La subasta, 2ª parte
La protagonista es subastada entre un grupo de lesbianas para vivir su experiencia más excitante --- de la autora de "Las diez fantasías de Eva", más de 10.000 ejemplares vendidos.
La petición de inspección que había realizado aquella elegante mujer inició nuevas solicitudes que no esperaron aprobación alguna. La shemale que me había sodomizado, sonriendo, se retiró a un lado mientras la procesión avanzaba hacia el pequeño estrado. Entonces me di cuenta que al otro extremo de la fila donde me encontraba había un muchacho moreno de piel ligeramente oscura también desnudo y depilado de arriba a abajo. Portaba el mismo collar de piel con que nos habían humillado pero lo que me llamó la atención fue su larga y delgada polla que terminaba en un prepucio extremadamente largo. Era una polla bonita que hubiera apreciado en otras circunstancias. Me pregunté qué hacía aquel joven en una subasta de lesbianas . Por un instante nuestras miradas se cruzaron. Nos sonreímos con disimulo, como avergonzados de encontrarnos en aquella extraña circunstancia. Había algo familiar en él que me impelía a situarlo en algún lugar improbable. Londres era tan enorme y poblado que los rostros se repetían en gente diferente por pura casualidad. Pronto el hilo que habíamos establecido se rompió porque las ansiosas mujeres se habían colocado tan cerca de nosotros que era imposible no prestarles atención. Algunas te miraban mientras pedían de forma tímida permiso para mirarte, aunque en realidad parecía que sus ojos se hubieran trasladado a sus dedos. La mata de pelo que había dejado crecer en el pubis, ahora decorada con aquella especie de brillantina de color azulada, atrajo mucho la atención. Tiraban de ella o la acariciaban con la distracción de los que miman a sus gatos y podencos.
Otras en cambio palpaban la mercancía con total descaro, como si inspeccionaran un mueble o un objeto que no mereciera más valor que el dinero que estaban dispuestas a pagar. Algunas fueron tan osadas que se saciaron de sexo sin haber siquiera pujado. Una lady con la carita redonda como la luna a la que nunca hubiera imaginado mas que tomando té en un insulso hogar con las paredes decoradas con papel pintado y sofás cubiertos con fundas de cretona me inspeccionó el coño abriéndome los labios a la vez que me pedía que tomara una postura indecente. Al mismo tiempo sentí mis nalgas palpadas por otras manos mientras una tercera mujer se obstinaba en pellizcar mis pezones para obtener el premio de su erección. Me dejé hacer porque miraba de reojo a las otras dos chicas y al muchacho y todos se mostraban en apariencia complacidos con el manoseo.
La china se ofrecía sin pudor agarrando las manos de las compradoras y llevándolas a su sexo y su inexistente pecho aunque hallara la obstinada reticencia de quien no pensaba pujar por ella. La india la llamó al orden cuando empezaba a permitir con lujuriosa complacencia que una mujer casi anciana de mirada húmeda le metiera el dedito en la vagina.
La negrita se mostraba más comedida pero el interés hacia ella parecía menor a pesar de lo apetecible que su voluptuoso cuerpo me parecía. Saludaba a muchas de las presentes con cariño de manera que la supuse al final de la rueda, lo mismo que le había sucedido a Helen, así que miraba a lado y lado envidiando las atenciones que el resto de nosotros levantaba entre la audiencia.
Tal y como me había ocurrido a mi, la polla del muchacho levantó mucho interés entre las damas. La primera que se acercó a él fue muy atrevida. Sin miramientos separó la piel del prepucio pellizcándola con cuidado para colocar de forma inmediata su dedo en el interior, de manera que por un momento la punta quedó atrapada en un contacto tan íntimo con el glande que el muchacho se arqueó en dirección contraria. De nada le sirvió alejarse porque otra mujer subida al estrado estaba a su espalda y aprovechando la inesperada cercanía con el culito pasó la mano entre sus piernas retorciendo un testículo con tanta fuerza que el joven pasó de la sorpresa al dolor. Comprendí que el joven estaba allí para saciar otros sádicos intereses porque su miembro solo se endureció cuando las manos le hacían daño y no cuando lo acariciaban o palpaban. Mejor así. Por mucho que su verga me atrajera la penetración sufrida hacia unas horas seguía escociéndome lo suficiente para rechazarla mentalmente con el mismo ímpetu.
