La tentación de Rosalinda

Rosalinda se acerca a los treinta. Lo tiene casi todo, lo probó casi todo. Pero casi no es todo.

Lo inconveniente y peligroso tentaba a Rosalinda. Ese aleteo en el estómago que precede los momentos excitantes daba sentido a su vida. En su infancia, iba con su familia a buscar setas e insistía en recoger las que desechaban los demás:

-Rosalinda no seas pesada, ¿cómo tengo que decirte que esas no? -la reñía su papá impaciente sacándolas de la cesta.

-Pero papá, ¿son malas?

-No lo sabemos y es mejor no asumir riesgos.

-Pero alguien tuvo que probar esas que tomamos por buenas.

-Pero, pero, pero... Qué pesada eres, niña. Y yo qué sé quien las probó... -era lo más que podía contestar su padre ante su aplastante lógica.

Con esos antecedentes, no es extraño que Rosalinda fuese la primera en fumarse un porro y en perder el virgo, actos que consumó simultáneamente con un “viejo” tres cursos mayor que ella. Tampoco tuvo reparos en hacer puenting desde un viaducto y allí literalmente se corrió, rebotando a tres metros de la calzada inferior.

También se corrió frotándose contra el cuero de aquella moto en un recodo de la carretera. Su propietario, un canalla de medio pelo, acabó por implicarla en un atraco. Esquivó la cárcel gracias a las habilidades de un abogado muy caro que sus padres contrataron.

Rosalinda ya tenía edad de sentar cabeza, y casi era un alivio verla tierra quemada para tantos desastres pues ya le quedaba poco por probar. Pero algo horrible planeaba sobre la familia, algo que podía dejar el deseo de perpetuarse a través de su única hija -deseo legítimo de cualquier madre y padre- en agua de borrajas. Una noche de fiesta, tras consumir un brebaje experimental en una fiesta rave, confundió la alucinación tóxica con la llamada del Cielo y decidió ingresar como novicia en las Clarisas.

Pero las aficiones de Rosalinda dejaban de serlo cuando esa pátina de sudor secaba, y el aleteo en el estómago se convertía en el más común retortijón de hambre. Antes de tomar los votos, Rosalinda abandonó su vocación tras emplear todo su furor religioso en desvirgar al casto confesor del convento.

Liberada finalmente de las garras del más allá, conoció, cortejó, formalizó relaciones y se desposó con un flamante ejecutivo en el corto período de seis meses. Sus padres estaban tan contentos que no escatimaron gastos pagando no sólo el convite, sino el viaje de novios al Japón, donde Rosalinda y su marido pudieron experimentar con las toxinas del pez globo en un restaurante de Kioto. Volvieron salvos y felices, sólo con un incómodo jet lag.

Rosalinda aparcó su faceta experimental y se aplicó en los asuntos matrimoniales y estudiantiles matriculándose en la Facultad para así recuperar el tiempo perdido. Pasaron los años velozmente y, en determinado momento, hizo balance de su vida. Había terminado la carrera sin más sudores y escalofríos que los que le proporcionaban sus buenas notas, los achuchones de su marido y el uso compulsivo del vibrador, pues las campañas de promoción de nuevos productos lo ausentaban durante semanas.

El sábado siguiente cumpliría treinta años, estupenda edad para quienes miran hacia atrás instalados en el otoño de sus vidas, pero inquietante para quienes se acercan a esa cifra. Su marido no estaría en casa y en absoluto le apetecía celebrarlo. Estaba dolida con él, deseaba que estuviera a su lado en ese trance, pasar la velada en algún restaurante donde la gente no vocea sino murmura y en esos murmullos se intuyen promesas de amor sin fecha de caducidad. Se había esforzado mucho en ser buena y... ¿para qué? Se sintió más sola que nunca y añoró esas tentaciones que años atrás la hicieron sentirse tan viva.

Se abofeteó, pellizcó y mordió un dedo -lo hacía desde su infancia para controlarse-, pero fue inútil. Había algo que aún no había probado y que la hacía estremecerse mientras soñaba con ello. Fantaseaba con ese comportamiento abyecto que la sociedad juzga tolerable sólo cuando la necesidad extrema acucia, pero la nómina de su marido daba fe de que ese no era su caso. Abocada por completo a sus quehaceres, lo había controlado hasta el momento; pero el tiempo se le escapaba y pronto...

