La Suma Sacerdotisa

Segunda parte de Máscaras Doradas, el ritual de la Tradición sigue adelante y esta vez, es ella quien tiene el poder...

LA SUMA SACERDOTISA

Los seis siervos de la Tradición.

Sin darme cuenta, me había quedado adormilada, mecida por los suaves gemidos de los acólitos que se entregaban tan diligentemente a su tarea. La luna llena brillaba sobre mí a través de la bóveda de cristal de la mansión del Gran Maestre, éste había desaparecido de mi lado y mi cuerpo aún desnudo, descansaba plácidamente sobre el altar de mármol helado. A pesar de no haber recuperado del todo las fuerzas, me sentía imbuida de una extraña energía benéfica que recorría todo mi cuerpo desde la punta de los pies a la cabeza, una suave brisa removía mis cabellos y mi piel brillaba con la luz del astro nocturno. Me estiré con la sutilidad de un gato y me dejé acariciar por los murmullos un rato más. El ambiente tenía el olor picante del sexo humano y de la cera caliente, me pregunté una vez más dónde habría ido el Gran Maestre, pero entonces mis ojos descubrieron el suave batir de su capa oscura agitándose entorno a las parejas, observando el desarrollo de los acontecimientos, acariciando una espalda aquí, un pecho sonrosado allá, vigilante y siempre aleccionador. Sonreí sin poder evitarlo, me sentía dichosa de estar allí y haber compartido su cuerpo, quién sabía con cuántas otras Elegidas antes que yo. A partir de ahora sería una Sacerdotisa de la Tradición además de una Hechicera, y sabía que no era un cargo habitual en alguien tan joven como yo, me sentía dichosa y algo asustada, temerosa de no poder cumplir con mi misión, de no dar la talla.

Como si leyera mis pensamientos, el Gran Maestre se aproximó y tomó asiento a mi lado, me acarició el cabello y me sonrió con dulzura, eliminando con ese simple gesto todo rastro de temor y duda de mi mente. Me senté junto a él y me rodeó con su capa, su cuerpo pegado al mío dándonos calor. Recosté la cabeza sobre su hombro y seguí la evolución de los acólitos con interés. Aquí y allá las parejas se disponían en un semicírculo alrededor del altar, sus cuerpos retorciéndose de placer, las bocas abiertas en interminables gemidos, sentí que volvía a excitarme y le miré, pero él ya había concluido su tarea conmigo, ahora debería esperar.

Poco a poco la sala fue sacudida por una sucesión de orgasmos más o menos intensos y los cuerpos cayeron al suelo agotados, aunque no lo bastante como para quedar satisfechos, tal y como augurara el Gran Maestre una hora antes. Se separó de mi tras besarme y fue a tenderse entre un grupo de mullidos cojines, bastante apartado de la luz y en seguida observé como las mujeres se iban poniendo en pie y se aproximaban a él. No eran las únicas, seis hombres caminaron hacia mi y me rodearon. Yo admiré la belleza de sus cuerpos, no todos eran adonis de piedra tallada, pero son muchas las manifestaciones de la belleza y yo ahora, era sensible a ellas.

Al principio temí que se abalanzaran sobre mí como una jauría de perros hambrientos, sin embargo ni siquiera se atrevían a tocarme, esperaban mi permiso y yo podía escuchar sus agitadas respiraciones y ver en sus ojos el deseo que les embargaba. Nunca había tenido poder sobre nada ni nadie, ni siquiera sobre mi gato, que vagaba por la casa a su gusto sin hacer caso de nada de lo que yo le pedía, y ahora seis hombres adultos, todos ellos mayores que yo, esperaban órdenes como un grupo de soldados frente a su general. Y aunque hubiera deseado hacerles sufrir un rato más, recordé la responsabilidad que había contraído al aceptar ser la Sacerdotisa aquella noche.

Con suavidad tomé el miembro de uno de ellos en mi mano y comencé a acariciarlo muy despacio, haciendo la presión justa, él gimió ante mi contacto y poco a poco su pene se puso erecto y duro. Estaba alucinada, no había tenido demasiadas relaciones sexuales y la mayoría habían resultado más bien decepcionantes, por no decir sosas, ellos habían mandado siempre y yo a penas quedaba satisfecha, incluso en ocasiones me hacían daño al ser tan impetuosos. Por una vez sentía que era yo la que mandaba, era delicioso ver como un pene crecía y se hinchaba en mi mano sólo por que yo así lo quería, tanto poder en la palma de mi mano era tentador. Alcé la mirada para ver la expresión de sus ojos a través de la máscara, tenía la vista fija en mi mano y en su pene, la boca abierta respirando agitadamente y los músculos rígidos, en tensión.

