curtida por el sol y el frío, muchas pequeñas cicatrices… pero a pesar de eso conserva un aire infantil y un cuerpo robusto. En él si he visto deseo en sus ojos, aunque se ha contenido.
Ya estábamos en la puerta cuando el sargento habló, supongo que para el soldado:
- Recordaré las habilidades de herrero, voy a preparar un par de pulseras para nuestra invitada.
Bajar las escaleras que llevan a la mazmorra es más difícil que caminar. Instintivamente me apoyé en las paredes para no caer. Allí me abandonaron con la única compañía de la antorcha que ardía cada vez más débilmente.
Debía de ser mediodía cuando me encerraron. Al principio no pude hacer otra cosa que tumbarme en el suelo en posición fetal. Mi mente intentaba cerrar los ojos y despertar en otro lugar… En algún momento me dormí. Mi cuerpo estaba muy cansado por lo que había pasado el último día.
Desperté en total oscuridad. La antorcha se había apagado. Tenía miedo por la última frase del sargento. Si me encadenaba las manos, aquello sería un absoluto infierno. Intenté idear planes para evitarlo, incluso planes de fuga. Todos descabellados: encerrada en un sótano, pies encadenados, tres hombres fuertes y armados… no tenía opciones.
Al rato de despertar, oí como la puerta se abría. Bajó un soldado. No era ninguno de los dos anteriores. Debía de ser el que faltaba. El que estaba de guardia en lo alto cuando llegamos. Era más feo que su compañero: delgaducho, demacrado… De nuevo me fijé en si me miraba con deseo, nada...
Traía una antorcha nueva y la cambió por la antigua. Un rato de luz… Se fue y volvió con una manta, una jarra con agua y un cuenco con comida. En su último viaje me trajo un cubo de madera con un poco de agua al fondo. Yo estaba ya intentando comer el contenido del cuenco… Claramente eran las sobras de la cena de los soldados y un trozo de pan duro, de un par de días atrás. Como me quedé sorprendida con el cubo, el hombre me dijo:
- El cubo es para tu mierda -fue la primera vez que me dirigían la palabra, no fue algo muy cortés, además cortó la frase en seco, ni una palabra innecesaria.
Así iba a ser la vida en aquella prisión. Tres veces al día cambiaban la antorcha apagada y me daban algo de comer… lo que hubieran tirado, probablemente era lo mínimo para mantenerme viva. Se turnaban los dos soldados, no volví a ver al sargento.
Calculé que cada antorcha daba poco más de una hora de luz, el resto era oscuridad… oscuridad, ruido de grilletes, humedad, miedo…
Mi ropa estaba inevitablemente sucia, en el camino hacia aquí había sudado, me había ensuciado de polvo y ahora pasaba el día tumbada sobre oscura tierra húmeda.
Viendo lo penoso de mi aspecto se me ocurrió el primer plan razonable. Siempre había seducido a los hombres sin siquiera intentarlo… Por poco que me gustaran los soldados podía intentarlo. Un hombre puede hacer lo que se le pida por sexo… ¿Liberarme? Al menos mejorar las condiciones: más comida, quitarme los grilletes…
Allí no hacía calor ni frío… parece que el subterráneo mantenía una temperatura templada. Me quité la ropa, la amontoné en una esquina. Al volver al centro de la celda, la antorcha terminó de extinguirse. En ese momento, pensé que el plan no era tan bueno, podían violarme sin más… a nadie le importaría. “Ya no hay vuelta atrás, pensé”, no me apetecía rebuscar mi ropa en la oscuridad y me sentía sin miedo a lo que pudiera perder.
En la siguiente visita vino el primer soldado. Se sorprendió de verme desnuda. A la luz de la nueva antorcha me puse provocativa, tumbada boca arriba con las piernas flexionadas y ligeramente abiertas, dejando entrever mi coñito rubio. Me eché las manos a las tetas e intenté sonreír.
- Tenía calor y mi ropa estaba muy sucia -dije con voz dulce-. ¿Puedo estar así?