Aquella tarde de viernes, vigilia de su aniversario, llenó su bolsa de viaje y se fue a la estación. Tuvo sus momentos de duda frente a la taquilla pues los años de remisión no habían pasado en balde; pero, finalmente, la pátina de excitante sudor la cubrió como la maldición del infierno.

Cuando llegó a la ciudad, tomó un taxi para dirigirse a una zona degradada, ajena pero a la vez familiar por ser ubicación frecuente de sus fantasías. Le temblaron de nuevo las piernas frente al hotel y la sordidez del interior no la ayudó en absoluto.¿Cómo se sentiría en manos de alguien que le pidiera entregarse tras comprar su cuerpo? ¿Lo soportaría o saldría corriendo igual que hizo en el convento? Allí también se le pidió entrega absoluta, no sólo de cuerpo sino de alma, y eso era aún más duro.

Pero en la habitación recobró el control de nuevo, no del todo, pues sin esa sensación de vértigo aquello carecía de sentido. Sacó un vestido de la bolsa y se lo puso. No era un vestido elegante, sino un vestido de golfa, ni siquiera un vestido de fulana de buen nivel.

Se maquilló a conciencia y el espejo le devolvió la imagen de un rostro desconocido; el rostro de una mujer que se rendía a las normas estéticas imperantes en ese barrio de zorras, transformándose en el de un vulgar y obsceno putón a punto de ofrecerse al mejor postor.

Reaccionó como el cuerpo que no es inmune a la gripe y la padece por primera vez. Arrebatada,  exprimió sus labios contra el espejo. No llevaba sujetador y el vestido no tenía mangas ni tirantes. Era muy fácil que las tetas desbordaran las copas y así pasó. Sus pezones se mostraron rosados y turgentes anticipándose al fuego que recibirían. Los acarició suavemente. Tenía ganas de ello. También los hombres que encontraría a su paso las tendrían. No era sólo un vestido. Era una trampa, quizá un arma.

-¿Eres una puta o una monja redimida? -preguntó a la imagen

Rosalinda no era la madrastra de Blancanieves y no recibió respuesta.

-Entonces compórtate como lo que eres, zorra -increpó.

Movía los labios provocativa y arrancó otro morreo al espejo manchándolo de carmín. Se sentía poderosa y frágil a la vez. Temblaba y se detuvo con la mano acariciando su intimidad. Tenía que parar esa pequeña locura para que fluyera una locura aún mayor. Abrió el grifo, se refrescó la cara y maldijo su estupidez viendo el maquillaje correrse.

-Has venido a zorrear, Rosalinda, y no a pajearte ante el espejo  -se dijo a si misma, pues los espejos se prestan a esos diálogos locos-. Te has vestido de puta y es difícil no hacer honor al hábito conociéndote.

Tras reparar los destrozos, se roció con perfume, se calzó los zapatos de tacón, tomó el bolso y salió. Anochecía, ese momento del día en que la tetosterona fluye como un torrente y puede olerse hasta en el aire. La misma mirada turbia, el mismo deseo de siempre, ese deseo tan antiguo como la vida. Mujeres ofrecidas a sus futuros clientes atestaban la calle, y ella andaba entre ellos, dividida entre su ávida excitación y el temor a que los chulos la tomaran por una intrusa.

-¿Te perdiste? Nunca había visto por aquí una chica tan guapa y elegante- oyó junto a ella tras doblar una esquina.

Dio un ligero respingo y se volvió. Pensaba en clientes más jóvenes, de la edad de su marido pues la tentación de Rosalinda tenía un turbio poso de venganza.

-Cierto, estoy de paso en la ciudad.

Ese barrio formaba parte de sus tortuosas fantasías sexuales; pero, a efectos prácticos, le era tan ajeno como lo sería para una turista. Se apresuró, pero él la siguió y la tomó del brazo.

-¡Qué hace! -gritó molesta y deshaciéndose de él.

Se arrepintió de su actitud hostil. Era una perfeccionista incluso en sus fantasías y debía ser consecuente con el papel asumido. Al fin y al cabo, una puta barriobajera no puede permitirse el lujo de elegir a sus clientes. Era un tipo robusto y elegante con el aplomo del putero experto que juega a seducir aún sabiendo que lo que cuenta es la tarifa. Quizá hubiese preferido alguien de trato más simple y no alguien que entrara a las mujeres como si estuviera en un club de singles.

