La terapia
Mercedes acude a la última sesión del tratamiento. Necesita obtener resultados o parte de su matrimonio no tendrá sentido. El doctor y su novedosa terapia son su última oportunidad.
LA TERAPIA
La mujer levantó la mirada de la holo–revista, de la cual si la hubiesen preguntado en ese momento de qué trataba no podría haber respondido, y acompañó a la enfermera a la sala. Ojalá tuviese su saxo a mano para tocar alguna melodía. Era la única forma de relajación que conocía.
–Hola, Mercedes.
Mercedes estrechó la mano del hombre que se levantó tras la mesa para saludarla. Era grande, casi dos metros. Fornido, de piel tostada, mulato quizá, de unos cuarenta o cincuenta años, con una gran barba canosa que parecía extenderse por su barbilla y mandíbulas como un abanico.
–Hola –respondió ella. El apretón de manos era firme pero suave. La mano del doctor era ridículamente pequeña en comparación con la de ella, mucho más grande. Sus manos eran enormes.
–Bien, Mercedes. Bien, bien, bien –continuó el hombre tras sentarse y ojear el expediente de la mujer. Eran tres hojas garabateadas de escritura pequeña y apretada, sin casi espacios entre las palabas, sin casi altura entre las líneas. Como si algo grande, enorme, gigantesco tuviese que caber dentro de un pequeño, diminuto espacio.
–Esta es tu sesión número 32. Confío en que ya estés empezando a ver resultados –comentó el doctor.
–Ninguno, en realidad. No he notado ningún cambio. Ya lo sabe. La verdad es que no sé qué hago aquí.
El doctor levantó la vista del folio. Se fijó en el enorme y elaborado moño que Mercedes lucía. Su larga melena estaba comprimida con arte en aquel gigantesco moño.
–Los demás pacientes experimentan mejoría en pocas sesiones. No puede ser que tú no hayas experimentado nada, como tú dices.
–Pues es la verdad. Quiero dejar el tratamiento o… lo que sea esto. Prepárame la factura y acabamos con esto ya.
El doctor dejó el folio y, cruzándose de brazos, se echó para atrás en su sillón.
Mujer y hombre se miraron a los ojos durante unos instantes. Sin parpadear, sin mover un músculo de la cara. Ambos mantenían una lucha de orgullo, una lucha de posición.
–De acuerdo. Esta será la última sesión. Terminaremos esta sesión y le prepararé la factura.
La mujer pasó a un rincón de la sala, detrás de un biombo. Fue desnudándose con lentitud, doblando la falda con sumo cuidado, abotonando la blusa vacía sobre la percha para que no se arrugase, plegando sus bragas sobre sí para ocultar la mancha húmeda que había sobre el refuerzo. Dentro de sus enormes manos cabían todas sus prendas. Iba a echar de menos las sesiones por un solo detalle: era el único momento en el que conseguía olvidar el permanente dolor de cabeza y cuello producidos por su enorme cabellera comprimida en el gran moño. Pesaba demasiado.
Se colocó la bata oscura que arrastraba por los pies y salió del biombo para, ayudada por la enfermera, tumbarse sobre la camilla.
La enfermera le pidió que abriese la boca y Mercedes dejó que el instrumento, un objeto de metal y goma parecido a una espátula, descansase entre su paladar y los dientes.
Era un audífono óseo, una novedosa herramienta capaz de trasmitir sonidos al oído interno sin usar el canal ordinario. Su ventaja era que proporcionaba una sensación relajante sin interferir en las orejas, permitiendo que el sujeto siguiese oyendo. Era como tener otro par de orejas.
–Relájese, Mercedes –susurró el doctor a la vez que la enfermera bajaba la luz de la sala poniéndola en penumbra–. El audio subliminal comenzará en unos segundos.
Una suave música ambiental, sonidos del bosque y agua fluyendo entre riachuelos, inundó la sala con un volumen bajo. La sala estaba cubierta en realidad de cientos de altavoces ocultos, de modo que la inmersión acústica era total.
El audífono óseo era el instrumento para inyectar las afirmaciones subliminales. La esencia del tratamiento.
Mercedes dejó que su cuerpo se rindiese a la profunda necesidad de relajación que los sonidos proporcionaban. Sintió como su respiración se volvía lenta, pausada. Entre cada respiración los segundos aumentaban. Los latidos de su corazón se volvieron inapreciables. Su mente se tornó blanca, difusa. La mujer dejó de sentir su cuerpo desde abajo. Primero fueron los pies, que desparecieron como humo. Luego sus piernas y nalgas, que dejaron de tener peso en la camilla. El vientre y su pecho fueron los siguientes, a la vez que los brazos y sus enormes manos. El cuello pareció licuarse y fundirse en la almohada. Al final, su cabeza pareció deshacerse entre volutas llevadas por el viento, olvidando los dolores que su gran moño le causaba.
