La sumisión de Rocío, precuela (episodio cero).

Precuela en la que narro algunas situaciones previas a la sumisión de Rocío, centrándome en los meses posteriores a contratarla. Relato que solo será de interés para los MUY seguidores de la saga.

Corría el mes de mayo de 2017, hace ahora casi tres años. Mi negocio de venta de material de oficina empezaba a marchar, y acababa de contratar a la cuarta de mis comerciales. Todas mujeres, sí, pero por pura casualidad. Si alguien piensa que las contraté por su físico, es que no las ha visto. Las ventas iban cada vez mejor, y yo estaba muy volcado en mi trabajo. Pasaba el día al completo en la oficina, haciendo una media de 14 horas diarias. En lo personal, a mis 34 años en aquel entonces, no tenía una vida demasiado rica. No hacía deporte, no salía mucho -entre semana, ni a tomar un café; el fin de semana alguna vez salía a airearme un poco o iba al cine yo solo-, no tenía pareja... nada: una vida de casa al trabajo y del trabajo a casa.

Mi mayor capricho era telefonear un par de veces por semana a una línea erótica. Si había conocido en el trabajo a una clienta atractiva solía llamar para fantasear con ella. La mujer al otro lado de la línea, que solía ser la misma y ya sabía de mis gustos, me ayudaba en ese juego de roles. Me gastaba una pasta al mes en esas llamadas, pero como digo eran mi único capricho. Alguno os estaréis preguntando por qué no iba de putas: pues bien, mi timidez extrema me lo impedía. Ya hablando por teléfono, en mis llamadas a la línea erótica, me ponía sumamente nervioso; y para mí era impensansable atreverme a ir a un puticlub, o incluso contratar a una chica que acudiese a mi domicilio o vernos en un hotel. Por muy cachondo que haya estado en determinadas épocas, jamás me atreví a hacerlo.

Os diré, eso sí, que en las llamadas eróticas me transformaba. Soltaba la bestia que llevaba dentro, me liberaba de complejos y daba rienda suelta a mis fantasías con un lenguaje sucio y siempre degradante para la mujer. Todo lo que nunca me atrevería a decir en persona lo soltaba sin filtro. Además, de vez en cuando entraba en mi círculo (una clienta, la pareja nueva de un amigo...) alguna mujer excepionalmente sexy, con la que yo tenía un trato frecuente y cuyo atractivo fuera de mis posibilidades me la ponía a rebentar. Cuando esto sucedía telefoneaba a diario, o al menos cada vez que veía a la susodicha, a la línea erótica. Aquellas llamadas en concreto me hacían perder mucho dinero, pues nada me ponía tanto como sentir que poseía a mujeres prohibitivas a las que veía en mi día a día, a sabiendas de que estaban totalmente fuera de mi alcance. Tan cachondo me ponía aquello que no era capaz de evitar repetir una y otra vez las mismas fantasías. Incluso el propio hecho de gastarme una pequeña fortuna, por culpa de la calientapollas de turno, le daba un  plus de morbo a la situación. De repente, una tarde aparecía por la oficina una clienta escotada o de buen culo que me ponía mucho y a la que hacía semanas que no veía, y yo sabía, en ese preciso instante, que esa noche me volarían 60 eurazos de la cuenta corriente en llamadas calientes a su costa.

Y sí, tristemente pero sí, lo anterior refleja toda la vida sexual que yo había tenido en los últimos años. No es que yo fuese un adefesio, aunque desde luego tampoco era lo que se dice guapo ni me cuidaba; pero vestía bien, tenía cierta cultura y buena conversación. Si llevaba años sin tener relaciones sexuales con ninguna mujer, era fruto de mi ya nombrada timidez. De hecho, siempre que había tenido pareja o ligado en una discoteca en mi juventud, había sido porque la muchacha de turno había llevado las riendas, pues yo jamás me había atrevido a iniciar contacto alguno más allá de una simple conversación sin importancia. Las pocas novias que he tenido siempre me han dicho que, antes de ser mi pareja, ellas pensaban que no me atraían lo más mínimo, pues podía llegar a evitarlas hasta lo mezquino por pura introversión. Era lo que se dice todo un reprimido, un hombre lleno de complejos e inseguridades. De lo único que me sentía orgulloso en cuanto a mi físico era de mi paquete -y ahí sí debo decir, en honor a la verdad, que no podía quejarme-, pero si el paquete de un hombre puede llegar a ligar por si mismo, a mí no me ha ocurrido jamás. Así las cosas, en aquellos años me pasaba la vida, como ya he dicho, de casa al trabajo y del trabajo a casa, eso sí, matándome a pajas.