Nunca me había sentido tan deseada y humillada por aquellas manos desobedientes y aquel silencio pesado donde el único murmullo procedía del grosero magreo de la carne. Pero lejos de sentir rechazo para mi sorpresa la situación me excitaba hasta el punto de que un par de mujeres que tocaban mis rincones con profunda lascivia sonrieron al llevarse de vuelta sus dedos húmedos para tenderlos a continuación hacia la nariz de la otra cruzando sus brazos, orgullosas de haberme provocado tales ardores. El calor inundaba mi cuerpo y de forma cada vez más consciente me mostraba impúdicamente deseando que alguna me masturbara para calmar la inquietud. En un momento en que desvié la mirada hacia la sala pude ver a una de aquellas damas sentada en primera fila machacándose el coño con fuerza inusitada sobre la ropa mientras contemplaba las eróticas escenas que se desarrollaban sobre el pequeño escenario. De no haber sido por la llamada al orden de la mujer india invitando a las lujuriosas mujeres a volver a sus asientos aquello habría acabado en una orgía.
Primero subastaron al muchacho y tras dos o tres tímidas pujas fue adjudicada a una voz que partía del fondo de la sala. Apenas le costó 200 libras y la expresión de la india se endureció de repente. Comprendí que el valor de la venta había sido demasiado bajo. Lo único que me preocupaba fue que la primera mujer que me había tocado no se lo hubiera adjudicado. Deseaba fervientemente que aquella dama tan bella me follara aquella noche y no una vieja que me obligaría a chupar un coño arrugado. Y por qué no decirlo, quería el dinero. Necesitaba el dinero que me pudiera reportar toda aquella morbosa situación y era doblemente excitante por esa razón, porque todo aquello representaba un buen puñado de libras.
Con la negrita ni siquiera se alzó un voz. La muchacha sonrió por la vergüenza del ninguneo pero en cierta manera se percibía en sus ojos la resignación de lo que ya se espera y además es inevitable. Hizo un gesto que abandonó pronto, por ridículo y a destiempo, de taparse los pechos y el sexo porque fue en ese justo momento en que se sintió desnuda por primera vez. La india torció el gesto y entonces la vi como el violador sodomita que era por mucho que se proclamara como una mujer lesbiana.
Llegó el turno de la chinita y la muchacha, bordeando el límite de lo ridículo, comenzó a hacer una exhibición grotesca de su escasa anatomía. Que estaba excitada era obvio. Nunca había visto unos pezones tan negros, largo y erectos, si bien eso hacía resaltar aún más la práctica ausencia de pechos. Los masajeaba con furia para evitar que decayeran mientras daba vueltas mostrando su vulva desde todos los ángulos posibles. Clara demostración de que se puede vender cualquier cosa, empezaron a lloviznar ofertas que ella respondía con grititos y saltitos de júbilo. En verdad no fueron muchas, venciendo al final la misma voz opaca que había pujado por el muchacho. La inexplicable puja de 700 libras enmudeció la sala.
Llegó el turno de la novata, mi turno, y para satisfacción de la casa de subastas la cosa se animó bastante. Ofrecieron 300 libras de entradas y ocho voces se pisaron entre ellas para alcanzar en unos segundos las 1000 libras. A partir de ese momento la puja iba subiendo más lentamente. Las damas, mezquinas y tacañas, esperaban conseguirme por decenas de libras en lugar de los incrementos por centenas que habían animado la puja inicial. En el momento en que la última lesbiana que había alzado la voz ya se frotaba las manos la misma voz opaca del fondo dobló la oferta arruinando toda esperanza. No me agradó la perspectiva. El muchacho, la asiática y yo íbamos a satisfacer la lujuria de una compradora cuando me imaginaba como su única amante para aquella velada.
Las mujeres empezaron a levantarse de sus sillas para abandonar la sala sin siquiera mirar hacia atrás. La india acabó de humillarnos atándonos unas correas a la arandela de nuestros collares mientras tendía una bolsa de cartón a la negrita con la ropa que había traído de casa. “Ya podía irse”, le dijo con frialdad.
