La sumisión del macho

Gonzalo, típico ligón de discoteca, va a ser castigado Por Paula y Silvia, dos lesbianas muy seductoras.

Gonzalo era el típico macho cuando nos conocimos, hace ya diez años. Fue en una discoteca. Yo bailaba en la pista junto a mi amiga Paula, que reparó en su pinta de tipo duro, acodado en la barra, con la botella de cerveza en la mano y la camisa abierta mostrando un escote peludo. Nos reímos de él elucubrando si sería el clásico macarrilla con ropa de última moda pero pésimamente combinada, que trabajaría en algún oficio donde usara poco o nada la cabeza, aunque ganando una pasta interesante para mantener un buen coche y un pisito de soltero donde llevar sus conquistas.

En esas estábamos hasta que dimos un paso más. Queríamos saber si nuestro retrato del personaje nos había salido bien o tenía algún fallo, así que, cuando nuestros pies se cansaron de bailar con los incómodos pero infalibles zapatos de tacón de aguja, nos acercamos a la barra a flirtear con él.

Pedimos un par de gin-tonics dándole la espalda, sentadas en un par de taburetes. Decidimos hablar de asuntos intrascendentes en voz alta para disimular, mientras, a media voz y por señas sólo conocidas por nosotras, comentábamos los movimientos de nuestro conejillo de indias.

-Nos mira de reojo –dijo mi amiga, que lo podía controlar visualmente-. Nos está desnudando con la mirada.

-¿Tú crees? –le pregunté con picardía moviendo el trasero al ritmo de la música.

-Estoy segura, Silvia –respondió-. Pero no es el culo lo que más le apetecería vernos. Su mirada se le va continuamente a nuestros pies.

-¡Otro fetichista! –exclamé con fastidio- Son una plaga.

-Míralo de otra forma –me sugirió-. Este tío es pan comido. Podemos hacer con él lo que nos apetezca.

Solté una leve carcajada y le pedí a Paula que me acompañara al baño para poder estudiar el asunto con más intimidad. Conseguimos una letrina para nosotras solas de pura casualidad. Los lavabos estaban atestados de niñas monas repasándose el maquillaje y mirándose al espejo para estar perfectas de escote y de cintura. En la de nuestra izquierda se oía la respiración acelerada de alguna chica que aliviaba su excitación, soltando algún que otro gemidito placentero. En la de la derecha, una pareja se daba el filetazo sin cortarse lo más mínimo.

-Te has calentado con lo que te he dicho del maromo de la barra –me descubrió Paula, pasándome su mano por un muslo camino de mi braga.

-Siempre me lo notas –confesé tras darle un beso en los labios-. Tú eres la amiga que más me hace sentir y sabes que estoy loca por ti. Pero

-Lo sé –atajó decidida, metiendo su mano bajo mi braga- Aún es pronto para quitarte de los hombres, ¿verdad?

-¡Como me conoces! –respondí abriéndome de piernas para facilitar el camino a sus deliciosos dedos.

-Tengo una idea, Silvia –dijo mientras me masturbaba-. Te voy a dejar con las ganas para que el maromo te dé una ración de rabo que te deje satisfecha para otra temporada. A ése nos lo llevamos hoy mismo a la cama, pero ojo: como sé de qué pie cojea, deja que sea yo quien lo controle. Te aseguró que a mi ni me va a tocar y que le voy a poner más dócil que a nuestro muñeco hinchable para que lo disfrutes a tu antojo.

Paula sacó su mano de mi entrepierna dejándome a medias. Yo se la lamí embelesada y volvimos a la barra junto al tipo duro. No nos sorprendió que Gonzalo hubiera pagado nuestras copas y nos mirara sonriente y confiado.