Solo sentía su sexo. Su vagina. Sus labios. Su clítoris. Sus órganos sexuales parecían flotar en el aire, libres, espectrales. Sentía la sangre fluir por su clítoris, volviéndolo duro como un guijarro. Su vagina se cubrió en el interior de fluidos lubricantes que desbordaban hacia sus labios, donde su entrada parecía secretar una olorosa y transparente baba.
–Ha empezado –murmuró el doctor mirando al monitor conectado a la consola de control–. Ya está dentro.
–¿Es cierto que no obtiene resultados?
El doctor levantó la vista y miró a su enfermera. Le irritó que su subordinada también pusiera en duda los resultados de su tratamiento.
–No, claro que no, que estupidez de pregunta. Es mentira, una sucia mentira. Miente.
–¿Entonces?
–¿Entonces qué? –contestó malhumorado.
–Lo siento, doctor. Es que no entiendo cómo es la única que no mejora. Todas las demás lo hacen. Su terapia es un éxito, tenemos una lista de espera de casi dos años. Los clientes pagan lo que sea, hasta toda su fortuna si usted quisiera. No hay duda de que la terapia funciona…
–¿Pero? –interrumpió el doctor mientras manipulaba los controles de la consola.
–¿Por qué ella sigue igual?
El doctor cerró los ojos unos instantes. También a él le carcomía la duda. Tampoco él sabía la respuesta.
–Ni puta idea. Tampoco me importa, en realidad –mintió.
Tras cargar el programa de control subliminal en la consola y ejecutar las redundancias, se levantó de su silla y se dirigió a la enfermera.
–Prepárate. Tengo ganas de acabar esto cuanto antes.
En realidad el doctor estaba frustrado. Sabía desde las primeras sesiones que la terapia no funcionaba con Mercedes. Había pasado noches en vela tratando de averiguar por qué. Pero la mujer seguía igual.
La enfermera asintió y comenzó a desnudarse. Se quitó la bata y el uniforme. Se despojó de la camiseta, el sujetador y las bragas. Quedó desnuda y se dirigió hacia el instrumental situado sobre una mesita disimulada tras otro biombo. Metió sus piernas en los agujeros del arnés y se abrochó a la cintura el artilugio. Una descomunal verga de látex surgía erecta de su entrepierna. La punta rozaba sus senos. Se apretó el arnés firmemente a las nalgas para impedir que se desplazara. Luego vertió una generosa cantidad de lubricante sobre la verga hasta cubrirla entera. La verga brillaba y el lubricante la hacía brillar como un falo brillante, sobrecogedor.
El doctor, mientras, también se había desnudado por completo. Había alzado las piernas de Mercedes en el aire, sujetándolas por dos cinchas que colgaban del techo. Había desanudado la bata que cubría el cuerpo de Mercedes y la parte superior de su cuerpo desnudo estaba al aire. Del sexo femenino manaba un fluido blanquecino, que teñía el ambiente con su olorosa presencia.
La enfermera se encaramó a la camilla, colocándose a horcajadas bajo el vientre de Mercedes, intentando que la enorme verga que nacía de su entrepierna apuntase a la entrada del coño de la mujer. El doctor también se situó y plegó el extremo inferior de la camilla para tener fácil acceso a su ano.
–¿Estamos listos? –preguntó el doctor con voz monocorde. La verga del doctor era real. No tan gigantesca como la falsa de su enfermera pero también estaba erecta y cubierta de una generosa capa de lubricante.
–Lista –confirmó la enfermera.
Ambos aposentaron sus miembros en la entrada de sus respectivos orificios.
Y empujaron.
El coño y el culo de Mercedes fueron abriéndose al paso lento y cadencioso de los vaivenes controlados de ambas vergas.
La lubricación ayudó a acelerar las penetraciones. La verga de la enfermera expandió la vagina de Mercedes hasta su límite cuando la punta golpeó contra la entrada de la matriz. Un abombamiento en su vientre indicaba con exactitud hasta dónde estaba enterrado el falo de látex. La vejiga se fue vaciando por la extrema compresión, soltando un chorro continuo de pis que fluía mojando la imposible verga falsa y la verdadera del doctor.
También el doctor ejecutaba su parte del proceso. El recto tenía poco espacio para acoger la polla negra del doctor pero, aún así, el anillo fue engullendo la verga poco a poco, sin descanso. El doctor trataba de enterrar su miembro hasta el fondo, usando los muslos de Mercedes como asideros. Notaba la presión de la verga de látex bajo las diferentes capas de tejidos dentro del vientre de Mercedes. Las rugosidades internas del recto, sumado a la presión de la otra gigantesca verga, dificultaban su avance. Pero, por fin, logró enterrar su miembro hasta la base, hasta que su vientre quedó comprimido entre las nalgas de Mercedes por abajo y las nalgas de su enfermera presionando por arriba.
El vientre de Mercedes parecía deforme. Los detalles de la verga de látex se adivinaban bajo la piel, poniendo a prueba la elasticidad de los tejidos humanos. El ombligo de Mercedes parecía hinchado, como el de una embarazada. En realidad, su barriga entera parecía hinchada.
–Diez minutos –comentó el doctor mientras conectaba un cronómetro.