Y en mitad de semejante panorama apareció ella: Rocío. Yo acababa de incorporar a mi cuarta comercial y dudaba si dar por cerrada la plantilla o no, por lo que seguí haciendo algunas entrevistas de trabajo. Tenía ganas, por otra parte, de contratar a un tío. Alguien con quien tomarse una caña de vez en cuando, y que me aguantase el rollo por ser su jefe, no le vendría mal a mi vida. Y así fue que, cuando ya tenía casi decidido poner a un tal Sánchez a media jornada y zanjar el asunto, llegó ella solicitando el puesto.

No olvidaré nunca aquella tarde, justo a primera hora, sobre las cuatro. Yo llegaba a la oficina y una impresionante rubia se cruzaba conmigo, saliendo del edificio. Me llamó la atención al instante: muy guapa, alta y de muy buena figura. Fue un momento solo, pero me di la vuelta disimuladamente para ver qué tal culo tenía, y no quedé decepcionado. "Guau", pensé. El edificio donde tengo la oficina es un edificio de viviendas, por lo que fantaseé con que fuese alguna nueva vecina a la que echar un ojo de cuando en cuando. "Daría para muchas pajas", pensé. Acto seguido, y todavía pensando en aquel mujerón, entré en la oficina y Paula, la eficiente pero muy poco agraciada administrativa, me dijo que acababan de venir preguntando por mí.

-Será por otra entrevista -le respondí-, pero en principio estamos completos. Creo que tengo decidido el puesto.

-La chica dijo que volvería, ¿quieres que le diga que ya está dado el empleo?

-No, no. Si vuelve la recibiré. Tengo poco trabajo y me sabe mal no entrevistar a alguien que se toma la molestia de acudir; al fin y al cabo es culpa mía por no haber retirado el anuncio de la web. Lo haré ahora.

-¿La mando pasar, entonces?

-Sí, cuando llegue le dices que espere en la salita, me avisas y salgo yo a buscarla.

Media hora después, Paula tocó a la puerta de mi despacho.

-Está aquí Rocío, la chica que vino por el empleo.

-Hazla pasar a la salita, salgo en cinco minutos a buscarla.

Cuando minutos después me asomé a la salita vi, ante mi más absoluto asombro, ¡a aquella rubia de hace un rato! Me puse muy nervioso al instante, casi juraría que me temblaba la voz, y eso que en el trabajo suelo mostrarme muy seguro de mí mismo -en apariencia, claro-. Se puso en pie al verme, y la saludé dándole la mano. Le pedí que me acompañase hasta mi despacho. Parecía muy interesada en el puesto. Mientras caminábamos me fijé bien en ella. Tendría unos 30 años -36, me dijo más tarde-, era muy alta, tenía unas piernas kilométricas y un muy buen culo -embutido en unos pantalones de imitación a cuero brutales, estaba claro que sabía sacarse partido-, también era guapa, bastante guapa, con unos labios muy atractivos. Aparentaba buen pecho, pero llevaba una cazadora de plumas corta, una de esas que son abombadas, de entretiempo, y era imposible confirmarlo. Ya en mi despacho tomó asiento, y yo empecé con las preguntas de rigor: experiencia como comercial, estudios, edad, por qué escogerla a ella para este puesto, etc. Aquella mujer me explicó que no tenía mucha experiencia laboral, porque no había ejercido hasta que se separó de su marido. Tampoco tenía una formación específica en nuestro sector, pero había estudiado márketing y, según decía, tenía muchísimas ganas de mostrar su valía.

