La Torre de la Hechicería 1: El Obsequio del Gnomo

Reiner, joven aprendiz de mago, recibe unos polvos mágicos que le permiten controlar a cualquier mujer que desee...

La Torre de la Hechicería

Episodio 1:

El Regalo del Gnomo

Por: Sir Kleizer de Anceloth,

Cronista de Evenistar,

con la asistencia de su fiel súcubo,

Lorena de Samotras

1

Comenzaba una nueva semana para Reiner Asheronth, joven adepto del centro de aprendizaje de magia, el templo de Cenumnos, más popularmente conocido como la Torre de la Hechicería, ubicada en medio del montañoso bosque de Edringard.

La tenue luz azuleja ya se filtraba por la ventana junto a su camastro. Muy a su pesar, tuvo que escurrirse de la cama para ir a ayudar en la cocina. Su lento aprendizaje, durante los tres años que llevaba en la Torre, le habían valido que se le fuera encargando con muchas tareas que se reputaban inferiores para los demás adeptos. Con un esfuerzo sobrehumano, Reiner se lavó con unas cuantas cubetas de glacial agua, estremeciéndose y tiritando su delgado y pálido cuerpo, pegando su cabello castaño a su cabeza. De inmediato se colocó algunas prendas interiores y luego su no muy nítida túnica azul oscuro.

-Me lleva Grox -masculló Reiner al comprobar que el encargado de la noche anterior había olvidado lavar algunas marmitas-. Si la druidesa Eillan o esa perra elfa Phyrea vienen a ver esto, yo me la ganaré… -concluyó, y se apresuró a lavar los utensilios.

Minutos después, la druidesa Eillan Emreis hizo su aparición, con su mirada inquisitiva recorriendo la amplia cocina, provista de varios hogares y despensas. Esta mujer era muy impresionante, vestía una túnica de un inmaculado color blanco y su cabellera castaña casi cobriza y ondulada le deba un aire autoritario. Cabe destacar que su ropa adquiría formas y curvas coherentes con un voluptuoso cuerpo, a pesar de las tres décadas de la druidesa.

-¿De nuevo te acostaste sin lavar las marmitas? -le preguntó secamente a Reiner, con cierto matiz de resignación.

-Es culpa de Zahn, él era el encargado ayer… -farfulló Reiner, maldiciendo ese modo de empezar el día.

Eillan suspiró. Ese chico le inspiraba lástima, pero al mismo tiempo le colmaba la paciencia. Nunca creyó que Reiner tuviera su destino entre la comunidad de los magos blancos. Pronto llegaron los cocineros, empleados de la torre, y algunos enanos que cocinaban los platos fuertes.

Eillan dio algunas instrucciones más y Reiner prosiguió de mala gana sus labores, maldiciendo a Zahn; la druidesa le dijo que se callara y que cooperara más. Se acercaba la celebración de la diosa Tarja y había que comprar ciertas hierbas y vegetales en el mercado del pueblo Varsenmor, a diez kilómetros al sudeste de la Torre.

-¿Estás segura sobre confiar esta cantidad de oro a Reiner? -preguntó Eillan a la adepta Madian Swedenborg, que organizaba la ceremonia para el miércoles, cuando depositaba el saco con las monedas en las manos de su pupila.

Madian clavó sus ojos esmeralda en su mentora, y ésta logró atisbar en ellos una chispa de indignación. Recordó que Madian a veces defendía a Reiner, tanto de bromas y agresiones de otros adeptos como de excesivas reprimendas de parte de algunos maestros.

-Pero, maestra, con todo respeto, Reiner tal vez sea un poco despistado, pero nunca se ha apropiado de lo que no le pertenece -declaró, con su cristalina voz-. El volverá pronto, se lo aseguro.

-Está bien, Madian, confío en tus palabras. Ve y dile que vaya a Varsenmor y que trate de volver antes del crepúsculo… -dijo Eillan, resignada, y encogiéndose de hombros.

Madian se dirigió a la cocina, un poco afectada al ver que el pobre Reiner ni siquiera gozaba de la confianza de los maestros. Ella siempre usaba su túnica rojiza -de estudiante de nivel intermedio- una talla arriba que la suya, y eso porque, desde que comenzó a "cambiar" su cuerpo -para bien- durante su pubertad, ella se asustó un poco y le daba vergüenza la manera en que algunos hombres empezaban a verla, y desde entonces se acostumbró a usar ropas holgadas, por eso eran pocos los que reparaban en ella, que a su pesar, con su amabilidad, gracia y con la beatitud de su rostro, siempre atraía algunas mirada.

