La terraza de Avenida de América

Hay un camarero en un bar de Avenida de América que me pone mucho... Resulta que el camarero tiene unos amigos taxistas que tampoco están nada mal...

La terraza de Avenida de América (I)

Pues no sabría deciros, pero creo que ya llevo más o menos cuatro años currando en una papelería por la zona de Prosperidad, cerca de Avenida de América. Casi siempre tengo turno de tarde, lo cual es estupendo, porque no tengo que madrugar, aunque las tardes a veces se llevan un poco cuesta arriba, ya que tienden a hacerse largas y tediosas, mucho más que las mañanas, especialmente cuando empieza el buen tiempo y ves a la gente disfrutar de las terrazas, mientras tú estás encerrado en un local atiborrado de material escolar e iluminado por una mortecina luz de neón.  En algunas ocasiones, tengo incluso la impresión de que el tiempo pasa con más lentitud desde que atravieso el umbral de la dichosa papelería pero, con todo, no es un mal trabajo.  Además, echamos el cierre a las nueve y, aunque tengo que dedicar una hora extra a asuntos administrativos, a las diez en punto estoy libre casi todos los días. Es una vida rutinaria y monótona: atender clientes, facturar, hacer y recibir pedidos, rellenar albaranes…  No es, ni mucho menos, lo que soñaba hacer cuando era niño pero, al menos, paga las facturas y la hipoteca de mi casa.

Y así ha transcurrido mi vida durante los últimos años, sumergido en una gris monotonía de casa al trabajo y del trabajo a casa. A veces, sientes que la vida pasa por delante de tus narices sin que suceda nada emocionante, y tú tampoco haces nada para cambiarlo; eso es algo que, de vez en cuando, me genera cierta desazón.  No obstante, de unos meses a esta parte,  mi trabajo ha dejado de ser tan terriblemente gris, y la culpa la tiene el breve trayecto que hago desde la papelería en que trabajo hasta el intercambiador de Avenida de América. Ese paseíllo se ha convertido en el principal aliciente de mi aburrida jornada laboral y todo es por culpa de una terraza que instalaron junto a la parada de metro el invierno pasado.

La plaza permaneció cerrada por obras durante meses, a causa de la renovación y ampliación del intercambiador pero, a medida que la obra fue avanzando y se fueron cerrando las brechas en las aceras, la gran plaza empezó a recobrar su aspecto habitual y los pequeños negocios que salpican desde siempre su fisonomía empezaron a reconquistar el terreno que, durante meses, les había sido arrebatado. Uno de esos negocios es un pequeño bar por cuya puerta vengo pasando a diario los últimos cuatro años. Nunca había despertado en mí el más mínimo interés, aparte del penetrante olor a fritanga que suele desprender, hasta que, el invierno pasado,  decidieron instalar una terraza al aire libre. Esta terraza, como viene siendo habitual en buena parte de los bares, en invierno, con el frío, es utilizada para los clientes fumadores y, desde que empieza el buen tiempo, una estación larga en Madrid, sirve como prolongación al aire libre del escueto salón del bar, un pasillo largo y estrecho en el que apenas hay sitio para dos o tres mesas. La terraza es amplia y está cubierta por paneles de plástico transparente. Tiene una enorme pantalla de televisión en la que, casi a diario, hay un campo de fútbol dibujado,  y la atronadora voz de un comentarista deportivo sirve casi siempre de banda sonora para ese pequeño rincón urbano, un oasis plastificado en medio del tráfico y el barullo de Avenida de América en el que lo más llamativo es, indudablemente, el camarero que lo regenta.

Se trata de un chaval joven, de unos veinticinco o veintiséis años, rubio, con el pelo rapado a máquina de forma casi permanente, un poco bajito (al menos, comparado conmigo, que mido más de metro ochenta), pero ancho de espaldas y con un tórax enorme y, lo más importante, con un culo tremendo, embutido siempre en un pantalón de tergal negro, ligeramente estrecho para sus anchísimas piernas. Es uno de esos tipos que, en lugar de crecer a lo alto, lo ha hecho a lo ancho, a base de horas de deporte, con cara de niño travieso y unos ojos azules casi transparentes. No recuerdo haber visto desde que lo conozco ni una mota de barba en su rostro, siempre impolutamente afeitado y, aunque parezca una tontería, lo que más me atrae de él es un pequeño pendiente con un brillante que cuelga de su lóbulo derecho.

Por lo demás, parece un tipo simpático, siempre con una bandeja entre las manos, portando cañas, copas, refrescos, cafés, tablas de patatas y calamares, y pendiente de que no falte absolutamente nada en ninguna de sus mesas. Controla su pequeño territorio como un halcón, rápido como una flecha, entrando y saliendo del pequeño bar a la velocidad del rayo. De hecho, recuerdo haber tropezado literalmente con él en una o dos ocasiones, ya que tengo la manía de caminar pegado a las paredes y, en algún momento, casi le he hecho tirar el contenido de su siempre abarrotada bandeja, aunque su pericia en estas lides le ha hecho salir airoso en todas las ocasiones. Secretamente, he lamentado no ser causante de este pequeño accidente, que sería la excusa perfecta para entablar conversación. Es posible incluso que, de forma inconsciente, quiera provocarlo, aunque durante meses, me he conformado con verlo día a día, con ese uniforme negro ligeramente apretado, con esa cara de niño crecido y con ese aire ligeramente marcial de sus rápidas zancadas. Son tan sólo unos segundos lo que duran estos breves encuentros, pero me he dado cuenta de que ése es uno de los momentos más excitantes de cada uno de mis grises días.

Al principio, me conformé con hacer un tallaje casi militar de su ancha anatomía, pero la curiosidad es uno de los defectos humanos más imperiosos así que, poco a poco, me descubrí con ganas de conocer más detalles sobre ese camarero. Escuchar su voz no fue complicado ya que, a pesar de los berridos de los comentaristas deportivos de la tele, en alguna que otra ocasión he podido escucharle recitar la carta del bar y tomar nota de los pedidos. Conocer su nombre tampoco me costó demasiado, ya que su compañero de cocina siempre está llamándole a grito pelado desde dentro, diciéndole que  las comandas están preparadas.  Cuando supe que se llamaba Migue, pensé que ése era un nombre más que apropiado para aquel arcángel rubio, de ojos azules, pero con cierto aire rudo en su cara aniñada. Podía imaginármelo, espada en mano, amenazando a un sátiro como yo y pisándole la cabeza, al igual que el Santo hiciera con el Demonio.

No obstante,  la curiosidad siguió pinchándome y quise saber más cosas sobre él. El resto de las conclusiones que saqué fueron una mezcla de realidad y ficción, cosas que fui hilando, día a día, en mis fugaces paseos por Avenida de América, y comentarios que capturé en el aire, fingiendo distracción cada vez que pasaba por allí. Nunca había visto cómo vestía en su vida cotidiana, hasta que una tarde, que entró un poco más pronto en su turno, pude verle, de camino a mi trabajo, aparcar la moto junto a la terraza, casco en mano, luciendo una chupa de cuero blanca y negra con parques, que aceleró mi ritmo cardíaco hasta límites insospechados. Llevaba botas de piel, vaqueros ajustados y unas gafas de sol tipo ‘Arnette’, que le daban una turbadora apariencia de ‘malote’. Pero ese episodio fue en febrero: hacía sol, pero un frío glacial, así que vestía de invierno. De hecho,  mi imaginación tuvo que discurrir cuál sería su apariencia en verano, desde el momento en que se quitaba esa camisa negra y aquel estrecho pantalón de tergal con el que le veía día a día. Me lo imaginé en pantalón corto, con unas zapas de deporte y con las gafas de sol a modo de diadema sobre su rubia cabeza, rapada al cero uno o cero dos. Es más; mentiría si dijera que no me hice ninguna paja pensando en su abultado trasero, en los descuidados botones desabrochados de su pecho, o en el pequeño cerco de sudor que, desde que había empezado el calor, se dibujaba bajo su camisa negra  casi a diario. Jamás habíamos cruzado una sola palabra y es posible que no lo hiciéramos nunca, pero aquel camarero rubio era el centro de buena parte de mis fantasías.

Siempre tiendo a pensar que paso muy inadvertido por la vida. Al fin y al cabo, soy un dependiente alto y desgarbado que camufla bastante bien las cosas que siente, piensa o le inquietan. A pesar de mi exhaustivo fichaje de Migue, dudo que él haya reparado siquiera en mi mera existencia, a pesar de que alguna tarde he vislumbrado un atisbo de sonrisa dibujada en su cara, al cruzarnos en mi regreso a casa. Es posible que se haya familiarizado con mi cara, del mismo modo que yo le he convertido en el centro de mis fantasías, aunque lo más probable es que se trate de una sonrisa de cortesía, la misma que le dedica a sus clientes cuando recoge el platillo con las propinas. Quizá la culpa es mía. En más de una ocasión, he pensado en sentarme en esa terraza y pedir algo, pero tampoco serviría de gran cosa. No pasaría de ser un cliente solitario que se toma una caña o un café, mientras finge poner atención en un partido de fútbol. Así he dejado transcurrir los últimos meses, con la esperanza de cruzar un par de palabras y conseguir que Migue repare en mi existencia, de la misma manera en que yo centro mi atención en la suya. Quizá algún día suceda… O quizá, no, así que hace unas semanas, decidí dejar de confiar en los designios del Destino, nunca muy favorables a mis propósitos y, tras armarme de valor, tomé la firme determinación de pasar a la acción.

