La tía...

El amor y las relaciones sexuales no tienen edad, y mientras más extraña parecen se gozan más. ¿No es cierto, tía querida?

La tía

Cuando la conocí, al comenzar mi noviazgo, tenía poco más de cincuenta años, soltera, agradable, chiquita, carnosa, con piernas perfectas que llamaban la atención y provocaban una especie de deseo interior muy difícil de disimular. No se quitaba los zapatos con tacos altos ni para dormir, acomplejada por la baja estatura, y era grácil y llena de alegría de vivir. Trabajaba en dos lugares, a la mañana y a la tarde, de manera que tenía buen pasar y apoyaba a sus sobrinos en todo, como si fuesen sus hijos. Mi novia, por entonces, era su mimada, y durante los dos años de relaciones nos acompañaba a todos lados, sin molestar ni hacerse notar, cómplice a ultranza de la sobrina perfecta, educada y responsable. Cuando nos casamos se hizo aún más compinche, y cuando nacieron los hijos su presencia en casa aumentó. De pronto, y por esas cosas de la vida, en sólo tres o cuatro años se quedó sola, sin padres y sin hermana, mi suegra, habitando la casa enorme y llena de fantasmas. Mi mujer se afligía por ella, la llamaba por teléfono temprano y también tarde, siempre preocupada de saberla sola.

La idea nació de mí, y mi mujer y mis hijos no podían ocultar la felicidad cuando la tía adorada vino a vivir definitivamente con nosotros. Siempre nos llevamos bien, pero desde el momento en que la vida cotidiana se hizo común todo fue mejor, y los amigos más íntimos bromeaban acerca de que tenía dos mujeres, una oficial y otra encargada de cuidarme cumpliendo lo que mi esposa no podía, ocupada con el consultorio y los trabajos en la clínica. Era cierto: la tía se empeñaba en mimarme, cuidarme, hacerme sentir bien mientras trabajaba en mi escritorio cumpliendo el duro oficio de escribir. Me cebaba mates, traía café, revisaba los originales para encontrarles errores gramaticales aprovechando su experiencia como maestra, ya jubilada, reía con mis fantasías y lloraba cuando las anécdotas la conmovían. A veces sentía que me trataba como al marido que nunca tuvo, que actuaba con espontaneidad cumpliendo papeles de esposa, arreglándome la corbata en el momento de salir a la calle o sugiriendo utilizar otra para que hiciera juego con el traje o la camisa, y a medida que pasaba el tiempo sus actitudes se acentuaban, pero de manera tan exquisita que las gozaba con sensación de agraciado, feliz de tener una excelente mujer en la cama y otra perfecta en las horas cotidianas, capaz de sentarse a mi lado para cebarme mate y hacerme sentir cómodo.

El día que cumplió sesenta y cinco años vinieron dos o tres de sus amigas a saludarla y no pudieron ocultar la envidia que sentían al verla en plenitud, con la madurez vital, y tan encantadora como lo fuera en la flor de su edad. Sólo entonces supe su gran secreto, o su callada soledad: a los veinte años se enamoró perdidamente de un hombre mayor, amigo íntimo de su padre, tan consciente de la amistad que nunca se atrevió a pedir su mano, por temor a que el amigo lo tomara a mal, y ella comprendió la postura y prefirió mantener un noviazgo platónico, también incapaz de provocar el disgusto con sus padres. No sufrió demasiado: el novio falleció poco después en un accidente, y ella se conformó con el recuerdo de sus conversaciones generales cuando visitaba al amigo o de los momentos que pasaban en la estancia que la recibía los fines de semana. Ni mi mujer conocía el secreto, por cuanto los hechos ocurrieron cuando ella derivaba en la primera infancia, y ese día de su cumpleaños la tía despidió a sus amigas, ayudó a mi mujer a acostar a los chicos y me preguntó si quería tomar unos mates mientras leía. Por supuesto que sí, y en cuanto la casa guardó silencio vino con los arreos del mate y se instaló en el sillón de siempre, arreglada y prolija, suavecita y amable, cargando encima ese halo de madurez sabrosa que en los últimos tiempos me hacía cimbrar con fantasías desopilantes.

—Quiero hablar contigo —dijo, con mejillas levemente ruborizadas.

—La escucho, entonces… —Respondí, cerrando el libro, poniendo gesto de picardía y complicidad.

—Quiero irme a vivir sola.

—¡Qué dice, tía! ¡Cómo se va a ir de nuestro lado con todo lo que la queremos!

Me sirvió el mate, me lo alcanzó con movimientos inusualmente pícaros, traviesos, seguramente avispada ante la mirada de mis ojos a sus piernas arrebatadoramente perfectas, impecables.