Paula le dio las gracias y nos presentó. Tras el consabido preámbulo del quién eres, a qué te dedicas y qué tal va la tarde, en que fingimos admirarnos de que un tipo tan guapo fuera mecánico, le gustara cuidarse en el gimnasio y tuviera un descapotable de veinticuatro mil euros mi amiga le sugirió que nos llevara a algún sitio en que charlar con menos ruido y humo.

-¿Mi casa, nenas? –propuso en tono suficiente.

-Perfecto –repuso, Paula.

En el descapotable, camino de su casa, yo fui haciéndome la distraída en el asiento trasero mientras mi amiga le contaba que en el amor íbamos al cincuenta por ciento, que nos gustaban los tipos como él, liberales, robustos y que no se andan con rodeos. Gonzalo se iba calentando y más cuando Paula puso sus zapatos sobre el salpicadero mientras se daba un masaje reparador en los pies.

-No sabes lo que cansa andar en tacón fino, Gonzalo –le comentó-. Es un sacrificio que hacemos para estar guapas para vosotros.

-A mi me gustan las mujeres, mujeres –le replicó-. No esas feas que se ponen cualquier trapo que les tape todo y caminan como tíos por no usar tacones como es debido. ¿Ja, ja…!

Le reímos la gracia fingiendo congeniar con su criterio machista del asunto. Después de todo, no nos interesaba su estúpida cabeza, sino su cada vez más abultada entrepierna. Entre comentarios picantes llegamos a su piso, que coincidía con nuestras hipótesis: un apartamento de soltero bien apañado: cocina mínima, baño amplio, una sala grande y un dormitorio con un ropero enorme. La decoración, en general, se asemejaba a la de un burdel, con muebles tapizados en rojo chillón e iluminación escasa. Supusimos que la penumbra ayudaba a disimular el polvo acumulado por todos los rincones.

Nos sirvió unos gin-tonics y el siguió a cerveza. Sugirió que nos pusiéramos cómodas, cosa que él también hizo yendo al dormitorio a desnudarse, regresando con un albornoz corto y algo entallado.

-Yo suelo ir en pelotas por casa, pero me corto un poco con las visitas. Me importa un bledo que me vean los vecinos si están satisfechas sus hijas y sus mujeres contemplando mi palmito.

-Haces bien –le dije-. Yo en nuestra casa hago lo mismo.

-Por nosotras no te cortes, Gonzalo –añadió Paula-. Rara vez tenemos ocasión de ver un cuerpo serrano al natural.

Animado por la conversación, Gonzalo se quitó el albornoz, dejando al descubierto su cuerpo peludo y su polla tiesa, ante la que no pudimos reírnos, sino parpadear incrédulas viendo el prodigio: gruesa, levemente ganchuda y desviada hacia la izquierda, pero de más de veinte centímetros.

-Así me la habéis puesto, nenas. Si queréis probarla, no estará de más que os pongáis tan cómodas como yo.

Paula y yo nos desnudamos mutuamente, como si fuéramos a iniciar un lésbico y cuando no tuvimos más que quitarnos, Gonzalo nos pidió que volviéramos a calzarnos los zapatos. Le indiqué que si tanto le ponía vernos en tacones, nos los calzara él mismo. Empezó por calzar mis pies delicadamente y siguió por los de Paula agachado ante su butaca.

-¿No me los besas? –le preguntó.

-¿Los zapatos o los pies?

-No te hagas el tonto –dijo Paula acercando una puntera a sus labios-. Sé que eres de los que se mueren de ganas por comernos los pies a las chicas. ¿Estoy en lo cierto?

Asombrada, vi cómo aquel macho se ponía a cuatro patas, en actitud sumisa, a lamer el tafilete de los zapatos y los empeines de mi amiga. Desde la butaca de enfrente veía el trasero del macho, con sus pelotas asomando obscenas, y estiré una pierna hasta acariciárselas. Eso me puso a mil.