Hace dos o tres viernes tocó hacer albarán y facturación así que, en lugar de salir a las diez, mi compañero y yo nos quedamos en la papelería hasta casi las doce de la noche. Los sábados solemos hacer media jornada de mañana, así que en algo más de ocho horas me tocaría volver a estar allí, al pie del cañón. Aquella tarde, mientras revisaba el ‘Excel’ con los pedidos, no pude dejar de pensar que mi vida era la más triste y miserable de las existencias humanas.  Para más inri, tenía que soportar las quejas de mi compañero, encabronado porque las dos horas extra le impedían ver el dichoso partido inaugural de la Selección de Fútbol, que sonaba de fondo mientras revisábamos los pedidos recién llegados.  Los chicos de España perdían y mi compañero estaba cada vez de peor humor, maldiciendo a los futbolistas holandeses, a nuestro jefe, al seleccionador nacional y a los pedidos de bolígrafos y folios por igual. Aquellas dos horas, salpicadas por un par de aclamaciones callejeras, señal de que la Selección había marcado un par de goles, fueron interminables, sobre todo porque las largas tardes de junio provocaban que los últimos rayos del sol entrasen por los escaparates acristalados hasta ya bien entrada la noche, recordándonos que, mientras la gente disfrutaba del ambiente festivo propiciado por el fútbol, nosotros estábamos encerrados, calculadora en mano, haciendo recuento de bolis, cajas de papel, estuches y plumieres, y demás artículos escolares. ‘Ojalá todos los niños del mundo se murieran y no tuviera que vender un solo lapicero más‘, pensé mientras cerraba el Excel en el que habíamos actualizado todo el material recibido de cara a la campaña de vacaciones.   Cuando terminamos, poco después de las 23:45, le propuse a mi compañero tomar algo para resarcirnos de nuestra tarde de trabajo extra y de la derrota futbolera, pero él había quedado con su chica y con otros amigos para celebrar lo que consideraban una victoria asegurada, así que se excusó y salió pitando de allí. Me encargué de echar el cierre y me encaminé, como todos los días, hacia el intercambiador. Al menos, con la derrota futbolera, el metro no iría lleno de niñatos con la cara pintada de rojo y amarillo, pegando berridos, y podría concentrarme en la novela que había empezado un par de días antes. Caminaba enfrascado en estos pensamientos, cuando llegué a Avenida de América y vi la terraza de Migue completamente desierta.

No solía pasar a horas tan avanzadas, así que estaba acostumbrado a ver aquello mucho más concurrido. Supuse que sus clientes se habrían ido a casa un poco entristecidos tras la derrota del equipo patrio. Llevaba varios días dándole vueltas a la idea de hacer algo para darme a conocer así que, casi sin pensarlo, me senté en una de las desoladas mesas y me puse a mirar distraídamente la tele, donde los comentaristas habituales hablaban con caras tristes de la humillante y decepcionante derrota deportiva de la Selección. En esto, Migue se acercó a mí:

  • ¿Qué tal? Mala tarde, ¡eh! Bueno, ¿qué quieres que te ponga?

  • Una caña estaría bien…

  • Ok. Enseguida…

Salió disparado hacia la barra y, en menos de un minuto, estaba de vuelta con una enorme jarra de cerveza y un bol de patatas fritas. Yo seguí mirando la tele, fingiendo interés, mientras él pasaba un trapo húmedo sobre la superficie brillante de la mesa y servía el contenido de su bandeja. Me fijé de reojo en sus ajustados pantalones negros, ocultos bajo un mandil negro que le llegaba casi hasta los pies. También reparé en sus fuertes antebrazos, forrados de vello rubio, y fui literalmente incapaz de evitar una mirada furtiva a aquellas axilas ligeramente humedecidas que se intuían bajo la camisa negra de manga corta que lucía, igual de ajustada que el pantalón.

  • Hoy han jugado fatal. Espero que el próximo partido lo hagan mejor. Pero bueno…  En el último mundial también empezamos perdiendo y ¡mira! Al final ganamos, así que no hay nada perdido todavía…

  • Es cierto. Lo había olvidado – me limité a responder, mientras miraba, o aparentaba mirar,  sus ojos azules, casi transparentes.

  • Bueno, si no te importa, voy recogiendo la terraza, que no creo que hoy venga mucha más gente. ¡Tranquilo, eh! Quédate aquí si quieres, que me lleva un rato guardar todo esto…

Empezó a retirar sillas  y a apilarlas en un par de columnas, al tiempo que hacía lo propio con las mesas, encadenándolas a una de las columnas de la terraza. Yo le observaba y puse especial atención en sus musculosos bíceps y tríceps, que se marcaban poderosamente bajo aquella camisa negra.  Aparentaba mirar la tele y daba sorbos intermitentes a mi espumosa jarra de cerveza, cuando se acercó y me dijo:

  • Tengo que desconectar la tele, que no la podemos dejar aquí. Si quieres, pasa adentro, que hay otra.

  • No pasa nada, si no la estoy mirando – me limité a responder.

Fingía poner atención en el programa de televisión, pero mi interés estaba centrado en otro espectáculo, que era aquel camarero exhibiendo su musculosa anatomía mientras recogía la terraza.  Me levanté con mi jarra casi vacía y me dirigí a él:

  • ¿Me pones otra caña, cuando puedas? Me la tomo dentro.

  • Sí, claro, hecho.

Pasamos los dos al salón del bar, completamente desierto y me sirvió otra jarra de cerveza, al tiempo que retiraba la vacía y la colocaba en el lavavajillas.

  • Tómate lo que quieras – me dijo, señalando hacia las bandejas de aperitivos, esparcidas sobre la barra del bar.

  • ¡Gracias! Estoy bien, no quiero nada…

  • Como veas…

Vi cómo salía y descolgaba la tele de la columna, al tiempo que la metía dentro del almacén del bar. Verle de espaldas, cargando con aquel enorme monitor de plasma, me permitió hacer un análisis exhaustivo de su anchísima espalda que, en tensión por la fuerza ejercida, parecía el doble de grande. Terminó de apilar sillas y mesas, acabó de encadenar todo  y replegó los plásticos de la terraza. Cuando acabó, regresó al bar, donde yo seguía degustando mi caña,  y empezó a hablarme:

  • Bueno, pues un mal día que se acaba – me dijo desde el otro lado de la barra, sonriéndome.

  • Pues sí, un mal día que  olvidar – respondí con una sonrisa.

  • Tú vives por aquí, ¿verdad? Me suena haberte visto otras veces.

  • No; trabajo en este barrio, pero no vivo por aquí.

  • Ah, ok. Pero pasas por aquí a menudo, ¿no? Nunca me olvido de una cara y la tuya me suena un montón…

  • Sí, paso casi todos los días por aquí, así que supongo que habremos coincidido alguna vez – mientras decía estas palabras, pensaba en la cara que yo estaría poniendo en ese momento, fingiendo que nunca había reparado en él.

  • ¿Y qué? ¿Te tocó currar hoy hasta tarde o qué?

  • Sí; unos pedidos que llegaron esta tarde. Encima, mañana me toca volver, así que casi hago más vida aquí, que  en mi propia casa…

  • Jajajajaja… A mí me pasa lo mismo. Conozco más caras en este barrio, que donde vivo.

  • ¿No vives por esta zona? – pregunté, siguiendo con mis pesquisas.

  • No; soy de Fuenlabrada.

  • Ah, pues tienes una tiradita entonces hasta aquí.

  • No creas; en la moto, llego enseguida – dijo, señalando hacia afuera, donde tenía aparcada su moto, junto a la terraza que acababa de cerrar.

  • Ah, bueno, en moto seguro que te plantas rápido en Madrid.

  • Voy a echar el cierre, que son ya las doce. No te muevas, ¡eh! Que no te estoy echando…

Según decía estas palabras, se acercó a la puerta y echó el cierre metálico hasta la mitad, para que no entrasen más clientes.

  • ¿Estás tú solo? He visto que sois varios …

Por un momento, me arrepentí de hacer este comentario. Se podría dar cuenta de que había estado fingiendo y que sabía más cosas de él de las que había aparentado. No obstante, él pareció ajeno a cualquier tipo de suspicacia y se limitó a responderme:

  • Sí; mi compañero de cocina se ha pirado ya a casa. Habitualmente, soy yo quien echa el cierre – volvió a colocarse al otro lado de la barra y, después de conectar un aparato que supuse sería el lavavajillas, cogió dos vasos de debajo, al tiempo que recogía una botella de una de las estanterías.

  • Va, venga, vamos a brindar porque la derrota de hoy sea una victoria la próxima semana.

Yo tenía mi cerveza todavía  a medias, pero él sirvió un par de generosos tragos de un licor color cereza, que podría ser pacharán o algo así y, tras escanciar el contenido y acercarme uno de los vasos,  me miró fijamente a los ojos:

  • ¡Por los días de mierda!

  • Por los días de mierda – me limité a responder.

Bebimos aquel chupito y nos quedamos los dos, cara a cara, sonriendo.

  • ¡Jodeeeeeeeeeeeeer! ¿Qué coño es esto, tío?

  • Es ‘Jagermeister’.  ¿No lo habías probado nunca?

  • Joder… Creo que no. ¡Está bueno, pero me ha abrasado la garganta, jajaja!

  • Tranquilo, que el segundo seguro que entra mejor…

Sirvió un nuevo chupito, pero vi que cogía otro par de vasos y los rellenaba hasta la mitad con una lata de ‘Red Bull’. Colocó los chupitos dentro de los vasos y me volvió a sonreír:

  • Así entra más fácil. Ya verás cómo ahora no te ‘abrasa’ la garganta.

  • No sé qué decirte – dije mientras miraba incrédulo aquel vaso, que combinaba los colores de la bandera de la selección-. Joder, está muy bueno, pero me voy a pillar un pedal que no veas…

  • ¡Tranquilo! Come algo, si quieres – dijo señalando de nuevo las bandejas de aperitivos -. Total, todo esto se queda aquí y mañana mi compañero lo tirará, así que mejor aprovecharlo.