Del fondo de la sala emergió la compradora y por fortuna era aquella a la que había tocado el coño al principio de la subasta. Ni demasiado vieja, ni demasiado joven. Elegante y con ese toque en que la cuarentena empieza a congelar la belleza del pasado. Cogió las tres correas que le tendió la india y nos condujo a través de los pasillos de la mansión hasta una sala con chimenea rodeada de mullidos sofás. Quise cruzar mis ojos con los suyos pero ella me dirigió una mirada que duró un segundo y que estaba vacía. La subastadora cerró la puerta a nuestras espaldas, dejándonos a solas con la elegante mujer que tranquilamente se sentó en un sofá para contemplarnos a placer.
Tras unos largos segundos de angustioso silencio llamó a su lado al muchacho, haciéndole tender boca abajo sobre su falda. Comenzó a acariciarle el trasero pero pronto cambió las caricias por palmadas, cada vez más fuertes. La chinita contemplaba la escena con una sonrisa cachonda mientras yo me estremecía con cada palmada y con cada queja del muchacho. Me dolía más que a él puesto que tal y como había ocurrido en la sala de subastas los azotes le pusieron la polla dura mientras los testículos, que hasta el momento colgaban fláccidos entre las piernas, subieron hacia arriba más hinchados y duros. Cuando sus nalgas ya estaban enrojecidas la mujer se detuvo un momento para ordenarnos que jugáramos entre nosotras. La chinita, que parecía tener fijación conmigo, dio saltitos de alegría mientras bajaba la boca para comerme las tetas y acariciarme el coño con su mano. Hizo dos o tres intentos para que llevara mis manos a sus minúsculas tetas pero su cuerpo andrógino me atraía tan poco que prefería permanecer impasible contemplando el castigo que sufría el muchacho a manos de Emily – así se llamaba, como luego supe – esperando que en un nuevo cruce de miradas supiera de mi disponibilidad para follar con ella.
Emily se cansó de pronto de golpear el trasero del chico. Sacó entonces de uno de sus bolsillos un guante de latex y sin untarlo de ningún tipo de lubricante introdujo un dedo por el ano del muchacho hasta cambiar el grito ahogado del dolor por el jadeo del placer. Vencida la primera dificultad probó sin problemas añadiendo otro dedo para finalmente penetrarlo de forma rítmica con los tres dedos centrales de la mano. Volvió entonces a mezclarse en el aire los jadeos con el dolor y la mujer, por primera vez, entornó los ojos en señal de placer. Para entonces la chinita me estaba comiendo el ano con la ferocidad de la que no alcanza el objetivo por la carnosidad de mis nalgas, de manera que en cada embestida corría el peligro de hacerme caer. A pesar de que ella no me gustaba, la visión de la sodomización, los ojos idos de Emily, y todos los tocamientos que había sufrido durante la subasta, me habían enervado hasta el punto de empezar a sentir un orgasmo profundo. La chinita necesitada de aire se detuvo un momento, en el peor momento posible para mi, quedándose atrapada por la visión de la mano que casi entraba en su totalidad en el culito del hombre y cómo ambos, la violadora anal y el sodomita, parecían estar disfrutando de la manera más insospechada. Pidió probar, apartando la cabeza de mi trasero cuando yo estaba a punto de apretarme contra su cara para culminar mi orgasmo.
Prueba de que en aquella orgía yo era la novata fue que la chinita, tras obtener el permiso pertinente, abrió un pequeño armarito de donde extrajo un arnés que se calzó sin necesidad de apretar las correas ni realizar ningún ajuste adicional. Colocándose detrás del muchacho le clavó la polla de latex hasta el fondo de manera que la polla de verdad explotó en un chorro de semen manchando la falda sobre la que se apoyaba. Contemplé a la asiática follando al hombre sobre la falda de Emily como si estuviera espiando una intimidad lejana. Coloqué la mano entre las piernas y tras dos o tres meneos sobre mi cuca me corrí con tal fuerza que a punto estuve de caer de rodillas. A pesar de eso seguía con ganas de follar. Me acerqué al grupo y tendí mis manos hacia la compradora que me miraba con ojos de pescado muerto. Empecé a deshacer el nudo de la blusa para desnudarla y cuando ya la creía a mi merced me sujetó con fuerza de la muñeca :
- Yo solo miro. - me dijo con cierto enfado.