Madian se detuvo ante la puerta de grueso roble de la cocina, oyendo carcajadas. Era Reiner que bromeaba con algunos enanos cocineros. Madian se alegró en sus adentros, y deseó que los dioses dieran una oportunidad a Reiner para mostrarles a todos lo dulce que realmente era. Luego, entró.

Reiner se puso de pie, visiblemente nervioso. Madian siempre interpretaba esto como mera caballerosidad de él, nunca se imaginó que el corazón de Reiner albergara otra clase de sentimientos hacia ella.

-Buenos días, Reiner -le saludó ella.

-Bue… buenos días, Madian -contestó él, sonriéndole, pensando que bien valía la pena el día por sólo esa sonrisa.

-¿Sabes, Reiner? La druidesa Eillan me ha pedido que envíe a alguien al mercado de Varsenmor en busca de algunos productos que ocupamos, pensé que eres el indicado, ¿podrías hacerlo?

-Claro que sí, Madian, deja todo en mis manos -declaró Reiner, por un lado feliz de poder zafarse un par de horas de esa "pocilga", aunque eso implicara dejar de ver el bello rostro de su amada.

Reiner pensó que nada malo podía pasar ese día, pero cambió de opinión cuando le dijeron que no había ningún caballo disponible para él y que tenía que irse a pie. Le dijeron algo sobre soldados, elfos blancos, patrullando por Edringard, pero ya se iba muy contrariado como para prestar la debida atención a los peones

2

Poco después, en medio del abigarrado bosque, Reiner pensó que la falta de caballos no fue algo tan malo, así pasaría más tiempo fuera de la Torre. La quietud del bosque le gustaba, el murmullo de las aguas y los cantos de las aves. Algunas hadas lo saludaron y le invitaron a probar la miel de sus flores, cosa que Reiner hizo encantado por no haber desayunado aún… pensaba atorarse un buen caldo en casa de Abigail, una pastora amiga suya, cuya morada estaba cerca de Varsenmor.

Los maestros de la Torre, sin embargo, habían subestimado su talento para el uso y reconocimiento de hierbas, y así pudo hacerse con algunas hojas y raíces enumeradas en la lista de compras, sin gastar ese dinero, que bien podría apropiárselo. Una buena cerveza enanil no le caería nada mal, pensó Reiner, sin poder reprimir una sonrisa. Nada malo me puede suceder hoy, concluyó.

Varsenmor era algo más que una aldea, pero rebullía de gente. Era el punto comercial de la región de Edringard. Reiner decidió cumplir su tarea primero y luego almorzar donde Abigail. Sabía dónde encontrar las cosas y efectuó sus compras en menos de una hora. Luego se dirigió al Enano Rubicundo , una de las mejores tabernas de Varsenmor. Reiner sabía qué hierbas mascar, al regreso, para ocultar el aliento a cerveza y vino.

Reiner tomó asiento en la barra, junto a un elfo oscuro que intercambiaba miradas recelosas con varios soldados elfos blancos situados en una mesa al rincón. Ramfi, el enano, conocedor del amor de Reiner a la cerveza enanil, de inmediato le sirvió.

-Esta es nueva cosecha, amigo mago, directo de las minas de Zundkunar, y corre por cuenta mía -le dijo Ramfi, uno de los pocos amigos que Reiner tenía, junto a Abigail y a Madian, entre otros-. También tenemos un vino nuevo, de los frutos de Zertina, traídos por el amigo Vankar, aquí presente.

El elfo oscuro, de cabellera negra, tez oscura y orejas puntiagudas, no por eso carente de elegancia, saludó a Reiner alzando su vaso. Reiner asintió.

-Ten un vaso de nuestro vino, amigo mago, corre por mi cuenta -dijo Vankar-, así nos haces propaganda en la Torre de Cenumnos.

-Dalo por hecho, amiguito -contestó Reiner. A Vankar le agradó la espontaneidad del joven, puesto que los elfos oscuros no eran muy bien vistos por esas regiones, y era con mucha dificultad que se obedecían los tratados de paz.

Luego de varias copas, Reiner comentó a Vankar, mirando a los elfos blancos:

-Esos malditos resihen , por culpa de ellos no me dieron caballo para venir, las piernas me duelen mucho

-Siempre lo joden todo, los reishen son una broma de los dioses, amigo mío -dijo Vankar-, ahora ni a los gnomos dejan en paz

Reiner lanzó un bufido de sorna.