Ambos iniciaron un movimiento sincronizado. Primero se movía la enfermera, que bombeaba su verga descomunal dentro de la vagina de Mercedes. Luego el doctor, dentro del recto.
–Ritmo, ritmo. El ritmo lo es todo –alzó la voz el doctor cuando se dio cuenta de que la enfermera aceleraba sus embestidas–. Mantenga el ritmo, joder.
La música ambiente también estaba sincronizada por las penetraciones y algunos pájaros piaban con cada embestida, así como el salpicar del agua.
El cronómetro sonó.
Ambos suspiraron aliviados. Estaban cubiertos de sudor y sus cuerpos despedían un aroma fuerte. También el de Mercedes.
Poco a poco fueron extrayendo sus respectivas vergas. La enfermera casi pierde pie al bajarse de la camilla; tenía las piernas agarrotadas. El doctor necesitó sentarse en el suelo. Su culo mulato resbaló en el mármol por el sudor. Cada vez le costaba más terminar cada sesión. Y tenía otras cinco más aquel día. Pero las sesiones con Mercedes eran más agotadoras de lo habitual; sabía que no servirían de nada.
El doctor levantó la mirada y vio los enormes agujeros dilatados de Mercedes. Podía ver, sin ayuda de instrumental alguno, la entrada de la matriz y el inicio del intestino grueso.
La enfermera se desabrochó el arnés con dedos agarrotados, para dejar caer la enorme polla al suelo, la cual rebotó varias veces, salpicando a su alrededor con gotitas de lubricante.
–¿Qué será de ella?
El doctor tardó en responder a la pregunta.
–No lo sé. Pero vive dios que hemos hecho todo lo posible.
Mercedes despertó al cabo de unas horas, tendida en una camilla. Aún conservaba dentro de su boca el audífono óseo, conectado a una consola a su lado.
Un rastro de babas unió el aparato con sus labios cuando se lo sacó de la boca.
Tenía su ropa al lado. Su enorme mano la cogió toda a la vez. Se vistió con lentitud. Se sentía relajada y descansada, aunque empezaba a sentir el dolor creciente en su cuello y cabeza por aquel gran moño que tiraba de ella hacia atrás.
Al menos, esta había sido la última sesión.
Cuando estuvo vestida, salió de la sala de descanso y se acercó al mostrador. El escáner retinal leyó sus ojos y un parpadeo sirvió para confirmar el pago del tratamiento.
Del inútil tratamiento.
Llegó a casa unos minutos más tarde. El aerodeslizador autopropulsado no encontró apenas tráfico en la ruta.
Su marido ojeaba el holo-periódico cuando entró en el salón.
–¿Preparada? –preguntó a modo de saludo, tratando de contener la segura decepción que iba a aparecer como en anteriores ocasiones.
–Claro. Cuando quieras.
Ambos se desnudaron en el dormitorio. Él se colocó sobre ella. Apuntó su verga erecta sobre la entrada. Mercedes sintió dolor cuando el glande presionó sin poder entrar. La entrada no se dilataba. La verga seguía sin entrar. Como siempre.
–Sigue sin entrar. Solo conseguiré hacerte daño. Vistámonos, esto es una pérdida de tiempo.
La mujer trató de evitar que las lágrimas no cayesen pero no lo consiguió. El marido la miró duramente.
–Qué pérdida de tiempo. Y de dinero. Lo raro es que todos hablan bien de ese doctor, maldita sea. Yo también fui y mírame ahora: más dura que un palo. Directa al agujero ¿Cómo es posible que tú seas la única?
La mujer se miró el ombligo amoratado.
–¿Y si es por abajo, en cualquiera de estos dos? –preguntó ella, señalándose el coño y el ano dilatados, abiertos, boqueantes.
El hombre negó vehementemente.
–Imposible.
–¿Cómo estás tan seguro? –insistió Mercedes mientras se vestía.
–Algo en mi cabeza me lo dice. Una vocecita.
–Como a mí...
–Entonces, ¿¡por qué no dilatas, joder!?
La mujer no respondió. Se vistió, anduvo hasta otra habitación, se llevó el instrumento a la boca y extrajo una música desafinada y asíncrona. No la importaba no tocar bien el saxo. Era lo único que la aliviaba.
En la consulta, el doctor abrió los ojos y un sudor frío le recorrió la frente y goteó hasta sus sienes.
–Enfermera –llamó con voz trémula.
–Dígame qué lee aquí. Creo que estoy sufriendo una alucinación.
La enfermera entornó los ojos asustada al ver el rostro del doctor pero le hizo caso. Se inclinó sobre el monitor y leyó:
“Texto audio subliminal Mercedes: 1– Disfrutas con el saxo. 2– Tus orificios se ensanchan. 3– Tu moño se ensancha. 4– Tu mano se ensancha.”
–¿Qué opina? –preguntó el doctor.
–Que va siendo hora de que tome esas clases de mecanografía. Cuanto antes. O que pase el corrector ortográfico alguna vez.
Ginés Linares