La suerte del caminante

Relato cuckold, si no les gusta, no lo lean.

Veinte años es una edad rara. Demasiado grande como para considerarme un adolescente, pero todavía muy joven como para comprender lo que implica ser un adulto. Vivir bajo las alas sobreprotectoras de mamá tampoco ayudaba mucho. Ahora que lo veo en retrospectiva, una década después, puedo decir, sin vergüenza, que era un pendejo que vivía en una burbuja. Y ni hablemos del hecho de que aún era virgen.

Algunos amigos me habían insistido para que fuera con esas mujeres que ejercen el oficio más viejo del mundo a remediar mi “problema”. Incluso alguno se había ofrecido a pagar la tarifa por mí, todo con tal de tener una buena anécdota que contar en el futuro. “¿Se acuerdan cuando se desvirgó Waltercito?” “Claro, si fuimos todos borrachos a ese puterío de Liniers”. Luego de algunas carcajadas se detendrían en los detalles más jocosos que recordaban. Pero yo no quería que mi primera vez fuese una anécdota trillada. No quería que mi virginidad se pierda por el capricho de otro. Y no quería que fuera en un lupanar de segunda, escondido bajo los callejones oscuros de Liniers.

Hace poco leí un artículo escrito por una autora de relatos eróticos, que decía, frustrada, que había una especie de obsesión por las historias que narraban “la primera vez”. La autora, un tanto pretenciosa, tenía su punto. No todas las historias de “primera vez” son experiencias sobresalientes, y muchas veces sucede todo lo contrario. Sin embargo, mi caso es una excepción. Y por eso creo que tiene sentido pasar un par de horas, zambullido entre las teclas, para contarles cómo fue mi primera experiencia sexual.

Pero ¿por dónde empezar el relato? Según algunos que he leído, es oportuno presentarse y describirse. Pero lo primero ya lo hice, y si el lector es muy despistado, le recuerdo que me llamo Walter, que tengo treinta años, y que mi relato transcurre diez años atrás. Con respecto a lo de describirme… Me voy a eximir de esa obligación por el momento. Ya se presentará la oportunidad de decir qué tan grande es mi verga (mi polla), de qué color son mis ojos, cómo es mi contextura física, etc. Si el lector gusta, puede imaginarme igualito a Brad Pitt en los tiempos de “Siete años en el Tíbet” y “¿Conoces a Joe Black?”.

Así que, como solía decir el abuelo, que en paz descanse, empecemos por el principio. Yo estudiaba una carrera terciaria que no viene al caso nombrar, porque ni siquiera llegué a ejercer de esa profesión. A veces tocaba alguna materia infumable: ética profesional, derecho municipal, o algunas de esas. Como no era una casa de estudios muy exigente que digamos, cuando no tenía ganas de entrar a cursar, simplemente no lo hacía. Pero en vez de volver a casa, caminaba por ahí.

Puede que resulte una costumbre un poco rara, pero a mí siempre me gustó caminar. No soy un deportista. Si tengo que correr, aunque sea dos cuadras para alcanzar el colectivo, me agito como un obeso de cien quilos. Pero caminar, puedo hacerlo durante horas sin cansarme.

Me gustaba, y todavía me gusta, meterme en barrios desconocidos, ver la arquitectura de las casas, observar a la gente desconocida, detenerme a contemplar las hojas de los árboles, los negocios barriales anacrónicos, y cómo la noche caía sobre esos lugares aparentemente inhóspitos.

Ese día no entré al instituto. Caminé por la avenida principal de esa ciudad, y entonces, cuando vi una calle que estaba seguro no haber transitado, simplemente doblé, para internarme en ella. Caminé, caminé, caminé.

Supongo que habrán sido cuatro o cinco kilómetros. El barrio no era particularmente llamativo, aparte de algunos chalets muy bellos. El bullicio del centro había quedado muy atrás, y ese barrio estaba desbordado de silencio, y eso que no era tan tarde.

Lo que no recuerdo muy bien es si hacía calor o frío, si estaba nublado o despejado. Así que imaginemos que una rica brisa otoñal me soplaba la espalda. Las hojas quebradizas se movían, cada tanto, en un remolino vertiginoso.

En una esquina estaba el único grupo de personas que le daba vida a ese lugar apagado. Noté que discutían animadamente. Eran tres hombres. Estaban borrachos. Se notaba porque uno de ellos apenas podía mantenerse en pie. Otro estaba parado en una graciosa postura, con las piernas flexionadas, como si fuese un jugador de vóley, pero con cara de estúpido. El tercero vociferaba sin miedo a que lo escuchen.

— ¡Pero que desastre la puta madre! —dijo el tipo. Era un hombre rubio ya entrado en años—. Tanto tiempo organizando esta movida y miren cómo están.

Lo más lógico hubiese sido cambiar de vereda, pero supongo que me dio intriga saber qué se traía entre manos ese trío.

— Pero no pasa nada Negro, si estamos re bien. —Dijo el tipo que apenas podía mantenerse en pie.