-Es en serio, Reiner, pregúntale a Ramfi si miento

-Andan preguntando por un gnomo que, al parecer, trafica algo… -confesó Ramfi, suavemente.

-Estúpidos resihen , creen que lo mandan todo… -dijo Reiner antes de empinar el último sorbo.

-Salud por eso, hermanito -y Vankar y Reiner chocaron sus jarras y bebieron lo que les quedaba.

Luego, los dos, salieron juntos de el Enano Rubicundo . No borrachos, pero sí achispados. Tanto Reiner como Vankar tenían más cosas qué hacer. Reiner tanteó su bolsa, siempre atento que no se la fueran a robar.

-Oye, Reiner, tú no me haces muecas de desprecio como otros humanos… -dijo Vankar, colocando su brazo sobre los hombros del joven.

-Sé cómo se siente ser discriminado -contestó Reiner, quien siempre apreciaba a cualquiera que lo tomara en cuenta.

Vankar sonrió conmovido y le dio un anillo en forma de dos serpientes enroscadas, y le dijo:

-Toma esto. Si algún elfo oscuro te molesta, muéstraselo. Nunca le damos estos anillos a alguien que no lo merezca, y si alguien lo roba, el anillo se pone plateado y no dorado como está ahora. Estaré en Varsenmor algún tiempo, quizás podamos beber otro día.

-Excelente, gracias por tu regalo, intentaré escaparme esta semana de nuevo, que te vaya bien, Vankar.

-Que los dioses te acompañen, Reiner -y ambos se separaron.

3

Era un poco pasado el mediodía. Reiner se dirigía a la casa de Abigail, que siempre le daba un poco de comida. Lo de Abigail le parecía un banquete divino en comparación con la magra pitanza que le daban en la Torre de la Hechicería.

Reiner ya se había internado de nuevo en el bosque de Edringard cuando vio de soslayo ciertas siluetas fugaces acompañadas del inconfundible sonido de ramitas y follaje siendo arrasados por cuerpos precipitados en veloz carrera.

-¿Qué rayos fue eso? -se preguntó, y con precaución, se agachó y se acercó al lugar de donde le pareció que provinieron esas sombras.

Se oyó una explosión. Reiner cayó sentado, asustado, pero su curiosidad lo impulsó. Pronto vio un claro boscuno, y un ingente troll, muerto, chamuscado y humeando. Reiner se preguntó, asombrado, qué clase de hechizo o dispositivo era capaz de hacer eso, y con mucho cuidado, desplazándose en medio de los arbustos, prosiguió su camino, oyendo los ruidos de gritos y de armas.

Dos trolls habían acorralado a un gnomo que cargaba una descomunal mochila -para él- contra una roca.

-¡Tú darnos lo que traes y no matarte! -gruñó uno, que cargaba un inmenso mazo.

-¡Haber matado amigo, por eso tú morir! -espetó otro troll de aspecto más siniestro, que blandía un martillo.

Reiner se tapó los ojos al ocurrir otra explosión, de una bomba lanzada por el gnomo… los oídos le zumbaban un poco. Reiner estaba muy atemorizado por esos eventos… al disiparse el humo, vio que los tres seres estaban tendidos… muertos… los trolls habían perdido varias extremidades… y el gnomo… ¡aún respiraba!

Reiner, luego del susto, acudió presuroso al lado del gnomo, intentando recordar los hechizos curativos. Reiner los recitó una y otra vez, con sus palmas sobre las heridas del gnomo, pero su poder no era suficiente

-¡Mierda, no puede ser! -masculló Reiner, a borde del llanto.

-Humano, ¿me escuchas? -preguntó, débilmente, el gnomo- Mi nombre es Shomsi Sakalath

Reiner lo miró, pidiéndole perdón con sus ojos lacrimosos

-No te preocupes, humano, la intención es lo que cuenta… toma mi mochila… encontrarás un saco de polvos mágicos… deben llegar a manos de… -y Shomsi tosió con estrépito, al borde de la muerte-… ¡Mantorok, líder de…!

Shomsi se aferró con sus diminutas y temblorosas manos a la túnica azul oscuro de Reiner, quien ya tenía en su poder la mochila del gnomo, esperando, atónito, que éste le dijera la función de tales polvos.

-¡… los elfos oscuros! Estos polvos son para el amor… no los uses, envíaselos

-¿Para el amor? No entiendo -dijo Reiner, pero, con horror, vio al gnomo desplomar su cabeza y cerrar sus ojos para siempre.