Eché mano a un pincho de tortilla y empecé a devorarlo, antes de tomarme el segundo chupito y acabar con el estómago taladrado por aquel licor rojo, que parecía fuego líquido. Cuando terminé y él se percató de que ya estaba dispuesto a beber de nuevo, se quedó pensativo y dijo:

  • ¿Por qué brindamos ahora?

  • Pues por la Selección… La bebida es perfecta – dije mientras señalaba los colores amarillo y rojo de mi vaso.

  • Coño, es verdad… Le voy a decir a mi jefe que ponga una oferta de este chupito para el próximo día que juegue la Selección, jajaja… Va, venga, porque el próximo día aniquilen a Chile…

  • Pues eso…

Brindamos y me bebí de un trago aquella copa que, en efecto, entró con mucha más facilidad que la anterior. Sentí cómo el alcohol calentaba mi garganta, mi estómago y cómo los efluvios del ‘Jagermeister’ empezaban a templar mis venas y a hacerme más intrépido y atrevido.

  • Yo también voy a comer algo, que esta tarde no he tenido tiempo de parar ni un minuto con el puto partido – dijo, mientras se servía en un plato una pequeña muestra de aquel abanico de aperitivos que había sobre el mostrador -. No te cortes y come lo que te dé la gana, tío. Espera, voy a cambiar de canal, que estoy hasta los cojones del puñetero fútbol.

Cogió el mando y puso un canal musical, ‘40tv’, o algo por el estilo. ‘Pereza’ cantaban ‘Estrella Polar’ en ese preciso instante. ‘Joder: catanas, espadas, cuchillos, Leyva restregándose el paquete…’ Pensé en San Miguel amenazando al Demonio con su espada, en el paquete de Migue embutido bajo aquel pantalón negro, en sus ‘Arnette’ sobre la cabeza…  El Destino parecía estar hilando todo, porque aquella canción era perfecta para el momento. O, quizá, yo ya empezaba a estar algo pedo y mis ideas empezaban a girar y girar como si estuvieran en una centrifugadora. Su voz interrumpió mis pensamientos:

  • No te he preguntado tu nombre. Yo soy Miguel Ángel, pero todos me dicen Migue – fingí sorpresa, aunque sabía cómo se llamaba desde hacía semanas, y respondí  mientras emergía de esa tormenta de pensamientos en la que estaba embebido.

  • Fer… Fernando, dije mientras volvía la cabeza y le miraba – me había quedado medio atontado, viendo en la tele el vídeo e hilando todas estas ideas en mi mente.

  • Pues encantado, Fernando – dijo, mientras me acercaba su mano.

  • Igualmente, Migue – respondí, mirándole a los ojos y acercándole la mía, un poco temblorosa por los nervios de aquel momento que había estado esperando tanto tiempo.

Estreché su mano sobre la barra y sentí la fuerza de sus nudillos, así como el ligero sudor de su palma. Él siguió sirviendo comida sobre un segundo plato y me lo acercó.

  • No voy a comer solo – dijo mientras empezaba a devorar un montado de calamares.

Seguimos comiendo con el sonido de la música de la tele de fondo. El tiempo parecía discurrir con más lentitud o, al menos, yo parecía procesar la información con más detenimiento. Podría enumerar, una a una, todas las canciones que sonaron en ese lapso de tiempo, mientras comíamos, cada uno a un lado de la barra.

  • ¿Llevas muchos años currando en este barrio? – me preguntó.

  • Casi cuatro años…

  • Yo llevo sólo uno aquí, pero me gusta. Por aquí pasa mucha gente, con la estación de autobuses y tal…

Según mencionó la estación de autobuses, no pude dejar de pensar en el baño de la estación, lleno de tíos meando. Alguna vez había entrado y era un lugar de lo más sórdido, sucio y maloliente, pero esas cabinas llenas de mensajes escritos con teléfonos, me producían cierta excitación. De nuevo, mi mente se había acelerado y estaba procesando ideas inconexas. Decidí centrarme en la conversación.

  • Sí, es una zona agradable. Céntrica, con mucho tránsito, gente que va y viene…

  • ¡Exacto!  A ver… Yo antes curraba en un bar de comidas en Cobo Calleja y allí sólo veía a chinos – sonrió al decir estas palabras-. Por aquí pasa gente de todo tipo; es más entretenido. Aunque me tenga que subir a Madrid todos los días, mola más currar aquí.

  • ¿El bar es tuyo? ¡Ah! Bueno, no… Que me decías que tenías jefe…

  • Sí; él está por las mañanas. Luego, a medio día, estamos los dos y, por la tarde, sólo me quedo yo. Bueno, a ratos está Hassan, el tío de la cocina, pero él no atiende, a no ser que haya mucho barullo.

  • Entiendo – dije, mientras asentía a sus palabras.

Seguimos hablando durante un rato sobre otras generalidades y me enteré de otros detalles sobre la vida de Migue. Estuve tentado de preguntarle si tenía novia pero, como no mencionó el tema, me pareció un poco indiscreto, así que me contuve. En sus manos no había ningún anillo de boda o compromiso, así que si estaba casado o tenía chica, era una incógnita que no se iba a resolver esa noche. Volví a fijarme en el pequeño brillante de su oreja derecha. De repente, alguien empezó a golpear la persiana metálica, que estaba medio echada.

[CONTINUARÁ…]

La terraza de Avenida de América (II)

  • Hey, Miguelito, ¿estás por aquí todavía?

Ambos giramos la cabeza y pude ver cuatro piernas. Al instante, una cabeza se asomó por debajo del cierre metálico y sonrió con cara divertida.

  • ¡Coño! ¿No has cerrado aún? ¡De puta madre! ¿Podemos pasar a tomarnos una birra el Charlie y yo, chavalote? – dijo el tipo que sonreía por debajo del cierre metálico.

  • Va, venga, pasad. Pero chapo en quince minutos, ¡eh! Aviso…

Miré mi reloj y vi que era la una y pico de la madrugada. El tiempo se había pasado volando mientras hablábamos, bebíamos y comíamos con la música de la tele de fondo. Migue salió rápidamente de la barra y levantó un poco el cierre. Dos hombres pasaron al bar y se quedaron de frente a mí, mirándome descaradamente, mientras el camarero bajaba la persiana  hasta abajo.

  • Voy a echar esto para que no venga nadie más, que si no, no chapo el bar en toda la puta noche – dijo mientras bajaba la persiana hasta el suelo.

Los dos hombres se quedaron mirándome curiosos, y yo les devolví la mirada, escudriñando su aspecto. Ambos rondarían la cuarentena, aunque uno estaba mejor conservado que el otro. Uno de ellos era moreno, de ojos negros, calvo y con el poco pelo del cogote casi rapado: no pasaría del uno o del dos. De hecho, su color de pelo se intuía principalmente por sus espesas cejas negras y por su barba de días, oscura, cerrada, indómita y dura.  La barbilla parecía una auténtica  lija. Sin duda, era uno de esos hombres que se tienen que afeitar a diario. Además, el calvo tenía unos fabulosos brazos morenos plagados de vello. El brillo metálico de un reloj de acero contrastaba con la negrura de sus muñecas, en las que también pude ver un par de pulseritas de cuero. El otro tipo parecía un poco más joven, aunque quizá tendría la misma edad. Lo que sucede es que tenía un aspecto mucho menos fiero, más amable:  tenía el pelo castaño y lucía bigote y perilla, ligeramente más claros que su pelo y salpicados por alguna que otra cana. Sus ojos eran castaños y parecían escudriñar mi aspecto con la misma intensidad con que yo los estaba fichando a ellos dos. Migue se dio la vuelta cuando terminó de echar el cierre y nos presentó:

  • Éstos son Charlie y Toni – dijo mirando hacia mí -. Él es Fernando, un cliente del bar – les dijo a ellos, refiriéndose a mí.

  • ¿Qué hay, chaval? – dijo el calvo,  mirándome con esa sonrisa burlona que ya había exhibido antes; el otro no abrió la boca -. Bueno, ¿qué? Miguelito… ¿Nos pones una caña o qué? Que tengo la garganta como un estropajo, con este calor… Bueno, al Charlie ponle una ‘Sin’, que le toca patrullar toda la noche, jejeje – dijo mientras le daba un codazo al castaño, que seguía con su mirada fija en mí.

Me explicaron que eran taxistas. En efecto, junto al bar había una parada de taxis, que estaba siempre abarrotada de machotes, sentados en sus coches, con las puertas abiertas, esperando por algún cliente que saliera de la estación de autobuses. Es más, la cara de ellos me resultaba familiar y todo. Uno hacía el turno de media mañana y tarde, y el otro hacía la noche y la mañana. Ambos compartían la licencia de taxi y el coche, con lo cual el oficio les salía más rentable. Al parecer, Toni, el calvo, había acabado su turno y Charlie iba a relevarle. Migue les puso un par de cervezas y a mí me sirvió la tercera. Nos quedamos los tres sentados a un lado de la barra, mientras Migue servía las bebidas. A esas alturas, yo ya tenía un pedo considerable, pero no quise rehusar la oferta, por no parecer una ‘nenaza’. Me dispuse a dar un sorbo a mi tercera jarra de cerveza, sin muchas ganas, en verdad.  El tío calvo no paraba de hablar y pude fijarme bien en su aspecto. Mediría uno setenta, tenía rasgos toscos y la poblada barba le empezaba a crecer  desde muy arriba y le bajaba por el cuello hasta confundirse con el vello que se intuía bajo su camisa desabotonada. Pude atisbar los brillos de una cadena de oro con algún tipo de colgante que me pareció una cruz. Vestía camisa a cuadros de manga corta y vaquero, y en los pies llevaba unos náuticos de color marrón. Me llamaron la atención sus dientes, grandes, afilados y blancos, como los de un tiburón. Tenía un aspecto fiero, a pesar de su mediana estatura, y esa sonrisa socarrona no se desdibujaba de su cara en ningún momento. El otro tipo parecía más circunspecto y callado. Llevaba el pelo engominado, pero algo alborotado, y vestía vaqueros y polo azul marino. Calzaba unas ‘Converse’ azules en los pies y parecía haberse echado encima alguna colonia dulzona, que llegaba hasta mi nariz por ráfagas.