— Re bien… —repitió irónicamente el rubio, quien parecía ser el líder del grupo— La Juli me va a matar si los ve así. Y tanto que le hice la cabeza para convencerla. Encima se lo vendí como si fuese la noche de nuestras vidas…

Crucé, lentamente, al lado de ellos. El aliento etílico llegó a mí con fuerza. El hombre que estaba parado en postura extraña dio unos pasos y se puso frente a mí.

— ¿Y este? —preguntó, mirando al rubio, como si él tuviese que saber quién era yo.

— Dejalo en paz che —dijo este último.

— ¿Por qué no se lo pedís a él? —insistió el que me había interceptado.

— Entonces ¿nosotros no vamos a hacer nada? —preguntó el tercero, que ahora se sostenía de un árbol.

—Ustedes se van a la mierda ¡miren el papelón que me hicieron pasar!

Los dos amigos hicieron un infantil puchero y se alejaron lentamente.

Quizás a esa edad era demasiado temerario, o demasiado estúpido. En todo caso paré para ver de qué se trataba todo eso.

—¿Pedirme qué? —pregunté intrigado.

El rubio se acercó a mí. Ahora sí, parecía pretender ser reservado. Su rostro quedó muy cerca del mío. Cuando empezó a susurrar, el aliento a vino casi hiso que me desmaye.

— Mirá —dijo. Luego, como pensándoselo bien, agregó—: no, dejá, dejá. Andá nomás. Sos muy pibe.

—Tengo veinte años ya. —Me defendí.

— Sí, está bien, pero no, no… —se dio media vuelta, dispuesto a entrar a su casa, pero después, de nuevo, se encaró a mí—. Aunque… parecés un pibe despierto.

Evidentemente no me conocía.

Vi que sus dos secuaces, abrazados uno al otro, miraban hacia nosotros, y después giraban en la esquina, perdiéndose de nuestra vista.

— Mirá… que dirías si… —se mordió el puño. Sus ojos iban de su casa a mí, una y otra vez—. Adentro está mi mujer.

— ¿Y…?

— está desnuda…

— Qué.

— Eso. Está desnuda. Esperando.

— ¿Esperando qué?

— Esperando a mis amigos.

— Pero tus amigos se fueron. Vos los echaste.

— Porque estaban en pedo.

— Vos también…

— Pero ellos tenían que venir bien lúcidos. Si no, lo iban a hacer mal.

— ¿Hacer qué?

— ¿Querés entrar?

— ¿A dónde?

— A mi casa. Está mi mujer.

— Sí, está desnuda ¿no?

— Si, no sabés lo que me costó convencerla.

— Convencerla de qué.

— Entrá a conocerla. Dale, sin compromiso.

— Qué.

El hombre rubio me agarró del brazo, y me llevó hasta la entrada de su casa.

— Tranqui flaquito, no pasa nada, vas a ver que te va a gustar.

— Pero ¿no es tu mujer?

— Sí, por eso.

Abrió el portón. Pensé que además de borracho estaba loco. Miré a todos lados, pero no encontré a nadie. Le seguí la corriente y me metí adentro de la casa. Hoy ni en sueños lo haría.

Pasamos por una sala de estar muy elegante. Se escuchaba música lenta que salía de unos enormes parlantes.

— Vení, flaquito, no tengas miedo.

Entramos a un pasillo. Había una puerta semiabierta. El hombre rubio la abrió.

— Vení, pasá.

— ¿Rubi? —se escuchó una voz femenina saliendo de la habitación.

Era difícil determinar si se trataba de la voz de una mujer joven o no. A juzgar por la edad que aparentaba tener Rubi supuse que en el mejor de los casos ella tendría cuarenta años. ¿Qué haría si no me gustaba? De todas formas, en ese momento prevaleció la curiosidad. Entré a la habitación.

Ella estaba con los ojos vendados con un pañuelo. Sus manos, estiradas, estaban atadas con una tela negra, que se extendía y se enredaba en el respaldar de la cama. Sus piernas estaban libres. Eran largas y sensuales. Como había prometido Rubi, la mujer estaba desnuda. Noté que estaba depilada en sus partes íntimas. Su sexo tenía labios grandes, como si le sobrara piel. Era delgada. El pelo castaño estaba desprolijo. Sus pechos eran pequeños, de pezones oscuros. Era delgada, pero sus caderas anchas producían una curva vertiginosa. Era joven. No tanto como yo, pero sí mucho más de lo que había imaginado.

— Sí, soy yo mi amor —respondió Rubi.

— Estoy lista —dijo ella.

— Te va a gustar lo que te traje.

— ¿Y qué me trajiste?

Rubi me miró y me indicó con un movimiento de cabeza, que vaya a por ella.

— Ho…Hola —balbuceé.

— No hables —dijo ella—. Vení. Haceme lo que quieras. Sólo no me lastimes.

La miré a ella y a Rubi alternativamente. Él, todavía con los efectos del alcohol, tenía la mejilla colorada y una sonrisa estúpida se dibujaba en su cara.

