La tentación tiene cuerpo de mujer 2

La chinita preocupada por la atracción que siente por su guardaespaldas decide relajarse con un poco de Taichi. Mientras lo practica, Elizabeth se une a ella. Mei al enterarse de que su empleada es una experta en esa arte marcial, la reta a un combate. Un combate que cambiará para siempre sus vidas.

5

Tras la ducha vespertina a la que estaba más que habituada, Mei Ouyang ocupaba sus tardes estudiando los informes diarios que recibía de esta parte del mundo para acto seguido enviar los más interesantes a sus asesores en China. Así y gracias a las doce horas de diferencia horaria,  al despertar a la mañana siguiente tuviese en su poder las conclusiones de su gente.

Al principio le había costado acostumbrarse, pero tras un mes ahora se daba cuenta que el sistema tenía sus ventajas y que, en vez de ser una pérdida de tiempo, era lo contrario. Cuando vivía en Shanghái, las respuestas le llegaban al día siguiente, es decir a las veinticuatro horas. En cambio, desde que estaba en la gran manzana ese lapso había bajado a la mitad.

«Voy medio día por delante de mi competencia en los Estados Unidos», se dijo mientras una de las chicas de servicio que se había traído desde su patria natal, le servía un té.

«¡Qué delicia!», se dijo mientras degustaba ese manjar de dioses, realizado con agua a la temperatura correcta, hojas recolectadas a mano y tratadas con exquisito respeto al infusionarlas.

Para ella, como para el resto de sus compatriotas, el té no era una bebida sino una forma de vida. Mei cuando lo tomaba, aprovechaba ese instante para pensar y meditar. Por ello y mientras el calor de la taza temblaba sus manos, la joven magnate repasó su día. Aunque su idea inicial era analizar la reunión que había tenido con los inversores, su mente se rebeló y se centró en su nuevo asesor de seguridad.

«¿Qué estará haciendo?», se preguntó y por un momento, estuvo a punto de ir a buscarlo. Pero recapacitó de inmediato, al advertir lo ridículo que resultaría que lo hiciera porque, al fin y al cabo, ella era la jefa. Si quería verlo, solo tenía que llamarlo y vendría de inmediato. Ya tenía el teléfono en su mano, cuando nuevamente se percató que estaba fuera de lugar apartar a un empleado de su trabajo solo por un capricho.

«No me educaron para ser una niña consentida sino para convertirme en la matriarca de la familia y una matriarca no actúa así», criticando lo absurdo de su comportamiento concluyó y molesta consigo misma, decidió practicar un poco de Taichí para reducir estrés y la ansiedad que sentía.

La ropa occidental que llevaba puesta no era la ideal para ejercitarse en ese arte marcial y por ello, sacó de su armario un traje blanco de amplias mangas parecido a un pijama y se lo puso. Tras lo cual, se hizo una coleta en el pelo y salió al jardín.

La brisa de esa tarde neoyorquina le pegó en la cara mientras hacía una reverencia a sus antepasados:

«Soy quién soy, gracias a vosotros», musitó mientras iniciaba su práctica.

Los largos movimientos circulares podían parecer a un neófito una especie de baile, pero Elizabeth Lancaster no era uno de ellos y le asombró la perfección con los que los realizaba.

«Es buena», sentenció boquiabierta porque nunca se hubiese esperado que esa mujer fuese una experta, «la postura erguida de la cabeza y la belleza de su ejecución solo se consigue si ha aprendido desde muy joven».

La elegancia innata de esa mujer la tenía obnubilada pero aun así fue capaz de reconocer cada uno de los movimientos y que, partiendo de la postura de inicio, Mei había pasado al segundo,  el “cepillar la rodilla” con un sinuoso paso lateral, justo antes de realizar el tradicional “rechazo del mono”, usando los brazos para defenderse de un supuesto ataque.

Inconscientemente, cuando la oriental estaba ejecutando el tercer estadio donde se mueven las manos imitando a las nubes, Beth comenzó a imitarla y juntas interpretaron el “gallo dorado sobre una pata”. Al advertir que se le unía, Mei no dijo nada y de reojo observó a su acompañante consumar el quinto y último ejercicio donde apoyada sobre una sola pierna lanzaba una patada hacia al frente con el talón.

«Sabía que en este país se practicaba, pero nunca pensé que esta rubia tuviese el carisma», rumió entre dientes mientras le sonreía.

Beth creyó ver en ello un gesto amistoso y por ello se le acercó sin darse cuenta de que el gesto que le había hecho esa diminuta mujer era un saludo de combate y únicamente gracias a su preparación en la Armada como SEAL pudo rechazar una patada dirigida directamente a su cara.