  • Joder, vaya puta mierda de partido que han jugado éstos hoy, ¿no? Así no llegamos ni a cuartos – dijo Toni mientras pegaba un largo sorbo a su jarra de cerveza.

  • Es verdad – han jugado como el puto culo. Parecía que estaban dormidos – dijo Migue.

  • Joder, ya te digo, macho. Con la pasta que les pagan, ya podían currárselo un poco más. ¡Me cago en la puta! He tenido que apagar la puñetera radio, porque me estaba poniendo de mala leche. Encima, con el puto fútbol de los cojones, he estado media tarde de brazos cruzados. No había ni un alma en la calle.

  • Sí, estaba todo el mundo pendiente de la tele – intervino por primera vez Charlie, mientras bebía su cerveza sin alcohol.

Se entabló una fugaz conversación sobre el tema de la tarde, la derrota de la Selección contra Holanda, en la que todos participamos más o menos activamente, hasta que el calvo, que no estaba muy contento con la derrota futbolera, decidió cambiar de tercio:

  • Joder, no veáis el último servicio que he hecho hoy. He llevado a una parejita al ‘Eurobuilding’ y no han parado de magrearse y darse el lote en toda la carrera. Me han puesto todo perraco, hostia,  como una moto. No podía dejar de mirarles por el retrovisor del coche. Además, que la tía estaba toda buenorra. Joder… De buenas ganas me la habría follado yo. Ya podían haberme invitado a subir los cabrones. Ahora voy a tener que hacerme una paja o ver si alguna guarrilla me hace un apaño, porque me he quedado con el cipote más duro que un bate béisbol – dijo esto al tiempo que hacía alarde de su entrepierna donde, de hecho, se vislumbraba un buen bulto bajo el pantalón tejano.

  • Siempre estás igual, macho – dijo Charlie -. Eres un puto fantasma. Venga ya, que todos sabemos que no te comes un rosco, tío.

Toni miró a Charlie mientras decía estas palabras y dejó entrever sus afilados dientes bajo esa barba indómita que le cubría la barbilla y las mejillas hasta casi la altura de los ojos.  Empezaron a picarse el uno al otro, como si fueran colegiales en el patio de recreo:

  • Joder,  de buenas ganas me habría follado a esa tía. Estoy tan cachondo, que le habría dado cañita de la buena por todos  los agujeros. Que el pavo que la acompañaba era un guaperillas de ésos que no aguantan ni medio asalto. Esa tía, lo que necesita es un tío de pelo en pecho como yo, ¡coño! – dijo esto mientras se desabotonaba un par de botones de la camisa y exhibía su peludo pecho que, en verdad, era tan indómito y salvaje como su barba de días, como sus dientes de piraña y como todo en él.

  • ¡FANTASMA! – respondió Charlie con sonrisa burlona -. No le hagáis ni puto caso, que es un puto fantasma – dijo mirando a Migue primero y luego a mí.

  • Déjalo, hombre, que nos cuente qué le habría hecho a la tía – interrumpió Migue.

Entretanto, yo permanecí callado, un poco incómodo,  por estar en medio de esa nueva conversación que había puesto fin a mis pesquisas sobre el camarero rubio pero, al mismo tiempo, excitado de compartir aquella confesión tan morbosa con aquel tipo que tenía, en efecto, pinta de ser una fiera en la cama:

  • Joder, es que la pava era de ésas que hacen todo tipo de guarradas. Una rubia buenorra,  en minifalda, con buenas tetas y buen culo.  Pude ver cómo le metía mano al guaperas dentro del paquete. Me parece que la cabrona le sacó la polla y todo. Seguro que ahora está comiéndosela hasta la garganta. Ya podía estar comiéndomela a mí, la muy hija de puta, que me ha dejado con un calentón del copón.

Noté que empezaba a empalmarme. Bebí otro sorbo de cerveza, aunque ya no tenía ni sed ni ganas, y lo hice, más que nada, para ver si conseguía hacer bajar la erección que empezaba a notar debajo de mi pantalón.

  • No hagáis caso de él, que siempre está igual – volvió a repetir Charlie -. ¡Mucho ruido y pocas nueces, jajaja! Éste es perro ladrador y no muerde a nadie, que os lo digo yo, que lo sé de buena tinta…

  • ¿Qué no? Pero, tío, mira cómo tengo la polla. Esta calentura no me la bajan ni tres putas juntas. Me voy a dejar toda la recaudación de la tarde en guarrillas, jajaja – volvió a exhibir impúdicamente su erección bajo aquel vaquero y apuró de un trago la cerveza que quedaba en su jarra -. Uff… La putilla del taxi me estaba provocando. Miraba al espejo mientras le sobaba el rabo al pavo ese. Que me di cuenta, tío. Quería calentarme la muy guarra…

  • Va, venga, eres un fanfarrón – contestó Charlie, con cara de cachondeo.

  • ¡Qué sí, coño! ¡No me toques los cojones, tío! Esa pava quería que se la metiese hasta el fondo, que me di cuenta, macho…

  • ¿Y por qué no te invitó a subir al hotel, eh? ¿Tú crees que una tía buena se va a fijar en un calvorotas gañán como tú?

  • ¿Y yo qué coño sé? Se cortaría, por el pavo con el que se estaba dando el lote, pero esa guarra me estaba provocando, que no hacía más que mirar al espejo, para ver mi cara. ¡Qué hija de puta!

  • Sí, claro; le hace una paja delante de ti y luego le da corte que tú la remates, ¿no? Si ya os digo que el Toni es un fanfarrón de mucho cuidado – dijo mirando hacia nosotros.

  • Joder, Charlie, macho, me estás empezando a tocar los cojones de verdad, tío. Que te digo que esa tía quería caña. Si no, yo no estaría con esta calentura, macho  - según decía estas palabras, se llevó una mano al paquete y empezó a sobárselo.

  • A ver cómo la tienes, cabrón – dijo Charlie, acercando su mano al paquete de Toni.

El taxista castaño echó su mano sobre la entrepierna del calvo y lo palpó sin ningún tipo de reparo. Yo me quedé flipado y volví a pensar en el vídeo de ‘Pereza’, cuando el tío se manosea el paquete. Pero era su colega quien le estaba sobando el rabo como si tal cosa. Migue no parecía tan sorprendido como yo. Supuse que, al conocerlos de antes, estaría acostumbrado a esos numeritos.

  • Joder, pues sí que la tienes dura, hijoputa, ¡jajaja! – dijo Charlie con sonrisilla pícara -. Pero yo tengo mejor rabo que tú de aquí a Lima, tío.

  • Eso no te lo crees, ni borracho, chaval – respondió Toni, algo picado por el comentario -. Joder, este cabrón se ha empeñado en estar toda la puta noche tocándome los huevos. Voy a tener que bajarme los pantacas y enseñaros a todos el pedazo pollón que gasto, para cerrarle esa bocaza llena de dientes que tiene. Y, para colmo, esta cerveza no me baja el puto calentón. Venga, Miguelito, chavalote, ponme otra birra, anda…

Migue se dispuso a servir otra jarra de cerveza y, para mi sorpresa, Toni empezó a desabrocharse el cinturón y la bragueta. Aquel machorro se iba a bajar los pantalones delante de nosotros. Yo estaba flipando en colores. Empecé a dar sorbos compulsivamente a mi jarra de cerveza, bebiendo sin sed, por puro nerviosismo. En un par de segundos, Toni tenía su nueva jarra en el mostrador, pero lo de desabrocharse el pantalón había sido sólo un amago, una chanza, ya que en cuanto desabrochó un par de botones, se detuvo y empezó a abrocharlos de nuevo, mientras reía, mostrando sus dientes de tiburón.

  • ¿Qué os decía, chavales? Si es que le conozco como si le hubiera parido. ¡Fantasma! –  Charlie le soltó un sopapo cariñoso en la barbuda mejilla.

  • Joder, ¡me cago en la ostia! ¡Ahora sí que me has cabreado! – respondió el otro, lanzándole una mirada fiera.

Toni volvió a desabrochar los botones de su vaquero y continuó hasta abajo. En menos de cinco segundos, se había bajado los pantalones hasta la altura de las rodillas. Pude ver sus piernas morenas y peludas, tanto o más que los antebrazos en los que ya había reparado antes.  Bajo el tejano, Toni exhibía un slip blanco a rayas rojas que marcaba una tremenda columna debajo. Los pelos se le salían por las ingles, ya que el slip no era capaz de contener el matorral que se ocultaba debajo. Me quedé idiotizado mirando aquella escena.

  • ¡Qué cabrón! ¡Es verdad que está cachondo el hijoputa! Pero yo tengo mejor rabo que tú, chaval – le dijo Charlie que, al parecer, obtenía cierto placer picando a su compañero.

Acto seguido, empezó a desabrochar su vaquero y, en un segundo, también se lo había bajado a la altura de los muslos, mostrando sus gayumbos azul marino, que le llegaban hasta media altura del muslo. Bajo ellos, se intuía un buen cipote, pero no parecía empalmado sino, más bien, morcillón.