-Jajajajajaja..., tranquila... ¿Cuanto? -preguntó infatigable como si jugar al gato y al ratón le gustara.

No se le había ocurrido documentarse sobre tarifas y propuso una cantidad sin pensar, una cifra con una “l” que sonaba en su cabeza como el sonido de una campanilla. Esas campanillas de los burdeles antiguos tras las que madame anunciaba: «Niñas, al salón»

-La habitación aparte, pero ya le dije que estaba de paso y no sé donde... -y prosiguió imperceptiblemente-:...follar...

Cuando la palabra “follar” murió en sus labios tomó conciencia de que aquello iba en serio. La cifra sería razonable porque el tipo contestó:

-De acuerdo. Sígueme.

La tomó de la mano. Era una mano cálida que le acariciaba la palma con un dedo en un juego casi infantil. No perdía la oportunidad de ser grato pudiendo ser indiferente. Ella contemplaba sus zapatos, eran unos zapatos enormes y anticuados.

«¿Y por qué no un viejo? Si la juventud fascina a la vejez con su espontaneidad y frescura, el viejo seduce a la joven como esos lugares antiguos cargados de misterio. ¿Lo he leído o me lo invento?», pensó mientras doraba la píldora. Pero nada había que dorar, pues a ella le ponía lo inconveniente y nada lo era más que ofrecerse vestida de zorra a un tipo que podría ser su padre en ese barrio infame.

Llegaron a una pensión, y ella pasó discretamente frente a recepción dejando que el viejo pagara y recogiera la llave. No había ascensor, la escalera era muy empinada y la habitación se encontraba en un tercero. El tipo le cedió el paso amablemente con el propósito de ser educado, o quizás de ser... A Rosalinda le pareció morboso y, por qué no, divertido, pues probablemente quedaran habitaciones libres en los pisos inferiores y lo que quería el viejo era recrearse con la visión de sus nalgas oscilantes frente a él. Se convenció de ello cuando le acarició los muslos entre el entresuelo y el primero. Sintió sus dedos calientes reseguirlos, apartar sus bragas y mojarse en la humedad de su raja

-¡Pero qué hace, por favor...! -se rió divertida pero prendida de morbo-. ¿No puede esperar?

-Creo que no, bonita -contestó él en su trasera.

Pronto tuvo la palma entera frotándola. Eso la obligó a subir la escalera con cierta dificultad, forzada a abrirse de piernas y a dejarse llevar por el oscilar de sus glúteos. La avidez del viejo no la molestaba, al contrario, la deleitaba sentir su respirar agitado por el esfuerzo y la calentura.

El jodido lo hacía bien y Rosalinda sintió desfallecer de excitación, quedando arrodillada y sin resuello a la mitad del tramo siguiente. El viejo no dejaba de masturbarla con una habilidad que su marido no mostró jamás, o quizá la morbosa situación la indujera a pensar eso. Lo cierto es que le había levantado la falda al completo y sus bragas eran una tira negra tirante bajo sus glúteos. Movía sus dedos en circular a la vez que metí y sacaba, extendiendo sus jugos.

-¿Te gusta..., eh?

-Mmmmmmmmmm..., sííííí...

Le gustaba y cómo... Allí estaba, como una puta pajeada por el viejo más salido del barrio. Quizá no llegara a más y le bastara con ello. ¿Le bastaría a ella? Quería pensar que todas las putas chingaban como locas y se lo pasaban de muerte. Sabía que era irreal, pura fantasía; pero pensar eso la ponía muy caliente.

Se arrimó contra ella, separado de su carne por la empapada tela del pantalón. Podía sentir la dureza de su verga. «Vaya con el viejo», pensó. Tenía su cálido y espeso aliento en la nuca cuando oyeron el ruido de un portazo. Una pareja abandonó la habitación y tuvieron que arrimarse a la pared para dejarles paso. El viejo se recató, al contrario de Rosalinda a la que le hubiese gustado seguir mientras la pareja se cruzaba con ellos.

Fue en el siguiente tramo cuando Rosalinda no pudo con la picazón que le había dejado y, viendo imposible llegar entera, fue ella quien se arrodilló, levantó la falda y bajó las bragas. También apartó los glúteos para que todos sus orificios emergieran y así recibir un buen pajote de sus manos.

-Sigue con lo que empezaste. Sigue por favor -suplicó culo en pompa.