-¡Oye, oye! -exclamó Reiner, agitando el cuerpecito inerte del gnomo, experimentando la fuerte impresión de ver, por vez primera, a alguien morir. Tuvo la buena intención de darle sepultura, pero escuchó gritos de soldados aproximándose y sintió miedo, por eso, emprendió veloz carrera.

Poco después, el claro estaba rebosante de elfos blancos en sus armaduras plateadas y doradas, revisando los cuerpos

4

Reiner halló refugio en la cabaña de Abigail. La serpenteante columna de humo le indicó que su hermosa dueña se hallaba presente. Reiner, sudado y más pálido de lo normal, golpeó la puerta.

Abigail, con sus ropas a punto de estallar con su generosa voluptuosidad, abrió la puerta.

-¡Reiner! ¿Qué te ha pasado? Entra -le invitó con su sensual voz.

Reiner pasó adelante y tomó asiento en el comedor de madera de la joven, respirando agitadamente. Depositó el saco con las provisiones para la Torre en la mesa, y junto a ella, la diminuta mochila del gnomo.

-¿Te sientes bien, Reiner? -volvió a preguntarle Abigail, poniendo una vasija con leche caliente delante del aprendiz de mago.

Reiner se bebió la leche de un trago y simplemente dijo:

-Vi a unos trolls matando a un gnomo

-¡Qué horror! ¿Están muy cerca? -quiso saber ella, preocupándose de sobremanera.

Reiner negó con la cabeza.

-Creo que el gnomo los mató, y si no fue así, los elfos blancos que patrullan el bosque deben haber terminado el trabajo

-Que los dioses nos protejan -murmuró ella, genuinamente compungida por el evidente susto que el aprendiz de mago se había llevado. Consciente de lo apegado que Reiner era con la comida que ella preparaba, se inclinó hacia la marmita en el hogar para darle un poco de caldo.

La visión del enorme y redondo culo de la campesina le tranquilizó un poco. Abigail se incorporó sonriéndole. Su cabello oscuro y rizado le caía a media espalda. Su ropa no ayudaba a ocultar sus generosas formas, en especial su blusa escotada, que dejaba entrever su generoso pecho. Reiner se preguntó cómo se sentiría hundir la cabeza en medio de esos dos gigantescos melones. Abigail se sirvió a su vez.

Paul, el hermano menor de ésta, bajó del segundo piso, correteando. Celaba un poco a su hermana y no le caía muy bien Reiner. Con su inocencia infantil, podía captar mejor las miradas no muy decentes del joven adepto.

-¿Aún no comías? -preguntó Reiner.

-No, vengo llegando del almacén -contestó Abigail, sonriendo. El joven le caía bien, pero le parecía muy aniñado, nunca lo consideró como pareja sexual. En eso, Reiner, mientras degustaba el caldo de Abigail, repasó las palabras del gnomo. Miró la mochila, y la abrió, sacando un saco del tamaño de una cabeza, lo desató y contempló un polvo grisáceo y brillante, todo esto, tras el saco de las compras, Abigail no podía ver lo que Reiner hacía.

-Con las lluvias de estos días se ha dañado la madera del establo, todavía no tengo dinero para el barniz que impide el crecimiento de los hongos… -dijo Abigail, más que todo buscando charlar, porque Reiner solía ser muy callado.

En ese instante, un "foco" se prendió en Reiner, a quien le había sobrado algo de dinero.

-Me han pagado algunas cosas en la Torre, puedo darle dinero a Paul para que vaya por el barniz enanil a Varsenmor, ¿sabes?

-¡Oh, no! Reiner, es tu dinero, no podría

-Vamos, Abigail, siempre me das comida cuando vengo y eso te cuesta, déjame ayudarte un poco… -insistió Reiner, sintiendo su cuerpo presa de sentimientos no muy puros que se diga, así como de una agitación audaz que el embargó de repente.

Dio el dinero a Paul, más de la cuenta para que se comprara un dulce o un juguete, y el niño salió campante, hacia Varsenmor, con una mejor opinión de Reiner. Abigail no se preocupó mucho por su hermanito, conocía Edringard tan bien como ella

Mientras la exuberante Abigail traía un tarro de condimentos, Reiner tomó una pizca de esos polvos y los roció en el caldo de la joven. Luego, siguió comiendo, como si nada. Abigail tomó asiento y siguió su almuerzo, pero fue algo de segundos para que Reiner notara algo diferente.

Abigail lo miró fijamente, sonriendo, con sus ojazos resplandecientes. Reiner se puso algo nervioso y desvió su mirada.