—No tengo más remedio… Y preferí hablar contigo antes que con Anahí, para que me ayudes a convencerla de que es lo mejor para todos —señaló, sacando el pañuelo de la manga de la blusa y secándose los ojos.

Su actitud me produjo una extraña sensación de angustia, y sólo entonces tomé conciencia de cuánto y cómo quería a esa mujer. Me levanté del sillón y me arrodillé frente a ella. Sin soltar el mate le tomé las manos con la mano libre y ella me correspondió sin dudar, estrujando mis dedos, llevándola hasta su boca para besarla con sus labios húmedos: «¡Oh, querido mío!», exclamó, con una queja que le surgía del alma, de las profundidades más intensas de su corazón. Puse mi cabeza en su regazo, besé sus muslos por encima del vestido, percibí con claridad el aroma exquisito del perfume que le traje de uno de mis viajes a Suiza. Sus manos me acariciaron los cabellos, la nuca, penetraron por el cuello de la camisa hasta la espalda y las uñas largas y suaves dibujaron extrañas conmociones en la piel. Sin poder evitarlo, entregado totalmente a los reclamos de algo que estaba mucho más allá de la voluntad, coloqué las palmas de las manos en la cintura, percibí con total claridad la dureza del látex de la faja que utilizaba desde siempre para disminuir la voluptuosidad de sus formas, pero a pesar de la sensación de coraza alcancé a encontrar las palpitaciones de la carne. Bajé por sus costados, froté levemente sus muslos, encontré las hebillas de las ligas, alcancé el ruedo de la pollera, me encontré de pronto con la delicia de su piel lechosa, firme, dura, increíblemente capaz de conmoverme la hombría desde la sombra al cabello.

Me dejó hacer, permitió que me extraviara en la madurez de sus encantos, que me llenara las manos con las exuberancias de sus muslos plenos. De pronto, como si acabara de recibir un golpe eléctrico, dio un salto y me obligó a quedarme quieto, convencido de haberla molestado, pero inmediatamente me tomó el rostro y me exigió alzar la cabeza para que su boca se pegara a la mía en un beso colmado de necesidades imperiosas, incontenibles. Sus labios sólo estaban pegados a los míos, aunque húmedos y melosos, y comprendí que eso era todo lo que sabía acerca de la ciencia del beso, quizá porque hasta entonces nunca había sentido el gusto de un verdadero beso de amor. Lentamente, con temor a que cualquier movimiento mal dado interrumpiera lo que en esos momentos sucedía casi milagrosamente, le tomé la mejilla, la forcé a abrir los labios y con minuciosidad de hormiga penetré con lengua y dientes en la virginidad de su boca. No hizo nada más que aceptar las caricias de la lengua, pero poco a poco sus respuestas se hicieron sentir, y no sólo la de su lengua, sino también la de sus manos: fueron por mi pecho, palparon mis hombros, recorrieron mis brazos, anduvieron por mi cintura, tomaron los pliegues rotundos del estómago. Entonces puse la mano izquierda en su nuca, para apretar con más fuerza la ambición de besarla, de profundizarla, y la derecha se llenó de osadía para perderse por debajo de su pollera y navegar en los misterios de su entrepierna.

—Por eso quiero irme, querido, porque cada día que pasa es un suplicio peor que estar en el infierno —dijo de pronto, inmovilizándome, conteniéndome, imponiendo la barrera que le permitía recuperar el dominio que hasta segundos antes había perdido—. No es cierto que sólo amé a un hombre. En realidad amé a dos, al que perdí hace ya tantos años y al que encontré el mismo día en que Anahí te trajo a casa para presentarnos al novio. Nunca te diste cuenta de mi amor, de todo lo que significabas para mí, y a medida que pasaban los días el amor se leudaba hasta tornarse insoportable. Hoy, cuando mis amigas se pusieron a hurgar en mi pasado, comprendí que debía alejarme, y mucho más ahora, con estos minutos que me hiciste vivir como jamás lo hubiese soñado.

—Siempre la estuve deseando, pero esta noche comprendí cuánto.

—¿Ves? Por eso quiero irme lejos, donde no pueda verte. Siempre leí en tus ojos que me deseabas, bandido

No dije nada. Me levanté de la alfombra, dejé el escritorio y fui a las habitaciones. Mis hijos ya dormían como benditos, cansados de tanta actividad, y mi mujer se arreglaba para ir a la clínica: «Lo siento, mi amor, pero hubo un accidente terrible y nos derivaron dos heridos gravísimos, que necesitan cirugía urgente. Estoy muerta, pero no tengo escapatoria, así que seguramente estaré volviendo de madrugada, si es que terminamos. Me llevo el auto…», señaló, y la acompañé al garaje, aguardé a que saliera, cerré el portón y volví al escritorio, pero la tía no estaba.