Él siguió con las maniobras pajeando los labios vaginales que turgían con su rosado tono de perra en celo. Ella gemía arqueada cuando sus dedos irrumpían en su interior mientras sus piernas temblaban hasta el punto de que un zapato se descolgó y rodó a los pies el viejo. El pie, bonito y bien cuidado, se retorcía confirmando el placer sentido, y él no pudo menos que desnudar al otro para gozarlos pareados, mostrando toda su excitante y desnuda indefensión.

La tomó por los tobillos y ella respondió gimiendo a su lengua que la cosquilleaba desde la planta del pie hasta el empeine. De allí siguió por sus carnosas pantorrillas hasta llegar a sus muslos e ignorando -a propósito y para encelarla aún más- su entrepierna que bullía y espumaba caldosos flujos.

-Dame ahí..., por favor -suplicó Rosalinda.

El viejo le alcanzó por fin el coño y allí le propinó jugosos lametones deslizando su lengua  por los pliegues, por su clítoris, trazando círculos en él, dándole sabrosos mordiscos, alternando en esos movimientos hasta sentir los tobillos de Rosalinda tensionarse entre sus manos.

-¡OOOOHHHH... SÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ..., QUÉ GUSTO...! -así se corrió la muy puta, en las escaleras, con las manos del viejo sosteniéndola por los pies.

Sin más interrupciones y con la entrepierna pringosa, Rosalinda llegó a la habitación donde el viejo se dejó caer sobre la cama. El cansancio le afectó la libido pues su verga ya no tensionaba la tela del pantalón de igual manera. Era difícil conmover con sus robustas medidas, medidas que desbordaban la cama y dejaban los pies colgando en el borde.

Rosalinda se limitó a mojarle la frente con una toalla húmeda, y el trastorno no tuvo más secuelas que las que tendría para un machote de veinte años subir diez pisos con la premura del sexo entre sus piernas. Quiso llevar el ritual hasta las últimas y, viendo que había un bidé en una esquina, le dio al grifo y dejó que se llenara mientras se desnudaba.

Se agachó sobre el chorrito separando los muslos, más por precepto que otra cosa pues iba limpia. Se entretuvo un ratito pues quería dar tiempo al viejo que ya sacaba la verga iniciando un buen pajote, estimulada por el chapoteo de Rosalinda. Confirmó que la medida del zapato no era un bulo pues la verga desbordaba la mano medio palmo por arriba.

-Ven aquí a chupármela, delicia -reclamaba con voz ronca-, y no te des tanto no se te vaya a aguar el juguito. Me gustaste en la escalera, viéndote como una yegua enloquecida y pensando en que conseguiría domarte.

Rosalinda agradeció el cumplido pues parecía que el puto era el viejo, dando más que recibiendo.

Lo observó. Tenía un punto morboso con esos ojos intensos de follador decidido y una mandíbula ancha y masculina. Mostraba un cuello rudo donde la nuez bailaba arriba y abajo como su mano en la verga, puro gusto de anhelarla bien follada. Alguien que se mantenía tan viril contra viento y marea, era un contrapunto tentador que llevó a obedecer con placer a Rosalinda, a subirse a la cama para tirar de sus pantalones y así sus cojones emergieran.

Temía encontrarlos marchitos pues de eso tienen fama los viejos, pero esos estaban pegados y tirantes. También emergió por entero el tronco, erguido y bien tallado. Tantos años de follar lo habían puesto en sus sitio, con la ayuda de manos, bocas, coños, culos y viagra; artífices todos ellos de esa maravilla tan bien irrigada, igual que lo serían los bíceps trabajados con tesón en un gimnasio.

Rosalinda le apartó las manos, pues era ella quien debía espumar el caldo y servir el cocido. Repasó la huevera y la exprimió bien a gusto mientras tomaba el chorizo para jalarlo arriba y abajo sin dejar de bombear el artilugio. El viejo roncaba fiero:

-Asííííí... asíííííí, ¿está bueno?, chupa, chupa...

Le daba lengüetazos de vez en cuando, como si lo castigara, alternando con chupadas a fondo en las que albergaba el prepucio hasta el límite de la arcada. Pensó en esa cómoda antigua de su abuela con pomos de roja caoba que tanto gusto daba abrillantarlos.

Quedó tan encendida por la degustación que quiso probar si era tan buena la verga del viejo como su mano, y así la dejaba cumplida igual que lo hizo masturbándola en la escalera.