-Eres muy bello, Reiner -le dijo Abigail, y el interpelado le vio, boquiabierto-, nada me gustaría más que hacer el amor contigo

Reiner tragó saliva y poco le faltó para pellizcarse, pero la cosa iba en serio. Los polvos del gnomo hicieron su efecto, y Abigail rodeó la mesa para montarse en el joven. Abigail abrió su boca y depositó el primer beso de Reiner, para quien aquella pasión era algo nuevo… Abigail se abrazó a él, besándolo con locura… Reiner tomó confianza y puso sus manos ávidas sobre el ingente trasero de la campesina… él no podía creerlo

-¡Reiner, hazme tuya! -gemía ella, frotándose contra el maravillado muchacho.

Reiner comprendió entonces, el uso de esos polvos mágicos, mientras sus manos perdían toda noción de pudor para tocar y acariciar aquél espléndido cuerpazo que se le ofrecía de repente.

-¿Harás lo que te diga? -le preguntó él, cuando consiguió librarse del ardiente beso.

-¡Sí, amor, soy tu esclava! -exclamó Abigail, besándole el cuello y la oreja.

Reiner no podía creer lo que sucedía.

-Desnúdate -ordenó él, tímidamente.

Abigail se arrancó, literalmente, su ropa, sentada sobre Reiner, cuya mirada se perdió al ver a pocos centímetros de su cara esos senos morenos, enormes y perfectos, a su merced, para hacer con ellos lo que se le viniera en gana. Reiner se apoderó de ellos, mamándolos y besándolos con lujuriosa gula.

-¡Oh, sí, mi amor, chúpame las tetas, son tuyas, mi vida! -chillaba Abigail, completamente desnuda en el regazo de Reiner.

Reiner sobó aquellos glúteos bronceados, besando esos pechos firmes y enormes, y besando esa boquita aviesa de cuando en cuando, saboreando y succionando esa lengüita hambrienta. Abigail le besaba el cuello y le lamía las orejas, estaba devotamente entregada en dar placer a Reiner, todo con una hermosa sonrisa.

-¡Chúpamela! -escupió él, pensando que Abigail se negaría a tal cosa, pero vio con estupor, a la bellísima campesina arrodillada ante él, en el piso de su cabaña, subiéndole la túnica, en busca de su ya duro pene.

Reiner cerró sus ojos y abrió su boca al sentir el cálido aliento de Abigail y sus tibios labios cubriendo su glande. Abigail empezó a lamer y besar el palpitante miembro de Reiner, quien gemía, gozoso.

-¡Oh, sí, chúpamela así, perra! -exclamó Reiner.

Abigail se rió, sumamente feliz de poder dar placer a su amo y señor, y se dedicó a succionarle el miembro, lenta y deliciosamente, cada vez metiéndoselo más en su boquita sensual.

Reiner suspiró, y sin poder contenerse, eyaculó en la boca de la moza, que mugió de placer. El aprendiz, contempló, a duras penas, la felicidad pintada en el rostro de la campesina, tragándose su semen; cuando su glande quedó libre, lo vio, hinchado, enrojecido y reluciente.

Abigail no dejaba de lamérsela ni de besarle y mordisquearle sus delgados muslos. Reiner estaba en el paraíso y no deseaba que eso terminara. La ardiente sierva se relamió el semen que le rezumaba de sus labios carnosos.

-¿Te ha gustado, mi señor? Mi boquita ha sido creada por los dioses sólo para mamarte tu pito tan bello… -le decía Abigail, con una voz sensual y a la vez tan tierna, lo que mantuvo rígido el palo de Reiner.

-Has sido una buena puta… -dijo él, suspirando, y Abigail sonrió, contenta-. Pero todavía quiero todo lo demás.

-Amo, ordénemelo. Mi cuerpo es suyo, mi felicidad es que usted se divierta conmigo -dijo ella, para el feliz asombro de Reiner, quien ya empezaba a tomar las riendas del asunto.

Reiner se puso de pie, desnudándose a su vez mientras ordenaba a Abigail colocar la tranca de la puerta. Le excitó mucho ver a la joven cumpliendo toda clase de órdenes. "Increíble, no termino de creer que exista un artilugio como este… qué cosas las que podré hacer con estos polvos… y nadie sabe que los tengo…" , pensaba Reiner, sobándose su delgado pero largo miembro, anegándose su ser de un pecaminoso calor ante la expectativa de lo que esos polvos mágicos iban a facilitarle "Iris… Phyrea… Lorelai… oooohhh… pero, guarda la calma, amiguito, todavía debes experimentar con los efectos secundarios… cuánto dura el efecto de la dosis que le di a Abigail y todo eso…" , pensaba, pero su mente se bloqueó cuando la hermosa Abigail se arrodilló ante su maestro y le tomó a verga, lamiéndosela con lasciva avidez.

