La tia ágata
Las tardes de verano, aburridas, en compañía de la tía Ágata, no lo son tanto.
A veces pienso que en algún momento que no recuerdo, he firmado un pacto con el diablo. Pagaré con mi alma las bondades de las que disfruto en ésta vida. Trabajo en lo que quiero y me gusta, gano una pasta enorme y, además, tengo un cierto tipo de encanto que cala en las personas. Tuve una buena infancia y una mejor adolescencia. Palos, lo que se dicen palos, no me he llevado ninguno, y mi verdadera pasión la he practicado con toda la frecuencia que he deseado.
Me inicié en el sexo a los trece años. Entonces era pronto, hoy parece lo común. Veraneaba en el pueblo, con las distracciones propias: la bici, los amigos, la libertad de poder ir a casi cualquier sitio a cualquier hora... Había una charca en la que solíamos bañarnos y muchas casas viejas en las que colarse y vivir aventuras. Me quedaba al cuidado de mi abuela, que pasaba los días preparando la comida y comadreando a la sombra con las vecinas. En la misma casa vivía una prima de mi padre, tía segunda mía, de nombre Águeda y treinta y pocos años. Se casó joven y enviudó pronto. En el pueblo se la miraba mal, por viuda y guapa.
Yo era la envidia de mis amigos. Nuestras hormonas andaban ya revolucionadas y entonces no había Internet. Un escote demasiado abierto o una falda más corta de lo habitual nos servían como recuerdo e inicio de una aventura mental. ¡Cuántas pajas me hice pensando en esas banalidades! Pero era lo que había... Con Águeda pasé todos los veranos, porque enviudó cuando yo tenía cuatro años. Me había visto crecer, me había desnudado y bañado, pero aquel verano algo había cambiado, principalmente en mí. Mi pito había crecido en tamaño, de modo que ya podía empuñarlo para masturbarme. También me había crecido pelo en los bajos. Empezaba a convertirme en hombre.
-¡Vaya! Has crecido- fue lo primero que me dijo Águeda al verme, al principio del verano. Debía ser cierto, porque en mi último recuerdo, llegaba a la altura del hombro de mi tía, y ahora la miraba desde arriba. Ya no vestía de negro, y lucía colores demasiado alegres, según mi abuela.
-Hola, tía- saludé yo, aprovechando para plantarle un par de besos en las mejillas.
-Llámame Águeda- me corrigió. –Lo de “tía” me suena a vieja-. Mi abuela refunfuñó algo.
Una tarde de mucho calor, Águeda cogió un cestillo, un botijo y un sombrero. Me despertó con cuidado de la siesta y nos fuimos a un cortinal un tanto alejado del pueblo. Por el camino no hablamos, hacía demasiado calor. Llevaba un par de botones de la blusa sueltos, asi que por el rabillo del ojo veía algo más de lo que debería. Imaginé las tetas de Águeda, redondas y perfectas como las de las fotos de las revistas porno.
-¿Qué piensas?- preguntó ella, sonriente. Creo que me había leído el pensamiento.
-Nada- repuse yo, azorado. Noté cómo me ponía rojo como las amapolas.
-¡Ay, zagal!-soltó una carcajada que se mudó al instante en un gesto intenso, entendía porqué decían en el pueblo que estaba loca. Me miró como si fuera la primera vez que me veía y repitió: -Sí que has crecido, sobrino-.
Me dejó intrigado, dos pasos detrás de ella. Como si tuviera ojos en la nuca, no me atrevía a mirarla, aunque de vez en cuando mis ojos se entretenían mirando sus potentes nalgas debajo de una falda sucia. Al tensarse la tela, los rebordes de las bragas se le marcaban. Noté que mi pito se iba conviertiendo en polla.
Llegamos a un campo sembrado de fresas. Águeda abrió la cancela y pasó delante de mí. Descansamos bajo la sombra de un árbol y dimos un trago al botijo. Sudábamos. Águeda olía salvaje, hembra, sexo. Fue el primer olor excitante que conocí. Mis pantalones cortos evidenciaban la erección, y yo me moría de vergüenza.