-Sirvo para vender, créame. Solo necesito unos días para demostrarlo. Soy una tía currante y no lo voy a decepcionar.

-Rocío, puedes tutearme -le dije, como un bobo, y proseguí-. El caso es que en estos momentos tengo la plantilla casi cerrada...

-Disculpe, digo disculpa... me estoy asando...

Mientras lo decía se quitó el abrigo, para dejarlo en el respaldo de la silla, y en ese preciso instante me di cuenta de que la contrataría. El momento en que se quitó aquel abrigo fue, probablemente, un momento decisivo en mi vida; quizá el más decisivo. Y puede que penséis que ella se quitó la cazadora para mostrar sus credenciales, como una tentativa desesperada por lucir atributos para obtener el empleo; pero yo, sinceramente y tras conocerla como ahora la conozco, creo que simplemente estaba nerviosa, y estaba empezando a transpirar.

Nunca, pese a ser un pajero redomado, había pensado en contratar a una mujer por su físico, pues para mí el trabajo era sagrado y había cuestiones que no convenía mezclar, pero cuando se quitó la cazadora y vi lo que tenía ahí debajo... ALUCINÉ. Mientras tanto, Rocío seguía hablando, diciéndome no sé qué de que la pusiese unos días a prueba y que no me iba a fallar. Yo la escuchaba de fondo y asentía. La miraba a la cara, pero continuamente desviaba la mirada hacia otros puntos de la estancia, con disimulo, para intentar toparme una y otra vez con AQUELLAS TETAZAS.

Creedme que no exagero, y soy el primero que se cansa de los típicos clichés en este tipo de relatos (todas las mujeres son tetonas, de culo espectacular y guapísimas), ¡pero es que esta lo era! Rocío -quien en verdad, y esto podéis creerlo, existe- tenía bajo su apretada camiseta del Zara dos melones DESCOMUNALES y MUY bien puestos, embutidos en un sujetador que se marcaba contra la fina tela de la camiseta.

-Está bien -concedí al fin-, tus ganas de trabajar me han convencido. Te daré una oportunidad. Empiezas mañana, tres meses a jornada completa con contrato en prácticas. El sueldo no es una maravilla, pero puedes sacar bastante en comisiones si le pones ganas.

-Uf, Juan Luis, no se va... no te vas a arrepentir -respondió, radiante.

Rocío era una mujer válida y trabajadora. Aquella misma tarde se empeñó en quedarse para ir familiarizándose con sus tareas. Yo mismo le expliqué lo básico del programa informático que usamos para las ventas, y después le enseñé las instalaciones. Me daba un poco de vergüenza pensar que mis empleadas, y sobre todo Paula que sabía que yo había hecho esa entrevista por compromiso, se darían cuenta de que la había contratado por su físico; pero, qué cojones, era mi empresa y además parecía una mujer con ganas de currar. Cuando llegué a casa lo primero que hice fue llamar al teléfono erótico: aquella noche me gasté 90 eurazos en pajas, y no serían los últimos.

Mi obsesión por Rocío crecía cada día, y a diario me encontraba en situaciones de lo más comprometidas para un hombre introvertido como yo. Ella vestía casi siempre muy atractiva, sacándose mucho partido pero sin resultar exagerada. Era un mujerón que vestía sexy, pero no un putón verbenero maquillado como una puerta. Eso sí, sus pantalones, tanto los jeans como los más elastizados, marcaban su figura de tal manera que me obligaban a fantasear con romperle el culo con mi pollón, como acto de justicia por provocarme semejantes erecciones. Pero aquello, claro , tenía que quedar para las noches, cuando llamaba al teléfono erótico.