-¿Quieres metérmela? -propuso Rosalinda haciendo ademán de encaramarse en ella.

-Sírvete, bonita. Tú misma -consintió mirándola con sus ojitos intensos de vicio y a la vez que hurgaba en su bolsillo de donde extrajo un preservativo.

La decepcionó un poco su conducta  precavida pues cuando experimentaba algo quería sentir su riesgo al completo.

-Vaya, vas prevenido... ¿Quieres desnudarte primero?

-Mejor -contestó el viejo quitándose seguidamente la ropa.

Mostraba la belleza reposada del hombretón maduro, el vello cubriendo su torso y la discreta tripita. La verga a media asta cimbreaba de un lado para otro, pero volvió a pegarse a su ombligo cuando se tumbó de nuevo. Rosalinda, amorosa, la masturbó para facilitarle el trabajo de precintarla con el condón.

Se puso a horcajadas sobre él, cerró los ojos, se arqueó hacia atrás para mostrarle lo que se perdería sino era capaz de estar a su altura, e hizo girar la cabeza agitando la melena mientras se masajeaba las tetas con vicio y perfidia.

El viejo recordaba muy bien el camino y, tomándola por la cintura, fue metiendo lentamente su generosa anatomía que se deslizó hasta el fondo.

Gimió escalofriada Rosalinda cuando sintió sus huevos topar con su coñito. Se relamió de gusto con sus paredes vaginales soltando mantequilla y gimiendo de placer culeando ensartada.

Cabalgó rabiosa, alternando el galope con el trote o bajando a paso ligero pues a veces se le hacía insoportable tanto gusto y así se inclinó sobre el torso que la recibió gratamente, frotando sus pezones erectos con el sensual vello canoso.

-Llámame puta... -le susurró ella al oído.

-¿Por qué iba a hacerlo?

-Por que lo soy y me gusta... -le dijo.

-Pues a mí me parece inconveniente -contestó sin dejar de culear bajo ella y de llevarla hacia el éxtasis sin pausa ni remedio mientras le masajeaba el clítoris.

Cuanto más vejada se sentía, más soportable era la sensación de serle infiel a su marido, incluso -por qué no decirlo-: gustosa. Pura tentación perversa saciada entre sábanas roídas.

-¡SÍÍÍÍÍ..., SÍ..., SÍ..., OOOOOHHH... SÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ...! -gritó frenética y entrecortada por las sacudidas que le propinaba el viejo- ¡... SOY UNA PUTA..., UNA PUTAAAAAAAA... SÍÍÍÍÍÍÍÍ....!

Su proclama tronó en la habitación mientras el viejo le daba duro recuperado de energía y, de vez en cuando, descansaba. Entonces Rosalinda culeaba sobre él para tomarle el relevo hasta que el viejo sintió ascender el gusto supremo de sus cojones a su verga y la alertó:

-Levanta ahora, levanta.

Y Rosalinda, viéndole la intención, se la sacó del orificio y le quitó el chubasquero para ver el surtidor. Se alzaron los trallazos hasta sus tetas; los siguientes, en su ombligo; y Rosalinda le exprimió bien los huevos y la verga admirándose del alcance artillero que el viejo conservaba de sus años buenos. Agradecida, recogió su lechita con el cuenco de la mano y se relamió con sentida afición como pensó que harían las putas más vocacionales.

-¡Qué gustazo más bueno!... -roncó exhausto el viejo mientras Rosalinda apuraba con sus labios el último pringue chorreante de su verga.

Tras una pausa para que los turbios sudores se calmaran, realizaron sus higiénicas abluciones.

Rosalinda se sintió sucia, mas de eso trataba: el morbo de lo inconveniente y transgresor. Eso era lo que de verdad le ponía, más que el placer en si mismo. Cobró su servicio y abandonó presurosa la habitación para buscar la calle y allí perderse en el fluir callejero.

Deambuló un rato acelerada por la excitación, dudando entre volver a su hotel o meterse en un bar donde tomar algo que la calmara cuando encontró, en el recodo de una plazoleta, una pequeña iglesia.