  • Venga ya, Charlie, tío. No me ganas ni de coña – dijo Toni con su sonrisa socarrona y feroz -. Comparado conmigo, eres un pichulín – acto seguido, empezó a zarandearle el rabo por encima del calzoncillo, mientras el otro miraba hacia abajo y se dejaba hacer, como si tal cosa -. Y vosotros, ¿qué decís, chavales? ¿Quién tiene mejor polla de los dos? Gano yo por goleada, ¿no? – dijo el calvo mientras volvía a sobarse el tronco del pene por encima del slip a rayas.

Migue y yo nos miramos de forma intuitiva, sin saber qué responder. Yo estaba tan atribulado, que habría sido del todo incapaz de articular palabra. Afortunadamente, el camarero se me adelantó y, para mi sorpresa, su respuesta me dejó boquiabierto:

  • Los dos gastáis buenas trancas, pero nada que ver con la mía, chavalotes.

Acto seguido, salió de la barra y, una vez fuera, se quitó el mandil negro y se desabotonó el pantalón, dejándolo caer y mostrando un bóxer negro bajo el que también se intuía un buen miembro. Me fascinó el tamaño de sus muslos, forrados de un suave y brillante vello rubio. A diferencia del taxista, su piel era blanca y su pelo era fino, casi invisible. Pero, ‘¿En qué coño se estaba convirtiendo aquella velada? ¿En un concurso por ver quién la tenía más grande?’ Por un momento, pensé que aquello no era real. Aquella noche me había sentado en esa terraza con la única esperanza de cambiar un par de palabras con el camarero que venía admirando desde hacía meses y, por una carambola del Destino, ahora tenía a tres tipos en calzoncillos con su mirada fija en mí. ‘Estas cosas sólo pasan en las pelis porno que me pongo en casa’, pensé, mientras aquellos tres hombres permanecían de pie con sus pantalones a medio bajar, delante de mí. Pero no; era real, los tres estaban en calzoncillos, con las pollas empalmadas o morcillonas, y esperando mi juicio. O, quizá, no era mi evaluación lo que esperaban. La siguiente frase de Toni me dio la clave:

  • Venga, chavalote, sólo quedas tú – dijo el calvo, señalando con un leve gesto de su barbilla mi entrepierna.

Por un momento, dudé qué hacer, pero el alcohol me había desinhibido un poco, así que no me lo pensé dos veces y decidí seguirles el juego. Entonces, me puse en pie y empecé a desabotonarme el pantalón en un lapso de tiempo que me pareció una eternidad. Cuando hube acabado, dejé caer la prenda hasta la altura de los muslos y exhibí mi paquete, embutido bajo un slip blanco y más que abultado por el erotismo de esa curiosa situación que estaba viviendo.

  • Joder, tú también tienes buena tranca, cabronazo… Parece que estamos los cuatro bien dotados, eh, tíos – dijo Toni, sonriendo con esa cara de niño travieso - . Pero yo os gano a todos por goleada…

  • ¡Me cago en la ostia! – dijo Charlie, al tiempo que apuraba su último trago de cerveza -. ¡A ver si superas esto, gañán…!

Con un rápido movimiento, bajó su calzoncillo hasta las rodillas y liberó su rabo, que cayó pesadamente, al igual que los cojones, forrados en un suave vello castaño. Empezó a pajearse y a ponérsela dura.

  • Pon algún canal guarro, anda, Migue. Que me la voy a poner dura, a ver si así este gañán se convence y se traga sus palabras…

Acto seguido, el camarero echó mano del mando a distancia y apagó el canal musical, en busca de algún otro canal en el que pusieran una peli subida de tono. No tardó en encontrar uno, en el que estaban poniendo una peli porno en el que un par de tíos se follaban a una tía. Charlie centró su atención en la pantalla y empezó a pajearse. En cuestión de segundos, su pene morcillón quedó completamente empalmado. En efecto, el taxista castaño tenía una verga descomunal, que no bajaría de los veinte centímetros. Los huevos le colgaban caprichosamente y se bamboleaban con el vaivén de la paja que se estaba haciendo. Los tres no quedamos embobados mirando su entrepierna. Intuitivamente, empezamos a sobarnos las pollas por encima de los calzoncillos. El tío empezó a pajearse con más y más fuerza, hasta que el ritmo acelerado de su respiración sirvió de preludio para la llegada del orgasmo. Colocó su mano izquierda bajo la polla y se corrió encima, soltando tres o cuatro borbotones de semen blanquecino y espeso, que dejaron la palma de su mano completamente encharcada. Yo estaba tan atónito ante aquel imprevisto espectáculo, que  no tuve tiempo de apreciar los detalles, pero observé que en cuestión de segundos, cogía unas cuantas servilletas de papel del mostrador y se limpiaba las manos, tirando a la papelera  los papeles pringados de lefa. Cuando terminó, apretó con fuerza su polla todavía morcillona y por la uretra salió una gota blanca y espesa, que recogió con un dedo y se llevó a la boca, degustándola con detenimiento, como si fuera un manjar. Cuando terminó de paladear su propio semen, se subió los calzoncillos y los pantalones y le habló a su compañero:

  • ¿Queda claro quién es el puto amo o qué? En fin; me tengo que pirar, que empiezo mi turno con retraso. Migue, cárgame la cerveza a la cuenta, ¿vale, chavalote? Y tú, fantasma – dijo, dirigiéndose a Toni -, no te gastes la pasta de la recaudación de hoy en putillas, que te conozco… Va, venga. Que tengáis buena noche, tíos. Encantao, eh – dijo, dirigiéndome una fugaz sonrisa.

Se encaminó a la entrada y levantó un poco el cierre, lo justo para poder salir. Desde fuera, volvió a dejar caer la pesada persiana metálica. Yo me quedé con el camarero y el taxista calvo en calzoncillos, con la polla como un misil y sin saber exactamente qué hacer o qué decir.

[CONTINUARÁ…]

La terraza de Avenida de América (III-desenlace)

  • Joder… Pues sí que gasta buena tranca el cabrón este– Toni fue el primero en romper el silencio en que nos habíamos quedado inmersos tras ese inesperado espectáculo.

De fondo, se seguían oyendo los gemidos de la tía de la peli, mientras los dos machorros le daban caña por todas partes. Por un instante, pensé en mi cipote y en la posibilidad de que se hubiera salido del gayumbo que llevaba puesto. Intuitivamente, lancé una mirada hacia abajo y vi que seguía en su sitio, marcando un bulto considerable bajo la tela blanca. A continuación, eché un vistazo a las entrepiernas de Migue y Toni, y vi que ellos estaban igual, así que me despreocupé. El calvo siguió hablando:

  • Ahora sí que estoy cachondo de verdad. El cabrón del Charlie me ha puesto como una moto con ese pajote que se ha hecho. ¡Qué hijoputa! ¡Vaya tranca que tiene el cabrón! Os parece que… ¿Os apetece que nos marquemos un pajote aquí, los tres? –dijo mirándonos intermitentemente a los dos, con sus penetrantes ojos negros.

  • ¿Por qué no? Puede estar bien – respondió Migue, mirándome a mí, buscando mi asentimiento.

  • Va… Vale – respondí, sin que me salieran más palabras de la boca.

  • Vamos a ponernos cómodos entonces – dijo Toni -. Pero ponme algo más fuerte, Miguelito. Un cubata estaría de puta madre, chavalote…

Inmediatamente, el taxista empezó a desabotonarse la camisa a cuadros y se la quitó de encima, dejando ver su cuerpo desnudo de cintura para arriba. Aquel tipo estaba completamente forrado en vello. Tenía algo de  pelo incluso en los hombros y en la espalda, y  una columna de gran espesor bajaba desde el pecho hasta el ombligo, dibujando una ancha franja que quedaba interrumpida a la altura de la cintura por el elástico del calzoncillo. Me fijé en la cadena de oro que colgaba a su cuello, de la que pendía, en efecto, un crucifijo dorado de considerables proporciones, que quedaba medio sepultado bajo los largos pelos negros de su tórax. Los pezones eran oscuros y casi se confundían con la espesura de su poblado pecho. Llamaba la atención que tuviera tan poco pelo en la cabeza, cuando estaba tan profusamente dotado en el resto de su cuerpo. A continuación, se descalzó y se quitó los tejanos, quedándose en slips y calcetines; volvió a calzarse los náuticos y pude ver sus piernas en todo su esplendor, oscuras y rudas, como el resto de su masculina anatomía. A pesar de su estatura media, Toni era un tipo abrumadoramente viril; es como si toda esa carga de masculinidad se hubiera concentrado en un cuerpo de dimensiones medianas.  Sus pectorales tenían casi la misma anchura de su abdomen y un poco de barriga se dibujaba debajo de aquella selva de pelos, aunque intuí que era todavía dura y firme.

  • Bueno, ¿Qué coño pasa aquí, chavales? ¿Voy a ser el único que se despelote o qué? Va, venga, Miguelito, quítate esa mierda de uniforme y tú, chaval, ponte cómodo también.

Ambos empezamos a desvestirnos. Migue se retiró la camisa negra y dejó al aire su ancho tórax, cubierto por la misma capa de vello fino y brillante que antes apreciase en sus piernas. El abdomen era blanco y lampiño, y los largos pelos de las axilas estaban apelmazados, supongo que por la mezcla del desodorante de la mañana con el sudor del día. Por lo demás, aquel camarero tenía un cuerpo increíble: cintura estrecha, hombros anchos y brazos poderosos. La única pega que se le podría poner es que tenía un poco de tripa. Sus abdominales no eran tan perfectos como había imaginado en mis pajas. Supongo que el oficio se prestaba a beber un poco más de la cuenta y aquellos pequeños excesos acababan pasando factura. Pero no me decepcionó en absoluto. Salvo aquel nimio detalle, era tal y como lo había imaginado. Según se bajó los pantalones negros, pude apreciar sus piernas, un poco cortas, quizá, pero anchas y musculosas. Se quedó en  bóxers negros y con los zapatos puestos.  Su blanca piel, casi nacarada,  brillaba por la fina capa de sudor que la cubría y que le daba una apariencia satinada. El vello rubio, fino y brillante se repartía desigual y caprichosamente por algunas partes de su anatomía: desde luego, la parte superior del pecho y los muslos. No tenía demasiado, lo cual hacía que los músculos destacasen más.  Aquel macho rubio estaba realmente muy bueno.