Me puse en pie y le pedí que tomara asiento, dio un respingo, igual que yo lo hiciera la primera vez, al sentir el frío contacto del mármol en su piel expuesta. Me arrodillé frente a él sin dejar de masajearle y acerqué mi boca a su glande, sus cinco compañeros se situaron tras de mí, observando la escena desde cerca, sentía sus cuerpos a mi alrededor, tan próximos, tan anhelantes. Recorrí el extremo con la punta de la lengua, acariciadora, suave, tan lentamente que aquel hombre tuvo que esforzarse por dejar sus manos donde estaban, a ambos lados de su cuerpo, sobre el mármol. Podía ver los nudillos tornarse blancos al hacer presión sobre la tarima, sonreí y abarqué el glande con mis labios, succionando como si se tratara de un cucurucho de delicioso helado mientras, con la mano, seguía presionando el tronco y la otra, más abajo, los testículos.

Reconocí la voz del Gran Maestre tras de mí, a lo lejos, gimiendo por lo que sin duda debía ser la pericia de aquellas seis Hechiceras, volví la vista sin soltar mi presa, pero mis propios compañeros me tapaban el espectáculo que debía darse al otro lado. Me detuve a observar la reacción de quienes me rodeaban, volvía a estar excitada por aquellas miradas oscuras y penetrantes fijas en mi y en lo que hacía.

No – gimió él – por favor, no os detengáis – suplicó casi sin resuello. Y yo estuve a punto de disculparme. Tuve que morderme los labios para no decir las palabras, no, por primera vez en mi vida no debía pedir perdón, se acabaron las disculpas, se acabó la sumisión frente a mi pareja.

No estaba segura de lo que el Gran Maestre me había hecho aquella noche, pero si algo tenía claro es que jamás volvería a ser la misma, había probado el poder y también el respeto hacia el otro, el placer y el amor. Se acabaron las disculpas.

Volví a inclinarme hacia él y dejé que su miembro se introdujera en mi boca por completo, por suerte no era demasiado largo o habría llegado a tocar mi garganta. Fruncí los labios y apreté el tronco antes de comenzar a sacarlo de nuevo, cada centímetro que salía de mi boca incrementaba la presión de mis labios hasta llegar al glande. Succioné de nuevo con fuerza, sin dejar de mover mis manos entorno al tronco de su placer y comencé a sentir las primeras gotas de néctar cayendo sobre mi lengua. Succioné una última vez y me aparté. Quería verla salir, ver como fluía libre y sin ataduras fuera de su prisión de carne y músculo. Cayó al suelo tras un fuerte gemido varonil, formando gotitas blanquecinas frente a mi. Sus músculos se relajaron y los nudillos volvieron a adquirir el color de la sangre al fluir hacia ellos. Las piernas le temblaban cuando por fin pudo ponerse en pie. Dos pares de manos me sostuvieron de los brazos para ayudarme a levantar. Él estaba sonriendo, parecía agradecido, agotado y feliz. Le devolví la sonrisa. Alguien se situó tras de mí.

Eres hermosa sacerdotisa – me susurró al oído con voz grave y profunda, armonizada por notas metálicas que brotaban de su máscara. – Ahora es nuestro turno.

Asentí conforme y dejé que volvieran a tumbarme sobre el Altar, esta vez ya no estaba asustada, me sentía maravillosamente bien, fuerte, segura. Por primera vez en años sentía la sensualidad brotar de cada uno de mis movimientos, me veía a través de sus ojos y era hermosa, la lujuria bañaba mis iris verdes y no tenía prisa por apagarse.

Uno de ellos se inclinó para besarme, su lengua lamió mis labios y presionó para abrirse paso entre ellos y recorrer mis dientes buscando mi lengua. Le permití el paso y ambas se encontraron en la calidez húmeda de mi boca, se palparon en un íntimo reconocimiento, se abrazaron bailando una danza salvaje que sólo ellas conocían y finalmente se separaron, pero su sabor aún impregnaba mi paladar.