Estaba abierta y entró. El olor inconfundible de los cirios la serenó un poco y se dejó caer en un banco disfrutando del silencio y tranquilidad del entorno pues la iglesia estaba vacía aparentemente. Cerró los ojos para relajarse, pero las imágenes del viejo vergudo la atormentaban hasta tal punto que no conseguía neutralizarlas por más que se esforzara. Se vio a sí misma durante su corto noviciado recurriendo a las pajas cuando las imágenes del atractivo confesor del convento la acechaban en sus sueños y fantasías. También recordó que algunas veces se había metido en el confesionario para captar, entre olor a madera, su aroma y así dar rienda suelta a su locura. Encontró tan curioso mueble en una esquina y junto a él se arrodilló musitando:

-Ave María purísima

Como nadie respondía, miró a un lado y a otro, entró y pasó la cortina. En esa precaria impunidad, se subió la falda, se bajó las bragas y sus dedos se deslizaron hasta el coño y allí se dio paja fina subiendo y bajando hasta alcanzar el clítoris donde se dio de lo bueno. De nuevo su cuerpo estaba bañado con el sudor de la tentación, esa tentación que tanto favorecía a sus mejillas cuando caía en ella. El sudor se hizo más profuso cuando oyó la puerta de calle abrirse. Oyó los pasos acercarse con la misma viveza que oía su corazón latir desbocado.

-Ave María purísima -escuchó sorprendida pues le pareció reconocer la voz de ese hombre que poco antes se había resistido a llamarle puta.

-Sin pecado concebida  -contestó ella afónica tras un silencio precavido. En su etapa delincuente, Rosalinda aprendió a impostar voces para extorsionar vía telefónica a las víctimas.

-¿Es usted, padre Juan? -preguntó inquieto el viejo pues no le reconocía la voz.

-Sí, hijo mío. Padezco un fuerte resfriado y apenas puedo hablar si no es afónico. Cuéntame tus pecados, hijo.

Parecía que era un viejo conocido del cura pues no necesitó más:

-Lo siento, padre. No lo había reconocido. Ya sé que soy muy insistente y mis pecados poco variados pues me aboné al sexto mandamiento y si no mato ni robo y respeto a mis padres, ¿qué otra cosa podría hacer si ya están muertos? Pues eso, lo de siempre: mi pecado de mujeres y el de mentir a mi esposa. Como cada viernes le dije que bajaba al bar, cuando lo cierto es que iba en busca de hembras y me topé con una delicia que no parecía del oficio.

Carraspeó Rosalinda para cultivar su afonía y hacerle notar que le seguía.

-Si entro en detalles es para que lo entienda mejor, padre. Vi algo diferente, algo que hace años no encontraba, vi deseo, un tremendo gusto en su mirada y no esa abulia o esa impertinencia que me hunde. Admiro la rectitud que usted profesa y hace gala, padre; pero yo no tengo su valor. Mi mujer ya no se presta y sin penitencia o con ella recaeré una y otra vez. Es más, vengo a pedirle perdón con anticipo por no volver mañana pues voy a buscarla de nuevo para repetir. Aún sufro o gozo la impresión que me ha dejado y, por qué no decirlo, los efectos de la pastilla que tomé para empalmarme.

-Ejem -sentenció Rosalinda tras un cauteloso silencio en que valoró lo más conveniente para tan perverso pecador como para ella-. El perdón por anticipo no lo prescribimos ni aquí ni en farmacia. Reza lo de siempre, hijo, pero esta vez sin efectos de perdón sino preventivos. Si recayeras, que es lo más seguro pues ya lo confirmas tú mismo, da una limosna bien larga a la parroquia y quizá entonces Dios te vea la buena intención aunque no cures. Y tampoco olvides que la Iglesia ve con malos ojos la contracepción y el uso de preservativos.

El viejo pareció confundido por momentos, pero finalmente echó mano a la cartera y le extendió un billete que una mano arrastró tras la oscuridad de la cortina, no por avaricia sino por probar que era cura.

-Y ahora ve con Dios -bendijo- que no te santiguo ni te doy a besar la estola por no pegarte el resfriado.

-Que se mejore, padre -deseó el viejo algo confuso pues había visto esa furtiva y nada masculina mano retirando el billete.

Se fue el viejo frotándose los ojos pensando en que ya no tenía la agudeza visual de antes, y Rosalinda esperó a oír la puerta con gran taquicardia pues la confesión le confirmaba que quería repetir igual que ella y esta vez sería completo y sin condón si seguía sus prescripciones. Había encontrado la horma de su zapato, alguien con tentaciones tan fuertes como las suyas y cuyo máximo placer era revolcarse en ellas una y otra vez. Serenada un poco, salió del confesionario y, cuando ya estaba en la puerta, se cruzó con el cura que la tomó de la mano:

-¿Me buscabas, hija? Lo siento si dejé el confesionario desatendido, pero tuve que asistir a una extremaunción, urgente como todas.