Acto seguido, yo me quité el pantalón y la camisa, y los dejé sobre la banqueta en la que había permanecido sentado toda la noche. Migue, ya desnudo,  pasó dentro de la barra y sirvió tres copas de whisky con cola, que dejó sobre el mostrador. Me resultó un poco cómico verle ejercer su trabajo semidesnudo. Parecía un boy de uno de esos garitos de maricas a los que había ido alguna que otra vez. Volvió a salir de la barra y cogió su copa, invitándonos a hacer lo mismo:

  • Joder… No se me ocurre por qué brindar, tíos – dijo mirándonos intermitentemente a Toni y a mí -. No sé… Por ejemplo… ¡Por el pajote que nos vamos a hacer! – dijo, al cabo de un par de segundos, mirándonos al taxista y a mí con sonrisa pícara.

  • Eso, eso,  chavalote – dijo el calvo, enseñando sus fieros dientes blancos -, por el peazo pajote que nos vamos a pegar ahora mismo aquí los tres – respondió Toni, llevándose la bebida ávidamente a la boca y pegando un buen sorbo.

  • Por la paja – dije yo como en una letanía, mojando mis labios con aquella copa.

Los tres nos quedamos frente a frente, en calzoncillos, brindando y bebiendo, con la peli porno de fondo y sin saber exactamente qué hacer.  Toni se encargó de romper el hielo una vez más:

  • Joder, ¡cómo gime esa guarra! – dijo refiriéndose a la tía de la peli, que seguía disfrutando de la follada que le pegaban los dos tíos -. Molaría follárnosla entre los tres, ¿eh, chavales? La haríamos gozar de lo lindo con estos cipotes que gastamos – se empezó a manosear la columna de carne que palpitaba bajo aquel slip rayado -. Uno dándole por el coñito, otro por el culo y el tercero por la boca, llenándole todos los agujeros a la muy guarra…

Esa descripción tan gráfica hizo que mi polla experimentase un espasmo de excitación. Inconscientemente, debí lubricar y mojar un poco la tela del calzoncillo. Toni siguió hablando:

  • Parece que a tu amiguete le ha molado la idea, ¿eh? – dijo mirando a Migue con gesto travieso y divertido -. Que mira cómo se le ha puesto la polla al cabrón – me señaló el paquete con la barbuda barbilla -. Joder, el cabroncete ha mojado el gayumbo y todo… ¡Bájate eso, chaval! ¡Que te está molestando! Y cáscatela a gusto, hombre – dijo mientras acercaba su mano a la cinturilla de mi slip que, en efecto, estaba abultadísimo por la presión del pene erecto -.

Pegué un sorbo a mi copa y decidí obedecer. Me llevé la mano al elástico del slip y lo bajé hasta que quedó bajo los huevos, ejerciendo cierta presión en mi entrepierna. Mi rabo agradeció esa liberación y saltó furioso hacia adelante. Mis dieciocho centímetros de polla empalmada quedaron a la vista de mis compañeros de paja, que parecieron interesarse en ese descubrimiento. Una mancha de líquido viscoso se vislumbraba sobre mi pelambrera púbica.

  • Tiene buena tranca tu amiguete, ¿eh, Miguelito? – dijo Toni, mirando a Migue con gesto cómplice.

Acto seguido y, para mi sorpresa, lanzó su mano peluda sobre mi polla y empezó a manosearla:

  • Joder, cabrón, hijoputa… ¡Qué caliente la tienes, cabronazo! Estás todo cachondo, ¿eh?

No respondí. Me limité a entrecerrar los ojos y dejarme llevar por esa sensación tan placentera de ser pajeado por otro macho. Toni me apretaba la polla con bastante fuerza, pero esa manera de masturbarme, tan diferente a la técnica que usaba yo, me empezó a excitar sobremanera. De repente, noté una mano oprimiendo uno de mis glúteos. Era Migue, que se había acercado un poco más y miraba atento cómo el calvo me pajeaba la polla.

  • Este hijoputa ya ha empezado a babear… ¡Qué cabrón! Vamos a ver a qué sabe esto…

Colocó uno de sus dedos sobre mi uretra y, oprimiendo con fuerza el tronco de mi polla, exprimió una gota transparente, que recogió con sus dedos y que condujo lentamente hacia su boca, paladeándola con detenimiento:

  • ¡Joder, qué rico, tío! – dijo con expresión viciosa -. ¿Te gustaría probarlo, Miguelito?

El camarero asintió, mientras me estrujaba el culo con su mano sudorosa. Toni volvió a apretarme el tronco con fuerza y exprimió una nueva gota de preseminal, que recogió con su dedo y llevó esta vez hasta la boca de Migue, que lo recogió con su lengua:

  • ¡Cómo disfrutas tú también! ¿Eh, cabrón?

Una vez que hubo dejado el contenido de la punta de su dedo en la boca de Migue, llevó esa mano hacia su entrepierna y empezó a sobarle el paquete por encima del calzoncillo negro. El otro se dejó hacer, mientras amasaba mi cachete. Yo no pude contenerme y llevé mi mano al paquete de Toni. Lo agarré por los huevos y sentí el calor que desprendía su entrepierna. A él pareció gustarle, porque apretó con más fuerza mi rabo. Los gemidos de la tele se volvieron atronadores. Los maromos estaban derramando litros de semen  sobre la cara de la tía, que parecía extasiada y se relamía toda viciosa. Toni me pajeaba con fuerza y manoseaba el rabo de Migue, mientras yo hacía lo propio con el suyo. Repentinamente,  soltó los dos rabos y bebió un largo sorbo de su copa. Pero, para mi sorpresa, no se lo bebió, sino que se acercó al camarero y, abriéndole los labios con sus dedos anchos,  lo vertió sobre la boca de Migue, que entrecerró los ojos y tragó aquel regalo. A continuación,  bebió otro trago y se acercó a mí con similares intenciones. Yo bajé la cabeza un poco, para ponerme a su altura, y recibí aquel trago de alcohol, que se resbaló por mi garganta, quemándome doblemente, no sólo por la calidez del whisky, sino y, ante todo, por la tibieza del precalentamiento en la boca de Toni. Éste parecía estar cada vez más encendido.  Llevó una mano  al culo de Migue y otra al mío, y nos estrechó, de forma que quedamos los tres a escasos centímetros. Podía sentir los alientos de esos dos machos.

  • Joder, cabrones. ¡Qué de puta madre! ¡Me estoy poniendo mazo cachondo, tíos!

Yo llevé mis manos sobre sus cinturas y Migue hizo lo propio sobre nuestros cuellos, de forma que quedamos entrelazados en un extraño abrazo a tres, que nos permitía sentir perfectamente el calor de nuestros cuerpos, nuestros alientos, nuestros sudores y olores. Mi  polla era la única liberada pero, desde las alturas, disfrutaba de un plano picado de los  cipotes de mis compañeros, que parecían igual de inflados que el mío.  Repentinamente, Toni tiró del elástico del bóxer de Migue y una polla rosada y a medio descapullar, con el glande humedecido, saltó al aire, chocando casi contra la mía. Las dimensiones de los dos cipotes eran muy similares, si bien una era blanca como la nieve y la otra tenía una tez más amarillenta.

  • ¡Así os quería ver, hijos de puta! – dijo el calvo, mientras echaba un vistazo a las dos pollas enfrentadas la una a la otra, como si fueran lanzas en una justa medieval.

Me di cuenta de que Toni experimentaba algún tipo de placer hablando mientras nos sobaba y me descubrí a mí mismo excitándome más y más con cada una de sus frases y comentarios. El taxista siguió hablando:

  • Tenéis buenos rabos los dos, ¿eh, cabrones? Me parece que lo vamos a pasar de puta madre aquí los tres, tíos.

De repente, soltó nuestros culos y subió sus manos hasta nuestros hombros, invitándonos a agacharnos. Deshicimos aquel abrazo tan morboso y seguimos su indicación, quedándonos los dos de cuclillas, con la cara a la altura de su slip rayado. Acto seguido, se lo bajó a la altura de los muslos y dejó saltar su rabiosa  y oscura polla, que no bajaría de los diecinueve centímetros.  Unos oscuros cojones, tapizados de vello negro, colgaban pesados y  permanecían suavemente pegados a sus piernas por culpa del sudor y de la pelambrera. El calvo habló desde la altura:

  • Ya hemos probado el sabor de la polla de tu amiguete, Miguelito. Ahora os toca a vosotros probar el sabor de la mía.

A continuación, descapulló la cabeza de su gorda tranca, liberándola del largo capuchón que la envolvía, y dejó al aire el  enrojecido glande, que estaba cubierto por una capa viscosa de líquido gelatinoso. Recogió ese líquido con dos dedos y lo llevó a la boca de Migue, que lo chupó sin pensárselo dos veces.

  • ¡Cómo te gusta, eh, cabrón! Es esencia de macho en estado puro. ¡Pero no seas avaricioso, fiera! – dijo dándole un suave sopapo en la mejilla -. ¡Comparte un poco con tu colega! – le dijo, al tiempo que recogía una nueva muestra y la depositaba en su boca, invitándonos a juntar nuestras lenguas, para que yo también pudiera disfrutar de esa esencia de virilidad.