«Será hija de puta», quitándose el jersey, gritó para sí y con un automatismo adquirido por años de entrenamiento, cargó contra ella.

Ninguno de los puñetazos o de las patadas dio en su blanco, porque con una delicadeza de la que jamás había sido testigo Mei rechazó todos sus golpes.

Ese fracaso lejos de contrariarla, le alegró y con la satisfacción de haber encontrado un oponente digno en una persona de su mismo sexo, volvió a embestirla. Esta vez, uno y solo uno de sus ataques golpeó su objetivo de lleno, mandando a la oriental dos metros hacia atrás.

Por un momento, Beth creyó que se había pasado porque no en vano ella era su cliente, pero Mei lejos de dolerse con ese codazo contratacó y lanzó una serie de precisos mandobles sobre ella. Esta vez fue la rubia la que tuvo que defenderse y a pesar de ser cinturón negro en varios tipos de artes marciales, sudó para rechazar la ofensiva de la asiática.

Tras unos minutos donde alternativamente una parecía tomar ventaja sobre la otra, tuvieron que aceptar cubiertas de sudor un empate al comprender que solo un golpe de suerte podría inclinar la balanza. Curiosamente la más enfadada era la chinita. Mei no solo se consideraba heredera de toda una cultura, sino que desde su más tierna infancia había tenido los mejores maestros a su disposición y por ello no le cabía en la cabeza que esa extranjera fuese al menos tan buena como ella.

Algo parecido le ocurría a Beth. Sus compañeros le tenían respeto, exceptuando a Walter, los demás la consideraban un arma letal y miraban con reparo las veinticuatro muescas que llevaba en su cinturón numerando los enemigos de los que se había desecho y de pronto, una enana de poco más de metro y medio era capaz de mantenerla a raya.

«Su técnica es perfecta», masculló en su cerebro mientras extendía la mano a su oponente consciente que de no ser por la diferencia de tamaño y fuerza Mei la hubiese arrollado.

A pesar de no ser un gesto habitual en su país, la millonaria aceptó la mano firmando así la paz de una guerra que jamás se había declarado. Esa escena tuvo lugar sin que supieran que desde la garita Walter había seguido el trascurrir de la pelea desde el principio e igualmente tampoco vieron su sonrisa:

«No hay nada que la excite más, que una buena pelea», riendo pensó al ver los pezones de Beth totalmente erectos y conociéndola supo que esa noche le exigiría un esfuerzo extra.

6

Esa mañana Elizabeth Lancaster amaneció agotada. Walter apenas la había dejado dormir y estaba cansada. Por eso no le hizo gracia que recibir una llamada de la clienta preguntando si conocía una buena masajista, cuando ni siquiera había tenido tiempo de terminarse la taza de café.

―¿Qué le pasa?― contestó.

Mei le explicó que había amanecido contracturada y que le urgía un masaje tailandés que le estirara la espalda. Al escucharla la ex militar atribuyó ese dolor a la pelea del día anterior y abusando de la buena relación que entre ellas se había creado, comentó:

―Eso le ocurre por enzarzarse en un combate con quien no debe― tras lo cual le reconoció que ese tipo de masajes en Estados Unidos estaban mal visto porque normalmente terminaban con final feliz.

―¿Final feliz? No entiendo.

―Pero ¿de dónde ha salido? ¿Cómo es que nunca ha oído esa expresión?― preguntó Beth, descojonada.

La oriental estaba descolocada e inocentemente respondió que el fin último de un masaje era la felicidad del que lo recibe. La carcajada de la ex militar resonó a través del teléfono y eso incrementó la estupefacción de Mei hasta que ya enfadada insistió en si la podía ayudar.

Conteniendo la risa, Beth escandalizó a su jefa al aclararle el significado claramente sexual de ese término, para acto seguido decirle que entre sus múltiples aptitudes y capacidades una de ellas era el haber estudiado fisioterapia y que si quería ella misma le podía dar un masaje.

―Por favor, no me puedo ni mover― con un tono quejumbroso contestó.

Al colgar recogió su neceser de la habitación donde dormía con Walter y con él en la mano se dirigió a las dependencias privadas de su cliente. Cruzando el jardín, no pudo dejar de comprobar que los guardas estuvieran en su sitio y que hubiesen registrado las rondas en los relojes checadores que ella misma había instalado repartidos por la finca.

Ya en el edificio principal, fue directamente al cuarto donde le esperaba Mei. Al llegar se la encontró tumbada en la cama y todavía en camisón. La belleza de la joven sin maquillar le impactó:

«Que mona es, ojalá yo me levantase tan guapa», murmuró en silencio mientras entraba al baño de la dueña del lugar y cogía una toalla.