Por un momento recuperé la racionalidad, me sentí capaz de resistir el tironeo intenso de las entrañas. Tenía quince años de matrimonio feliz, satisfecho, con tres hijos engendrados a fuerza de buen amor, un pasar suficiente, y mi mujer se bastaba para mantener mi sangre satisfecha, aunque en los últimos tiempos las guerras de amor se libraran con más estrategia que intuición, y sólo en momentos propicios. Mi mujer llegaba de la clínica muerta, después de cuatro o cinco horas en la mesa de operaciones, cargada con las tensiones perfectamente entendibles, y sólo nos desatábamos en vacaciones o durante esos raros fines de semana en donde no pasaba nada. Había tenido un par de experiencias extramatrimoniales, pero no dejaron nada, n siquiera ansias de repetirlas, y por alguna parte del cerebro comenzaron a vibrar las exigencias del cuerpo cuarentón, bien conservado, con pocas adiposidades y mucha musculatura conservada gracias al gimnasio. Pero también sentí con claridad el reclamo del corazón, el grito de sentimientos marcados a lo largo del tiempo para brindarlos a esa mujer que, desde tanto tiempo atrás, estaba mezclada en los diástoles y sístoles de la vida mucho más que mi mujer, porque la tenía a toda hora y jamás me incomodaba. Al contrario: me agradaba, me hacía sentir bien, me cuidaba con ternura, e íntimamente le agradecía por venir al escritorio con el mate y el termo o la bandeja de café, y también la frescura de su forma de ser, siempre arreglada, siempre impecable, con la sonrisa a flor de piel y la risa pronta. Sus piernas me alegraban el día, me obligaban a arreglarme el pantalón, y muchas veces, mientras aguardaba el regreso de mi mujer con los deseos anchos, espesos, desbordados, rogando que no llegara cansada y se sintiera dispuesta a las travesuras de cama, pensaba en lo lindo que sería echar mano a la tía que siempre estaba en casa, que iba y venía con el ruido personal de sus tacos altos y entraba o salía con los encantos maduros derramándose por todos lados.

Hice de tripas corazón y salí del escritorio, crucé el patio interior y me dirigí al departamento que la tía utilizaba para tener mayor intimidad, tan confortable que lo había construido con el propósito de que posibles invitados se hospedaran cerca de nuestros afectos. Toqué la puerta con los nudillos y entré, decidido a no perder la oportunidad que se me presentaba. La tía se encontraba en la pequeña salita de entrada, sentada en el sillón grande y visiblemente llorando, quizá molesta por mi repentina forma de dejarla.

—Anahí se fue a la clínica y no volverá hasta la madrugada —dije, con la puerta abierta a mis espaldas, dispuesto a salir si me lo pedía.

—No deberías estar aquí —señaló.

—Si quiere me voy, porque no deseo hacer nada que usted no quiera. Pero le prevengo que vine dispuesto a continuar lo que estábamos haciendo en el escritorio.

—No hacíamos nada malo

—Efectivamente. Nosotros no podríamos hacer cosas tontas, locas, desconsideradas, pero tampoco estaríamos dispuestos a impedirlas, ¿No es cierto?

—No debí confesarte que te quiero.

—Siempre supe que me quería, aunque no de esta forma. A veces soñaba, pero me parecía imposible

Me acerqué, me senté a su lado, le sequé las lágrimas, la atraje hasta mi cuerpo, la besé profundamente, y tomé confianza al sentir sus brazos haciendo fuerza para unirse más. Sus pechos me sorprendieron, por pequeños y duros, y al sacarlos por encima de la blusa la sorpresa se tornó en admiración: parecían esculpidos en mármol, con pezones maravillosamente rosados, adolescentes, gruesos y enjambrados como las uvas maduras. Tenían gusto a luz, a cresta de amanecer, y al tomarlos con los labios los sentí crecer, erguirse, enfrutecerse: «¡Me estás haciendo enloquecer!», exclamó, y como respuesta le tomé una mano y la llevé hasta el sitio donde mi hombría se erguía como un trozo de quebracho ardiente. Sólo puso la mano en el bulto desafiante, como con temor, pero de a poco fue tomando confianza y comenzó a frotarlo, aunque tímidamente. La levanté en brazos y la llevé al dormitorio, apagué las luces, pero dejé el ventanal que da a la calle totalmente abierto, de manera que la luz de la iluminación penetraba intensamente. Le saqué los zapatos, desprendí las ligas, deslicé las medias, besé cada porción de pantorrillas, rodillas y muslos que surgieron con suavidad de cerámica perfecta, y sólo cuando alcancé el borde inferior de la faja me las ingenié para destrabar la pollera: «¡No, querido!, susurró, consciente de que mis ojos gozaban ante tamaña desnudez, o quizá avergonzada de que descubriera el secreto de mujer de otros tiempos. Pero la tía se encontraba tan dispuesta como yo, y con movimientos ágiles abrió la cama, se hundió entre las sábanas y con manos advertidas se quitó los estorbos: «¡Qué loca soy!», aseguró, con los ojos clavados en mis movimientos de quitarme camisa, pantalón, zapatos, medias, calzoncillo, y entrar en la cama para tenderme a su lado.