El hombre no mostró deseo alguno. Puso cara de susto y se llevó la ropa diciendo que le preguntaría al sargento.
Volvió al rato. Me traía un mensaje del sargento:
- Lavaremos la ropa y la guardaremos para cuando pidan llevarte a juicio. Hemos dado aviso de tu presencia aquí pero estamos en guerra y la orden puede retrasarse mucho.
Ya se iba pero recordó que tenía otro mensaje:
- Dice el sargento que tiene casi listo lo que estaba preparando para tí. Te lo traerá pronto.
Quedé allí tumbada mirando el techo de piedra sucia y con la sensación de haber recibido una puñalada en el pecho.
El sargento:
El último encuentro fue por la mañana. Realmente, ya no sé de días y noches. Deduzco la hora por el tipo de comida. El otro soldado me trajo la comida a mediodía.
Debía de ser media tarde y todo estaba oscuro cuando oí que la puerta se oía. No era normal una visita a esa hora. Oí pasos de una persona que bajaba, acompañados de un tintineo metálico. Debía de ser el sargento y, efectivamente, traía algo para mí…
Me quedé tumbada en el centro intentando ignorarlo. Oí los pasos muy cerca, pasó a mi lado. Noté su mano firme en mis muñecas, me obligó a incorporar hasta quedar sentada en el suelo.
Abrí los ojos… sentía los latidos en el pecho como un tambor o una campana tocando a rebato. Había cambiado la antorcha… No quise mirar hacia abajo, pero lo hice al notar un objeto alrededor de la muñeca derecha. Ahí estaba… era un grillete pequeño, de un color entre dorado y rojizo, no era tan grueso como los hierros de mis tobillos, también pesaba mucho menos. Realmente, recordaba a un brazalete ornamental, a una joya…
El hombre estaba sujetando el grillete para mantenerlo cerrado. Con la otra mano colocó un objeto alargado en el cierre. Con una herramienta lo hizo girar y el pequeño objeto comenzó a entrar en el cierre. No era un remache al rojo sino un tornillo. El sargento, por primera vez, comenzó a hablarme:
- Iba a modificar uno de los de hierro pero me resultaba más difícil que hacerlo de nuevo. Son de bronce, mucho más ligeros. El cierre va con rosca, se pueden poner y quitar con facilidad. Necesitaremos quitártelos para vestirte.
No me interesaban mucho los detalles técnicos de su trabajo, pero él parecía orgulloso. Al terminar con la mano derecha, colocó el brazalete izquierdo en mi otra muñeca y repitió la operación.
¡¡¡Dios!!! Hay sólo tres eslabones entre los dos grilletes. Me deja separar las manos unas seis pulgadas. Por qué me tienen que torturar así… Que me ahorquen ya… ¿Por favor?, ¿Por favor?.... ¡¡¡Diosss!!!
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Al acabar de cerrar el segundo grillete debí de sufrir un ataque de ansiedad, de pánico o un poco de cada. De repente me ví llorando desconsoladamente en el regazo del sargento. Inútilmente intentaba secar el río de lágrimas con mis manos ya encadenadas. No recordaba muy bien lo que acababa de suceder. Creo que lloré, grité, pataleé y convulsioné salvajemente durante un tiempo considerable.
Seguimos así bastante tiempo. El sargento no tenía prisa. La verdad no quería que se fuera. Quedar sola ahora me aterraba. Hasta al mismo diablo, le hubiera pedido que se quedara.