Luego me ordenó sentarme en un sofá, al otro lado de la chimenea para que contemplara, al igual que ella hacía, la profunda enculada del muchacho. Un poco como una tonta, como una desplazada que no sabe cómo comportarse en una reunión social y que había sido avergonzada por ella, permanecí con un mohín hosco tocándome de vez en cuando cuando el morbo me invadía pero sin tener en realidad muchas ganas.
Llegó un momento en que aquella polla ya no podía ponerse erecta ni una vez más. A pesar de eso, resultaba curioso comprobar como seguía manando esperma con cada acometida del arnés, eyaculando sin que por ello necesitara de erección alguna. El muchacho gemía de manera continua, como si el motor de un coche ronroneara al ralentí. Hasta que se apagó.
Emily se limpió la falda de esperma y lo mismo hizo con el pene de plástico que colgaba entre las piernas de la sudorosa chinita. A ambos los despidió y como si la india hubiera estado escuchando tras la puerta la abrió de inmediato conduciéndolo hacia otro lugar de la mansión. Nos quedamos solas y creyendo que era mi momento abrí mis piernas de par en par para excitarla. Me miró con severidad :
- No seas grosera, por favor. - me riñó con disgusto – Ahora me acompañarás a mi casa.
Agarró mi correa y tirando de mi como si fuera una perrita me condujo hasta la puerta de salida de la mansión. La india nos esperaba allí. Se había cambiado de ropa y alguna mala jugada le había causado el vestido que había elegido porque el bulto de la polla era ahora claramente visible. Me tendió la bolsa con mi ropa e hice ademán de vestirme pero Emily tenía prisa y me indicó que ya me vestiría en la limusina. Mostré mi enfado al respecto y ambas me apremiaron como si se fuera a acabar el mundo. Callé porque revoloteaba un sobre con mi dinero de mano en mano y esperaba atraparlo como un águila se abate sobre un conejo. Podría habérmelo quedado y salir huyendo pero deseaba follar con aquella mujer que solo deseaba mirar. Y porque entonces era avariciosa y deseaba más sobres como aquel por tan poca cosa como vender mi cuerpo a la mejor postora.
Al final cayó en mis manos y abultaba tanto que no conté el contenido. Apreté el sobre con fuerza y miré con una sonrisa a la india. “Adiós, travesti violador”, le espeté sin dejar de sonreír para darme la vuelta y mostrarle un culo que no volvería a penetrar jamás. Un nuevo tirón me llevó hasta la fría noche de la calle, desnuda. Fueron poco metros de desnudez porque el coche de la dama estaba aparcado frente a la mansión. Aún así me crucé con un matrimonio de mediana edad que fieles a la flema británica ni siquiera bajaron la vista para contemplarme a placer aunque el mechón negro, ese que había dejado crecer en mi pubis y que tanto éxito había tenido aquella noche, fue retratado en un instante por un golpe de sus pupilas que no duró ni una milésima de segundo.
En el viaje de ida hacia su mansión en Hampstead, uno de los barrios más elegantes de Londres, pactamos que estaría con ella una semana, a 300 libras por día. Eso me convertía en una mujer rica aunque supongo que para ella tal cantidad era una limosna. No iría durante ese periodo de tiempo a la Universidad pero por el dinero que ganaría bien merecía la pena faltar a clase. Me aclaró que ella solo miraba y que por tanto me abstuviera de intentar ningún contacto sexual con ella. Ante tal declaración de intenciones mi lujuria cayó por los suelos. Le pregunté con sarcasmo qué tipo de encuentro sexual había sido sodomizar al muchacho y ella, apartando la vista hacia la ventanilla, declaró que “tenía muchos vicios ocultos”. Cuando le pregunté qué deseaba que hiciera entonces, cuál iba a ser mi función en la casa durante una semana, ella simplemente dijo que “mirarme”.
Llegamos a la mansión y me ordenó vestirme a lo cual me negué. Burlonamente le respondí que si solo iba a mirarme no hacía falta que me vistiera durante toda la estancia pues de lo contrario iba a perder dinero. Algo confundida ordenó al chófer que llevara la limusina al garaje del sótano en lugar de dejarla en la entrada. El hombre, imagino que acostumbrado a extrañas situaciones, ni pestañeó cuando pasé a su lado meneando las caderas como una putilla barata. Recordé la historia de Pigmalion aunque yo no era ninguna Eliza Doolittle. Si acaso me parecía a la Julia Roberts de Pretty Woman.