Nuevamente en la habitación, se la entregó y le pidió que se desnudara.  Debido al dolor, la oriental comenzó a quitarse la ropa lentamente, dotando involuntariamente a sus movimientos de una sensualidad que Beth advirtió.

«Si en vez de ser yo fuera Walter quien la estuviera viendo, estaría ya como una moto», meditó sin mostrar rastro alguno de celos. La relación que le unía con su jefe era bastante liberal y aunque nunca habían hablado de ello, se suponía que ambos eran libres de acostarse con otra persona.

―¿Dónde quieres que me tumbe?― una vez desnuda y envuelta en la toalla, preguntó.

La actitud tímida de Mei enterneció a Beth y olvidando por una vez la rigidez de su formación, le rogó que dado que no disponía de una camilla que volviera a la cama. Asintiendo con la cabeza, se acostó boca abajo sobre el colchón.

―Primero voy a echarte un poco de aceite― le anticipó la militar, tuteándola por primera vez.

Profesionalmente, se embadurnó las manos y frotándoselas buscó templarlo antes de aplicárselo en la espalda. Le quedó claro que esa asiática ya había recibido masajes cuando sin que se lo tuviera que pedir, se deslizó la toalla dejando la espalda al aire y tapando únicamente su trasero.

―Bájate un poco la toalla.

Viendo que estaba preparada, extendió el aceite tibio sobre ella con movimientos largos y uniformes, empezando desde la parte baja de la espalda.

―No tienes un gramo de grasa― con ganas de romper el hielo dijo mientras presionaba ligeramente la parte exterior de su tronco al subir hacia el cuello.

Mei cerró los ojos sin responder al piropo. Esa falta de respuesta no preocupó a su inesperada masajista y repitiendo nuevamente el masaje en su espalda incrementó gradualmente la presión de sus yemas.

―Ahh― se quejó la mujer cuando Beth halló cerca de su omoplato un nudo en sus músculos.

―Lo siento, pero no me queda más remedio que hacerte daño― disculpándose por anticipado le susurró la rubia en el oído .

Para desgracia de la estadounidense al hacerlo, una cautivadora fragancia se adueñó de su ser a través de su olfato, perfume que le asustó reconocer como el olor natural de esa monada.

«Dios, ¡qué bien huele!», en silencio exclamó en el interior de su cerebro.

Ajena a lo que le estaba sucediendo a la mujer que tenía a su lado,  Mei se había adormilado y todavía con los ojos cerrados, disfrutaba del masaje.

Tratando de calmarse, Beth vertió más aceite en sus manos antes de volver a recorrer la piel dorada de la heredera.

«No es ni tu amiga, ni tu amante. ¡Es tu cliente!», se repitió a modo de mantra budista al sentir que la humedad se hacía fuerte en su entrepierna.

Tras disolver la contractura, ese masaje profesional se fue convirtiendo en una sucesión de caricias a las que Mei no estaba acostumbrada. Para una mujer educada en la negación de cualquier placer esos inesperados mimos le estaban resultando agradables e instintivamente, jadeó en voz baja.

Ese discreto gemido despertó a Beth de su ensoñación y fue entonces cuando se percató de que había traspasado la frontera de la toalla y de que sus manos estaban amasando dulcemente los glúteos de la oriental.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó mientras disimulando se echaba más aceite en sus manos para así quitar las manos de ese trasero que tanto le atraía.

Al retirarse pudo admirar en plenitud la belleza de las formas de esa diminuta mujer y a pesar de no ser lesbiana, sintió una punzada de deseo que no pudo reprimir y con tono encendido comentó a su cliente el maravilloso cuerpo que tenía.

Con voz temblorosa y totalmente inmóvil, Mei le dio las gracias sin exteriorizar que deseaba que siguiera masajeándola.

«¿Qué me pasa?», nuevamente murmuró Beth al no entender la atracción que estaba experimentando cuando jamás había se había sentido atraída por alguien de su mismo sexo.

Su confusión se incrementó a niveles insoportables cuando se escuchó preguntar a la oriental que dado que le notaba las piernas muy tirantes que si quería que se las relajara.

―Por favor― con un hilillo de voz, contestó ésta.

El corazón le latía a mil por hora cuando reanudó sus masajes presionando con los dedos las plantas de los pies, antes de pasar a los tobillos. De nuevo Mei jadeó, pero esta vez fue su suspiro más audible dejando en evidencia que no solo no le era indiferente, sino que le estaba gustando. Los pezones de la rubia reaccionaron al escucharla y con más confianza, siguió subiendo lentamente hasta llegar a los muslos.