Actué instintivamente… con un instinto que no sabría definir: al rato me descubrí a mí misma toqueteando la entrepierna de aquel hombre. ¿Quería seducirlo a la desesperada?, ¿Necesitaba un consuelo? No lo sé pero aun con las mano sujetas y oyendo el horrible tintineo de las cadenas, lo estuve masturbando un rato. Él puso cara de asombro al principio, de placer después…
El miembro estaba cada vez más duro, lo notaba bajo su ropa. Ya comenzada la acción seguí “trabajando”... Tenía la sensación de que en cualquier momento se iba a correr y entonces decidiría irse… No ocurrió eso. Convulsionaba, jadeaba… cuando parecía que iba a acabar, se giró violentamente. Se colocó sobre mí… Noté su labios cálidos sobre mi cuello, sus manos sobre mis senos. Estaba desnuda. Llevaba un día entero desnuda intentando seducir a alguno de aquellos hombres. Parecía que por fin funcionaba…
Pese a estar a su merced, el hombre actuó con gran delicadeza. Sentí sus dientes en el cuello pero no me mordió… ¡¡¡Me encanta!!! Sentí sus labios en mis pezones… chupó como un niño hambriento, eso siempre me ha excitado.
Su lengua en mi ombligo… su lengua en mi sexo… ¡¡¡Ahhh!!! Es suave, húmeda… ¡¡¡Ahhh!!! No me puedo controlar si me la chupan bien.
¡¡¡Ahhh!!! Sigue chupando… me noto húmeda, me retuerzo, intento estirarme… Llego al límite de las cadenas, me duele…
Sigue chupando… estoy a punto de correrme. Él lo nota… para… Le grito:
- Fóllame… Cabrón, fóllame...
Al decirlo, abrí las piernas, todo lo que los grilletes lo permitían. Él susurró, muy seguro de sí mismo:
- Así no va a ser posible.
Según lo decía me tumbó de lado. Se colocó a mi espalda y me penetró desde atrás. ¡¡¡Ahhh!!! Me encantó sentir su polla dentro… Comenzó a follarme, primero tímidamente… luego más rápido: dentro/fuera, dentro/fuera… Al mismo tiempo me masturbaba con una mano y acariciaba mis pezones con la otra. ¡¡¡Ahhh!!! Me encanta ser tu prisionera… Sigue, sigue…
Llegamos ambos al orgasmo al mismo tiempo. La luz de la antorcha era ya muy débil y se había apagado casi en el instante de la penetración. Así que casi todo el coito se desarrolló a oscuras. Quedamos rendidos en el suelo sin poder ver nada.
Al rato le hablé, quería aprovechar la situación, no sabía cómo empezar pero algo me salió:
- Sabías cómo penetrarme con los pies encadenados, ¿Ya lo hiciste antes?
- Sí.
- ¿Sí?
- En la guerra, los campamentos, mujeres prisioneras… Te piden que las liberes.
- ¿Y lo hacéis?
- Muchas veces, sí…
- ¿Y si yo te lo pido?
Se hizo el silencio… Al fin continuó:
- No son criminales, sólo las retenemos para que no ayuden al enemigo, las liberaríamos de todas formas.
- Y yo, ¿Sí soy una criminal?
- ¿Robaste en la iglesia del convento?
- Sí…
- Pues no te puedo soltar.
Seguimos hablando mucho rato… No logré que me prometiera nada. Él sospechaba que me había desnudado para seducir a mis guardianes. Me contó que con los otros dos era inútil… Se amaban entre ellos. Eso me sorprendió:
- ¿Eso sí es un crimen, no los tendrían que colgar por eso?
- Esos dos hombres son los mejores que puedes tener a tu lado en el campo de batalla. Salvaron la vida de sus oficiales varias veces. Por eso nadie osó acusarlos de nada. Los han apartado enviándolos aquí.
- ¿Y tú qué hiciste?
- Todos somos pecadores...
Está claro que no lo quiere decir, no sigo por ahí… Cuando se va a ir le pido que no me obligue a tener las manos encadenadas. El resto lo puedo soportar… Suplico, gimo, lloro…
Él se va…
Pero vuelve… volvió esa noche. Me liberó las manos, me trajo vino, cena caliente…
Desde esa noche, me visita todos los días. Comparto la comida de los soldados, no sus sobras. Sé que guardan las esposas arriba, colgadas de un gancho justo al lado de la puerta. El sargento me ha avisado, si me sacan del calabozo, me las pondrán.
Por el día mantienen la puerta abierta, entra un poco de luz.