Subimos por la escalera de servicio para aparecer en un vestíbulo de mármoles jaspeados donde desembocaban dos escaleras señoriales gemelas que llevaban al piso superior. De una sala contigua surgió una dama casi anciana pero de una elegancia increíble que me miró con un detenimiento que me encantó. Emily hizo un gesto rápido para cubrirme pero lo desechó con la misma rapidez. Era inútil tapar mi desnudez frontal. La anciana preguntó por mi nombre con un acento londinense aún más cerrado que el empleado por mi compradora.
- Es una amiga, mamá.
No llego a imaginar qué hubiera sido de mi madre si alguna vez hubiera tenido la ocurrencia de llegar a casa con una amiga desnuda, en aquellos tiempos en que aún vivía bajo su mismo techo. Los gritos se habrían escuchado hasta Logroño y eso que vivíamos en Madrid. En cambio aquella elegante dama sonrió, me lanzó una buena mirada final de arriba a abajo y dándome dos besos en las mejillas se disculpó porque había estado viendo la televisión hasta tarde y no podía quedarse a departir con nosotras. Lo mismo hizo con su hija y deslizándose como una bailarina desapareció igual de etérea que cuando había hecho acto de presencia.
Emily me llevó a mi habitación, contigua a la suya. Aún abrigaba esperanza de poder “departir” con ella dada la cercanía pero tras mostrarme dónde se encontraba el aseo se encerró en su habitación con dos poco esperanzadoras vueltas de llave. Para hacer tiempo hasta que el sueño me venciera conté el dinero, curioseé un poco por la habitación y al final encendí la televisión para masturbarme lentamente y casi sin ganas recordando lo sucedido aquella noche mientras miraba a una preciosa locutora inglesa a la que imaginaba entre mis piernas.
Aún era de noche cuando una voz femenina me despertó. Sonreí porque en primer lugar me percaté que seguía seductoramente desnuda y en segundo lugar porque acababa de interrumpir un sueño erótico donde Emily era la protagonista.
- No soy Emily. - dijo la voz con dulzura como si hubiera adivinado el contenido del sueño.
Entonces me incorporé en la cama tratando de adivinar a través de la penumbra a quién pertenecía aquella voz.
- Soy su madre – prosiguió, sentándose en la cama de manera que mis piernas quedaron a su alcance. No desaprovechó la ocasión y las acarició de manera distraída . - Ella no hará nada contigo. Solo le gusta mirar, supongo que ya te has percatado.
Sus ojos brillaban de una manera que me resultaba conocida. Había visto aquel brillo en los ojos de las mujeres que se habían congregado para la subasta. Por entonces era joven pero no tan tonta para no saber qué significaban. Y no dejaba de acariciar mis pantorrillas con un descuido que parecía inocente pero no lo era.
Hablamos un rato largo. Durante la charla mis ojos se acostumbraron lo suficiente a la penumbra para darme cuenta que solo llevaba una especie de bata larga de seda transparente sobre su cuerpo desnudo. Consciente del engaño de las sombras, dejaba que sus pechos aparecieran entre las dos hojas de tela mientras su voz de dulce tonalidad desmentía la edad que ni siquiera la oscuridad podía ocultar. Podría haber poseído cuarenta o setenta años, me era igual. Dominada por su seducción y mi lujuria, le pregunté y ella contestó dentro de un juego en que dábamos tiempo a que el deseo nos desprendiera del prejuicio de ser una posesión de su hija, del pecado de engañarla con su madre, del inevitable paso del tiempo que un rato de amor no iba a detener y del silencio que debíamos al hecho de estar en la habitación contigua.