-¿Te gusta, mi amo? Mi lengua es tuya… -le decía Abigail

-Ooohh… sí, muy bien… -gemía Reiner, ofuscado de tanto placer, aferrándose con ambas manos de la cabeza de la campesina, que usaba su boca para deslizar el rabo del joven dentro hacia fuera-. Te la quiero meter

-¡Ay, sí, señor! ¡Hágame suya! -exclamó Abigail, mostrándose muy feliz, como si se hubiera encontrado un cofre con tesoros

Aún maravillado por el efecto de los polvos, Reiner la tomó de la mano para incorporarla. Se besaron de nuevo. Reiner siempre había fantaseado -durante sus solitarias sesiones de "pulir el cachorro"- con follarse a Abigail por detrás, apoyada ésta en su mesa de madera, fantasía que Reiner se aprestó a efectuar de inmediato, su corazón le latía con fuerza y velocidad, a medida que adquiría conciencia de todo el poder y de todo el placer que estos polvos podrían facilitarle

Abigail se apoyó con sus manos, en la mesa, parando su redondo, grande y firme trasera, separando sus rollizas y esculturales piernas un poco. Reiner vaciló y con su mano, la joven ayudó a su amo a apuntar con su varita a su vagina. Reiner cerró sus ojos y gimió, saboreando esa increíble sensación de cuando se penetra a una mujer por vez primera, sintiendo su interior suave y tibio, acogedor

-¡Oh, cielos, esto es riquísimo! -exclamó él.

-¡Oh, mi amo! -jadeó Abigail, con sus ojitos cerrados y su ceño fruncido, también concentrada en ese súbito placer- ¡Qué alegría saber que te gusto! ¡Tómeme, cómame toda, soy suya! ¡Cójame como siempre quiso!

Reiner estaba hirviendo con estas palabras. Se sintió realizado cuando su vientre forrado de vellos castaños chocó contra las gloriosas nalgas de la pastorcita. Abigail gimió contenta, nada le gustaba más que tener un leño bien incrustado hasta la base

Reiner, entonces, fue tomando confianza y empezó a bombearla, despacio y timorato, luego aumentando la cadencia, gimiendo los dos jóvenes entregados a la frenética follada

-¡Oh, Reiner, oh, cielos, amor, qué rico! -chillaba ella.

-¿Te gusta, puta? ¿Te gusta cómo te doy, ovejita? -le preguntaba él, ebrio de lujuria, bien sujeto de los divinos glúteos de su amante. El sonido de las carnes chocando le puso la sangre tan ardiente como la lava.

Abigail se inclinó un poco más, para permitir una mejor perforación. Al verla casi llorando de placer, Reiner comprobó que se masturbaba con una mano, manipulándose lo que sería el famoso "clítoris", que los chicos "campeones" de la Torre tanto mencionaban en sus chanzas. Abigail pronto alternó el uso de su mano en su pepita y luego en el bamboleante escroto de su señor… Reiner saboreó la inesperada pero excitante caricia, en tanto que Abigail emitía un quejido continuo, como el lamento que Reiner atribuía a los fantasmas en su imaginación… se sintió tan hombre al saber que era capaz de satisfacer de ese modo a una mujer tan caliente y voluptuosa como Abigail.

-¡Aaahhh, mi señor, me corro! -exclamó entonces, la moza.

Reiner siguió jodiéndola con fuerza, sin saber exactamente a qué se refería ella con eso de "correrse", pero pronto tuvo respuesta al sentir su entrepierna empapada con ciertos jugos tibios… provenientes del interior de la quejumbrosa Abigail. Reiner aceleró sus embates, buscando eyacular en ella, hasta que se acordó de que aún había algo más que hacerle a esa ricura.

5

-Mi amo, me has dado el mejor orgasmo de mi vida -le confesó Abigail, sudorosa, con sus ojos cerrados, aún apoyada en la mesa, su cabeza sobre sus brazos, y su culito aún parado, con el estilete de Reiner bien clavado en ella.

-Así que ese es un orgasmo de mujer… -pensó Reiner. Le sacó la verga a Abigail y la colocó entre sus nalgas, hundiéndola de manera que semejara una salchicha en medio de dos panes… dos grandes, redondos y apetitosos panes… el pito de Reiner vibraba enloquecido

-Mi cuerpo es tu juguete, mi amo, hazme lo que gustes… -le invitó ella, sonriendo.