A veces me suben a la terraza de la torre. Me obligan a vestir un camisón de tela basta y me ponen los grilletes en las manos pero respiro aire, veo el sol…
No se sabe nada del juicio… estamos en guerra, tienen otros problemas.
La guerra:
Las noticias de la guerra son malas. Tajuña va perdiendo esta vez…
Estoy abajo en la celda… oigo voces, confusión.
Uno de los soldados baja… han avistado un gran ejército enemigo. Han encendido la hoguera en lo alto… Seguramente, en breve atacarán la torre.
Hace lo que se acostumbra hacer con los prisioneros en situación de ataque inminente: seguridad máxima. Me sujetó las manos con las esposas. Se fue cerrando la puerta.
Al poco tiempo, oigo ruidos violentos… Golpean la puerta… acaba cediendo. Ruidos metálicos, espadas chocando. Gritos, pelea… hombres heridos…
Epílogo:
Año 1850. Un grupo de soldados dirigidos por un teniente llega a lo alto de la colina. Su misión: restaurar en lo posible una antigua torre medieval y establecer allí una posición.
La torre lleva abandonada casi mil años pero su impresionante estructura de piedra parece intacta. Los soldados penetran en el edificio y lo exploran minuciosamente.
- Está todo entero, es increíble -dice el suboficial.
- Todo piedra, si hubiera estructuras de madera se habrían derrumbado, pero la piedra podría durar mil años más.
Encuentran los esqueletos de tres hombres. Signos de lucha por todas partes…
- Han muerto asesinados…
- Yo diría que muertos en combate. Eso no es un asesinato, soldado.
En la base de la torre descubrieron una estancia circular que se debía haber usado como calabozo. Allí había otro esqueleto. Más pequeño, de caderas más anchas… Aún llevaba grilletes de hierro en los tobillos y de bronce en las muñecas.
- ¿Un prisionero?
- Prisionera...
Los soldados restauraron la torre y edificaron barracones y otros edificios de ladrillo alrededor. Construyeron un muro de tres metros alrededor, con torretas defensivas de cinco metros de altura. Trabajaron rápido con ayuda de algunos vecinos. Eran momentos de tensión fronteriza. Aquel puesto debía vigilar la frontera cercana.
Al poco tiempo de terminar la obra, los hombres de guardia llaman al teniente. Éste se dirige a la puerta del recinto. Le extraña ver a dos alguaciles locales… Los agentes llevan uniformes viejos y descuidados. Incluso no son iguales, parecen versiones diferentes. Van armados con escopetas viejas, rudimentarias al lado de los modernos fusiles de sus hombres.
Entre los dos les acompaña una mujer joven. Apenas en la veintena. Viste sencilla, con atuendo campesino. El pelo rubio contrasta con su piel tostada. Es hermosa: rostro bello y cuerpo lozano. No está en su mejor día. Los guardias la custodian, sus manos están fuertemente atadas con un cordel.
- ¿Qué les trae por aquí? -dice el teniente.
- La prisionera, está acusada de matar a un hombre…
- ¿En serio? -el teniente pone expresión de incredulidad, le extraña que una mujer atractiva y joven esté acusada de un crimen.
- Su prometido la engañó… Ayer fue a dormir con ella y no ha despertado, ha sido veneno…
- ¿Por qué la traéis?
- Ley nacional, un tribunal local no puede juzgar delitos capitales.
El teniente da las órdenes… Acepta la custodia de la presa.
- Encerrada en el sótano de la torre, ¿Tenemos grilletes?
- Sí, los incluyeron en el material para mantener la disciplina.
- No quiero sorpresas… esposadla de pies y manos.
Al rato llegan noticias inquietantes… la tensión ha pasado a conflicto territorial. La guerra es inminente.
Esa noche, el teniente acaba de leer el manuscrito que encontró en la torre. Es un pergamino antiguo, difícil de leer, idioma antiguo…
Es el diario del sargento que comandaba la torre en el siglo XI, al teniente le parece inquietante:
- La historia se repite…
FIN