La sumisión de Lara (1)

Lara acepta finalmente la propuesta del profesor Antúnez. El perverso profesor no pierde ni un segundo en empezar a cobrarse el precio.

Antes de leer este capítulo recomiendo leer previamente "La sumisión de Lara (Prologo)". Desafortunadamente, una pequeña parte de texto extra que no debería haber sido editada se coló al final del prólogo. Para evitar confusiones, transcribo el último párrafo de la parte anterior antes de comenzar con este primer capítulo. Espero que lo disfruten.

Aquella noche no conseguía conciliar el sueño. Cómo iba a decirles a todos la verdad. Podía imaginarse la decepción en sus ojos. Si al menos hubiese alguna salida... Volvió a pensar en el profesor Antúnez. En realidad, no había dejado de pensar en él en todo el día. Y con el recuerdo llegaba la humillación. Aún con sus correctas formas, la había tratado como a una vulgar putilla. Sintió la rabia corriendo por sus venas. Aquel tipo era odioso... y sin embargo era su única salida. ¿Estaría aún dispuesto a aceptar el trato? ¿Qué querría hacer con ella? Sin duda, usarla sexualmente. ¿Estaba dispuesta a aceptar eso? Nunca le había puesto los cuernos a su novio. Y mucho menos con un hombre mayor que su propio padre. Pero era eso o suspender. Era eso o soportar la decepción de todos los que la importaban. Se dio cuenta de que estaba intentando justificar lo que iba a hacer. En realidad, la decisión estaba ya tomada en su mente. Aceptaría y obedecería al profesor Antúnez durante semana y media. Después borraría esos días de su mente y con la carrera ya terminada, se olvidaría del profesor Antúnez para siempre.

Fin del prólogo

Lara se despertó tarde. Al final había conseguido quedarse dormida, pero debia haber sido a las cinco o seis de la mañana. Se sentía hecha polvo por la falta de sueño, pero al recordar lo que se había propuesto hacer la adrenalina la despabiló rápidamente. Miró el reloj-despertador. Eran las once y media. Tenía que darse prisa. Corrió al baño, hizo un pis y se pegó una ducha rápida. Después volvió a la habitación y seleccionó la ropa que se iba a poner. Eligió un tanga rosa con un sostén a juego, una blusa del mismo color y unos vaqueros ajustados. De calzado, las mismas sandalias blancas de tirillas que se había puesto el día anterior. Entonces volvió al baño, se arregló el pelo y se maquilló ligeramente.

No había nadie en casa. Mejor, así no se entretendría hablando. Desayunó un zumo y unas tostadas y marchó corriendo a la Facultad. A la una de la tarde, volvía a golpear con los nudillos la puerta del despacho de Don José María Antúnez.

Adelante – dijo la voz grave y serena del profesor

Controlando a duras penas su nerviosismo, Lara abrió la puerta y entró en la habitación. El profesor Antúnez observó a la joven con curiosidad y con cierta sensación de triunfo. Sin embargo permaneció callado, dejando que la joven tomara la iniciativa. Lara cerró la puerta y encaró al profesor. Era evidente su estado de agitación. Finalmente se decidió a hablar.

Profesor, tengo que aprobar esa asignatura. He decidido aceptar su propuesta –dijo-

José María Antúnez la miró fijamente mientras una sonrisa perversa se dibujaba en su cara.

Lo siento, señorita Sánchez. Son tantas las alumnas que pasan por mi despacho que no soy capaz de recordar todo lo que hablo con ellas. ¿Sería usted tan amable de recordarme de qué propuesta hablamos?

Lara enrojeció hasta las cejas. Era evidente que el profesor sabía perfectamente de qué hablaron. El único objeto de aquello era humillarla. Pero no tenía otra opción.

Señor, el acuerdo era que usted me aprobaría la asignatura si durante el tiempo que falta para la entrega de actas yo hacía todo lo que usted me pidiese.

¿Y está usted dispuesta a hacer todo lo que yo le pida?

Creo que sí, señor.

Ya veremos. De momento puede empezar por enseñarme las tetas.

Lara se quedó de piedra. Sabía que algo así ocurriría, pero no por eso dejó de impactarla. Tras unos segundos de indecisión agarró la parte inferior de la blusa y se la sacó por la cabeza. Después, sus manos se movieron hasta el cierre posterior del sujetador y lo desabrocharon. Lara deslizó las tirillas por los brazos y dejó la prenda sobre una silla, junto a la blusa. Sus redondas tetas quedaron ante los ojos del profesor, con sus grandes areolas y sus rosaditos pezones expuestos.