-Quiero tu culo, dame tu culo -ordenó Reiner.

-¿Por qué pides lo que ya es tuyo, mi amor?

-¿Tienes con qué lubricarte?

Abigail se dirigió a un anaquel junto a la chimenea, haciéndose con una pequeña ánfora con aceite. Era todo lo que se lo ocurrió. Reiner aceptó el aceite.

-Ahora te quiero como perrito -le dijo, y Abigail, cerca del hogar, se arrodilló en el suelo para luego apoyarse de manos. Ese esplendoroso espectáculo reavivó el fuego viril y morboso de Reiner. Tener a la voluptuosa Abigail en cuatro patas, sonriendo, dispuesta a permitirlo todo

Reiner mojó sus dedos en el aceite, para meterlos con cuidado en el recto de la joven. Abigail gimió con suavidad, al sentir los helados dedos de su amo invadir su trémulo culito. Reiner halló su exquisita faena no tan difícil, ni siquiera el culo tenía virgen esa perrita, pensó él. Reiner logró, incluso, meterle dos dedos.

-¡Oh, mi señor, qué rico, no merezco que me des tanto placer!

Reiner sonrió satisfecho, aunque sus dedos no emergieron muy inmaculados que se diga… cuando estaba a punto de limpiárselos en un trapo colgado de una silla cercana, tuvo una mejor idea

-Abigail, límpiame estos dedos que metí en tu culo… con tu boca… -Reiner le ordenó esto un poco titubeante, pero con asombro vio cómo, sin abandonar su sonrisa picaresca, Abigail se metió esos dedos entre los labios, sorbiendo el aceite y su propia mierda-. Quiero mis dedos bien limpios, esclava.

Abigail se dedicó a succionar los dedos de Reiner como si se le fuera la vida en ella. Luego de un rato, Reiner extrajo sus dedos, que se enfriaron al contacto del aire después de estar albergados en una boquita sensual y tibia. Ni rastro de mierda o de aceite. Reiner la colocó en posición. Abigail le dirigió de nuevo la verga, hasta apoyarla en su ya sonrosado asterisco.

Reiner presionó, arrancando un gritillo de dolor a la campesina. Al aprendiz de mago no le importó, y con una mueca de esfuerzo, siguió penetrándola, disfrutando sentir cómo las paredes anales de Abigail iban ensanchándose ante la intromisión de su blanco gusano.

-¡Ah, mi amo, tómame! -exclamó ella, emocionada, mas Reiner no dejó de percibir que a ella iba doliéndole esa sodomía más que a él. Abigail, en efecto, con su frente bañada de sudor casi rozando el piso, su frente arrugada y sus dientes apretados, pero debía contenerse, porque su único destino era hacer feliz a su amo, sin importar que ello le resultara doloroso

Reiner jadeó feliz al sentir su pene totalmente devorado por esa boquita trasera de Abigail. Reiner jamás había considerado posible que se la ligara, y menos con el grado de sumisión que ahora le mostraba. Todo gracias a los polvos del gnomo… ¡dárselos a Mantorok, caudillo de los elfos negros, bah! Que se jodan

Reiner empezó a sodomizarla despacio. Abigail ya había derramado unas cuantas lágrimas, pero la verga de su amo, entrando y saliendo de su ano le fue proporcionando más y más placer. Abigail comenzó a gemir, contenta, en unísono con el eufórico Reiner.

Reiner se movió más de prisa, llegando a lacerar un poco el interior del culo de la joven, que se retorció al sentir este daño, pero se negó a obstruir el gran momento de su amo, pues, con un rugido bestial, Reiner estalló dentro de ella, anegando las entrañas de la joven con su leche, que siguió derramándose cuando se la sacó, cayendo en el piso de la cabaña.

Reiner cayó sentado, bañado de sudor, respirando con dificultad, pero muy contento. Abigail se desplomó a su vez, sudorosa, con sus ojos cerrados, pero esbozando una débil sonrisa. Reiner admiró la visión del bello culo de la muchacha, de cuyo ojete rezumaba una línea de su semen, entonces reparó en su lefa derramada en el suelo… y tuvo otra maligna idea

-Abigail, aún no hemos terminado… -le dijo.

No sin cierta dificultad, Abigail se incorporó, apoyándose sobre sus codos, regalando a Reiner una inolvidable panorámica de sus redondos melones, que de ahora en adelante serían propiedad suya.