Me contó que Emily trabajaba como alta ejecutiva en una entidad financiera de la City. Había dedicado toda su vida al trabajo de manera que nunca había tenido tiempo para formar una familia. Y el tiempo, el deseo contenido, hizo lo demás. La madre me habló de ciertos “gustos” sexuales que su hija había desarrollado en años de soledad. Un rechazo por el contacto físico pero también una atracción morbosa a mirar. A mirar a parejas haciéndolo frente a ella. A espiar muchachas desnudas en el baño de su casa. Incluso a contemplar a su propia madre mientras ésta se bañaba. Siempre debía parecer que ella no estaba allí aún cuando todos fueran conscientes de ser mirados. Incluso aunque cobraran por ello. Se podía permitir todas aquellas pequeñas perversiones gracias a su enorme fortuna. Me dijo que en unos minutos saldría de su habitación camino del trabajo. Que lo haría sin mirarme, que a partir de las 6 de la mañana y hasta la noche pertenecía a una oficina que constituía su única vida real. Aún así la posibilidad de ser descubierta la excitaba. Sus dedos ahora enredaban los rizos de mi pubis y con un rápido movimiento se desprendió de la ténue tela que la cubría para acostarse a mi lado. Abrí la luz de la mesita. No se ocultó aunque esperó unos segundos para desplegar su sonrisa a la espera del veredicto. Tenía unas tetas como pequeños melones blancos, con pezones tiesos. No caían ni parecían pertenecer a una vieja. Eran hasta más frescas y apetecibles que las mías. Tenía vello en el coño y era de color gris, pero parecía una fina pelusa contra la que me gustaría frotar mi vulva. Me apetecía follármela y ella parecía buscar lo mismo. Sellamos ese deseo mutuo besándonos con fuerza. Llevé su mano a mi entrepierna, deseando ese roce de los dedos femeninos. Nos asaltamos como dos necesitadas. Me bajé hasta su coño para comérmelo con pasión. Olía a violetas y a ese olor que desprende el interior de la vagina que nos embriaga a las lesbianas como si fuera un potente licor. Me pareció el mejor coño que me hubiera llevado a la boca porque con cada embestida sentía su cuerpo temblar como un flan. En verdad me deseaba y no cesaba de hablar aunque nos habíamos prometido silencio perpetuo. Alababa mi físico, mi belleza, mi juventud. Y yo también la alababa porque su cuerpo y su lujuria me parecían infinitas. Su boca bajó hasta mi sexo y nunca nadie me había comido el coño de aquella manera, ni me había succionado el clítoris hasta sacarlo de su encierro y hacerlo grande y erecto como la verga de un hombre.
La puerta se abrió de par en par. Emily nos contemplaba sin sorpresa, sin enfado. Átona, como era ella. Iba vestida con un horrible traje de ejecutiva, portando un maletín de piel en la mano. Las tres nos quedamos congeladas. Clarice, la madre, entre mis piernas, frotando su coño con el mío, con el culo vuelto hacia su hija, detenida en el tiempo. Podía notar sus jugos goteando en el interior de mi vagina. Era el único movimiento de la habitación.
- Siéntate y mira. - ordené.
No se por qué dije aquello. Tal vez porque la situación era tan morbosa, con una madre y su hija a mi alcance. Estaba tan excitada que quería saltar cualquier tipo de convención burguesa. Clarice me miró arqueando las cejas pero tampoco se negó ni se ocultó. Y entonces Emily, olvidando su trabajo, entró lentamente en el dormitorio para sentarse tímidamente en una esquina de la cama, con las piernas cruzadas, sin hacer ningún ruido que nos obligara a prestarle atención. Pero allí estaba, aunque no la pudiera ver. Notaba su respiración entrecortada, su presencia silenciosa y expectante. Sabía que miraba nuestras vulvas frotándose, nuestros vellos púbicos mojados por las babas de nuestras bocas, por los jugos que manaban de nuestros coños. Quería mirarla, hacerla saber que me había comprado pero que ahora era yo quien se follaba a su madre. Con un giro rápido atrapé a Clarice contra la cama. La sujetaba por la muñecas y con dos golpes de cadera abrí sus piernas para acomodarme entre las suyas. Apreté el pubis contra su coño, dando fuertes golpes que resonaban como una palmada en la habitación. Una y otra vez, como un martillo pilón. Pero no miraba a la madre, miraba a la hija, a la manera en que hacía fuerza con sus pies para que el hundimiento del colchón no la inclinara hacia nuestra pasión. Le ordené entonces que tocara mi trasero y lo hizo. Me acarició. Me detuve para que tocara mi ano. Podía hacerme lo que le había hecho al muchacho, si así le apetecía, a fin de cuentas ya me habían dilatado, pero se negó con un movimiento rápido de cabeza. Entonces en lugar de pedir, le ordené. Y su dedo hurgó en mi interior hasta que dije basta.