-No se preocupe, padre. No sabe el favor que me hizo. Aquí lo dejo, que yo también espero que me unten, extrema unción aunque no última. Espero.

Rosalinda corrió como la puta más jodida esperando a que no le quitaran la presa. Lo encontró en la misma esquina donde ya ojeaba otras opciones pues si algo tiene la fauna putera es fidelizarse muy poco.

-¿Perdió algo? -preguntó Rosalinda reclamando su atención.

Pareció respirar con alivio y contestó:

-A ti, hermosura. Quiero repetir si no te importa.

-Pues a qué esperamos.

Y Rosalinda, ya conociendo el camino, tomó la iniciativa como hacen las profesionales y lo arrastró consigo hasta llegar a la sórdida pensión.

-¿Lo de siempre? -preguntaron en recepción.

-Pues va a ser que no esta vez -se adelantó Rosalinda con el temor que se le ahogara en la escalera antes de descargar el cartucho-. Planta baja, entresuelo lo más.

-Tenemos una en planta baja pero hay que extender el sofá cama y no puedo dejar mi puesto

-No se preocupe -contestó el viejo-, ya nos apañaremos con ello.

-¿Algo especial? -preguntó esta vez Rosalinda cuando llegaron a la habitación.

-Follar y correrme dentro de ti sin condón si es posible -contestó el viejo asumiendo al completo los preceptos de la curia y los riesgos de su propia tentación.

Rosalinda se relamió pues se moría porque el viejo la rellenara toda con su lechita si aún quedaba. Tomó una sábana y la puso sobre el sofá para prevenir el goteo y no les cobraran desperfectos. La altura era ideal para darle lo mejor de ella. Rosalinda se tumbó bocabajo y a lo ancho del sofá, dejando que el coño le asomara en el borde y allí se abrió de piernas como esas bailarinas de balet -para algo le valía la gimnasia-, de forma que el viejo sólo tuviera que arrodillarse tras ella para gozarla.

-¿Te gusta así? -preguntó Rosalinda.

-Sí..., sí..., estás perfecta -contestó chapoteando de gusto.

Babas se relamía y jugos lubricantes segregaba de la punta de su verga por ver a esa hembra aspada frente a él mostrándole, como en una parada de mercado, su coño abierto y empapado de fluidos y la raja en cuyo centro se escondía el orificio del culo.

Se arrodilló tras ella con la misma devoción que lo había hecho en el confesionario y le arrimó la boca para morderle los glúteos. Ahí Rosalinda suspiró preocupada pensando si dentro de una semana, que era cuando regresaba su marido, aún tendría marcas visibles de lujuria. Pero se olvidó de ello cuando sintió su lengua en el coño dándole duro y con ganas, ahora rebañando en circular, ahora metiendo y sacando. Con la excitación turgían los pliegues conformando un sabroso agujero revestido de deliciosas membranas, irresistible a un macho de cualquier especie fuese bípedo o cuadrúpedo.

La estructura se contraía con los espasmos de gusto que sacudían a Rosalinda la cual se desmoronó por completo cuando el viejo arrimó la verga y la empaló hasta el fondo en un pasional arranque. Envuelta en ese calor húmedo, la verga se puso más dura y turgente, y Rosalinda recibió los salvajes envites con un placer que le hacían gritar:

-¡OOOOHHHHH SÍÍÍÍÍÍ..., ASÍÍÍÍÍÍ..., DÁME DURO...!

Sentía el rabioso trabajar y el consecuente despellejo que coño, clítoris y perineo padecían y las descargas placenteras que le mandaban a su cuerpo convulsionado y corrido en un orgasmo en meseta, hasta el punto que acudieron de recepción:

-¿Ocurre algo? -preguntaron tras la puerta.

-Nada que no pueda aguantarle una puta a un viejo -respondió el follador entre resuellos.

Al oírse cualificada por fin como ella deseaba, Rosalinda, estalló de nuevo en chillidos.