«No sé qué hacer…», confesó, ya hundida en mis brazos, con la desnudez temblorosa, y le expliqué paso a paso cómo debía comportarse: primero aprendió a reconocer la razón de un hombre, palparla y sopesarla, sostenerla y empuñarla, sentirla endurecerse y adquirir dimensiones necesarias; luego se animó a contemplar de cerca la raíz caliente que la atraía, la magnetizaba, tanto que la acercó a los labios para susurrarle cosas íntimas, que me obligaron a arquearme ante los primeros rezongos del placer. Entonces di un manotón y las sábanas volaron y quedamos bañados por los resplandores de la luz: «Estoy viejita…», murmuró, molesta de que mis ojos avanzaran sobre su envergadura en fruto, no en la flor que hubiese querido ser en esos momentos para brindarme lo mejor de sus pétalos y aromas. Me apoderé de sus pechos con la boca, acaricié con los dedos la espesa selva que le guardaba los rincones, encontré con las puntas de los dedos las carnaduras asustadas, temblorosas, aunque ya levemente húmedas: «Tendría que haberme dado una ducha…», dijo, pero la besé profundamente en la boca, enredé mi lengua con la suya, y antes que pudiera reaccionar enterré la cabeza en su entrepierna y exploré hasta el último de sus rincones con el fervor del oso hormiguero, ávido de mieles y reverberaciones. Tenía el clítoris largo, carnoso, y en cuanto sintió la succión se irguió como un pájaro despertando al amanecer, y pude apreciar la brotación imperiosa del primer orgasmo: «¡Dios mío, me muero!», gritó la tía, apretando instintivamente mi cabeza contra su vientre, moviendo la pelvis hacia arriba en el afán de profundizar las estocadas de la lengua. Entonces me di vuelta, giré ciento ochenta grados sin quitar la boca del socavón donde brotaban espumas de sol, chirridos de miel, alaridos de tiempo sideral, y casi morí también yo al sentir que los labios de la tía se animaban a besar, estrujar, paladear, saborear la antera que le estaba ofreciendo. No sabía cómo hacerlo, jamás había imaginado siquiera que algo así sucedía entre los amantes, y no fueron pocas las veces en que debí contener el deseo de gritar cuando los dientes raspaban la corona avispada que apenas le cabía en la boca.

Cuando sucedió el segundo orgasmo dejé de paladear la vulva y me concentré nuevamente en la boca, en los pechos, en decirle todas las cosas bonitas que me surgían del corazón, y con instinto de tigra en celo la tía se fue acomodando, me fue acunando, me fue buscando, hasta que sin necesidad de guía ni nada que se le parezca su hueco se amoldó a la punta de mi espada y la obligó a penetrarla, dificultosamente al principio, más fácil después, un poco resistente de pronto, hasta que algo se desgarró en las profundidades y el miembro se deslizó hasta el límite. Me permití la hazaña de permanecer quiero, de no moverme, de endurecer el miembro y aflojarlo, mientras la tía me imitaba, me lo estrujaba fieramente con todos los músculos vaginales, hacía leves movimientos de pelvis para que todos sus interiores reconocieran la invasión a que serían sometidos. Aguanté todo lo que pude en la quietud total, y cuando pensé que ya no daba más la tía comenzó el movimiento, lo intensificó, la ganó la avidez, impuso todo el conocimiento que las hembras de trescientas treinta y tres generaciones de inteligencia humana lograron estibar, y vibró como las cigarras, cantó como lo hacen las locas en los manicomios, relinchó como las potrancas primerizas, levantó vuelo como las bandadas de garzas ante la irrupción del halcón asesino, y me fue exigiendo el final entre estampidos de amor brotando desde las oquedades de sus entrañas.

Para ella fue la primera vez, y también para mí, porque, debo confesarlo, jamás había sentido hasta entonces los estremecimientos absolutos del amor, y la vida nos premió con grandeza, ya que a medida que pasa el tiempo tenemos más libertades para disfrutarlo: los hijos se hacen grandes, no paran en casa, y mi mujer cada día tiene más trabajo en la clínica y vuelve más cansada y sin ganas ni siquiera de un beso de labios: «Mañana cumplo setenta y cinco…», me recordó la tía al despedirnos anoche, y puedo jurar que en cada nueva ocasión nos deleitamos más, ya definitivamente convencidos de que para el verdadero amor no existe la diferencia de edad.