-Voy a mear- anuncié, buscando una excusa para darle la espalda a mi tía.
-Ten cuidado, no vayas a mearte la cara-. Me puse otra vez rojo. Se había dado cuenta. Tuve la tentación de salir corriendo, pero, ¿dónde iba a ir? ¿A casa? Antes o después tendría que mirarla a la cara y esperar que se burlara de mí, así que mejor allí, que estábamos solos, que en el pueblo, donde siempre había oídos atentos. Me dí la vuelta. Águeda se había puesto a coger fresas. Su culo fue lo primero que ví, aquella tela tensa de falda sucia. Llegaba por encima de la corva, enseñándome la parte baja de los muslos. Mucha más carne prohibida de la que había visto en mi vida. Suficiente material para hacerme pajas hasta el final del verano. Me quedé embobado. Mi tía se giró, todavía agachada, y gritó: -¡Vamos, no te quedes ahí parado! Ponte detrás mía y coge las fresas que me deje.
Me puse manos a la obra, siguiendo aquel fantástico trasero. Al llegar al final del surco, Águeda continuó con el siguiente, viniendo hacia mí. Los dos botones sueltos de su blusa abrían un balcón por el que ví su pecho. Dos tetas como dos melones, bamboleando de lado a lado al ritmo de la recogida de la fresa, rebosando el sujetador de modo que podía intuir la aureola rosada. Tenía las tetas blancas, en contraste con el moreno de los brazos. Agachado como estaba, el pinchazo que sentí con la inmediata erección fue doloroso. Ella no pareció percatarse. Siguió cogiendo fresas y poniéndome a mil. Aunque la visión de su culo era soberbia, deseaba que llegara al final del surco para poder atisbar su escote.
Seguimos así hasta recoger la mitad del campo. Águeda se irguió llevándose una mano a los riñones y otra al sombrero de paja. Estiró los músculos de la espalda, provocando con ello que su pecho se alzara. Deseé entonces ser un hombre y no su sobrino, para tirarme sobre ella y arrancarle las ropas. Chuparía aquellas tetas como si me fuera la vida en ello. Mi corazón latía desbocado, no sé si por el esfuerzo, el calor o el acaloramiento.
Águeda se puso a la sombra. Esperó que acabara de recoger mi surco y me ofreció el botijo. Mis ojos se iban a su escote, y los suyos me miraban con una mezcla de curiosidad e intensidad. Bebí, dejando que el agua me refrescara la cara. Le devolví el botijo y ella bebió. Cerró la boca y el agua resbaló por su cara, su cuello, mojando la blusa que inmediatamente se pegó a sus curvas. Creí que me iba a correr allí mismo. Dejando el botijo sobre el murete, Águeda me miró:
-¿Son las primeras que ves?- No sabía a qué se refería exactamente. -¡Las tetas, tonto!- Abrió otro botón. Las copas del sujetador quedaron a la vista. -¿Son las primeras que ves?- Los pezones se marcaban debajo de la fea tela color carne. Asentí, con la boca seca. -¿Te gustan?- Soltó otro botón. La blusa quedó abierta, dejándome ver la blancura de su piel. Ella sonreía, lasciva, pervirtiendo a un chaval. Imagino que estaría tan excitada como yo. -¿Quieres tocarlas?- preguntó, al tiempo que se abría más la blusa, ofreciéndome sus esplendorosos melones. Gotas de sudor corrían por su canal, enjugados por la pieza de unión de las copas, que tenía un color más oscuro, como la parte inferior del sujetador. Alcé una mano, dudando de aquella broma, dejándola inmóvil a un par de centímetros del pecho. Ella avanzó y estrelló la carne contra mi mano. Era blanda, al menos la parte que no estaba sujeta por la prenda. En la palma de la mano noté la dureza del pezón. Levanté la otra mano, tocando el otro pecho. Apreté un poquito y Águeda sonrió, irguiendo las tetas. Me dejó sobarlas unos segundos y luego se apartó, echando las manos a la espalda. Con un movimiento rápido, liberó las tetas que quedaron expuestas en todo su esplendor.