Noté un sabor ligeramente salado, aunque lo que de verdad me atribuló fue el olor a rabo sudado que llegó hasta mi nariz. Al bajarse el calzoncillo, aquel taxista había liberado unos genitales que llevaban horas embutidos en una tela, acumulando el sudor propio de una tarde de junio con otras notas, como ese precum que nos había dado a degustar y algún que otro resto de orina. Sin pensarlo dos veces, acerqué mi nariz a aquellos cojones peludos y empecé a esnifar la fragancia que desprendían, un olor a macho en estado primigenio.

  • ¡Me cago en la puta, Miguelito! Tu coleguita está resultando ser un mariconazo de tomo y lomo, macho. Vamos a tener que darle cañita, ¡eh! – dijo mientras le acariciaba la cara al camarero, que parecía extasiado tras la degustación de preseminal que se acababa de producir.

Ajeno a ese comentario, yo seguí oliendo aquellos cojones sudados, mientras sentía las miradas del taxista y del camarero sobre mí. Lejos de escandalizarse, pareció gustarles mi entrega. Toni siguió dirigiendo la situación:

  • Bueno, chaval, ya que te gusta cómo huelen mis huevos, puedes comerlos un poco, si te apetece…

No lo dudé. Me metí uno en la boca y degusté su sabor salado. Mientras lo hacía, sentí que Migue se acercaba y metía el rabo de Toni en su boca. Aquel cabrón empezó a gemir de forma más sonora que la nueva tía de la tele, a la que se estaba follando un empotrador nato.

  • ¡Me cago en la puta, cabrones! ¡Qué bien lo hacéis, hijos de puta! Sí, sí, sí… Seguid así….

Estábamos haciéndole una limpieza de sable de campeonato a aquel machorro peludo y él, agradecido, nos acariciaba las cabezas, como si fuéramos sus mascotas. De repente, me cogió del pelo (supongo que porque el mío era un poco más largo que el de Migue, siempre rapado) y tiró de mi cabeza hacia atrás, mirándome desde arriba con la cara transmutada por el placer. Un pequeño gesto de su barbilla hacia un lateral sirvió para que entendiera qué es lo que quería que le hiciese. En dos pasos, me coloqué a sus espaldas y pude ver un primer plano de su culo moreno y peludo. Estaba sudoroso y brillante, y decidí recrearme con esa humedad, restregando las dos palmas de mis manos sobre su cachetes velludos. A continuación, los separé y pude ver la ancha columna de pelo que se dibujaba en las profundidades de su raja. Un olor a sudor concentrado chocó contra mi nariz y me llevó directo al séptimo cielo. Saqué la lengua y me puse a lamerlo todo. Migue tenía la polla del taxista metida hasta su garganta y yo disfrutaba de mi lengua sepultada en su profunda raja, llenándolo todo de babas. Él empujaba nuestras cabezas contra su anatomía, ansioso de que nos lo comiéramos con más y más intensidad. Yo, por mi parte, comí como si no hubiera mañana aquel culo peludo, disfrutando de todas y cada una de sus gotas de sudor. Pude entrever los calzoncillos humedecidos bajo sus muslos y me sentí tentado de bajar a olerlos, pero era tan la cantidad de estímulos que estaba recibiendo (su precum, el sudor de sus cojones, el olor de su culo mojado), que no tuve ocasión de ampliar mis conquistas. Pudimos estar así durante diez minutos, mientras Toni gemía como un verdadero cabrón y el sudor bañaba su cuerpo. De hecho, podía sentir algunas gotas de su transpiración caer sobre mí, abrasándome la piel. Cuando consideró que ya le habíamos comido el rabo y el culo suficientemente, volvió a tirar de mi pelo y me invitó a volver a postrarme a sus pies, junto a mi admirado camarero. Ambos nos quedamos de rodillas, expectantes, atentos a su próxima instrucción. Toni bebió un trago largo de uno de los vasos (creo que ni siquiera era el suyo, que ya debía estar vacío desde hacía un buen rato) y, desde la altura, lo dejó caer lentamente. Migue recogió al vuelo el primer trago y yo fui el siguiente en ser atendido. Entendí que aquélla era la recompensa que obteníamos por haber sido unos buenos perros y darle placer debidamente.

  • Ahora, os vais a comer bien la boca, cabrones – dijo mirándonos a los dos, con la cara empapada en sudor.

No dudamos en obedecerle y empezamos a morrearnos y a compartir los sabores de su culo y de su polla. Aquel beso se prolongó lo suficiente para que Toni se agachara e introdujera su áspera lengua entre las nuestras. Empezamos a besarnos los tres. Noté el sabor dulzón del alcohol en su lengua, pero eso me excitó más todavía. De repente, uno de los tres soltó un lapo y, acto seguido, otro soltó uno nuevo. Cuando me di cuenta, estábamos escupiéndonos las caras y lamiéndonos las barbillas como verdaderos animales. Toni nos estrechó en un abrazo de oso que me permitió sentir la humedad de sus sobacos y de su pecho, que estaba completamente empapado en sudor. Instintivamente, abracé a Migue y a él, y el camarero hizo lo mismo con nosotros, de forma que quedamos unidos por unos minutos en un intenso abrazo en el que se mezclaban nuestros sudores y nuestras salivas.

Estuvimos compartiendo nuestras lenguas durante un buen rato. Sentí mi barbilla empapada en lapos y me gustó la sensación. A continuación, Toni se puso de pie y nos volvió a dejar con un primer plano de su peludo rabo, en ese momento morcillón, más que empalmado, y de sus peludos muslos, unidos por la tensión que ejercía todavía el calzoncillo a rayas. Se acercó al mostrador y recogió una de las jarras de cerveza vacías, que seguían allí.

  • Hace rato que tengo ganas de mear – dijo desde arriba.

A continuación, colocó la jarra bajo su cipote morcillón y, tras unos segundos de espera, empezó a soltar una sonora y burbujeante meada, que repicaba con fuerza en el vidrio de la jarra, tiñéndola de un color dorado.

  • ¡Ostiaaaaaaaaaaaaaa! – ese exabrupto me salió directo del alma.

Estaba empezando a entender sus intenciones. Cuando la jarra estuvo llena a rebosar de meo, se la dio a Migue y, con un gesto de la barbilla, el otro supo perfectamente  lo que tenía que hacer. Empezó a beber  el líquido, dejando caer por las comisuras de sus labios algunos chorros que se deslizaron por su pecho abajo.

  • ¡No seas ansioso, cabrón! ¡Deja algo para tu colega! – le dijo Toni.

Migue me pasó la jarra medio vacía y, sin pensarlo dos veces, me la llevé a la boca y empecé a degustar su contenido. El pis estaba templado y tenía un sabor suave. Aquel tipo se había trincado dos o tres cervezas, así que debía tener la vejiga a punto de reventar. Bebí parte del contenido y dejé caer por mis comisuras el resto, igual que hiciera Migue. Toni me miraba desde arriba, mientras se volvía a poner dura la polla manoseándola.

  • ¡Sois dos cabrones, eh! ¡Cómo os gusta un meo, hijos de puta! ¡Vaya par de viciosos que estáis hechos! ¡Os vais a comer la boca otra vez! – dijo al tiempo que acercaba nuestras cabezas.

Abrí mi boca intuitivamente y sentí la lengua de Migue colarse dentro. Ambos teníamos en el paladar el sabor de la orina de Toni y aquel beso me puso el rabo como una barra de hierro candente. Sentí que lubricaba, al notar unas gotas de líquido ardiente chocar contra mi abdomen. Migue metía su lengua en mi boca, al tiempo que mordía la mía, mis labios, mis dientes… Besaba como un animal en celo. Repentinamente, noté un líquido caliente caer sobre mi cabeza y deslizarse hasta mi boca. Toni nos estaba meando encima  mientras nos besábamos. Tuve que hacer un esfuerzo para no correrme, porque aquello era demasiado. El taxista peludo soltó una meada que nos empapó a los dos. Cuando terminó, Migue y yo dejamos de besarnos y, con los ojos cerrados, me puse en pie y recogí a tientas una servilleta para limpiarme los ojos. El camarero hizo lo mismo. Entretanto, Toni se quitó los calzoncillos y se quedó en náuticos y calcetines, con la polla tiesa como un mástil.

  • Ahora tengo ganas de meterla en caliente – se limitó a decir.

Cogió una de las banquetas del bar y la colocó en el centro del estrecho pasillo. Se acercó a mí y, de un tirón, me bajó el slip hasta los tobillos.