Un segundo se había apoderado de mis pechos y los masajeaba con destreza, como si amasara la base de un delicioso pastel, mi cuerpo se arqueaba ante su contacto y mis labios dejaban escapar libidinosos gemidos que me excitaban a mi, tanto como a ellos. Sentía sus manos ásperas y grandes abarcar mis senos por completo, sus gruesos dedos pellizcaban los pezones endureciéndolos y volviéndolos de un color rojo oscuro, soltó uno de ellos para que un tercer compañero lo apresara entre sus labios. Su aliento era cálido y recorría el pecho con avidez, lo saboreó succionándolo como si deseara tragarlo, lo aprisionó entre sus dientes dejando marcas oscuras alrededor. Una fuerza electrizante me asaltó cuando encontró el pezón y lo mordió arrancándome un gemido de dolor. En seguida se apartó y me miró asustado. Mis manos acariciaron su rostro enmascarado y sonreí para tranquilizarle.

El hombre que me había susurrado al oído lo apartó a un lado y su mirada me dio escalofríos, algo tramaba su mente y esa idea me asaltó como una ducha de agua helada.

Así no se marca a una Sacerdotisa – aleccionó a sus compañeros – Sujetadla – les dijo en tono imperativo.

Entre los cinco me alzaron de la tarima de mármol y me sostuvieron en el aire, como un extraño camastro de brazos entrelazados. El sexto, me mostró uno de los "pequeños candelabros de plata" con la vela aún encendida, sacó ésta de su recipiente haciéndolo a un lado y me la mostró, la llama danzaba rítmicamente y me tenía hipnotizada, incapaz de apartar la vista de ella. Se situó entre mis piernas y fue acercando la llama lentamente a mi pubis. Le miré estremecida. Él sonrió con malicia y sopló para apagarla al tiempo que un suspiro escapaba entre mis labios humedecidos. Se inclinó sobre mí, los demás observaban toda la escena manteniéndome a pulso, como si fuera una ligera pluma para ellos y no perdían detalle. Acercó la vela a mi rostro y sacó la lengua entre sus labios moviéndola obscenamente, entendí sus instrucciones. Mi boca aprisionó la cera y comencé a chuparla como antes hiciera con el pene de aquel hombre, él la mantenía sujeta de un extremo y la introducía y la sacaba de vez en cuando. Su mano se deslizó por mi abdomen hasta alcanzar mi centro de placer y comenzó a frotarlo con suavidad. Estaba tan excitada que mi humedad era patente y él la aprovechaba para restregarla entre sus dedos, sobre mi piel calenturienta y provocarme aún mayor placer. Mis gemidos quedaban ahogados por el enorme cilindro de cera, aunque no duró mucho.

La Marca de la Sacerdotisa

Casi sentí que me arrebatara aquella vara gruesa y firme de la boca, casi. La vela descendió recorriendo mi piel hasta alcanzar la entrada de mi sexo, el extremo más fino se abrió paso en mi interior, presionando las paredes vaginales a un lado para introducirse en mi. Mis manos se cerraron alrededor de los hombros de dos de aquellos Hechiceros, me sujeté a ellos mientras notaba como el cilindro de cera me atravesaba hasta que finalmente estuvo dentro. Tan solo un pequeño pedacito quedó fuera, firmemente aferrado en la mano del sexto hombre que comenzó a introducirlo y sacarlo suavemente de la cálida y anhelante cueva que lo había alojado. Siguió frotando mi clítoris con la zurda, mientras la diestra clavaba y desclavaba la vela. Cerré los ojos y me dejé llevar mecida entre aquellos poderosos brazos, algunos de ellos reptaron por mi cuerpo acariciadores, pellizcaron los pezones, palparon mi boca que, abierta, dejaba escapar gemidos de placer incontrolables.

¿Estáis lo bastante excitada? – inquirió susurrante el sexto hombre. La vela salió y desapareció de mi campo visual.

Sigue – ordené a punto de alcanzar el clímax. Él sonrió dándose por satisfecho y de nuevo me recostaron sobre el mármol frío, tan frío en contraste con mi sexo, tan caliente que casi dolía.

No obedeció la orden, trajo dos velas más y se las tendió a dos de sus compañeros, ellos asintieron a sus mudas instrucciones, se situó entre mis piernas acariciando su miembro que ya había adquirido un tamaño importante y lo acercó a mi sexo, no le hizo falta esperar mi aprobación, sabía que yo lo deseaba. Me penetró con fuerza y mi cuerpo trató de erguirse para abrazarse a él, pero uno de ellos me lo impidió. Suavemente me tomó de la cintura y volvió a recostarme, llevó mis manos a sus hombros, con los brazos extendidos hacia atrás y los sostuvo casi con ternura. En aquel momento el sexto hombre comenzó a moverse en mi interior, llenándome, transmitiéndome parte de su arrolladora energía y compartiendo mis propios gemidos. Tan extasiada estaba en aquellas sensaciones que me embargaban, que no me percaté de que los portadores de las velas las habían inclinado encendidas sobre mí, no hasta que la cera caliente se derramó sobre mis pechos, enfriándose casi al instante y formando pequeños capuchones blancuzcos sobre mis pezones. El dolor de la cera caliente había sido tan breve que, lejos de dañarme, me había excitado aún más.