Lara miraba al suelo, avergonzada, sin saber dónde meterse, esperando oir la voz del profesor. Pero José María Antúnez permanecía en silencio, observando aquellas dos hermosas tetas y el erótico piercing que la muchacha llevaba en el ombligo. Sabía el efecto que tenía su silencio, lo había visto con otras alumnas anteriormente y en el caso de Lara ocurrió igual. Los pezones de la joven comenzaron a hincharse lentamente hasta ponerse duros como piedras. Su hipótesis seguía siendo corroborada; aquellas jóvenes se excitaban con la humillación a la que les sometía.

Lara no entendía aquella reacción de su cuerpo. ¿Estaba excitada? ¿Cómo podía ser? Estaba semidesnuda ante aquel ser odioso...

Acerquese y apoye las palmas de las manos sobre el escritorio –ordenó al fin el profesor.

Desconcertada, la joven alumna dio varios pasos hacia la mesa tras la que se encontraba sentado José María Antúnez. Era un escritorio bastante ancho y largo, y el profesor lo tenía bien ordenado. Lara apoyó las palmas de sus manos cerca del borde, inclinando ligeramente su espalda. José María Antúnez dejó traslucir una leve sonrisa.

Aquí –dijo señalando dos puntos sobre la mesa, mucho más cerca del lado que ocupaba él y más separados entre sí que los elegidos por la joven.

Lara colocó sus manos en el lugar indicado. Ahora estaba totalmente arqueada sobre el escritorio y sus tetas colgaban obscenamente expuestas a la excrutadora mirada del profesor. La joven no sabía dónde mirar, su cara roja como el carmín.

Tiene usted unos bonitos pechos –dijo Don José María- y morenitos. Hace usted top-less , supongo.

Lara tragó saliva. Tenía la boca seca.

Sí, Señor –respondió.

Bueno, si cuando hace usted top-less se le ponen los pezones tan duros y largos como ahora será todo un espectáculo.

La joven no sabía dónde meterse. El profesor estaba humillandola por completo.

No dice usted nada –siguió José María Antúnez- Bueno, no importa, ya hablará.

Alargó una de sus manos y tomando suavemente el pecho izquierdo de Lara acarició delicadamente el pezón con la palma.

¡Oh!

La joven no pudo evitar un suspiro, mezcla de sorpresa y placer. El roce de aquella piel madura, curtida, pero a la vez suave y cuidada sobre su hinchado pezón le hizo extremecer.

Vaya, veo que tiene usted unos pezones ciertamente sensibles. Será un placer disfrutar de ellos.

Con los ojos cerrados por la vergüenza, Lara aceptó sumisamente que el profesor Antúnez explorase sus expuestas tetas a su antojo. Intentó pensar en otra cosa, en cosas muy lejos de aquel despacho, en su novio, al que estaba poniendo los cuernos por primera vez en su vida, en su futura carrera como enfermera... pero le era imposible sustraerse al placer. Aquel hombre maduro sabía lo que se hacía. Tenía que reconocer que ni ella misma se lo podría hacer mejor. Sabía dónde tocar, dónde estirar, dónde detenerse... Con infinita paciencia, sin prisas, la estaba obligando a rendirse, a someterse al placer que le estaba dando. Lara se dio cuenta de que no iba a poder resistirse. Sentía sus braguitas húmedas. El tanga rosa estaba saturandose de crema, la crema que su joven conejito no podia contener. Hizo un último esfuerzo por resistirse, pero entonces ocurrió algo insospechado. Al tiempo que pellizcaba y estiraba uno de sus pezones con una mano, el profesor Antúnez tomó un rotulador rojo con la otra y comenzó a pintar de ese color la areola y el pezón opuesto. Después, ante la impactada joven, que había abierto los ojos al sentir el cosquilleo de la punta del rotulador sobre su piel, repitió el mismo proceso en el otro seno. Lara jamás habría adivinado su reacción, aquel carmín intenso sobre su morena tez, aquella forma de resaltar grotescamente sus pezones y areolas, era tan humillante... pero lo que verdaderamente le humillaba era la tremenda excitación que embargaba su joven cuerpo. Sus ojos eran incapaces de despegarse de los rojos pitones y de las expertas manos que los manoseaban. Y entonces empezó a jadear. En un principio eran sonidos casi imperceptibles, pero poco a poco, al tiempo que la resistencia de la chica iba cediendo sus gemidos eran más y más audibles. José María Antúnez sabía que su alumna estaba a punto de entregarse. También sabía que si se lo proponía era capaz de hacerla acabar mediante la manipulación exclusiva de sus tetas. Se preguntó si la joven Lara se habría corrido de esa forma alguna vez, aunque se imaginó la respuesta. Las jovenes de hoy en día querían comerse el mundo y empezaban a mantener relaciones sexuales a edades cada vez más tempranas, pero sus inexpertos compañeros rara vez podían competir en destreza con un hombre maduro y experimentado. El profeso miró a su joven alumna. Había vuelto a cerrar los ojos y gemía. Su respiración era agitada y su cara estaba roja, congestionada por el placer. Antúnez podía ver claramente como la muchacha se restregaba los muslos, sin duda intentando aplacar el escozor de su excitado coñito.

