La sumisión del macho (2)
Mariconeando a Gonzalo un poco más.
Pasamos una semana sin ver a nuestro macho. Gonzalo trabajaba para una empresa constructora que operaba fuera de la provincia y estaba ausente de su domicilio en días laborables. Paula y yo seguimos con nuestra vida diaria, acostándonos juntas y amándonos como enamoradas que somos. Ella tuvo que echar mano de su consolador de arnés para que no echara tanto de menos el pene de nuestro obrero y criado y así se me hizo más corta la semana.
El viernes por la tarde le esperamos en su piso y fue puntual. Entró con su maleta y con ganas de descansar, molido por el trabajo de la semana y el viaje de regreso, pero teníamos otros planes para él.
-Ve a ducharte- le ordenó Paula.
-Como queráis obedeció sumiso.
Mientras mi novia supervisaba la ducha de Gonzalo, yo fui calentando la cera con que le depilaríamos el cuerpo. No tuvimos piedad. Tan pronto terminó de ducharse, le aplicamos la cera por piernas, pecho y brazos. Chillaba más que las primerizas. Eso que su sexo lo rasuramos con su propia cuchilla y su espuma de afeitar.
-¿Qué te parece, Cristina?-me preguntó Paula ante el cuerpo desnudo de Gonzalo, cuya piel, ya de seda, acaricié para aliviarle el escozor.
-Está bien esto de depilarle respondí-, pero temo que si lo mariconeamos demasiado deje de servirnos como macho.
-No tengas cuidado, cariño repuso mi novia-. Si lo que nos interesa de su masculinidad es ese falo que te gusta tanto, verás cómo se le pone con las cositas que le hemos traído.
Efectivamente, la blusa, la falda, el body, las medias con ligas y los zapatos de tacón a su medida, pese a quedar estrafalarios en su cuerpo, le produjeron una erección que no debíamos desaprovechar.
Le saqué el pene quitando los corchetes del body, le tumbamos en la alfombra al ver que no guardaba bien el equilibrio sobre las agujas de los zapatos y engullí voraz aquel pedazo de pene. Mientras le hacía la felación, Paula le alababa su belleza afeminada, pellizcaba sus pezones, ceñía su cintura o hurgaba en su ano. El chico se ponía a mil, no sé si por el trabajito que yo le hacía o por cómo lo humillaba mi novia.
Cuando más calientes estábamos Gonzalo y yo, Paula nos mando parar. Mando a nuestro macho a la cocina para prepararnos la cena y nos pusimos a ver un video de lesbianas.
-No conviene quemar muchos cartuchos de buenas a primeras me dijo-. La noche es larga.
Cuando Gonzalo apareció con la bandeja de nuestra cena, Paula sacó un extraño aparato de su bolso, dejó el sexo de nuestro sumiso esclavo al descubierto y se lo colocó. Se trataba de un tubo de acero curvado hacia abajo por el que introdujo su decaída verga, que se fijaba a medida a un anillo que atenazaba los testículos y que, como unas esposas, necesitaba de una llave para soltarlo.
-Es mejor que un cinturón de castidad -le consoló Paula-. No quiero que pienses, esclavo, que follarte a Cristina está tirado. Es mi novia y tengo mis derechos sobre ella dijo apretándome el coño, como en ese momento se mostraba en el video-. Tendréis que aprender a conteneros, aunque tú te llevarás la peor parte.
Cenamos en el sofá entre besos, caricias y lametadas ante la mirada de Gonzalo, que pudo engullir su comida cuando Paula la depositaba en mi boca, mis senos o mi coño. Cuando puso una fresa entre mi pie y mi zapato derecho, Gonzalo dio un sonoro alarido: su pene estaba aprisionado en el tubo metálico que le impedía la erección completa.
-¿No te gustan las fresas, esclavo?
-No puedo más, quítame este aparato, te lo ruego suplicó muy dolorido.
-Primero, cómete la fresa del zapato de mi novia y lame bien el pie para no dejar restos.
Así lo hizo. Mientras, Paula se puso su arnés, untó de aceite el ano de Gonzalo y me hizo abrirme de piernas sobre el sofá. Tan pronto liberó el sexo de nuestro esclavo, su pene se puso firme y duro y, con permiso de mi novia, hice que me lo metiera a fondo en mi vagina mientras ella le enculaba. Follamos al rirmo de la pelvis de Paula y fue un orgasmo increíble para los tres. Sin embargo, a mi novia no le gustó que Gonzalo se tomara la licencia de correrse y le dejamos el aparato puesto hasta el dia siguiente, del que hablaré en otra ocasión.