-¡SOY TU PUTAAAAA..., DÁME COMO A ELLAS..., SIN COMPASIÓN... !-aulló mientras separaba sus nalgas y así ofrecerle al viejo lo último que le quedaba por darle.

Sacó el viejo el vergajo del confortable y fogoso coño para apuntarlo en la opresiva negrura del ano sin previo unte, pues consideró que así Rosalinda gozaría mejor las ganas de ser partida; y vaya si tuvo razón: clavó el capullo en el angosto orificio mientras la muy jodida castañeaba de dientes, por dolor gustoso y por sentirse tan puta; y en lugar de suplicar piedad animaba de lo lindo.

El viejo sentía atravesar las anillas del esfinter una a una, y cada una era una conquista hacia al placer para los dos, cada una era un ronroneo agónico que celebraba la victoria, una convulsión que desgajaba a Rosalinda que hasta que no sintió los cojones velludos del viejo en sus nalgas no paró de suplicar una y otra vez:

-¡ASÍ..., PÁRTEME TODAAAAA..., HASTA EL FONDO...!

Entonces, ya en ese fondo anhelado, el viejo le tomó las tetas para agarrarse bien y empezó a culearla. Llevaba un buen rato el viejo superando toda las expectativas y, viendo que pronto perdería fuelle, decidió jugárselo todo a una carta y, apretándole los pezones bien fuerte, se la sacó y clavó de nuevo en vigorosas embestidas que dejaron a Rosalinda ojo en blanco, desencadenándole un orgasmo paroxístico que le hizo perder el sentido y a él lo dejó bien corrido, exhausto y medio agónico, pero como el más macho de los puteros del barrio.

Rosalinda se recobró en la misma postura como si aún esperara otro ataque, pero sintió con tristeza la ausencia del sabroso enemigo en su trasera. Se bajó del sofá y comprobó que apenas se sostenía. Buscó con la mirada al viejo y lo vio vistiéndose sentado en una silla. Lo contempló con ternura abrochándose tembloroso los pantalones y abotonándose la camisa.

-Quédate un ratito, jodido pecador -dijo Rosalinda a su cómplice- túmbate a mi lado.

El viejo le hizo caso, manso y cariñoso por andar ya bien corrido. Estuvieron un rato largo en el estrecho sofá. Ella desnuda y él vestido, pegados el uno al otro. Sus alientos compartidos, se sondearon la mirada sin palabras y supieron que algo anónimo a la vez que excepcional había ocurrido.

En ese instante y como ellos, millones de seres copulaban pensando que lo que sentían era único, a veces hermoso, otras inconveniente, otras sórdido.

-Me has dado un gusto de muerte.

-Y tú a mí, jodido.

Rosalinda lo besó tiernamente y el putero le devolvió un beso nada puto. Se fue tras abonarle el servicio. Ella se recompuso como pudo frente a un pequeño espejo, recogió el dinero que le había dejado en la mesilla y salió a la calle.

Se fue a su hotel, pero antes pasó frente a la más miserable furcia y le ofreció el dinero. Ella la miró sorprendida pues no esperaba tanta generosidad del gremio.

-Toma, disfrútalo, que yo ya lo hice. Un cliente me pagó tres polvos, dos no debí cobrarlos por el gusto que me dieron y otro no fue tal polvo sino una indulgencia que cobré en confesión -dijo Rosalinda con una mezcla de puteril virtuosidad aprendida en sus tiempos de novicia.

-¿Acaso eres monja de caridad? -preguntó sarcástica y con voz pastosa. Buscaba con la mirada perdida al traficante impulsada por el dinero recibido y su propia tentación.

-Cuídate, bonita, que si lo mío es peligro, lo tuyo es extremaunción.

Durmió esa noche y parte del día siguiente en el hotel. Era entrada la tarde cuando llamó a sus padres impulsada por un presentimiento. Le preguntaron cuando regresaría y les dio una hora aproximada. Parecían extraños, preocupados. Cuando llegó, la casa estaba a oscuras y abrió la puerta tras la que...

-¡SORPRESAAAAAAA...!

Ahí estaba su marido, sus padres, sus suegros, sus amigos riendo y gesticulando tras un pastel desbordado con treinta velitas centelleantes chorreando cera.

Rosalinda sonrió forzadamente mientras le resbalaba la bolsa de la mano. Se sintió extraña, entre desconocidos. Esa noche no era de ellos, sino de ese viejo putero meapilas cómplice de su morbosa tentación.