Sabiendo cuál era la tecla a tocar la hice desnudar. Y como una autómata lo cumplió. Para entonces ya habíamos dejado de follar, absortas por la situación.
- Nunca la había visto así, completamente desnuda – murmuró Clarice.
Le pregunté si quería comer a su hija pero se mostró algo incómoda, ligeramente azorada. Me pidió que fuera yo misma quien besara su sexo, ella no quería atravesar ese tabú. La tendimos entre nosotras y la madre se cubrió ligeramente con un poco de sábana. Miraba a su hija y me miraba a mi como si todo aquello hubiera ido demasiado lejos. La noté con ganas de detener la acción a pesar del arrebol de su rostro y su sexo. No podía dejar que se fueran porque no creía que jamás tuviera la oportunidad de follar a una madre y a su hija. La intenté besar pero giró la cabeza y mi boca se estrelló en su mejilla. Descendí para comerme sus tetitas pero se tapó con el brazo. Su cuerpo temblaba de emoción y su madre, compadeciéndose, le acariciaba la cara y el pelo con suavidad. Aproveché para bajar aún más, hasta que noté el calor de su vagina en el vestíbulo de mi boca. Alagué la lengua con cuidado pero al leve roce ocultó el coño tras su mano hasta hacerlo impenetrable. Rodé sobre su cuerpo y colocándome de nuevo entre las piernas de Clarice continué follándomela sin dejar de mirar a Emily. Rodamos de nuevo sobre la cama. En un momento quedé tendida sobre la cama con Clarice de espaldas a mi sobre mi cuerpo, agarrada a ella a través de los pechos que agarraba como si fueran un puñado de fruta. Su coño se exhibía bien abierto, completamente expuesto. Entonces vi a Emily mirándolo fijamente, hipnotizada, medio incorporada. Le ordené que lo chupara. Y la orden cruzó la habitación como un relámpago helado. Clarice dijo un “no” débil pero para entonces Emily ya hurgaba su intimidad con tímidos lametones que fueron intensificándose hasta llenar de placer a ambas mujeres. El culo de la madre descansaba sobre mi vientre sudado y resbaladizo, moviéndose con tal frenesí que sin que nada ni nadie tocara mi sexo sentí el mismo latigazo del orgasmo que ellas dos acababan de sentir. Recuerdo mi excitación salvaje y como le gritaba que chupara el sexo de su madre, el origen de su propia vida.
Dos semanas más tarde estaba frente al panel de anuncios de la Universidad buscando alguna oferta para cambiarme a mi propio apartamento. Aún resonaban en mis oídos el último reproche que me había largado Emily y que se refería a la incapacidad para mirar a los ojos a su madre por la mañana aunque por la noche no fuera capaz de apartarse de ella gracias a mi. O fue el penúltimo, porque hubo otro cuando decidí marcharme a pesar de sus ruegos para que me quedara. Ya había tenido suficiente. Debía retornar a mi rutina aunque ello supusiera reencontrarme con Helen que me reclamaba una parte de las ganancias que no pensaba darle. Por eso buscaba un nuevo apartamento.
Lo reconocí de inmediato y a él le ocurrió lo mismo. Londres es muy grande pero no lo suficiente para que una cara se repita dos veces en diferentes personas. Hablamos sin mencionar el pasado reciente. Decidimos, sin pactarlo, que nos conocíamos de la Universidad. Tomamos un café. Luego fue una cena. Acabamos en la cama. Me gustaba su piel morena y su polla con el prepucio tan largo. Pero por mucho que la chupaba o me esforzaba no era posible que adquiriera la dureza suficiente para penetrarme. En otras circunstancia le habría dejado, pero me gustaba. Me había enamorado. Una noche en que todo volvió a ser frustrante le cogí de la mano y con delicadeza le puse unas medias blancas de seda y un liguero. Se dejó hacer. Le tumbé en la cama boca abajo y no mostró resistencia. Del cajón de la cómoda extraje el arnés con que tantas veces Helen me había follado. Besé su trasero, le acaricié, chupé sus pezones y lamí su ano, pensando en todo momento que era una mujer. Mi mujer. Embadurné el miembro de latex con lubricante y con mucho amor y afecto le penetré para que pudiera eyacular sobre mi cama. A partir de entonces follamos como si fuéramos dos mujeres y era yo la única que penetraba. Y fuimos muy felices.