Poco a poco fui obsesionándome más y más con Rocío. Era una mujer resuelta, natural, que se hacía valer. Pese a que el primer día se mostrase tan preocupada por el usted y lo demás, visiblemente nerviosa por obtener el empleo, realmente era mucho más directa. Ella curraba y curraba bien. Era una buena trabajadora y lo sabía, y como tal no dudaba en cantarle las cuarenta al dueño de la empresa -o sea yo- si era necesario. Rocío siempre iba pisando fuerte y tenía mucho carácter, por lo que me aterraba que me pillase mirándole las tetas con disimulo -algo que yo hacía siempre que veía ocasión propicia y sin riesgo- o, por supuesto, el que me viese con un empalme de caballo después de una reunión con ella. En este sentido, la situación más vergonzosa que hube de pasar fue un día que, saliendo ella del baño mientras yo entraba, nos tropezamos cara a cara en la misma puerta. Tropezamos tan de cerca que, instintivamente, y juro que así fue, puse mis manos delante para no chocar con ella, yendo a dar estas de lleno a sus tetas. Me disculpé, rojo como un tomate:

-Mil perdones, Rocío.

-¡Joder, Luis, mira por dónde vas, tío!

Pero ya a solas en el baño me la pelé como un mono y me corrí en menos de un minuto. Supongo que para ella el incidente quedó olvidado, pero a mí me marcó. Me estuve pajeando a cuenta del morbo de haberle tocado las tetas a Rocío -sobra decirlo: las mejores tetas que había tocado en mi vida- durante meses y meses.

Otra situación incómoda, aunque no tanto como la anterior, ocurrió un día en que me ofrecí a acercarla a casa, pues tenía su coche en el taller, y durante el trayecto se me empinó tanto que temía que ella se diese cuenta. Cuanto más pensaba que sería bochornoso, y que a sus ojos quedaría para siempre retratado como un cerdo, más dura se me ponía, aprisionada bajo el pantalón. Pienso que no notó nada, pero nunca llegué a saberlo a ciencia cierta.

Mi obsesión por Rocío, como dije, creció con el tiempo. No tardé en hacerle un contrato fijo y en subirle el sueldo para tenerla contenta. Sueldo que por otra parte se ganaba con creces con su trabajo, pues era mi mejor comercial. Ni que decir tiene que los clientes estaban encantados con una mujer que, aunque sabía ponerles límites, también se aprovechaba en cierto modo de su poder sobre aquellos individuos para venderles y venderles y venderles nuestros productos. Rocío era sumamente ambiciosa, y también muy tacaña, pero eso no le iba mal a mi negocio.

En todo ese tiempo no le conocí novio a Rocío, quien -yo lo sabía por las chicas de la oficina- había tenido una mala experiencia con su ex y no quería saber nada de los hombres. Eso me hacía fantasear con que un día se abalanzase a mis brazos, y poder disfrutar de semenjante hembra, a la que daría todo lo que quisiese. Pero yo sabía que aquello nunca iba a ocurrir, que los gruesos labios de chupapollas de Rocío nunca engullirían mi miembro, y fue entonces cuando empecé a calentarme con la idea de echarle mi semen en su café una mañana. Había días en que desechaba por completo la idea, a sabiendas del riesgo y también de que jamás me atrevería. Pero otras veces, sobre todo cuando Rocío venía especialmente atractiva, pensaba: "esta zorra me está llenando los huevos a diario, bien se merece tener que tragar algo de esa leche". Pero cuando ya casi me había decidido a hacerlo, buscando información en internet, di con la noticia de un hombre al que habían detenido por lo mismo, creo que en los Estados Unidos, ya que la mujer había detectado el sabor extraño en el café y lo había llevado a analizar. Aquello me hizo desechar la idea -seguro que la muy cerda se había comido las pollas suficientes como para reconocer aquel sabor al primer sorbo, me excitaba pensar-, y asumí que debería seguir matándome a pajas y llamando a diario a la línea erótica para aliviarme, pues prescindir de tener cerca a Rocío no era una opción.

Y así fueron pasando los meses, y hasta los años, casi tres en concreto, hasta llegar al fatídico o bendito día, según se mire, en que el Estado de Alarma me dejó sin negocio y, de rebote, Rocío, mi Diosa, cayó en mis manos.


Comentad, por favor: me motivan mucho vuestras opiniones y aprendo con ellas. Tal vez os interese saber algo más de Rocío, o quizá solo valga la pena que la historia avance -o termine- hacia adelante.

Un saludo y gracias por leerme.