No eran como las de las revistas, tan redondas y perfectas. Las tetas de mi tía caían un poco, formando una suave curva que comenzaba un poco por debajo del pezón. Eran blancas, con venas azules, unas aureolas sonrosadas a juego con los pezones erectos. Y eran grandes. Avanzó de nuevo sobre mí, sin que yo apartara los ojos de la visión prohibida. Me dijo cómo debía acariciarlas, cómo apretarlas, cómo rozar su parte más sensible. Lo hice tal y como me ordenaba, sintiendo los latidos excitados de su corazón. Suspiraba. Gemía. Se mordía los labios.
Puso sus manos sobre las mías. Me enseñó a pellizcar los pezones, un poco más fuerte cada vez. Luego me agarró por la nuca y enterró mi cabeza entre sus tetas. Su canalillo olía a algo primitivo. Lamí su sudor, y lo que en otras ocasiones me hubiera resultado asqueroso, ahora me excitaba al límite. Notaba el pito duro como nunca, pero no quería que me tocara. Sentía ése cosquilleo premonitorio del orgasmo, en una zona indefinida entre los huevos y el culo. Si me apretaba, me correría al instante.
Claro que yo era un muñeco en sus manos. Águeda me agarraba el pelo, llevando mi boca de una teta a otra. Mordisqueaba sus pezones mientras apretaba con las manos las suaves curvas del pecho. Mi diestra se deslizó lentamente hacia abajo, por su costado. Acaricié su vientre, temeroso de que rechazara mis caricias. Pero ella murmuraba, encantada con la iniciativa. Posé la mano en la espalda. Tocarle el culo me parecía una frontera más cercana que intentar llegar allí donde las revistas eran tan explícitas. Reseguí con un dedo el borde de las bragas por encima de su falda, hasta que planté la palma de la mano en sus duras nalgas. Águeda se cimbreaba, provocando que sus melones escaparan de mi boca. Loco de pasión, la agarré firmemente por la espalda y lamí su cuello. Ella se pegó a mí. Noté su vientre contra mi pito y alarmado, me separé. A un metro de distancia, jadeantes los dos, vi las mejillas arreboladas de Águeda, sus pezones hinchados por mis succiones, la piel blanca y las venas azules de sus tetas. Ella miraba el bulto de mis pantalones. Luego, deslizó las manos bajo la falda, alzándola. Sus muslos quedaron a la vista, blancos y fuertes. Meneó el trasero y se quitó las bragas. Pude ver un pedazo de tela color carne en sus manos.
-¡Oh, Dios mío!- acerté a gemir. Lo íbamos a hacer. Y tuve miedo.
-Ven- dijo Águeda, con voz ronca. Tiró la prenda encima del cestillo. Se apoyó en el murete mientras yo me acercaba. Guió mis manos a sus caderas y luego, lentamente, se fue subiendo la falda. Desde mi posición, no veía su entrepierna.
-Tócame- ordenó. Deslicé una mano por su muslo. Quería pensar en otra cosa pero no podía. Mi imaginación me excitaba aún más que lo que estaba haciendo. Recordaba las fotos de las revistas y me volvía loco al pensar que mi mano iba a tocar ese punto secreto. Rocé el pliegue de piel entre los muslos y la vulva. Noté vello.
-Eso es mi coño- anunció Águeda con un suspiro. –Vas muy bien, zagal, sigue así-. La temperatura de aquella zona era alta, y estaba húmeda. Me extrañó aquel fenómeno. Parecía que Águeda se hubiera meado encima. Acaricié la mata de vello que escondía su sexo, hundiendo los dedos entre los rizos. Con la palma de la mano, rocé sin querer una protuberancia, lo que hizo que mi tía diera un respingo. -¡Sí, joder, ahí, toca ahí!- Supuse que aquel bulto sería el clítoris, así que apliqué dos dedos contra él. Águeda me agarró del cuello, moviéndose como si tuviera el demonio dentro. –Lo estás haciendo muy bien-. Su otra mano me cogió la muñeca, guiando la mano que le daba placer. Frenó el ritmo y alargó los movimientos. Froté todo su sexo, desde el vello de la vulva hasta una zona suave que debía quedar entre el coño y el culo. A cada pasada, mi tía gemía y respingaba, haciendo que las tetas bailaran delante de mi nariz.