-¿Cuáles son tus órdenes ahora, mi señor? -preguntó, con su mirada de niña ingenua.

-Mi semen allí en el piso -se lo señaló Reiner-, límpialo… con tu lengua.

Abigail le sonrió de nuevo, y casi serpenteando -el culo debía dolerle como el infierno-, se acercó al blanquecino charquillo de lefa. Con sumo morbo, Reiner incluso agachó su cabeza para atestiguar cómo la rosada y húmeda lengua de esa hermosa joven, que muchos quisieran tener atrapada en sus labios o lamiendo sus penes, ahora hacía contacto con la leche de Reiner y con el suelo, levantando un poco de ese aceite y consumiéndolo… la vara de Reiner recuperó cierto nivel, al contemplar a la hermosa Abigail lamiendo su semen cual perra.

Reiner se sintió un poco mal por humillar de esta forma a alguien que siempre lo ha tratado bien, pero una fuerza en su interior, aquella que solo rumiaba su rencor, ahora pretendía imponerse sobre su corazón y su cordura, al haber encontrado, en los polvos, un instrumento idóneo de su manifestación de venganza y odio.

Abigail levantó su rostro, sonriendo.

-Ahora límpiame la verga, mujer -le ordenó. Abigail obedeció, gateando despacio hacia su amo, sentado. Reiner cerró sus ojos y se dejó llevar, porque, sin inmutarse, Abigail procedió a usar su lengua y sus labios para absorber aceite, semen y mierda del pene de Reiner. Ora chupaba, ora lamía, ora besaba… la única recompensa de la joven fueron una escasas gotas de semen casi transparente al final de su tarea, cuando la verga de Reiner lucía enrojecida, brillante de saliva y sin rastros de excremento.

Reiner tomó una siesta, junto a su exuberante esclava, en la cama de ésta. Dormitó un par de horas, pensando, todo lo que podría hacer de ahora en adelante con esos polvos milagrosos, en tanto manoseaba con total descaro el cuerpo escultural e indefenso de Abigail, tendida a su lado.

6

Reiner se vistió, algo avanzada la tarde. Abigail se sentó en la cama, hallándose desnuda y viendo al joven poniéndose la túnica azul oscuro. Comprendió todo de inmediato… sonrió, feliz, e incluso le sorprendió sentir cierto escozor en su culo.

-¡Oh, Reiner, espero no haberte ofendido! -dijo ella, sin molestarse en cubrirse, aunque le parecía extraño no recordar casi nada del acto sexual en sí, más que vagas escenas

-En absoluto, Abigail -contestó Reiner, consciente de que el efecto de los polvos ya se había disipado-. Más bien, espero que podamos repetirlo, pronto.

-¡Picarón! De acuerdo, pero debe ser un día en que Paul no esté.

Reiner abandonó la cabaña. Paul jugaba en el exterior de esta, con un caballero de madera que se había comprado en Varsenmor, junto a otro niño de una cabaña no muy lejana, al parecer, ni se dio por enterado de lo acaecido a su voluptuosa hermana, quien, al cerrar la puerta, no dejó de preguntarse por qué la boca parecía saberle a mierda

Más tarde, llegaron unos elfos blancos, armados, preguntando por un gnomo. Paul no había visto nada y Abigail, demasiado mareada por el "brumoso" polvo, no pudo recordar lo que Reiner la había mencionado al llegar. En todo caso, a pesar de la arrogancia de los elfos, y del desprecio que sienten por los humanos, algunos de ellos no dejaron de apreciar las generosas curvas que se ocultaban bajo el ceñido y humilde vestido de la campesina.

Entre tanto, ya cuando el firmamento adquiría tonalidades arreboladas, Reiner, casi dormido por el gran esfuerzo, llegó a los linderos de la Torre.

-¡Ya era tiempo que vinieras! Espero que no hayas perdido nada -le espetó la instructora y druidesa, Eillan, al nada más cruzar el umbral de los establos, rumbo a la cocina.

Reiner le sonrió negligentemente, en un gesto que desconcertó por unos instantes a la druidesa.

-No fue mi culpa, los caminos están llenos de reishen molestando, me detuvieron como siete veces para hacerme preguntas estúpidas -y Reiner pasó a un lado de su maestra.

-Maldita perra, ya te llegará tu turno, voy a hacerte comer lodo, puta malnacida -pensó él, para sus adentros, sintiendo su ser cayendo presa de esa misteriosa fuerza maligna, conocida como corrupción

CONTINUARA