  • Quítate esa mierda, chaval. Tú vas a ser el primero. Miguelito, chavalote, ponme otra copa, anda…

Obedecí y me liberé del slip. El rudo taxista tiró de mi brazo y me colocó de frente a la banqueta. A continuación, con un brusco empujón, me obligó a apoyar mi abdomen sobre el sky rojo. El sudor de mi tripa hizo que se ésta quedase inmediatamente pegada al asiento, al tiempo que él me separaba las piernas con sus peludos muslos. Pude ver de reojo a Migue ponerle otra copa al calvo y salir de la barra con ella. Cerré los ojos, un poco aturdido por todo lo que estaba sucediendo, y escuché cómo Toni pegaba un par de sorbos a su copa. Tras hacerlo, regurgitó algo en su garganta y soltó un sonoro lapo sobre mi culo, que quedó repentinamente inundado por una húmeda sensación de viscosa humedad. Migue se había colocado delante de mí y, con los ojos entreabiertos, pude ver cómo se bajaba el bóxer negro hasta los pies, liberándose también de él. Lo siguiente fue una manaza restregando la humedad por todo mi trasero y pugnando por entrar en mi ojete, algo que no tardó demasiado en conseguir, tal era mi grado de excitación. A continuación, una polla invadiendo mi boca y un olor a cojones sudados, similar, pero al mismo tiempo diferente al que había disfrutado antes. Migue me estaba punteando la tráquea y Toni estaba metiéndome uno, dos, tres dedacos en el ojete. Otro ruido de saliva regurgitada  y una nueva sensación de humedad en mi trasero. De repente, no era un dedo lo que tenía dentro, era algo más caliente, la polla del taxista luchando por entrar dentro de mí. Yo estaba con los ojos cerrados, había perdido completamente la capacidad de discernimiento y no era capaz de procesar todos los estímulos que estaba recibiendo mi cerebro. Sólo notaba una polla follándome la boca y otra conquistando los territorios más inhóspitos y oscuros de mi intestino. Sentía una sensación de ardor brutal en el culo, sólo mitigada por la humedad del sudor de la entrepierna y los cojones de Toni, que chocaban con los míos en cada una de sus embestidas. Repentinamente, el taxista pegó un empujón brutal y me  clavó la polla hasta el fondo, arqueando su espalda y dejando caer su pecho empapado en sudor sobre la mía. Devoré con más ansia la polla de Migue, mientras el taxista me hablaba al oído:

  • ¡Eso es, cabrón, abre bien el ojete y cómele bien el rabo a este hijoputa! Venga, con más ganas, más fuerte… Eso es, tío. Venga…  Más, más, mas…

Tenía la polla del taxista sepultada en lo más profundo de mis entrañas, estaba aplastado por su pecho mojado y, entretanto, Migue tenía su polla clavada en mi boca. Sentí que éste se agachaba y que ambos se comían la boca encima de mí. Sentí un placer infinito. Cuando ese beso concluyó, ambos sacaron sus rabos pringosos de mi ser y me quedé inclinado sobre el taburete, empapado en sudor y sin fuerzas para incorporarme.

  • Es el turno de Miguelito, chavalote – me dijo Toni, invitándome a levantarme.

Cuando lo hice, el camarero se puso en mi misma posición y el bruto taxista calvo empezó a separarle las piernas, tal y como había hecho conmigo. Pensé que se lo iba a follar, pero me equivoqué, porque se dirigió a mí y me dijo:

  • ¿Quieres clavarle ese pedazo tranca a este cabronazo, que lo está deseando, o qué?

No le dejé responder, me coloqué a su lado y vi cómo le lanzaba un escupitajo sobre su blanco y lampiño culo, tal y como había hecho conmigo.

  • ¡Todo tuyo, chavalote!

El camarero miraba hacia atrás, pendiente de lo que sucedía en su retaguardia. Empecé a restregar el lapo contra su raja, buscando el botón, hasta que lo encontré y comencé a masajearlo. Toni se colocó delante y fue más impositivo que yo.

  • ¡Límpiame la polla, cabrón!

De un golpe, se la metió en la boca y el otro empezó a mamar con ansia. Sentí su excitación en los espasmos de su ojete, que palpitaba con fuerza, ansioso por ser penetrado. Lancé un lapo e introduje un dedo, que se coló en su interior con suma facilidad. Seguí jugueteando con su ojal, mientras el taxista se retorcía de placer con cada embestida y sudaba como un verdadero cerdo. Estaba todo transpirado y las gotas de sudor le caían a chorros por ambos costados. Introduje otro dedo en el culo de Migue, que no se resistió. Transcurrido un rato, fueron tres, luego cuatro… Saqué los dedos y lancé un lapo sonoro en aquel ojete abierto.  A continuación,  le clavé la polla de una embestida.  El cabrón la recibió agradecido, retorciendo su culo, para que la penetración fuera más profunda.  Coloqué mis manos en sus caderas y empecé a bombearlo, primero con más parsimonia, y luego con más y más fuerza. El cabronazo del taxista parecía más excitado por la follada que le estaba metiendo yo a Migue, que por la mamada que éste le estaba practicando. Me miraba con cara de vicio. Lanzó un par de lapos sobre su miembro enhiesto y siguió punteándole la boca, mientras el rubio se abría más y más en cada embestida.  Yo estaba cachondísimo; empecé a follármelo a lo bestia, sin pensar en que podría hacerle daño. El otro no podía hablar, porque tenía el gordo rabo peludo de Toni en la boca, pero gemía como un cerdo, señal de que estaba disfrutando mucho. Todo este morbo acumulado pudo conmigo, así, que saque el rabo y empecé a pajearme como un poseso:

  • ¡Me voy a correr! ¡No aguanto más!

  • ¿Qué coño haces, hijoputa? ¡Sigue follándotelo, cabrón! ¡Métesela y córrete dentro! ¿No ves que lo está deseando? Este mariconazo quiere que lo preñes bien, que le dejes el culo lleno de lefa…

No pensaba con claridad, así que obedecí su orden y volví a meter mi rabo ardiente dentro de su ojal, que lo succionó como un aspirador. La sensación de los músculos de su esfínter, contrayéndose y oprimiéndose sobre el tronco de mi pene, pudo conmigo y empecé a correrme dentro del camarero rubio, mientras él gemía como un poseso. El otro se dio cuenta de que yo había eyaculado y le sacó el rabo de la boca. Pude ver cómo las gotas de baba pendían de la punta de su polla y caían sobre el suelo. Se acercó a mí y miró el espectáculo de mi polla empapada en semen, así como el culo de Migue, completamente enrojecido.

  • Joder, lo has dejado como yo quería. Ahora me lo voy a follar yo. Escupe todo ese lefazo que te ha dejado dentro tu colega, chavalote – le dijo al camarero, mientras le daba un par de palmadas en los cachetes.

Migue empezó a hacer fuerza con los músculos de su ojete, como si estuviera a punto de cagar, pero lo único que salió de allí al cabo de unos segundos, fueron unos cuantos goterones de lefa, que empezaron a resbalarse por sus cojones hacia abajo. El espectáculo era alucinante. Primero salió un goterón pequeño, pero luego, toda la lefa que había depositado allí, que no era poca, empezó a salir en un reguero. El taxista llevó sus manazas al culo de Migue empezó a restregar todo lo que salía de su ojal contra su raja. El cabrón se llevó un dedo pringado de lefa a la boca y lo probó. Era un puto vicioso. De repente, lanzó su rabo sobre aquel culo pringoso y empezó a follárselo vivo, con el doble de fuerza que utilizara conmigo. Aquello no parecía un humano, era un Nehandertal, un ser primitivo, peludo y hosco, follándose viva a su presa. Lo embistió durante dos o tres minutos y empezó a gemir a grito pelado. Se había corrido dentro también. Al cabo de un instante, sacó su rabo enrojecido y empapado en semen y se quedó admirando el ojete de Migue, todo rojo y dilatado.

  • ¡Escupe, cabrón, suelta los lefazos que te hemos soltado dentro, hijoputa!

El otro empezó a hacer fuerza de nuevo y un reguero de semen empezó a caer por su raja hacia sus cojones y por sus muslos abajo.  Se notaban las palpitaciones de su ojal, señal inequívoca de que también estaba a punto de correrse. El taxista, en un movimiento espasmódico, se puso de rodillas y empezó a chuparle el culo, los cojones y toda la raja. Estaba recogiendo con su lengua toda la carga de semen que le había depositado dentro. Migue tenía la cabeza vuelta y parecía transfigurado, porque gemía como un poseso. El taxista se puso en pie y fue con la lengua llena de lefa hasta la cara de Migue, compartiendo con él todo ese fluido en un beso guarrísimo.  Migue, que se estaba agitando la polla, se corrió al instante sobre la banqueta, dejando el sky rojo de la tapicería completamente empapado de semen. Cuando acabó, Toni le obligó a agachar la cabeza y a recogerlo todo con la lengua, mientras le guiaba con sus propias manos. El camarero recogió buena parte de su propia corrida y Toni me llamó:

  • Ven aquí, chaval… Sólo nos queda una lefa por probar…

Me acerqué y Toni permitió a Migue ponerse de pie y acercar su boca a las nuestras.  Los tres nos besamos, compartiendo el sabor fuerte de la lefa del rubio. Al cabo de un minuto o dos, nos separamos y nos quedamos frente a frente, empapados, agotados y con los rostros cansados tras esa espiral de sexo desenfrenado. La peli porno de la tele había acabado y en el canal había una bruja con un chat telefónico en la parte inferior.

  • Explícale todo, Miguelito, chaval, anda… Yo voy a beber algo – recogió una copa medio vacía y la apuró de un trago.

Me quedé un poco sorprendido por ese comentario. Pero Migue me explicó lo que Toni quería decir con él. Por lo visto, el taxista era el amo del camarero desde hacía algunos meses y sólo follaba con él. Mis paseos diarios por Avenida de América no habían pasado tan desapercibidos como yo creyera en un principio. Migue había intuido que yo me había fijado en él y yo también le había molado, así que se lo había comentado a Toni, quien parecía interesado en un trío morboso. Aquella noche, el rubio vio las puertas abiertas para llevar a cabo su plan y por eso me había invitado a entrar en el bar y tomar algo. Aprovechando un descuido mío, le había mandado un whatsapp al taxista, que no tardó en presentarse allí. El resto vino hilado. Me quedé con cara de tonto, mirando a esos dos tíos sudorosos  que estaban frente a mí y no supe qué decir. Yo había pensado que el Destino se había aliado conmigo aquella tarde, pero nada más alejado de la realidad. Las normas que rigen el Universo son otras: casualidades, golpes de azar, decisiones… Mientras todas estas ideas se cruzaban por mi mente, Toni, como era habitual en él, se encargó de romper el silencio, mostrando sus fieros dientes de tiburón:

  • Bueno, ¿qué, chaval? ¿Te gustaría ser mi esclavo a partir de ahora o qué…?

[FIN]