-Méteme un dedo- ordenó. Dudé. Había notado calor, humedad, pelo... pero ningún agujero por donde meter nada. Sabía que existía, pero no exactamente dónde. De nuevo me leyó el pensamiento. Guió mi dedo hasta el clítoris. Luego, lentamente, lo encaminó hacia abajo. –Aprieta un poco, sigue por ahí- dirigía. Noté cómo su carne se iba separando, envolviendo el dedo, hasta que lo encontré. Con suavidad, mi dedo se introdujo en su cueva. Un suspiro de satisfacción le dio la bienvenida. Tenía un dedo dentro del sexo de mi tía, y con la palma de la mano apretaba su clítoris. La otra mano sujetaba una nalga por debajo, y sus tetas bailaban ante mis ojos. Aquello era lo más importante que me había pasado en la vida.
Águeda ordenó movimiento. Empecé a meter y sacar el dedo. ¡Me la estaba follando con la mano! Su sexo empezó a chorrear. Pensé que se meba, y me daba lo mismo. No pensaba apartarme de ella. La palma rozaba el clítoris, y al cabo de unos minutos, sentí sus espasmos, cómo cerraba las piernas en torno a mi mano, inmovilizándola. Los músculos de su sexo también se tensaron, oprimiendo al dedo en su interior. Poco a poco, a medida que se relajaba, supe que había llegado al orgasmo. Sonriente, apartó mi mano de su entrepierna y me besó en los labios, la barbilla, el cuello... satisfecha, deslizó las manos por mi cuerpo inmóvil. Yo quería que me tocara, que abrazara mi pito, que aquel rato no se acabara nunca. Mis deseos se hicieron realidad cuando metió una mano en mis pantalones mientras me lamía el cuello. Toqueteó la cabeza de mi pito. Gemí. Ahora me tocaba a mí. Me giró para dejarme apoyado contra el murete.
-Lo has hecho muy bien, zagal- ronroneó, bajándome los pantalones. Sentí vergüenza, un sentimiento un tanto extraño viendo lo que ya había pasado. -¿Es la primera vez que...?- Asentí sin decir nada. Me bajó entonces un poco los calzoncillos, lo justo para que la cabeza de mi pito quedara expuesta. –Es grande, ¿sabes?- informó Águeda, pasando dos dedos por el frenillo. Un par de gotas de líquido claro asomaron por el tercer ojo. Ella las recogió con sus dedos, extendiéndolas por todo el capullo. –Tienes una polla enorme, sobrino-. No sabía si lo decía con conocimiento de causa o por excitarme aún más. Yo no tenía con quién compararme. No había visto otros rabos que no fueran los de las revistas, y visto lo visto, engañaban mucho a los videntes.
De un tirón, Águeda me bajó los calzoncillos hasta los tobillos. El incipiente vello estaba enhiesto. Agarró el tallo de la verga, masajeando con suavidad. Me quedé con los ojos en blanco. Me iba a correr en nada. Mi tía comenzó a lamer el lóbulo de la oreja: -¿Ya sueltas leche, cabroncete?- Aquello me volvió loco. Los espasmos, incontrolables, llegaron desde lo más profundo de mi columna vertebral. Doblé las rodillas, imitando el gesto de la fornicación con todo mi cuerpo. Quise gritar pero estaba mudo. El semen salió disparado, manchando la mano de Águeda, que apretaba con fuerza el tallo de la verga. Un instante después, llegó la vergüenza.
-Lo siento-, dije, sin poder mirarla a la cara, rojo como las fresas que habíamos recogido. Soltó la polla, recogió las bragas y se limpió la mano con ellas. Después hizo lo mismo con el miembro.
-No tienes por qué- me contestó. –Vístete. Tenemos que volver a casa.