Al notar que su sexo se inundaba al sentir cada vez más las manos de la estadounidense cerca de su centro de placer, la chinita entró en shock. Nada de su vida anterior le ayudaba a entender las señales que le estaba mandando su cuerpo. Por eso cerró los ojos avergonzada al saberse desnuda e indefensa frente a su empleada. Y si bien estuvo a punto de levantarse para salir corriendo, algo en ella se rebeló y guiada por un instinto animal que desconocía tener, separó sus piernas dejando franco el camino hacía su sexo.

«Me estoy comportando como una zorra», musitó entre dientes al no poder evitarlo.

La nueva postura permitió a Beth observar en plenitud la meta que ansiaba mientras trataba de asimilar que Mei estuviera tan excitada como ella. Al confirmar que ambas eran cómplices en esa calentura, se sintió autorizada a acercarse aún más y tras verter aceite en sus manos, tímidamente recorrió con sus yemas el borde de los labios vaginales de la oriental.

Ante sus ojos y de improviso, la chinita empezó a temblar y sus sollozos de placer fueron tan evidentes que asustada Beth retiró sus manos, creyendo que se había pasado y que por ello había puesto en peligro el contrato.

«Walter me va a matar», pensó mientras su clienta no dejaba de retorcerse sobre el colchón presa de un orgasmo culpable.

Durante un largo minuto, Mei disfrutó de las delicias de Lesbos, delicias inesperadas y placenteras que llenaron su mente de imágenes donde su adorado padre recriminaba su comportamiento. No se había todavía recuperado cuando escuchó que la culpable de tanto gozo le preguntaba que si se sentía bien. Abochornada y sudorosa, se levantó de la cama y desnuda corrió al baño.

Tras encerrarse con llave, se sentó en el wáter para tratar de asimilar lo que había experimentado. Por extraño que parezca en alguien educada como ella, era tal su bochorno que apenas podía respirar, pero al ir digiriendo lo sucedido, una extraña felicidad brotó de su ser y con una sonrisa culpable, decidió salir para dar las gracias a la mujer que le había provocado esas sensaciones e intentar reanudar las mismas donde las habían dejado.

Desgraciadamente, Beth no estaba y por eso se quedó con las ganas. Ganas que le hicieron ratificarse en su decisión de que a la primera oportunidad iba a intentar que se repitiera.

Por su parte Beth, al ver como la chinita se escabullía y temiendo su reacción, decidió ir en busca de su amante para confesarle su pecado antes de que se enterara por otra. Lo curioso es que nunca llegó a explicarle lo ocurrido porque cuando lo halló, Walter estaba hablando por teléfono y al colgar, se le anticipó diciendo:

―Me acaba de llamar la jefa y me ha felicitado por tener una persona tan preparada en mi equipo…¿Qué ha pasado para que la señorita Ouyang esté tan contenta contigo?

Suspirando aliviada, la rubia tomó aire antes de decir:

―Poca cosa. Estaba contracturada y le he hecho un masaje.


Después de años escribiendo en Todorelatos y haber recibido casi 25.000.000 de visitas, he publicado otra novela:

La mayoral del Fauno y sus dos bellas incondicionales

Sinopsis:

Huyendo de una fama indeseada y con dinero en el bolsillo, Manuel Castrejana llegó a República Dominicana. Allí se enamoró de sus gentes y de su exuberante naturaleza y por ello no dudó en comprar El Fauno cuando lo conoció, aunque no tenía experiencia en campo y menos en una finca tan grande y complicada como aquella. Tras dos años de pérdidas, el cura le aconseja contratar a Altagracia Olanla, la hija del antiguo mayoral.

Desesperado accede a dejar en su mano la hacienda sin saber que la presencia de esa mujer se extendería a su alrededor impregnando hasta el último aspecto de su vida.

Empieza a sospechar que no fue buena idea y que los antepasados de Altagracia habían sido los reyes inmemoriales de todo ese pueblo cuando descubre que la joven viuda intenta recuperar formas y normas de otra época y que todos los empleados la tratan con un respeto cercano a la idolatría. Sus dudas se intensifican cuando la mulata descubre a Dulce, una de sus criadas, ofreciéndosele sexualmente y en vez de regañarla, hace la vista gorda asumiendo que era lógico que la chavala viera en él a la reencarnación del Fauno.

Ya solos, Dulce le informa que Altagracia le ha pedido convertirse en una de sus dos incondicionales. Al preguntar que quería decir con ello, la muchacha le explica que las incondicionales son las mujeres que el pueblo yoruba regala a los dueños de la Hacienda en señal de respeto y que su función es mimar y cuidar al Fauno en todos los aspectos incluidos el sexual...

Y como siempre os invito a dar una vuelta por mi blog.