Los dos restantes calmaron mis enrojecidos senos con la templada saliva de sus bocas, mientras que la cera volvía a derramarse sobre mi cuerpo, a una distancia suficiente para no llegar demasiado caliente a mi piel, y poco a poco fue dibujando un símbolo mágico sobre el abdomen, uno que yo conocía muy bien. Una estrella de cinco puntas, símbolo de protección y de poder. Justo en el momento en que el dibujo era acabado me sobrevino un intenso orgasmo que, de no ser por la diligencia de aquellos hombres, habría logrado que mi cuerpo se tensara erguido al momento, pero ellos se encargaron de que siguiera tumbada.

Ahora portas el símbolo de las Sacerdotisas – dijo el sexto hombre, a punto de alcanzar su propio orgasmo.

Tenía la intención de separarse, pero me negué con un gesto de la cabeza, le indiqué que le quería dentro de mi y él aceptó. La fuerza de sus embestidas creció hasta que pude sentir el calor de su propia vida fluyendo hacia dentro, desbordando mi interior y derramándose sobre la tarima de mármol. Jadeó sin aliento y se recostó sobre mi, le acaricié el cabello y miré a los cuatro hombres que proseguían aún insatisfechos. No podía dejarlos así y, a pesar de que estaba agotada, tomé uno de sus miembros con la boca y comencé a succionar y apretar los labios entorno a la circunferencia de su pene.

El sexto hombre, el que me había llenado por dentro, se puso en pie y tomó del brazo al primero, ambos se apartaron de la reunión y observaron de lejos, su turno había concluido. De los cuatro restantes se ocupó mi boca, mis senos y mis manos, pero ninguno de ellos se atrevió a solicitar la atención de mi sexo que aún goteaba semen y mi propio fluido.

Aún no sé de donde saqué fuerzas para satisfacer a aquellos cuatro sementales que parecían insaciables, pero recuerdo bien sus sonrisas al alejarse hacia la oscuridad tras bañarme en su fluido. Y fue lo último, ya que cuando me dejaron sola un profundo sueño me asaltó y volví a quedarme dormida.

Amanecía cuando desperté en la cama de mi habitación, la máscara aún sobre el rostro, y la capa de suave terciopelo sobre mi cuerpo desnudo. Me estiré como una gatita sonriente, feliz de lo que había hecho, pero la fiesta había concluido y debía volver a la realidad, a casa. Me di una ducha rápida reprimiendo el impulso de masturbarme con los recuerdos de la noche anterior, debería pasar varios días sin sexo para consolidar los festejos, no debía olvidarlo. Me vestí y comí algo de fruta que me habían dejado antes de salir, ya sin la máscara, y recorrer la mansión hacia los jardines.

Sabía que eras tú – la voz del Gran Maestre me sobresaltó.

¿Lo sabías? – inquirí contemplando ahora su rostro descubierto y el carísimo traje de Armani de color negro con que se vestía.

En el mismo momento que te tuve en mis brazos – respondió sonriente – serás una perfecta Sacerdotisa, estoy orgulloso de ti.

Un poco joven ¿no?

¿Todavía tienes miedo?

No – respondí con firmeza – ahora ya no tengo miedo, me he ... liberado.

En ese caso, la edad no tiene importancia, sólo el cambio que se ha operado en ti y que habrá de servirte en los caminos de la Tradición. – Le sonreí y me acerqué para darle un abrazo de despedida.

Mi Espada y tú habéis logrado hacer feliz a este viejo, gracias – le besé, no estaba bien, pero tampoco estaba mal, no incumplía ningún precepto. Me separé de él y me marché.

Con los años y el tiempo acabaría ocupando un puesto de Suma Sacerdotisa en la orden, entonces tendría que oficiar una ceremonia similar a la de aquella noche y sería mi Daga la que elegiría a un nuevo Sacerdote de la Tradición, entonces yo marcaría su iniciación tal y como el Gran Maestre acababa de hacer conmigo. Pero tendría muchos años para planear mi pequeña fiesta sexual – pensé con cierta malicia – e iba a aprovecharlos, tanto como pudiera......

FIN