Paula me invitó a intercambiar nuestros puestos, pero Gonzalo no quería que nos levantáramos y, como buen anfitrión, se giró para lamerme los pies y dejar expuesto su culo a mi amiga. De nuevo, habíamos dado en el clavo: el tipo era un fetichista incurable e insaciable, por lo que mi maestra y amante dedujo que, tras su aspecto dominante y castigador, se escondía un pelele sumiso que podríamos moldear a capricho.

-¿Te gusta Silvia, verdad? –le preguntó Paula insinuante mientras frotaba un pie en su polla- Cómele las piernas y el coño, campeón. ¿No ves cómo se contonea la muy guarra? Te creía un hombre experto

-Me gustáis las dos –respondió entre babeos-. Os voy a dejar bien servidas. Ya lo veréis.

Me sujetó por los tobillos y fue lamiendo mis piernas hasta alcanzarme la concha. Tiró de mi trasero hacia delante y hundió su hocico en mi vulva. Lamía como un poseso y me corrí si perder un ápice de mi libido, puesto que mi cuerpo pedía más y más. Sin embargo, cuando mi amiga dejó de magrearle el sexo con los pies y le propuso penetrarme, él soltó un chorro de esperma que alcanzó mis pechos y mi cara, su enorme pene se retrajo hasta un tamaño ridículo y nuestro hombretón cayó rendido en la alfombra.

-¡Vaya, vaya! –exclamó Paula tocando con desprecio su arrugada pollita- ¿Con esto nos ibas a dejar bien servidas? No has durado ni medio asalto, campeón. Nos vamos.

Lo de costumbre en eyaculadores precoces: que eso había sucedido antes, que le diéramos otra oportunidad, que no nos marcháramos, que cumpliría como amante…Mi amiga fue tajante al humillar su virilidad: le daríamos una segunda oportunidad de complacernos, pero nosotras pondríamos las condiciones. La primera, que se dejaría hacer lo que deseáramos hacerle y, si ponía algún reparo, nos vestiríamos y nos largaríamos a ponerle verde en la discoteca para que no volviera a pisarla. La segunda, que sólo podría follarme a mí. Aceptó tapándose avergonzado su colgajo.

Le hicimos ponerse de pié, le atamos las manos a la espalda con mis pantys y le vendamos los ojos con los de Paula. En esa posición, ella le acariciaba el torso desde detrás, deteniéndose con frecuencia en sus pezones. Yo me puse en cuclillas ante su rabo, que engullí para que recuperara poco a poco su forma en mi boca. Me abracé a sus piernas y froté mis tetas contra ellas. Él se retorcía de gusto, pero Paula no estaba dispuesta a que se volviera a correr a su antojo y lo mismo le pellizcaba sus pezones que descargaba azotes sobre sus nalgas, haciéndole recuperar la compostura.

A una señal de mi amiga, me puse a cuatro patas sobre un butacón y ella dirigió al maromo hacia mi cuerpo tirando de su pene ya erecto. Tras unos tanteos a ciegas, sentí su carne entrando en mi vagina llenándome de más de veinte centímetros de placer.

-¡Bombea, cabrón! –le ordenó Paula.

Gonzalo obedeció al instante, dándome un meneo irresistible mientras mi amiga aprovechaba para besarme en la boca y comerme los pechos, sin descuidar las caricias en mi clítoris cada vez más terso y saliente, lo que me hacía mas apetecible para ella

En esta ocasión, nuestro semental parecía dar un recital de aguante. Tuve un nuevo orgasmo en la quinta y última postura que adopté y mi coño empezaba a echar humo, aunque aún podría aguantar otro orgasmo sin rendirme. Paula no quería que me dejara la concha enrojecida e inservible para el resto de la semana, de modo que fue a pos su bolso, extrajo un tubo de vaselina y me preparó el ano. Separó a Gonzalo y le quitó la atadura y la venda. Luego presionó su escroto fuertemente, con dos dedos, para retardar su segunda corrida, le untó la verga con abundante vaselina y le ordenó darme por el culo.