— Dale flaquito, sin miedo.

— ¿Vos te vas a quedar mirando? –pregunté.

— Encima que te entrego a mi jermu ¿querés que me vaya?

La mujer soltó una carcajada.

— No, todo bien —contesté, aunque con mucho recelo en mi interior.

Me acerqué a la cama donde estaba ella, como quien se acerca a un animal salvaje. Temía que, si la tocara, todo lo que parecía que estaba a punto de suceder se esfumaría al instante. Apoyé mi mano en su pierna. Ella sonrió, como sintiendo cosquillas. Masajeé sus muslos. Mis dedos se deslizaban sobre su piel suave. Enterré un dedo en su sexo. Estaba lubricado, así que se hundió con increíble facilidad. Descubrí que ese agujero era enorme. Besé sus muslos mientras la penetraba una y otra vez con mi dedo.

Mi sexo ya estaba listo. Besé su ombligo, y subí, hasta encontrarme con sus pechos. Los succioné con violencia, con la misma pasión que seguramente lo hacía cuando era un bebé tomando la leche materna. Un gustito salado se mezclaba con la rica textura de sus senos. Masajeé el otro mientras seguía comiéndole la teta. Descubrí que se estremecía de placer cuando le daba débiles mordiscos en el pezón, así que repetí ese truco una y otra vez, mientras liberaba mi sexo.

— Tomá flaco —dijo Rubi, entregándome un forro, cuando notó que no llevaba preservativo conmigo.

Me lo puse, con mucha torpeza. Me acomodé y la penetré.

Fue como meter un pepino en una olla. Apenas sentía la fricción mientras la penetraba una y otra vez. De todas formas, el contacto con su piel, con sus senos, con sus piernas, con sus labios, compensaban con creces la falta de placer en el sexo. Estaba recostado sobre ella. Mi cuerpo sintiendo cada poro del suyo. Besé su boca, y ella sacó una lengua dulce que se enredó con la mía. Estrujé sus pechos, metí la mano por detrás y sentí sus tersas nalgas. La mujer, Juli, comenzaba a gemir, no tanto por las estériles penetraciones, sino más bien, por mi lengua juguetona y mis dedos curiosos.

Acabé, agitado y transpirado. Me desplomé encima de ella. Mi sexo adentro suyo. Sentía las palpitaciones de su corazón.

Giré para ver a Rubi. Estaba con los pantalones bajos, haciéndose una paja.

— ¿Ya te cansaste? —preguntó Juli.

Sin que nadie le diga nada, giró y quedó boca abajo. Como la tela que se ataba a sus manos era larga, pudo hacerlo con facilidad. Besé su espalda. Y bajé hasta sus glúteos. Los mordí. Ella largó un grito. Rubi rió. Le di una nalgada, y otra, y otra. Mi verga había resucitado. Con cierta timidez. Metí la lengua entre sus nalgas y froté su ano con ella. La mujer gimió y eso bastó para que le dedique unos largos minutos a la deliciosa tarea de comerle el culo.

Me puse otro preservativo. Ella abrió las piernas. Enterré mi sexo. Agarré su carnoso culo y empecé a darle con toda la furia que había adentro mío. Mientras lo hacía, la castigaba a nalgadas. Para mi sorpresa, ella se retorció sobre la cama y largó un grito largo y potente, producto del orgasmo.

Metí mi cara entre sus piernas y sentí el potente olor de sus fluidos, para luego saborearlos con mi lengua. La penetré de nuevo, y al rato sentí que ya no iba a aguantar más. Me quité el preservativo y eyaculé sobre sus nalgas. Rubi, quien también había acabado, me alcanzó un pedazo de papel de cocina. Le limpié los glúteos a Juli, ya que estaban bañados en semen.

— Muy bien flaquito. —Me felicitó Rubi.

Creo que podría haberme quedado toda la noche. Pero me sentía saciado, y una vez que la calentura se me había ido, estar encerrado en el cuarto con esos dos, me parecía algo sumamente extraño.

— Gracias —dijo la mujer—. Estuviste muy bien.

Fui al baño a limpiarme. Rubi se quedó hablando con su mujer, así que los dejé solos.

Durante casi todo el año, al menos una vez por semana, me desviaba en esa calle y caminaba cuatro o cinco kilómetros hasta llegar a esa casa. Nunca volví a cruzarme con Rubi. Alguna vez creí ver a lo lejos a la mujer. Pero era difícil estar seguro de si se trataba de ella. Después de todo, sólo la había visto desnuda, con el cabello despeinado y una venda en los ojos.

Esa fue mi primera experiencia sexual. No suelo compartirla, porque las pocas veces que lo hice, mis interlocutores pusieron en duda mi cordura. Pero acá queda la anécdota, para que la crea quien quiera creerla, y si no, que al menos hayan disfrutado la lectura. Aquí no hay moralejas, ni giros argumentales, ni verdades reveladas. Es sólo un momento inmortalizado en la caótica internet.

Fin