¿Te gusta lo que te hago, verdad, perrita? –se aventuró a preguntar el taimado profesor.

Incapaz de hablar, pero excitada por las palabras de Don José María, Lara asintió como pudo.

Eres una pequeña zorrita, lo sabías. Apuesto que tus bragas estan todo cremosas con tus juguitos.

Un gemido de placer y un ligero asentimento. La respiración más agitada aún.

Supongo que una joven tan atractiva como tu debe tener novio

En circunstancias normales, la sola mención de su novio habría afectado a Lara, pero en el trance sexual en el que se encontraba, su novio o cualquier otro hombre distinto al que estaba manipulando tan exquisitamente sus tetas la tenían sin cuidado. Se limitó a asentir.

A partir de hoy y hasta que termine nuestro acuerdo tienes prohibido mantener relaciones sexuales con él ¿está claro?

Lara asintió, su cara brillante con la perspiración, su respiración agitandose más aún. El profesor sabía que estaba al borde del orgasmo.

Si quieres que te permita correrte, tendrás que pedirme permiso –dijo Antúnez dejando de sobar sus pezones y alejando sus manos unos centímetros.

¡Noooooo! –gritó Lara con frustración, balanceando sus brazos e intentando buscar de nuevo el contacto con las manos del profesor.

Pideme permiso para correrte –ordenó el hombre agarrando los largos pezones que se le ofrecían y ordeñandolos alternativamente como si de una vaca se tratase.

Aquella estimulación era más de lo que la pobre Lara podía resistir y la joven se rompió ante sus ojos.

¡Oooooh! ¡Por favor! Permitame correrme, permitame correrme, permitame correrme. Se lo suplico –gimió entregada.

El profesor se incorporó levemente y acercó su boca a la de la joven, sus ojos mirando a los ojos cerrados de la muchacha.

Puedes correrte, esclava –dijo dando un fuerte tirón a uno de sus pezones mientras su otra mano se deslizaba tras el cuello de la joven y forzaba su boca contra la de él.

El orgasmo de Lara la barrió al instante. Los gemidos de la chica fueron ahogados por la boca del profesor que introdujo su lengua hasta el gaznate de la muchacha y la besó con pasión. Lara respondió al beso entregada, sumida en un extasis sexual desconocido para ella. Su lengua se entrelazó con la del hombre, enroscandola, succionándola. Estaba tan tremendamente caliente... El profesor podía sentir el cuerpo de la joven extremeciendose, temblando, agitándose... sus caderas se movian con ritmo como queriendo follarse a un amante inexistente. Aquella joven era pura dinamita. Le iba a dar mucho juego. No iba a ponerse límites con ella. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar.

Lara aún estuvo varios minutos besandose con el profesor Antúnez, hasta que poco a poco su clímax fue pasando y fue consciente de lo que estaba haciendo. Entonces se separó, se puso en pie y avergonzada miró al suelo. Se había corrido como una perra en celo delante de su profesor. La humillación y la vergüenza hicieron que el color de su cara no tuviese nada que envidiar al de sus pezones. El silencio dolía más que cualquier otra cosa, porque le hacía recordar cómo se había excitado, cómo había gozado, cómo le había pedido que la permitiese correrse...

Yo... –intentó balbucear para romper el doloroso silencio.

No son las palabras correctas –le interrumpió el profesor- Primero debes darme las gracias. Ha sido una deferencia por mi parte el permitir tu orgasmo.

Lara se quedó mirándole anonadada. El bastardo esperaba que le diese las gracias. El orgasmo había estado bien pero tampoco era para tanto, se dijo, consciente de que se mentía abiertamente. La joven trataba de decidir qué hacer cuando un ruido de nudillos golpeando la puerta la hizo girarse en esa dirección. Después miró aterrada al profesor Antúnez que parecía tranquilo y sosegado.

Continuará