Gonzalo me la metió con suavidad. El tacto de Paula le había dejado dolor de huevos al retener su semen a la fuerza. Aún así, mi amiga le recordaba que aquella era una prueba para saber si nos servía como macho o si era preferible olvidarse de los hombres y seguir acomodadas en nuestro satisfactorio lesbianismo. Él lo tomó como cuestión de hombría. Las embestidas que me daba por el culo parecían de toro más que de humano. Parecía como si quisiera representar a todo el sexo masculino, puesto en tela de juicio por nosotras. Pero el chico se empezaba a agotar de tanto esfuerzo y yo no estaba dispuesta a dejarlo sin correrme por última vez.

-¿Eres un marica? –le picaba Paula- ¿Te pongo un culo hermoso como el de Silvia para que te lo folles a gusto y te entra flojera?

-No soy marica –repetía-.

-Eso está por demostrar –sentenció mi amiga-. Tengo un remedio infalible para que cumplas con mi chica.

Gonzalo le suplicó que lo probara con él. Paula, ni corta ni perezosa, sacó su consolador de cintura del bolso y se lo ciñó. Preparó el cipote de látex y el ano de Gonzalo con vaselina y le enculó sin contemplaciones mientras él seguía dándome casi sin vigor.

La fórmula funcionó. Gonzalo recuperó la firmeza en su polla y me acometió con más ímpetu, haciéndome caer exhausta en un orgasmo que pensé inacabable.

-No puedo más –confesé-. Seguid sin mí.

-No tiene mucha gracia dar placer a este marica si tú no participas –observó Paula.

-No soy marica –insistía Gonzalo.

-¿Ah, no? ¿Entonces qué hace una mujer como yo dándote por el culo? Si quieres, lo dejamos aquí.

-No, por favor –suplicaba con el recto ocupado por el consolador-. ¡Sigue, sigue!

-¿Eres o no eres marica? –le humilló Paula.

-Lo soy. Sí, seré un marica para vosotras. Haré lo que deseéis. Seré vuestro esclavo, vuestro perro, vuestro maricón de ahora en adelante.

-Eso me gusta –confesé-. Siempre he deseado tener un esclavo, Paula.

Mi amiga puso cara de desaprobación mientras le seguía embistiendo.

-¿Y una esclava? –sugerí.

-Eso es otra cosa. Si está de acuerdo este maricón, podríamos enseñarle a ser una criada servicial para nosotras.

-Haced de mi cuanto queráis –suplicaba nuestro machito.

-De acuerdo, Silvia. Pero tú te encargarás de enseñarle a obedecer, vestir y calzar, depilarse y maquillarse como una mujer sumisa. Que solo le quede de macho su verga para consolarte. Y otra cosa más: no dejes que se masturbe. Va de conquistador pero estoy segura de que se la pela varias veces al día. Y, con lo fácil que le he entrado por detrás, no me extrañaría que a la maricona ésta le haya desvirgado una polla tan grande como la suya.

-Fue un transexual –reconoció-. Parecía toda una mujer.

-No es normal que no se te corra dentro con los trabajitos que le has hecho. Eso es que sólo puede llegar al orgasmo con una fricción de su mano

-O de un zapato de tacón como los nuestros. ¿Probamos? –le aposté a Paula.

Nos descalzamos y puse los zapatos de Paula a nuestro chico, con bastante esfuerzo y dolor para él. Mi amiga le sacó el consolador del culo y le hizo meter la polla en uno de mis zapatos. A los pocos meneos, su semen inundó por dentro la puntera.

Gonzalo, que ya tenía su masculinidad por los suelos desde que le penetrara mi amiga, aceptó sin reservas ser nuestra esclava y dejar de echar los tejos a otras mujeres.

En los últimos diez años, nos ha servido fielmente y hasta ha hecho trabajitos domésticos e íntimos para otras amigas lesbianas a las que se la hemos prestado. Pero de eso os hablaré en otra ocasión.